La libertad de los libres
Ha de permitir la revolución europea que la humilde pluma de El Tío Cayetano le dé el más sincero pésame por la carta que acaba de perder al jugar su última partida en el Imperio francés, y después tampoco ha de ofenderse si, en vista de lo visto en las calles de algunas poblaciones importantes de Francia, incluso la capital, me echo a discurrir sobre la calidad de eso que piden allí ciertos grupos al son de La Marsellesa, hoy porque se les ha contrariado en los comicios y ayer... por la carabina de Ambrosio.
Me he preguntado muchísimas veces: «¿Qué entienden por libertad los que piden hoy en Francia a gritos, los que se conceptúan oprimidos bajo el cetro de Napoleón III?».
Y para hallar la respuesta más adecuada a esta pregunta me he dado a buscarla sobre el terreno, en las mismas calles de París.
«¿Será la libertad de pensamiento la que se necesita aquí?», me he dicho. Y una nube de libros, casi de balde, en los que se discute todo, desde la existencia de Dios hasta los donaires de Polichinela, y un enjambre de periódicos, y un aluvión de caricaturas, que no abarcan menos terreno que los libros, me han demostrado que no es en Francia esclavo el pensamiento.
¿Lo serán las bellas letras? Y he visto en seguida para cada capricho, para cada extravagancia, para cada género dramático un templo suntuoso, y unos artistas especialísimos, y un público animado, numeroso y espléndido que devora, entusiasmado, lo que los autores producen, ejecutan los artistas y decoran los especuladores, todos en la más perfecta inteligencia.
Lo mismo he visto honrado casi en apoteosis el busto del desterrado Víctor Hugo que el del más acérrimo poeta imperialista; lo mismo se vende allí la novela del disolvente Sue, que la del peregrino Octavio Feuillet; lo mismo pasea en coche y tiene hotel y quintas de recreo, a expensas de su pluma, Alejandro Dumas, que Victoriano Sardou.
¿Serán esclavas las bellas artes? Hay un pintor en cada esquina, un escultor en cada calle, un museo en cada barrio, una exposición cada quince días y diez compradores para cada obra.
¿Lo será la industria? Apenas puede concebir la imaginación más extravagante un capricho que no lo encuentre ejecutado a su medida no en la tienda de un especulador avaro, sino en la fábrica, montada exclusivamente para elaborar esa clase de productos.
¿Lo será el bracero por falta de trabajo en que emplearse? Todos los días se abren enormes vías públicas y se levantan colosales monumentos, en cuya construcción se emplean millares de brazos.
¿Lo serán las costumbres? París es la sima en que arroja sus tesoros el sensualismo de todo el orbe; y al paso que en Mabille y en el Casino Cadet se exhibe el impudor en toda su desnudez, protegido por los sargents de Ville, autorizados por el Gobierno en los severos salones del faubourg Montmartre, viven los legitimistas a todas sus anchas, como en plena Restauración.
¿Lo será el sentimiento nacional, ambicioso de influencia y de poder? El de Francia se deja sentir en todas las naciones de Europa, y su espada decide casi siempre las contiendas del viejo continente.
¿Lo será la propiedad, agobiada bajo el peso de esa influencia? Cuando en Francia toca a gloria el Ejército, hasta el bracero se apresura a ofrecer la mitad de sus jornales para llevar a cabo la empresa militar más dispendiosa. La gloria de sus soldados es la gloria del Imperio, la gloria de la nación.
¿Será que un Gobierno tan ávido de poder es egoísta con respecto a las demás naciones? Junto al busto de Racine se admira el de Cervantes; junto al de Auber, el de Rossini, y de París han hecho su patria adoptiva multitud de artistas y literatos españoles -178- que aquí desfallecían en el olvido y acaso en la miseria; los buques franceses surcan todos los mares del mundo y los puertos de Francia están abiertos a todos los pabellones.
¿Apetece ese pueblo enseñanza que no le dan, ciencia que no halla? Sus escuelas, sus universidades son las más acreditadas del mundo, y en cada calle de París hay una conferencia diaria, en que el público oye a los primeros oradores, publicistas y hombres de ciencia, que son su orgullo.
¿Carece el pueblo francés de aquellos derechos políticos que más ambicionan los que se llaman libres? Tiene el sufragio universal, y en la Cámara se oye la voz del republicano Fabre, lo mismo que la del orleanista Thiers y que la de los más ardientes partidarios del Imperio o de la ligitimidad.
¿Se opone algún dique a la libertad de su conciencia religiosa? Desde la humilde sinagoga, hasta la capilla rusa de dorada cúpula, todas las religiones tienen allí su templo, todas las sectas su culto libre.
¿Es el espíritu francés exclusivamente católico y se encuentra huérfano en medio de tanta religión extraña? En la catedral de Nuestra Señora resuena, sin cesar, la sublime oratoria del jesuita padre Félix y del carmelita padre Jacinto, dignos herederos de Lacordaire...
¿Qué libertad es entonces esa que piden los franceses tan a menudo al son de La Marsellesa?
No me atrevo a definirla tal cual yo me la imagino; pero les sobra a ustedes con saber cómo la piden siempre y cómo la han pedido ahora para saber tanto como yo en la materia.
«Los grupos -dice uno de los últimos partes- recorrían el bulevar al son de La Marsellesa, y rompían los faroles y los cristales de las tiendas».
Yo, se deja entender bien claro que ninguno de los agrupados que tal se conducían tenían que perder en su casa el valor de un farol ni el de un cristal de las tiendas, que maldita la culpa que tenían de su derrota en los comicios.
Pues a estos hombres es a lo que se llama por el sentimentalismo revolucionario la Francia libre; libertad de la misma catadura que la de los españoles que se reparten la propiedad en Andalucía y gritan por esas calles de Dios y sin venir a pelo: «¡Mueran los neos! ¡Abajo el Papa!». Los mismísimos que in illo tempore gritaban: «¡Vivan las caenas! ¡Muera la nación!». Y más acá: «¡Viva la reina!».
Sin embargo, en Francia se ha hallado fuerza bastante para contener los desastres que la amenazaban estos días.
¡Desdichada Francia el día en que en su Ejército haya media docena de generales libertadores! ¡Desgraciada de ella el día en que las semillas de los Dulces y de los Izquierdos fructifiquen en el seno de aquellos leales y aguerridos batallones!
(De El Tío Cayetano, núm. 31.)
20 de junio de 1869.