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La lucha por la vida I Primera parte Pío Baroja


Mil incidentes, chuscos para el que no tuviera que sufrirlos, se producían a cada paso: unas veces se encontraba tabaco en la sopa, otras carbón, ceniza, pedazos de papel de» color en la botella del agua.

Uno de los comisionistas, que padecía del estómago y se pasaba la vida mirándose la lengua en el espejo, solía levantarse, furioso, cuando pasaba alguna de estas cosas, a pedir a la dueña que despachase a un zascandil que hacia tantos disparates.

Manuel se acostumbró a estas manifestaciones contra su humilde persona, y contestaba cuando le reñían con el mayor descaro e indiferencia.

Pronto se enteró de la vida y milagros de todos los huéspedes, y se hallaba dispuesto a soltarles cualquier barbaridad si le fastidiaban demasiado.

Doña Violante y sus niñas manifestaron por Manuel gran simpatía, la vieja sobre todo. Llevaban ya varios meses las tres damas viviendo en la casa; pagaban poco, y cuando no podían, no pagaban, pero eran fáciles de contentar. Dormían las tres en un cuarto interior, que daba al patio, del cual venía un olor a leche fermentada, repugnante, que escapaba del establo del piso bajo.

No tenían en el cubil donde se albergaban sitio ni aun para moverse; el cuarto que les había asignado la patrona, en relación a la pequeñez del pupilaje y a la inseguridad del pago, era un chiscón oscuro, ocupado por dos estrechas camas de hierro, entre las cuales, en el poco sitio que dejaban ambas, se hallaba embutido un catre de tijera.

Allá dormían aquellas galantes damas; de día correteaban todo Madrid, y se pasaban la existencia haciendo combinaciones con prestamistas, empeñando y desempeñando cosas.

Las dos jóvenes, Celia e Irme, aunque madre e hija, pasaban por hermanas. Doña Violante tuvo en sus buenos tiempos una vida de pequeña cortesana; logró hacer sus ahorros, sus provisiones, allá para el invierno de la vejez, cuando un protector anciano le convenció de que tenía una combinación admirable para ganar mucho dinero en el Frontón. Doña Violante cayó en el lazo, y el protector la dejó sin un céntimo. Entonces, doña Violante volvió a las andadas, se quedó medio ciega, y llegó a aquel estado lamentable, al cual hubiera llegado, seguramente mucho más pronto, si en el comienzo de su vida le diera el naipe por ser honrada.

De día, la vieja se pasaba casi siempre metida en su cuarto oscuro, que olía a establo, a polvos de arroz y a cosmético; de noche, tenía que acompañar a su hija y a su nieta, en paseos, cafés y teatros, a la busca y captura del cabrito, como decía el viajante, enfermo del estómago, hombre entre humorista y malhumorado.

Celia e Irme, la hija y la nieta de doña Violante, cuando estaban en casa disputaban a todas horas; quizá esta irritación continua del carácter dependía de lo amontonadas que vivían; quizá de tanto pasar ante los ojos de los demás como hermanas llegaron a convencerse de que lo eran, y, efectivamente, se insultaban y reñían como tales.

Lo único en que concordaban era en asegurar que doña Violante las estorbaba; la impedimenta de la ciega asustaba a todo viejo libidinoso que se pusiera a tiro de la Irme y de la Celia.

La patrona doña Casiana, que veía a la menor ocasión el abandono de la ciega, aconsejaba maternalmente a las dos que se armasen de paciencia; doña Violante, al fin y al cabo, no era como Calipso, inmortal; pero ellas contestaban que eso de que tuviesen que trabajar a toda máquina para comprar potingues y jarabes no les resultaba.

Doña Casiana agitaba la cabeza con melancolía, porque por su edad y sus circunstancias se colocaba en el lugar de doña Violante, y argumentaba con el ejemplo, y decía que se pusieran en el caso de la abuela; pero ninguna de ellas se daba por convencida.

Entonces la patrona les aconsejaba que se mirasen en su espejo. Ella, según aseguraban, bajó desde las alturas de la comandancia (su marido había sido comandante de carabineros) hasta las miserias del patronato de huéspedes, resignada, con la sonrisa del estoicismo en los labios.

Doña Casiana sabía lo que es la resignación, y no tenía en esta vida más consuelos que unos cuantos tomos de novelas por entregas, dos o tres folletines y un líquido turbio fabricado misteriosamente por ella misma con agua azucarada y alcohol.

Este líquido lo echaba en un frasco cuadrado de boca ancha, en cuyo interior ponía un tronco grueso de anís, y lo guardaba en el armario de su alcoba.

Alguno que hizo el descubrimiento del frasco, con su rama negra de anís, lo comparó con esos en donde suelen conservarse fetos y otras porquerías por el estilo, y desde entonces, cuando la patrona aparecía con las mejillas sonrosadas, mil comentarios nada favorables a la templanza de la dueña corrían entre los huéspedes.



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