La madre Naturaleza: 21
Capítulo XXI
Para subir a los Castros, había que dejar a un lado el monte y el encinar, torcer a la izquierda, y penetrar en uno de esos caminos hondos, característicos de Galicia, sepultados entre dos heredades altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en sus bordes: caminos generalmente difíciles, porque la llanta del carro los surca de profundas zanjas, de indelebles arrugas; porque a ellos ha arrojado el labrador todos los guijarros con que la reja del arado o la pala tropezó en las heredades limítrofes; porque allí se detiene y se encharca el agua y se forma el barro; los peores caminos del mundo en suma, y sin embargo encantadores, poéticos, abrigados en invierno porque almacenan el calor solar, y protegidos del calor en verano por la sombra de las plantas que se cruzan cerrándolos como tupido mosquitero; encantadores porque están llenos de blancuras verdosas de saúco, palideces rosadas de flor de zarza, elegancias airosas de digital, enredadas cabelleras de madreselva que vierten fragancia, cuentas de coral de fresilla, negruras apetitosas de mora madura, plumas finas de helecho, revoloteos y píos y caricias de pájaros, serpenteos perezosos de orugas, escapes de lagartos, contradanzas de mariposas, encajes de telarañas sujetos con broches de rocío, y desmelenaduras fantásticas de rojas barbas de capuchino, que allí, colgadas entre zarzas y matorrales, parecen ex-votos de faunos que inmolaron su pelaje rudo al capricho de una ninfa. Y aquel camino en que penetró la pareja montañesa añadía a estos méritos, comunes a todas las corredoiras, un misterio especial, debido a que era muy poco frecuentado de carros y de labriegos, y conservaba todo el mullido suave de su hierba virgen, que literalmente era un tapiz verde clarísimo, salpicado de esas orquídeas color entre lila y rosa que asoman fuera de tierra sólo los pétalos, sin hoja verde alguna; y como además era estrecho, y muy hondo, la vegetación de sus bordes, viciosa y lozana como ninguna, se había unido, y sólo a duras penas se filtraba de la bóveda una misteriosa y vaga claridad, una luz disuelta en oro y pasada al través de una cortina de tafetán verde.
Quien estuviese hecho a conocer estos caminos hondos, y el país gallego en general, no se admiraría de las particularidades que presentaba aquella corredoira, así en su virginidad y misterio como en ser más honda que ninguna y en estar trazada con extraña regularidad, como obra donde no sólo se descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y hábil, que da a sus obras proporción y simetría. El nombre de Los Castros que lleva el lugar le explicaría bien, si antes no se lo dijese su pericia, por qué estaba allí aquella zanja abierta como por la pala del ingeniero militar de hoy, que ciertamente no la abriría más perfecta.
Dos eran los Castros: Castro Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en doble colina escalonada, facilitando la ascensión del uno al otro la trinchera, aunque también haciéndola más larga, pues era preciso seguirla y dar la vuelta a toda la base del Castro Pequeño para intentar la ascensión al grande, muchísimo más elevado y vasto. El estado de conservación de los dos campamentos era tan maravilloso; se veían tan claras las líneas del reducto y el círculo perfecto de la profunda zanja que en torno lo defendía, que aquella fortificación de tierra, levantada probablemente por legionarios romanos anteriores a Cristo, si es que no fue en tiempos aún más remotos trabajo de defensa practicado para sustentar la independencia galaica, aparecía más entero y robusto que las fortalezas, relativamente jóvenes, de la Edad-media. Ni el arado, ni el agua del cielo, habían mordido la esbelta cortadura que a modo de verde culebra se enrosca al pie de los Castros. No; no habían hecho más que vestirla de enredaderas, de zarzales, de plantas y hierbas lozanísimas; y allí donde el soldado rompió el terruño para prevenir el ataque del enemigo, se embosca hoy la ágil sabandija, y teje sus gasas el pardo arañón campesino.
Subió lentamente la pareja, no apremiada ya por la angustia de hallarse cerca de sitio habitado que desde por la mañana impulsaba a Perucho a desviarse del caserón. Iban los dos montañeses radiantes de alegría, con el desahogo de la confesión y las promesas anteriores. Parecíales que sin más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de delante un estorbo grandísimo, y ensanchándoseles el corazón, y arreglado todo el porvenir a gusto y voluntad suya. En especial el galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y sostenía a Manuela y la empujaba por la cintura con la tierna autoridad del que cuida y atiende a una cosa absolutamente propia. Tranquilo y sosegado, hablaba de las cosas acostumbradas y se entregaba a las ocupaciones y a las investigaciones habituales en la pareja. Aquella corredoira de los Castros, en las actuales circunstancias, era para él un descubrimiento. ¡Qué filón! Olvidados de todo el mundo, amontonábanse allá tesoros que no habían de desdeñar nuestros exploradores. Hacia la parte que forma la solana de la colina, las moras se hallaban ya en estado de perfecta madurez, y millares de dulces bolitas negras acribillaban el verde oscuro de los zarzales. En los sitios de más sombra y humedad, las perfumadas fresillas o amores abundaban, y las delataba su aroma. Nidos, era una bendición de Dios los que aquella maleza cobijaba. Porque, desnuda de arbolado la cima de los Castros desde cerca de veinte siglos que sin duda sus árboles habían sido cortados para levantar empalizadas, las aves no tenían más refugio que la zanja misteriosa, donde les sobraba pasto de insectos y caudal de hierbas secas y plantas filamentosas para tejer la cuna de su prole. Así es que tras cada matorral un poco tupido, en cada rinconada favorable, se descubrían redondas y breves camas, unas con huevos, cuatro o seis perlitas verdosas, otras con la cría, medio ciega, vestida de plumón amarillento. Y al entreabrir Manuela el ramaje para sorprender el secreto nupcial, no sólo volaba el pájaro palpitante de terror, sino que se oía corretear despavorida a la lagartija, y el gusano se detenía paralizado de miedo, enroscándose al borde de una hoja con sus innumerables patitas rudimentarias.
En la exploración y saqueo de la zanja gastarían más de hora y media los fugitivos. En la falda remangada de Manuela se amontonaban moras, fresas, frambuesas, mezcladas y revueltas con alguna flor que Perucho le había echado allí como por broma. Manuela prefería coger los frutos, y su amigo era siempre el encargado de obsequiarla con las orquídeas aromosas o con las largas ramas de madreselva. Andando, andando, la carga de fresas desaparecía y el delantal se aligeraba: picaban por turno los dos enamorados, y al llegar a la cima del Castro pequeño, la merienda de fruta silvestre había pasado a los estómagos.
La cima del Castro pequeño, donde empezaba a asomar el tierno maíz, era una meseta circular, perfectamente nivelada, como picadero gigantesco donde podían maniobrar todos los jinetes de la orden ecuestre. Las necesidades del cultivo habían abierto senderitos entre heredad y heredad, y a no ser por ellos, el Castro pequeño sería raso como la palma de la mano. Desde su altura se divisaba una hermosa extensión de tierra, y seguíase el curso del Avieiro, distinguiéndose claramente y como próximas, pero a vista de pájaro, las Poldras, con el penachillo de espuma que a cada losa ponía el remolino y el batir colérico de la corriente. Ni un árbol, ni una mata alta en aquella gran planicie del Castro, que rasa, monda, lisa e igual, parecería recién abandonada por sus belicosos inquilinos de otros días, a no verse en su terreno los golpes del azadón y a no cubrirla, como velo uniforme, las tiernas plantas del maíz nuevo.
Mas no era allí todavía donde Perucho y Manuela se creían dueños del campo y situados a su gusto para reposar un poco después de tanto correr. Aspiraban a subir al Castro mayor, ascensión difícil para otros, porque la trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba literalmente obstruida por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi impracticable hacían la subida sus ramas entretejidas y espinosas. Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría arriesgarse llevando en brazos a Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja larguísimo, y a pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse antes de recorrer el hemiciclo que conducía a la entrada del Castro. Tendió la vista, y sus ojos linces de montañés distinguieron al punto un senderito casi invisible, en el cual no cabía el pie de un hombre, y que serpeaba atrevidamente por el talud más vertical de la base del Castro, yendo a parar en el matorral que guarnecía la cúspide.
-¡El camino del zorro! -exclamó Perucho, señalando a su compañera, allá en lo alto, la boca de la madriguera, que se entreparecía oculta por las zarzas y escajos-. Por ahí vamos a subir nosotros, que si no es el cuento de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.
Para llevar a cabo la difícil hazaña, yendo el montañés delante y colocando el pie en las levísimas desigualdades que daban señal del paso del zorro cuando subía y bajaba a su oculto asilo, Manuela, que seguía a Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la americana, y a veces del paño del pantalón. El apuro fue grande en algunos puntos del trayecto, y grandes también las risas con que celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se asía con las uñas a la tierra, a las plantas, a todo cuanto podía servirle de asidero, y al avanzar el pie hincaba la punta de golpe en la montaña, para dejar hecho sitio al pie de la niña. Al fin, sudorosos, encarnados y alegres, llegaron a la última etapa de la jornada, y agarrándose a unos menudos pinos que crecían desplomados sobre el talud, saltaron triunfantes dentro del Castro Mayor.
La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto diferente de la del primero. En éste el cultivo suavizaba el aspecto militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía que acudiesen al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas; sobre la honda trinchera había tendido la naturaleza velo de florida vegetación, y las huellas de la vida humana, de la actividad rústica, el manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño y apacible. En el Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje grandeza y desolación trágica, muy en armonía con su destino y su puesto en la historia. Era aún, después de veinte siglos, el sitio de las defensas heroicas, de las resistencias supremas; el sitio donde, rotas ya las empalizadas, invadido el Castro de abajo, se refugiaría la destrozada legión, llevándose sus muertos y sus heridos para darles, a falta de honrosa pira, túmulo en aquella elevada cumbre, y resuelta a vender caras las vidas a la hueste cántabro-galaica. La vegetación, los brezos altísimos y tostados por el sol, las carrascas, los tojos, todo adquiría allí entonación rojiza, despertando la idea de un rocío de sangre que los hubiese bañado: a trechos, rompían la lisura del inmenso circuito pequeñísimas eminencias, donde las plantas eran más lozanas todavía, y que a juzgar por su hechura cónica serían acaso túmulos. ¿Quién sabe si un investigador, un arqueólogo, un curioso, cavando en aquel suelo vestido de plantas monteses y de ruda y selvática flora, descubriría ánforas, monedas, hierros de lanza, huesos humanos?
La soledad era absoluta en aquel lugar elevado y casi inaccesible; el cielo parecía a la vez muy alto y muy próximo, y como nada limitaba la vista, horizonte inmenso lo rodeaba por todas partes, resultando el firmamento verdadera bóveda de azul infinito y profundo, que encerraba a manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las lejanías, más bajas que el Castro, se perdían gradualmente en tales tintas rosadas y cenicientas, que formaban la ilusión de un lago, o del mar, cuya extensión se divisase lejos, muy lejos. Parecía que el Castro fuese una isla, suspendida sobre un océano de vapores. La calma y el silencio rayaban en fantásticos: allí no había pájaros, sea porque sólo un árbol -un viejo roble, digno de ser contemporáneo de los druidas- se alzaba en la gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que habían nivelado el monte para fortificarlo, sea porque la altura, gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio intimidase a las aves. Una liebre, galopando entre los brezos, fue el único ser viviente que encontraron los fugitivos.
Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país circunvecino, que desde la estratégica altura se dominaba completamente. El caserío de Naya se les presentaba a sus pies como esparcida bandada de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un hilo verdoso, roto a trechos por blancos espumarajos; y allá remoto, remoto, se hundía el valle de los Pazos, donde la casa solariega era un punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una especie de terror a la vista.
-¡Madre mía del Corpiño, qué lejos estamos de la casa!
Perucho la tranquilizó riendo.
-No, mujer... Parece así porque la vemos de alto. Vaya que de poco te pasmas. ¿No tienes voluntad de descansar? ¿No te pide el cuerpo sentarte?
-Hombre... me dan ganas de hacerte no sé qué. Hace mil años te dije que me cansaba, y ahora sales... Yo ya estaba aguardando a ver si querías que me cayese muerta. ¡Y con este calor! Aquí tan siquiera corre un poquito de aire.
-Pues ven.
Acercáronse al roble, cuyo ramaje horizontal y follaje oscurísimo formaban bóveda casi impenetrable a los rayos del sol. Aquel natural pabellón no se estaba quieto, sino que la purísima y oxigenada brisa montañesa lo hacía palpitar blandamente, como la vela del bote, obligando a sus recortadas hojas a que se acariciasen y exhalasen un murmullo como de seda arrugada. Al pie del roble, el humus de las hojas y la sombra proyectada por las ramas habían contribuido a la formación de un pequeño ribazo resto acaso de uno de aquellos túmulos, así como el duro y vigoroso roble habría chupado acaso la sustancia de sus raíces en las vísceras del guerrero acribillado de heridas y enterrado allí en épocas lejanas.
-Ahí tienes un sitio precioso -dijo Perucho.
Dejose caer la montañesa, recostada más que sentada, en el tentador ribazo.
-La hierba está blandita y huele bien... -exclamó la niña-. No hay tojos... ¡Qué ricura!
-¿A ver? -murmuró él; y desplomose a su vez en el ribazo, riendo y apoyándose en las palmas de las manos.
-¡Vaya! Ni un tojo para un remedio... ¡Y qué sombra de gloria! ¡Ay... gracias a Dios! Estaba muerta... Mira cómo sudo -añadió cogiendo la mano del montañés y acercándola a su nuca húmeda.
-¿Quieres escotar un cachito de siesta? -preguntó el mozo, mirándola con ternura-. Aquí hay un sitio que ni de encargo... Si hasta parece que la tierra hace figura de almohada... Yo te echaré la chaqueta para que acuestes la cabeza...
-Y tú, ¿qué haces ínterin yo duermo? ¿Papas moscas?
-Duermo también a tu ladito... Como marido y mujer. ¿No te gusta? Sí tal, sí tal.
Quitose el chaquetón, y extendiolo con precauciones minuciosas, de modo que la cabeza de Manuela quedase cómodamente reclinada en el cojín que formaba una manga bien envuelta con el cuerpo. Enseguida se tendió al lado de la montañesa, poniéndose bajo la nuca su hongo gris, para no coger una tortícolis. La hierba del ribazo era en efecto olorosa, espesa, fina, menuda, y entretejida como la lana de una alfombra de precio. Al lado de la cabeza de Manuela crecía una gran mata de biznaga, cuyos airosos tallos prolongados y blancas umbelas de flores menuditas con la punta roja en medio, parecían, al destacarse sobre el fondo azul del horizonte, una6 transparente obra de hábil pintor. Por efecto de la posición, le parecían a la montañesa altísimas aquellas biznagas; más altas que los montes que se perdían en los tonos vagos y vaporosos del horizonte lejano. Así se lo dijo a su compañero. Este respondió a la observación con una sonrisa cariñosa, y dijo:
-Levanta un poco el cuerpo... te pasaré el brazo así por debajo...
Hízolo y quedaron careados. La claridad solar, que pugnaba por atravesar el follaje de la encina, les derramaba en las pupilas un centelleo de pajuelas de oro; en los ojos negros de Manuela se convertían en reflejos de ágata, y en los azules de Perucho tenían el colorido de la gota de vino blanco expuesta a la luz... Complacíase la viva claridad en descubrir, jugando, los más mínimos pormenores de aquellos rostros juveniles: doraba la pelusa de las mejillas: arrojaba una sombra rosada, con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar, que se divisaba por entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el hueco de las orejas; daba tonos azulados al pelo negrísimo de la niña, e irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una aureola, con visos como de venturina.
Manuela alargó la mano, la hundió entre las sortijas de su amigo, y las deshizo y alborotó con placer inexplicable. Aquella cabellera magnífica, tan artísticamente colocada por la naturaleza, tan rica de tono que estaba pidiendo a voces la paleta de un pintor italiano para copiarla, era una de las cosas que más contribuían a mantener la admiración y el culto que desde la infancia tributaba a su compañero. Si hermoso era a la vista el pelo de Perucho, no menos dulce al tacto. ¡Con qué elástica suavidad se enroscaban de suyo los bucles alrededor del dedo! ¡Cómo se deshacían y partían cada uno en innumerables anillos, ligeros y gallardos, y cómo volvían luego a unirse en grueso y pesado tirabuzón, el bucle estatuario, la cifra de la gracia espiral! ¡Con qué indisciplina encantadora se esparcían por la frente o se agrupaban en la cima de la cabeza, haciéndola semejante a las testas marmóreas de los dioses griegos! Claro está que Manuela no se daba cuenta del carácter clásico de las perfecciones de su amigo, mas no por eso le gustaba menos juguetear con la rizada melena.
Pedro la dejaba a su disposición, cerrando los ojos y sintiendo un bienestar infinito e indecible. La cortedad penosa experimentada el día en que se habían refugiado en la cantera, se había disipado con la conversación explícita de amor, las trocadas promesas, el desahogo de la explicación mutua; y el montañés ni pedía ni soñaba dicha mayor que la de estar allí solos, próximos, seguros el uno del otro, a razonable distancia de todo lo que fuese gente, habitación, obstáculos, mundo en suma; allí, en el desierto de la isla del Castro, donde Perucho quisiera quedarse hasta la consumación de los siglos, con Manuela nada más. Ni el pensamiento de otras venturas le cruzaba por las mientes, y aunque la respiración de Manuela le calentaba el rostro y su mano le desordenaba y acariciaba el pelo, no hervía con ímpetu su sangre moza; sólo parecía correr con mayor regularidad por las venas. Tan feliz se encontraba, que olvidaba el transcurso del tiempo y lo que pudiesen regañarles al volver al caserón, sumido en una de esas distracciones profundas propias de los momentos culminantes de la existencia, que rompen la tiranía del pasado, anulan la memoria, suprimen la preocupación del porvenir, y dejan sólo el momento presente con su solemnidad, su intensidad, su peso decisivo en la balanza de nuestro destino.
De vez en cuando, a un leve estremecimiento del follaje charolado del roble, a una caricia más viva, más nerviosa y eléctrica de los dedos de Manuela, Pedro entreabría los párpados, y su mirada clara y azul se cruzaba con la de aquellas pupilas negras, quebradas y enlanguidecidas a la sazón, que lo devoraban. Dos o tres veces retrocedió el montañés, -sintiendo en la conciencia una especie de punzada, un misterioso aviso, que al cabo, no en balde tenía cuatro o seis años más que su compañera, y algo que en rigor podía llamarse conocimiento-; y otras tantas la niña volvió a acercársele, confiada y arrulladora, redoblando los halagos a los suaves rizos y a las redondas mejillas, donde no apuntaba aún ni sombra de barba. Al fin, sin saber cómo, sin estudio, sin premeditación, tan impensadamente como se encuentran las mariposas en la atmósfera primaveral, los rostros se unieron y los labios se juntaron con débil suspiro, mezclándose en los dos alientos el aroma fragante de las frambuesas y fresillas, y residuos del sabor delicioso del panal de miel.