La lucha por la vida I: 033
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La lucha por la vida I Segunda parte | Pío Baroja |
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Las disputas frecuentes entre Leandro y su novia, la hija del Corretor,
servían muy a menudo de comidilla a los inquilinos de la Corrala.
Leandro era malhumorado y camorrista; se le despertaban los instintos brutales rápidamente; a pesar de que casi todos los sábados, por la noche, iba a las tabernas y cafetines dispuesto a armar broncas con matones y gente cruda, no le había sucedido hasta entonces ningún accidente desagradable. A su novia, en parte, le gustaba este valor; pero a la madre de la Milagros le producía verdadera indignación, y recomendaba a todas horas a su hija que diera a Leandro una despedida terminante.
La muchacha despedía a su novio; pero luego, al verle volver humilde y dispuesto a aceptar toda condición, se mostraba menos rigurosa.
Esta confianza en su fuerza hacía a la muchacha ser despótica, caprichosa y voluble; se divertía dando celos a Leandro; había llegado a un estado especial, mezcla de cariño y de odio, en el cual el cariño quedaba dentro y el odio fuera, manifestándose en una crueldad sañuda, en la satisfacción de mortificar constantemente a su novio.
-Un día lo que tú debías hacer -dijo el señor Ignacio a Leandro, indignado con las coqueterías de la muchacha- es cogerla en un rincón y allá hartarte..., y después darla una paliza y dejarla el cuerpo hecho una breva...; al día siguiente te seguía como un perro.
Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba un doctrino; algunas veces pensó en el consejo de su padre; pero nunca hubiese tenido ánimos para llevarlo a cabo.
Un sábado, por la tarde, después de una agria disputa con la Milagros, Leandro invitó a Manuel a dar una vuelta de noche en su compañía.
-¿Adónde iremos? -le preguntó Manuel.
-Al café de Naranjeros, o al cafetín de la Esgrima.
-Donde te parezca.
-Daremos una vuelta por esos chabisques e iremos luego a la taberna de la Blasa.
-¿Va por ahí gente del bronce?
-Claro que va, de lo más granado.
-Entonces avisaré a don Roberto, a aquel señorito que me vino a buscar para ir a la Doctrina.
-Bueno.
Después del trabajo fue Manuel a la casa de huéspedes y habló con Roberto.
-Pasar por el café de San Millán a eso de las nueve de la noche -dijo Roberto-; allí estaré yo con una prima mía.
-¿La va usted a llevar allá? -preguntó asombrado Manuel.
-Sí; es una mujer original, una pintora. Manuel cenó en la Corrala y contó a Leandro lo que le había dicho Roberto.
-¿Y esa pintora es guapa? -preguntó Leandro.
-No sé; no la conozco.
-¡Maldita sea la...! Daría cualquier cosa porque viniera, hombre.
-Y yo.
Fueron ambos al café de San Millán, se sentaron y esperaron con impaciencia. A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que llamó Fanny. Era ésta una mujer de treinta a cuarenta años, muy delgada, de mal color y de tipo varonil y distinguido; tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera; la nariz corva, la mandíbula larga, las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una chaqueta de tafetán verde oscuro, falda negra y un sombrero pequeño.
Leandro y Manuel la saludaron con gran timidez y torpeza; dieron la mano a Roberto, y hablaron.
-Mi prima -dijo Roberto- tiene gana de ver algo de la vida de estos pobres barrios.