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La lucha por la vida I Tercera parte Pío Baroja


La Mellá, la Goya, la Rabanitos y la Engracia, solían venir de noche al centro de Madrid, acompañadas por un mendigo de barba blanca, cara sonriente y boina a rayas.

El viejo venía a pedir limosna, era vecino de las muchachas y éstas le llamaban el Tío Tarrillo y le daban broma por las borracheras que pescaba. Completamente chocho, le gustaba hablar de lo corrompido de las costumbres.

La Mellá contaba que el Tío Tarrillo la quiso forzar al volver a casa los dos solos una noche en los jardinillos del Depósito de Agua, y la dio a la muchacha tanta risa que no pudo ser.

El mendigo se indignaba al oír esto y perseguía a la indiscreta como un viejo fauno.

De las cuatro muchachas la más fea era la Mellá; con su cabeza gorda y disforme, los ojos negros, la boca grande con los dientes rotos, el cuerpo rechoncho, parecía la bufona de una antigua princesa. Había estado a punto de entrar de corista en un teatro; pero no pudo, porque, a pesar de su buena voz y oído, no pronunciaba con claridad por la falta de dientes.

Estaba la Mellá siempre alegre, a todas horas cantando y riendo; llevaba una polvera pequeña en el bolsillo del delantal, que en el fondo de la tapa tenía un espejo, y mirándose en él a la luz de un farol, se enharinaba la cara a cada paso.

La Mellá era cariñosa y de muy buen corazón; a Manuel se le atragantaba por demasiado fea; la muchacha quería captarse sus simpatías, pero Vidal aconsejó a su primo que no se quedara con ella; le convenía más la Goya, que sacaba más dinero.

A Manuel no le gustaba la Mellá, a pesar de sus arrumacos; pero la Goya estaba comprometida con el Soldadito, un hombre con oficio, según decía ella, porque cuando se ponía a trabajar era pianista de manubrio.

Este organillero sacaba los cuartos a la Goya, que como más bonita tenía también más parroquia; el Soldadito, la vigilaba, y cuando se iba con alguno, la seguía y la esperaba a la salida de la casa de citas para sacarle el dinero.

Vidal, de las cuatro, se dignaba proteger a la Rabanitos y a la Engracia; las dos se lo disputaban. La Rabanitos parecía una mujer en miniatura: carita blanca, con manchas azules alrededor de la nariz y de la boca; cuerpecillo raquítico y delgaducho; labios finos y ojos grandes de esclerótica azul; en el vestir, una vieja, con su mantoncito oscuro y su falda negra: ésta era la Rabanitos. Echaba sangre por la boca con frecuencia; hablaba con remilgos de comadre, haciendo gestos y jeribeques, y todo su dinero lo gastaba en mojama, en caramelos y en golosinas.

La Engracia, la otra favorita de Vidal, era el tipo de la mujer de burdel: llevaba la cara blanca, por los polvos de arroz; sus ojos, negros y brillantes, tenían expresión de melancolía puramente animal; al hablar enseñaba los dientes azulados, que contrastaban con la blancura de su cara empolvada. Pasaba de la alegría al enfado sin transición. No sabía sonreír. En su cara aleteaba tan pronto la estupidez como una alegría canallesca, insultante y cínica.

La Engracia hablaba poco, y cuando hablaba era para decir algo muy bestial y muy sucio, algo de un cinismo y de una pornografía”, complicada. Tenía la imaginación monstruosa y fecunda.

Un imaginero macabro hubiese encontrado algo genial tallando en piedra los pensamientos de aquella muchacha en el infierno de una Danza de la Muerte.

La Engracia no sabía leer. Vestía blusas vistosas, azules y sonrosadas; pañuelo blanco en la cabeza y delantal de color; andaba siempre corriendo de un lado a otro, haciendo sonar las monedas del bolsillo.

Llevaba ocho años de buscona y tenía diez y siete. Se lamentaba de haber crecido, porque decía que de niña ganaba más.

Las amistades de Manuel y de Vidal con las muchachas duraron un par de meses; Manuel no se decidía por la Mellá, le resultaba demasiado fea; Vidal extendía su radio de acción, copeaba con unos cuantos chulos y se dedicaba a la conquista de una florera que vendía claveles.

La Engracia y la Rabanitos tenían odio feroz a la muchacha.

-Ésa -decía la Rabanitos-, ésa está ya tan deshonrá como nosotras...

Una noche, Vidal no se presentó en Casa Blanca, y a los dos o tres días apareció en la Puerta del Sol con una mujerona alta, vestida de gris.


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