La lima
de Emilia Pardo Bazán


Cuando Severo Llamas, en la edad más florida, abandonó la casa de sus padres yendo a estudiar en la Universidad de Madrid la carrera de Filosofía y Letras, sucediole una aventura casi vulgar en el camino carretero de su pueblo a la estación del ferrocarril. Y fue que en el patio de una venta, donde se paró deseoso de echar un trago de rioja clarete y picante, vio arrimados a un poyo, trasegando vasos del mismo vinillo, a un gitano viejo y una gitana moza garrida, los cuales le convidaron. No era Severo hombre que se dejase ganar por la mano en asuntos de cortesía, y se dio prisa a avisar al ventero de que corría de su cuenta el gasto. Sacaron mesa, jarros y copas, amén de un queso medianamente duro, y el estudiante y los dos egipcios refrescaron allí en amor y compaña. Miraba Severo a la gitanilla, y le cosquilleaban en el corazón los ojos negrísimos, los labios pálidos con el húmedo nácar de los dientes, la tez de raso obscuro y la sandunga zalamera del hablar de aquella ninfa. En cambio, al volverse hacia el gitano, veía una jeta de caricatura, una boca de puchero desportillado, unas pupilas malignas detrás de un matorral de cerdas grises. Sostenía la gitana una clavellina en el canto de la boca, y como al despedirse Severo le pidiese la flor, el carcamal exclamó con énfasis que también él quería su correspondiente regalo al caballero estudiante: y sacando de la faja una roñosa lima de acero, la ofreció al mozo. «Misté -advirtió- que esta limilla no es como toas las limas del mundo, ¡quia! Si su mercé tiene algún quebraero de cabeza o algún disgustaso..., se pasa su mercé la lima muchos días seguíos por el cuerpo... y curao; na, que no vuelve a darle fatiga nunca».

Severo se rió, guardando la lima antes por buena crianza que por otra cosa, y, despedido, siguió su viaje, durante el cual más de una vez le volvieron a la imaginación los ojos de sombra y los dientes nacarados de la gitanilla de la venta, recuerdo que se avivó al llegar a Madrid, quitándole el sentido y despertándole una sed hidrópica, que a su parecer sólo podía estancarse en aquella humedad y frescura de los descoloridos labios. Empezó tan insensato afán a apretarle mucho, y ya desatinado, tenía resuelto salir en busca de la gitana, cuando a la desesperada, y por superstición, se le ocurrió ensayar el remedio de la lima. Buscó en el fondo de su bolsillo el instrumento, y se dedicó a pasarlo por el cuerpo mañana y noche. Al pronto no advirtió ningún alivio, pero corridos ocho o diez días notó con gozo que se le iba aquietando el corazón, y que ya le gustaba mirar a mujeres que no eran la gitanilla, y conversar con ellas y requebrarlas. Y al mes justo de pases de lima, Severo se halló curado del todo, sin acordarse más de la gitana que de su abuela.

Terminados con lucimiento sus estudios, se dio Severo a la política, caldeada la cabeza, persuadido de que ciertos males que todos lloran podrían remediarse al aplicar él su conato y bríos al beneficio de la cosa pública. En periódicos, asambleas, reuniones y clubs derrochó elocuencia y energía el mozo, logrando hacerse centro de un grupo animado de más patrióticos deseos, determinado a seguir a su jefe hasta cualquier extremo y fin, pronto a la acción y a la lucha. Manifestaba Severo en sus discursos principios de catoniana rigidez, y al exponerlos le encendía fiebre entusiasta, calentura generosa y nobilísima que le incitaba a cerrar contra los abusos y las iniquidades y le movía a fustigarlas con recio látigo. La recién adquirida popularidad le exaltó más todavía, y habiendo sido elegido diputado, su indignada censura se explayó violenta y sin eufemismos, hiriendo en mitad del pecho a algún personaje poderoso. Entonces se levantó una cruzada contra Severo. A medida que su nombre rompía la obscuridad, sus palabras adquirían peso, relieve, mordiente, fuerza, alcance a distancia. Lo que dicho por otro no suscitaría protestas, dicho por él levantaba ampolla; y el reguero de pólvora cundía, y Severo se hallaba sobre un foco de incendio.

Furiosos los atacados, no repararon en arbitrios para la defensa. Dedicáronse a rebuscar en los antecedentes, en la familia y en el ayer de Severo Llamas alguna de esas historietas que ofrecidas por comidilla a la malignidad la enconan y soliviantan para que se alce goteando ponzoña; y encontraron, porque siempre se encuentra, aun en el pasado más puro, aun en la más honrada familia, algo que, interpretado y comentado por el odio, resulte infamante.

Y Severo, herido en lo íntimo, en sus más sagrados afectos y ternuras, en lo que en el alma le dolía, contrajo pasión de ánimo creyéndose sin honra, pensando leer en cada rostro y en cada frase cruel alusión a su imaginaria vergüenza. A tal extremo llegó su cavilosidad, que no conciliaba el sueño y había perdido enteramente el apetito y el buen humor.

Y al convencerse de que sufría, de que atravesaba un período de abatimiento y casi de desesperación, acordose Severo otra vez de la lima del gitano, y sacándola del estuche de terciopelo en que agradecido la conservaba, la pasó reiterada y diariamente por el cuerpo. A los quince días comenzó a notar gran mejoría; y como en estas afecciones morales mejorar es sanar, poco tardó en volver a su espíritu la calma. Pensó que tan amargo mal le había venido por meterse a redentor y explanar con independencia viril sus convicciones; decidió usar también la lima para templar aquella vehemencia de sentimientos y aquel celo inconsiderado por el bien general. La lima, en efecto, hizo su oficio, y Severo fue aquietándose, perdiendo vapor, viéndose libre de sus accesos de atonismo y sus arranques de virtud batalladora. Arriba y abajo la lima, vuelta y dale. Severo se reconciliaba más con la realidad y las impurezas que la acompañan. Y bien limado, acabó por encontrar que todo sucedía como debía suceder, sin que cupiese arreglarlo de distinto modo, ni mejorarlo ni variarlo en un ápice.

Desde entonces Severo tomó la vida como tomarse debe. A cada problema, a cada trance crítico, a cada desengaño, a cada caída del cielo, Severo agarraba su lima bienhechora, y pase va y pase viene, se administraba el soberano medicamento de la indiferencia. Si algo le convenía, lo dejaba correr; pero el resto lo limaba con persistencia, hasta suprimirlo, raerlo y hacerlo polvillo impalpable. La lima iba poco a poco quitándole a Severo cuanto estorbarle podía, cuanto significaba, según la frase del gitano, «quebraeros de cabesa». Y Severo de continuo elevaba acciones de gracias al gitano aquel, que le había resuelto cuantas dificultades complican la existencia, quitándole el hipo y el flato del ideal...

Ansiaba Severo volver a tropezarse con el gitano, a fin de besarle las manos reconocido y proclamarle el mayor sabio del orbe. Siempre andaba avizorando por si en algún sitio descubría la ridícula jeta, la desportillada boca y los malignos ojos emboscados tras las cerdas grises de jabalí del donante de la milagrosa lima.

Con este afán, una noche en que había cenado fuerte, al acostarse, rendido de cansancio y pesado de cabeza, pareciole que se iluminaba su dormitorio, y que en blanco fondo, como de escenario de linterna mágica, se aparecía un viejo caduco idéntico al gitano en la catadura, aunque muy diferente en la indumentaria. En vez del puntiagudo sombrero de catite, el pañuelo liado a la cabeza, la chaqueta de alamares, la faja y los zahones, llevaba la aparición por única vestimenta un paño gris como los sudarios polvorientos; por arma, una guadaña en la diestra; por emblema, en la siniestra, una clepsidra. ¡Era el Tiempo, el Tiempo a la vez volador, lento y glacial, el que todo lo desgasta, el que todo lo carcome y disipa, el que trae en una misma bolsa el dolor y el consuelo!

Y a la mañana siguiente Severo Llamas, pensativo, corrió a mirarse al espejo, y viéndose decaído, canoso, atropellado -viejo también, en suma-, se explicó perfectamente las misteriosas virtudes de la lima, y agarrándola tardíamente airado, la arrojó por la ventana.