La lucha por la vida I: 078
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La lucha por la vida I Tercera parte | Pío Baroja |
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-Nada. Tenemos que separarnos de ese bruto de Bizco. Cada vez le
tengo más odio y más asco.
-¿Por qué?
-Porque es un bestia. Que se vaya con esa vieja zorra de la Dolores.
Nosotros, tú y yo, vamos a ir al teatro todas las noches.
-¿Cómo?
-Con la clac. No tenemos que pagar; lo único que hay que hacer es aplaudir cuando nos den la señal.
La condición ]e pareció a Manuel tan fácil de cumplir, que le preguntó a su primo:
-Pero oye, ¿cómo no va todo el mundo así?
-Todos no conocen como yo al jefe de la clac.
Fueron, efectivamente, al teatro de Apolo. Manuel los primeros días no hizo más que pensar en las funciones y en las actrices. Vidal, con la superioridad que tenía para todo, aprendió las canciones en seguida; Manuel, en secreto, le envidiaba.
En los entreactos iban los de la clac a una taberna de la calle de Barquillo, y algunas veces a otra de la plaza del Rey. En esta última abundaban los alabarderos del circo de Price.
Casi todos los que formaban la legión de aplaudidores contaban pocos años; algunos, en corto número, trabajaban en algún taller; la mayoría, golfos y organilleros, terminaban después en comparsas, coristas o revendedores.
Había entre ellos tipos afeminados, afeitados, con cara de mujer y voz aguda.
A la puerta del teatro conocieron Vidal y Manuel una cuadrilla de muchachas, de trece a diez y ocho años, que merodeaban por la calle de Alcalá, acercándose a los buenos burgueses, fingiéndose vendedoras de periódicos y llevando constantemente un Heraldo en la mano. Vidal cultivó la amistad de las muchachas; casi todas eran feas, pero esto no estorbaba para sus planes, que consistían en ensanchar el radio de acción de sus conocimientos.
-Hay que dejar las afueras y meterse en el centro -decía Vidal.
Vidal quería que Manuel le secundase, pero éste no tenía aptitudes.
Vidal llegó a ser el indispensable para cuatro muchachas que vivían juntas en Cuatro Caminos, que se llamaban la Mellá, la Goya, la Rabanitos y la Engracia, y que habían formado como Vidal, el Bizco y Manuel una Sociedad, aunque anónima.
Las pobres muchachas necesitaban alguna protección; las perseguían los polizontes más que a las demás mujeres de la vida porque no pagaban a los inspectores. Solían andar huyendo de los guardias y agentes, los cuales, cuando había recogida, las llevaban al Gobierno Civil, y de aquí al convento de las Trinitarias.
La idea de quedar encerradas en el convento producía en ellas verdadero terror.
-¡Eso de no ver la caye! decían, como si fuera un tremendo castigo.
Y el abandono de noche, en las calles desamparadas, para otros motivo de horror; el frío, el agua, la nieve, era para ellas la libertad y la vida.
Hablaban todas de manera tosca; decían veniría, saliría, quedría; en ellas el lenguaje saltaba hacia atrás en curiosa regresión atávica.
Adornaban sus dichos con larga serie de frases y muletillas del teatro.
Llevaban las cuatro una vida terrible; pasaban la mañana y tarde durmiendo y se acostaban al amanecer.
-Nosotras somos como los gatos -decía la Mellá-, cazamos de noche y dormimos de día.