La lucha por la vida I: 004

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La lucha por la vida I Primera parte Pío Baroja


Eran lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas bíblicas tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de tal manera, que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre, llagas y cabezas cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar, producían impresión alegre. Uno de ellos representaba la hija de Herodes contemplando la cabeza de san Juan Bautista. La figuras todas eran de amable jovialidad; el rey, con indumentaria de rey de baraja y en la postura de un jugador de naipes, sonreía; su hija, señora coloradota, sonreía; los familiares, metidos en sus grandes cascos, sonreían, y hasta la misma cabeza de san Juan Bautista sonreía, colocada en un plato repujado.

Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no el mérito del dibujo ni el del colorido, tenía el de la jovialidad.

A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo, de cuyas paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la mayoría sin marco, en los cuales no se veía absolutamente nada, y sólo en uno se adivinaba, después de fijarse mucho, un gallo rojizo picoteando en las hojas de una verde col.

A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada la tarde solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas rotas, y, sobre las camas sin hacer, cuellos y puños postizos.

Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde, excepto dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los cuales madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo hacía por costumbre o por higiene.

El tenedor de libros se largaba a las ocho de la mañana sin desayunarse; el cura salía in albis para decir misa; pero los comisionistas tenían la audaz pretensión de tomar algo en casa, y la patrona empleaba un procedimiento muy sencillo para no darles ni agua: los dos comisionistas comenzaban su trabajo de nueve y media a diez; se acostaban muy tarde, y encargaban a la patrona que les despertase a las ocho y media; ella cuidaba de no llamarles hasta las diez. Al despertarse los viajantes y ver la hora, se levantaban, se vestían de prisa y escapaban disparados, renegando de la patrona. Luego, cuando el elemento femenino de la casa daba señales de vida, se oían por todas partes gritos, voces destempladas, conversaciones de una alcoba a otra, y se veía salir de los cuartos, la mano armada con el servicio de noche, a la patrona, a alguna de las hijas de doña Violante, a una vizcaína alta y gorda, y a otra señora, a la que llamaban la Baronesa.

La patrona llevaba invariablemente cubrecorsé de bayeta amarilla; la Baronesa, peinador lleno de manchas de cosmético, y la vizcaína, corpiño rojo, por cuya abertura solía presentar a la admiración de los que transitaban por el corredor una ubre monstruosa y blanca con gruesas venas azules...

Después de aquella ceremonia matinal, y muchas veces durante la misma, se iniciaban murmuraciones, disputas, chismes y líos, que servían de comidilla para las horas restantes.

Al día siguiente de la riña entre la patrona y la Irene, cuando ésta volvió a su cuarto, luego de realizada su misión, hubo conciliábulo secreto entre las que quedaron.

-¿No saben ustedes? ¿No han oído nada esta noche? -dijo la vizcaína.

-No -contestaron la patrona y la Baronesa- ¿Qué ocurre?

-La Irene ha metido esta noche un hombre en casa.

-¿Sí?

-Yo misma he oído cómo hablaba con él.

-¡Y había abierto la puerta de la calle! ¡Qué perro! -murmuró la patrona.

-No; el hombre era de la vecindad.

-Alguno de los estudiantes de arriba -dijo la Baronesa.

-Ya le diré yo cuatro cosas a ese pingo -replicó doña Casiana.

-No; espere usted -contestó la vizcaína-. Vamos a darle un susto a ella y al galán. Cuando estén hablando, si él viene esta noche, avisamos al sereno para que llame a la puerta de casa, y al mismo tiempo salimos de nuestros cuartos con luz, como si fuéramos al comedor, y los cogemos.

Mientras se tramaba el complot en el pasillo, la Petra preparaba el almuerzo en las oscuridades de la cocina. No tenía gran cosa que preparar, pues el almuerzo se componía invariablemente de un huevo frito, que nunca, por casualidad fue grande, y un bistec, que desde los más remotos tiempos no se recordaba que una vez, por excepción, hubiera sido blando.

Al mediodía, la vizcaína, con mucho misterio, contó a la Petra el complot; pero la criada no estaba aquel día para bromas: acababa de recibir una carta que la llenó de preocupaciones. Su cuñado le escribía que a Manuel, el mayor de los hijos de la Petra, lo enviaban a Madrid; no le daba explicaciones claras del porqué de aquella determinación; decía únicamente la carta que allí, en el pueblo, el chico perdía el tiempo, y que lo mejor era que fuese a Madrid a aprender un oficio.


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