La madre Naturaleza: 24

La madre Naturaleza de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse a la mesa, Gabriel manifestó extrañeza grande por la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó a los criados si los rapaces no parecían; la respuesta negativa no le despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de hospitalidad; no sabía ejercitar la simpática virtud de la eutrapelia, que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo de tratar a una persona, se creía autorizado para obligarla a que le sufriese su mal humor, así como a imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que no era cosa que ocurriese todos los días. Por su parte Gabriel, aunque siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras, también se mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.

Sus porqués y cavilaciones salieron a relucir a la hora del café, cuando ya la moza en pernetas y el tagarote del criado no tenían necesidad de entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en la mesa; lo preparaba don Pedro -único modo de que saliese a su gusto- en una maquinilla de hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de estaño colgando a lo largo de su cilindro superior; artefacto casi inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado a semejante chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la operación. Se filtraba el café lentamente, gota a gota, y en realidad resultaba fuerte, oscuro, aromático, exquisito. El marqués de Ulloa era inteligente en la materia; porque merece notarse que aquel burdo hidalgote, ajeno no sólo a la idea de lo que espiritualmente embellece y poetiza, sino de lo que hace materialmente grata la existencia, tenía en dos o tres ramos afinadísimo el sentido y el conocimiento, hasta rayar en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera, de las imitaciones más o menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis del café; nadie conocía tan perfectamente dos o tres clases de licores y vinos; y así como entendía fallaba, y que no le viniesen con cigarros del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía decir dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como el gitano ser chalán y al árabe apreciar armas y caballos.

Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad, antes con cierta blandura encaminada a hacerse los lares propicios, dijo a su cuñado:

-Oye tú... ¿No le habrá sucedido a Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?

-Va con Perucho -respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta a la llave, y acercando a la villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro negro, que despedía balsámicos efluvios.

-Perucho... -murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el nombre- Perucho... es un muchacho de muy poca edad.

-Poca edad... ¡Quién me diera en la suya! -exclamó el hidalgo, respirando por la herida de su decadencia física-. ¡A esa edad, que le echen a uno encima disgustos y leguas de mal camino! A esa edad... salía yo para el monte a las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me estaba allí a pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa con el morral atacado de perdices... Y desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda la lluvia, que se me había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía yo más caso que a este café que bebo ahora, y todo el frío, y todas las brétemas, y los orvallos, y el pedrisco, y los demonios que me lleven... A veces no me contentaba con las horas del día... ¡buena gana de contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido a las liebres, que andaban pastando en las viñas! Allí... con el tío Gabriel, tu tocayo... los dos escondiditos tras de un pino... tendidos boca abajo... con un papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no olfateasen la pólvora... ¿Quieres más azúcar?... No... ¡Lo que es del tiempo de Perucho... que me diesen a mí caza que matar y monte por donde andar y una empanada que comer y un jarro de mosto, que me sabía todo a gloria...! Ahora... ¡se acabó!... Ya no está uno de recibo más que para sentarse en una silla... o para que le tiren al basurero.

-Pues yo -declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo de café- no estoy tan tranquilo como tú: a los enamorados (y aquí se sonrió) algunas impaciencias hay que perdonarnos. Si sabes poco más o menos hacia qué parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.

-¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dio la gana de no parar hasta el Pico-Medelo, allá se plantificaron... Tú bien conoces que tanto pudieron echar para Poniente como para Levante.

Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los labios. Cualquier cristiano se da a Barrabás con semejantes respuestas en boca de un padre. Miró el artillero en derredor suyo, y al ver que no andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo a punto de vaciar el saco... Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía entrar gente de un momento a otro, y lo que a él se le asomaba a la lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de un modo indirecto.

-Y... ¿acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver a la hora de la comida?

-Pocas... ¡Hombre!, ¿ha de vivir ella en el monte como vivía yo? No se le ocurre a nadie eso. Pero a veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos un chubasco, o una tormenta, y entonces, ¿sabes qué hacen? Se meten a comer en casa del cura de Naya, o del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía... ¡Cura más templado! Se defendió él solo contra una gavilla de más de veinte ladrones, que al fin me lo despacharon para el otro mundo; pero antes despachó él a uno de los galopines, y malhirió a media docena... ¡Era más perro!

-Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca -insistió con firmeza Gabriel-. Manuela no se habrá ido a comer a casa de nadie.

-Eso es verdad... pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron andar juntos, tal día como hoy se habrán querido desquitar tomándolo por suyo todo.

El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que era inquietud, pena y susto a la vez. Dominando su turbación involuntaria, dijo en voz reposada y entera:


-Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los años de Manuela ande por los montes sin más compañía que un mocito poco mayor. Es inconveniente por todos estilos, y hasta es exponerla, con este sol de justicia, a que coja un tabardillo pintado.

No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el hidalgo en punto de caramelo o porque le moviese una secreta antipatía contra su cuñado, lo cierto es que exclamó casi a gritos, con bronca descortesía y despreciativo acento:

-¡Allá en los pueblos se educa a las muchachas de un modo y por aquí las educamos de otro!... Allá queréis unas mojigatas, unas mírame y no me toques, que estén siempre haciendo remilgos, que no sirvan para nada, que se pongan a morir en cuanto mueven un pie de aquí a la escalera de la cocina... y luego mucho de sí señor, de gran virtud y gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay por dentro, que detrás de la cruz anda el diablo, y las que parecen unas santas... más vale callar. Y luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan, ¡revientan de puro maulas!...

Escuchaba Gabriel trémulo y bajando los ojos. Se sentía palidecer de ira; notaba y reprimía el temblor de sus labios, la llama que se le asomaba a las pupilas, y el impulso de sus nervios que le crispaban los puños. Un fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera rugiente, le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo injuriar la memoria de su hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió la mano derecha, y sin mirar al marqués, alcanzó un vaso lleno de agua y lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad vino en su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta a la mesa, se llegó a don Pedro con la sonrisa en los labios, y le puso las manos en los hombros, no sin visible sorpresa del hidalgo.

-Si no fueses todavía más bárbaro que malo (y empleaba el tono humorístico que había usado ya para pedirle a Manuela), lograrías sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan desatinado como tú... La suerte que te conozco, y te tomo a beneficio de inventario, ¿has oído? Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un oído me entran y por otro me salen. No tienes pizca de trastienda, y no eres tú el que has de excitarme a mí y hacerme saltar... Eso quisieras. ¿Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no pudiste levantar el palitroque aquel para tundir el trigo... No cierres los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no puedo reñir contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre e hijo... y ya que tú no cuidas, como debieras, de mi futura esposa, yo voy a buscarla, ¿entiendes tú?, y a fe de Gabriel Pardo de la Lage, ¡te juro que no volverá a suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!