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La lucha por la vida I Tercera parte | Pío Baroja |
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-¿Cómo no notará esa mujer -pensaba Manuel- que ese tipo no se quiere más que a sí mismo? En cambio, yo...
Solía haber los domingos baile en una explanada próxima a la ronda de Segovia, y el señor Custodio, con su mujer, la Justa y su novio, iban allí. A Manuel le dejaban guardando la casa; pero algunas veces se escapó para ver el baile.
Cuando vio a ¡ajusta bailando con el Carnicerín le dieron ganas de ahogarles a los dos.
Luego el novio era de una petulancia extraordinaria; cuando bailaba se contoneaba y parecía que iba jaleándose y piropeándose a sí mismo y que guardaba en el ritmo del baile algo tan precioso, que un movimiento de abandono podría echarlo todo a perder. Ni aun para decir misa, lo hubiera hecho con tanta ceremonia.
Como es natural, un conocimiento tan completo de la ciencia del baile, unido a la conciencia de su superioridad, daban al Carnicerín admirable aplomo. Era él quien se dejaba conquistar indolentemente por la Justa, que estaba frenética. Al bailar se le echaba encima, sus ojos brillaban y le temblaban las alas de la nariz; parecía que le quería sujetar, tragar, devorar. No separaba la vista de él, y si le veía con otra mujer se alteraba su rostro rápidamente.
Una de las tardes, el Carnicerín hablaba con un amigo suyo. Manuel se acercó a oír la conversación.
-¿Es aquélla? -le preguntaba el amigo.
-Sí.
-Gachó, cómo está de colá contigo.
Y el Carnicerín, con sonrisa petulante, añadió:
-La tengo chalá.
Manuel, en aquel momento, le hubiera arrancado el corazón.
La decepción amorosa hizo que Manuel pensara en abandonar la casa del señor Custodio.
Un día se encontró cerca del Puente de Segovia con el Bizco y otro golfo que le acompañaba.
Iban los dos desharrapados; el Bizco tenía el aspecto más ceñudo y brutal que nunca; llevaba una chaqueta vieja, por entre cuyos agujeros se veía la piel negruzca; los dos marchaban, según le dijeron, al cruce del camino de Aravaca con la carretera de Extremadura, a un rincón que llamaban el Confesonario. Allí pensaban reunirse con el Cura y el Hospiciano para asaltar una casa.
-Anda, ¿vienes? -le dijo irónicamente el Bizco.
-Yo, no.
-¿Dónde estás ahora?
-En una casa... trabajando.
-¡Valiente panoli! Anda, vente con nosotros.
-No, no puede ser... Oye, ¿y Vidal? ¿No le has vuelto a ver?
El rostro del Bizco quedó más ceñudo.
Ya me las pagará ese charrán. No se escapa sin que yo le pinte un chirlo en la cara... Pero ¿vienes o no?
-No.
Las ideas del señor Custodio habían influido en Manuel fuertemente; pero como, a pesar de esto, sus. instintos aventureros le persistían, pensaba marcharse a América, en hacerse marinero, en alguna cosa por el estilo.