​La lucha sociel​ de Rafael Barrett


"Destruir es crear", ha dicho Bakunin. Más exacto sería decir que toda creación destruye algo. La Naturaleza no podría engendrar nada nuevo, si la obligasen a conservar lo viejo. Las formas son infinitas, pero la materia no, y es forzoso fundir el bronce de las estatuas pasadas para hacer las futuras. Por eso, si los ancianos no murieran, los niños cesarían de nacer. Por eso la muerte mantiene el amor sobre la Tierra. De aquí el aspecto uniforme del mundo: un aspecto de lucha. De aquí el sabor trágico de la vida. Hay una ley de impenetrabilidad universal: las cosas no se mueven sin desalojar otras cosas, las ideas no se mueven sin desalojar otras ideas. La realidad no es apacible, no es suave, ni siquiera cortés; es violenta, porque es necesaria. Su violencia aparente varía con la rapidez de los cambios. Distinguimos entre evoluciones y revoluciones por un cómodo artificio de lenguaje. Una evolución es una revolución lenta. Una revolución es una evolución veloz. Entre la mansa corriente del Gironda y la caída a pico del Niágara imaginamos muchas pendientes intermedias; la fatalidad del movimiento es la misma. Intentad detener el más sosegado de los ríos, y pronto os veréis derribados por los Niágaras que fabricó nuestra locura.

Hace siglos que estamos asistiendo al desalojo del principio de autoridad. Los dioses se fueron. Los reyes también; a unos se les arrancó la corona con cabeza y todo; a otros se les destituyó, enviándolos en un fiacre a la frontera; a otros se les jubiló, es decir, se les permitió guardar ciertos arneses y chirimbolos de su antiguo cargo, asistir a ciertas ceremonias, cobrar su sueldo, ¡y hasta opinar!, con tal que fuese moderadamente. Salvo el sultán y el zar, a quienes se jubilará un día de estos, los demás reyes que nos quedan están jubilados. Después de los reyes se van poquito a poco los presidentes, los gobernantes, el parlamentarismo. Cada vez es menor la proporción de las gentes que se dedican a dar órdenes o a cumplirlas, respecto a las gentes que se dedican a trabajar. Cada vez se obedece menos a las personas y más a los hechos. Se encomienda al gobierno que procure algunas seguridades materiales y lleve algunas cuentas, y se le agradece que exista sin llamar la atención del país. Para un gobierno a la moderna, como para el moderno y difunto rey Eduardo VII, el gran elogio consiste en establecer que no se ha metido con nadie. El ideal de un gobierno sano es no gobernar. Lo autoritario se sustituye incesantemente por lo técnico, y no es utópico reducir la máquina política a un regimiento de amanuenses, bajo la dirección de un grupo de sabios, que no representarán una democracia inerte y caótica, sino la única aristocracia útil, la de la competencia.

Y de aquí que, cuando creíamos pasada la época de las vastas revoluciones, el desalojo de los principios económicos comienza a presentar un carácter violento. Nos habíamos olvidado de que para el humano río los Niágaras son siempre posibles. ¿Conocemos acaso los secretos del porvenir, los accidentes del terreno que se extiende entre nosotros y el mar? El desalojo de la propiedad es más serio que el de la autoridad; ataca el alma de las sociedades, que es su sistema de nutrición. Los gobiernos, insensibles por atrofia, no se hicieron cargo de lo que ocurría, y vieron tranquilamente que el proletariado reemplazaba el arma del sufragio por el arma de la huelga, el sable de madera por el de acero. Fieles a su método de acción, que consiste en no obrar, reconocieron el derecho de la huelga, y dejaron a los trabajadores asociarse contra el régimen. Mientras las huelgas fueron fragmentarias, simples simulacros, el poder las consideró con un ojo paterno; ahora, ante la huelga general, descubre de repente que el primer amenazado por la parálisis es él. Un gobierno sin ferrocarriles, sin telégrafos, quizá sin soldados, sin agentes de policía, carceleros, verdugos ni ejecutores de ninguna especie, es un gobierno parecido al que ejercemos en la luna. Y lo terrible es que los gobiernos serán así volcados como con el codo, por un alud que no se ocupa de ellos. Tal es su debilidad inocente, que en lugar de sucumbir de vejez, según esperaban, han de sucumbir sin culpa ni gloria, de paso, bajo la mole de la Humanidad en marcha.

Hacia ellos se vuelve el capitalismo, desesperado de no encontrar sino organismos decrépitos donde una centuria atrás había el vigor de herramientas aún en buen uso. Tarde ya, quiere galvanizar las momias, resucitar la autoridad, milagros a los que sólo se atreve Jesús, y eso con cadáveres todavía calientes. El cadáver de la autoridad está bien frío. Y se proyectan legislaciones especiales contra el anarquismo. Se trata, a ejemplo de los suecos, aterrados por la elección de Estocolmo en 1909, de reprimir las huelgas, declarándolas ilegales dentro de plazos convenidos, o si se interrumpen servicios de importancia "vital"... ¡precisamente los que para el sindicalismo es "vital" suspender! Como si la tremenda lucha fuera un asalto de salón, se pretende marcar las estocadas que "no cuentan". Empeño pueril. Los que tienen el oído fino escuchan desde hace años, cada año más cerca, el fragor de la formidable catarata. Y es doloroso espectáculo el de este racimo de insectos, arrastrados por el inmenso río, y obstinados en detenerlo como briznas que un soplo deshace.


Publicado en "La Razón", Montevideo, 21 de Mayo de 1910.