La leyenda del amor aciago
La leyenda del amor aciago
I
El arroyo La Espera es uno de los tantos brazos entrelazados que forman el caprichoso laberinto de aguas del delta argentino.
Ese arroyo tiene su leyenda, y aunque la leyenda es trágica, atrae y encanta por su vaga y melancólica poesía.
Desde que un viejo mimbrero criollo me la contó, la tuve por digna del relato escrito que hoy hago sin más preocupación que dejar que su belleza brote de ella misma.
En uno de los pagos del Norte bonaerense cundió de pronto la nueva, no tan nueva en aquellos tiempos de guerras gauchas, de que el montonero Leiva juntaba su gente.
¡Por ahicito viene!—decían todos, refiriéndose a la leva, recurso empleado por el montonero mandón desde que los hombres mermaban a causa de las continuas revueltas.
Ya Zenón se aprontaba a engrosar las filas de Leiva, cuando la anciana madre del bien dispuesto rogó a su esposo, antiguo y modesto hacendado de Las Conchas, que impidiese esa partida.
¡Con Zenón serán tres los hijos que Leiva nos robe!—exclamaba llorosa la anciana.
El antiguo poblador, que nunca se había opuesto a que sus hijos peleasen a su gusto, accedió esta vez a la súplica de la atribulada madre.
—Vaya, Zenón, a la isla del padrino. Allí quede entretenido en carpir la huerta o en lo que quiera. ¡No hay que hacerle! Su madre no los ha echao al mundo para irlos perdiendo así como nada.
Zenón protestaba apenas, pues sabía respetar al padre. Y como éste comprendiera que el mozo temía pasar por flojo a juicio del gauchaje, agregó:
¡No se atreva a pensar eso, amigo! Nadie tuvo ni tendrá por maulas a los hijos de Sofanor.
Y el viejo, sin decir más, apretó la cincha a su ruano y esperó que Zenón montase.
Zenón fué a dar un beso a la anciana que rezaba trémula y agradecida a Dios.
Al rato, padre e hijo iban silenciosos hasta la costa, donde Zenón se apeó, dejó sus riendas y rebenque en manos de don Senafor, y éste, sin desmontar, vió cómo el hijo desamarraba la canoa, echaba la soga arrollada dentro y empujaba los remos.
EI , CERCO DE PITAS
81 Una gran tristeza nubló el rostro del anciano.
— Voy contento, tata!—le gritó el hijo.
Quedó el viejo largo momento mirándolo alejarse, y levantó la mano en señal de bendecirlo.
La luz y los colores de la primavera se retrataban en las aguas. Sobre ellas Zenón impulsaba la canoa con la intrepidez que hubiera puesto en espolear su caballo en la pelea.
Iba recobrando el gusto del remo y sintiendo renacer su cariño de la infancia por aquella canoa del abuelo indio.
Zenón buscaba la orilla más sombrosa del Luján, y acariciado por las ramas pendientes y lánguidas de los sauces, fué avanzando delta adentro, coligiendo por los indicios de las costas el camino que llevaba a La Espera.
Un biguá zambullia aquí; otro, en la orilla, se esponjaba al sol. Ya era una nutria huyendo o el rebullir de un pez a flor de agua.
Todo entretenía al mozo, y más que nada absorbíalo el ver las florecidas lianas y los frutales en que más de una poma pintaba. Recuerdos de su niñez iban surgiendo con esas contemplaciones.
Veíase de nuevo en la isla toda monte y despoblada del tío, donde su vida se abrió a la luz del cielo como una flor silvestre.
De pronto ve un cardenal de jopo rojizo. El pájaro silba y salta en las ramas de un laurel de flores más rojas que su copete. Y a la vista de aquello Zenón queda como suspenso, olvidado de remar. ¡La imagen de una mujer ha cruzado por su mente!
La vista de más flores rojas avivan la remembranza y aclaran el recuerdo, y entonces Zenón se ve jugando con la hija del padrino, a quien da una guinda y tras de la guinda un beso. Y nota que el rubor llena la cara de la niña rubia como si fuera el zumo derramado de la fruta.
¡Oh recuerdo aquel que embargó y enterneció al bogador! Lejos de las islas lo hubiera creído hijo de un sueño; pero a medida que se acercaba a La Espera sabía con más certeza que aquel recuerdo pertenecía a una ventura de su propia vida.
Y entonces Zenón continuaba remando, remando aprisa.
II
Comenzaban a deslizarse para Zenón los días que era un encanto, entre las bendiciones del padrino ya canoso y las sonrisas de su hija Arminda.
¡Qué exclamación gozosa la que la moza tuvo al arribo de Zenón!
Este advirtió de pronto en ella la plenitud de la mujer, contrastando con la frescura de la niña.
No dejaba de contemplarla durante los quehaceres en que todos sus movimientos le parecían de una armonía perfecta. Y deleitábalo el que ella lo mirase con mirada lenta y amante. Y cuando así lo hacía, Arminda a su vez hallaba más gallardo, aunque siempre sencillo, al amigo que le robó aquel beso infantil. Veía sus facciones recias, su semblante cobrizo, su bozo espeso y su mirar subyugante. Todo en él era bizarría. Y pensaba sin duda entonces que bien robado había sido aquel beso... aunque se hubiera guardado de confesarlo.
Una vez tejieron juntos un cestillo, y recordaron callando que era ese uno de sus placeres cuando niños.
Y en aquel mismo cesto trájole Zenón mojarritas otro día al atardecer. Puso los pececillos de plata sobre la mesa, en la que ya daba el fulgor de la luna, y a esa luz vió brillar de cierto el amor en los ojos de Arminda.
Desde entonces el mismo cesto fué portador de ciruelas tempranas y de rosas del vergel con que Arminda respondió a las ternuras del mozo.
Hasta que aquel trueque de ventura, aquel juego de quién se da más y mejor, que es el comienzo inocente de todo idilio, se vió turbado de súbito por la presencia de un extraño y antipático ser.
Parecía que el entremetido viniera a querer probar la fortaleza del creciente amorescena.
¡Toma el helecho, Arminda!—exclamaba el mozo. Y cuando entregaba el cesto alegremente, ahí estaba el ser extraño mirando con envidia la Alcanzó Arminda otra vez el espinel a Zenón, y mientras moza y mozo en la canoa compartían la tarea de ir echando los anzuelos cebados a través del río, acodado en la baranda y acechante estaba el hombre que casi turbaba con su implacable atisbo cuanto fuese motivo del común encanto de los jóvenes amantes.
—¿Quién es ese?—rugió al fin Zenón.
Y entonces Arminda, ensombrecido su mirar de estrella, se lo dijo. Era el maestro.
Aquel hombre, en efecto, iba de isla en isla, silabario en mano, enseñando las primeras letras.
No tenía vocación de maestro, ni siquiera gusto de enseñar; pero lo hacía por ganar casa, sustento y algunos pesos.
Comprendió con todo Zenón que la acechanza se la inspiraba un sombrío celo, quizá una aviesa intención. Adivinaba en ella muy otra cosa que la simple vigilancia de un maestro.
El joven no tardó en ver confirmada su sospecha.
Cierta vez vino el mercero. Traía su balandra tan llena de telas, cintas, ovillos y ropas veraniegas de todos matices que parecía haber recogido y cargado en las orillas las más diversas y bellas flores.
— Nada, mercero, nada necesito!—gritó Arminda desde la casa.
Pero Zenón, que pescaba junto al muelle de entrada...
—¡Venga ese bonito pañuelo rojo!—exclamó, agregando:—¡Miralo, Arminda! ¡ Parece la guinda aquella! ¿sabes?
Y arrojó al mercero el cesto para que en él pusiese el pañuelo.
Nunca en su vida había visto el vendedor un más hermoso arranque de doncel enamorado.
Sacaba Zenón un peso plata que como adorno llevaba en el tirador, cuando, a la llegada de Arminda...
—¡Yo pago ese pañuelo!—gritó lívido el maes85 tro.
Y entonces Zenón, impelido por un coraje demente, dió un salto y, de un bofetón tremendo, tendió por el suelo, sangrante y cuán largo era, al implacable rival.
Y mientras que el son de un cuerno llevaba hasta el fondo de la isla el aviso del suceso al padrino, la moza recogía del suelo el cestillo con el pañuelo color de púrpura que pagaba tranquilamente Zenón.
III
✔ Cierto es que con anterioridad el padrino había despedido al maestro; pero eso no mitigaba la pena de Zenón, quien, en castigo de su falta, permanecía en una isla lejana donde se sentía languidecer y donde desesperaba torvamente.
Compartía la ruda tarea de un desmonte, y solía quedar apoyado en la guadaña, como zonzo, entre el pajonal volteado y el por voltear.
¡Linda aquella isla alvaje para la caza! Pero diversamente de lo que hacían los demás peones, él no probaba en eso ni su trabuco ni su facón. Los hubiera probado, sí, en aquel que era la causa de su pesar.
Pasaban y pasaban los días, y el despecho aumentaba las iras de su corazón; y la melancolía que lo colmaba al pensar en Arminda nublábale la luz de los más puros cielos primaverales.
Hasta que cierto día que vagaba en desierta orilla vió venir un camalote, hijo florido de la creciente última. Verlo e imaginarse bogando en él todo fué uno. Corrió en busca de un botalón. Volvió jadeante. Y ayudado de aquel largo brazo, trajo a la orilla el camalote y saltó en él como en su propia canoa.
Lánzase a bogar en el boyante islote, entre espadañañs y arbustos. Siente que una vibora lo ha picado; pero él tiene apuro; es presa de una sola, una tirana idea: la de llegar cuanto antes donde está Arminda.
Boga y boga Zenón hundiendo el botador en las aguas, apoyándolo ya en el fondo, ya en las orillas. Su ansia de llegar es tal que, lejos de advertir la fiebre del veneno alterando su sangre; lejos de comprender que lo ha picado una yayará, cree que todo aquel hervor que sube de grado en él no es más que su propio brío o un producto de su dichoso y anhelante empeño.
87 Talas altos sobre los montes, ciervos a escape, aves revolando a ras del río, ceibos empenachados de rojo, nubes del cielo maravillosamente encendido, todo, todo pasa, se aleja huyendo en furiosa fuga reflejada en las aguas al loco avanzar del camalote que, a impulso del batador y a favor de la corriente, va como en un vértigo. Y cuando deja a Zenón en presencia de la amante; cuando cae el mozo sin alientos en los brazos de Arminda, ésta ve aterrada que su amado tiembla y tiene turbios de muerte los ojos.
¡Ah! La moza devuelve el beso de la infancia a Zenón, desesperadamente, sin remedio; porque el mozo, al cuidado de toda la gente de la casa, fallece por fin a la horrible acción del veneno que la sierpe yarará le inoculara.
El pobre viejo padrino del desdichado Zenón vagó toda aquella noche con una linterna encendida en la mano, gritando, llamando balde:
—¡Arminda!...
¡ Nada en la soledad de la isla! ¡ Nada en la orilla negra y espejeante del río!
—¡Arminda!...—repetía el eco, estremeciendo en el horror de la noche al padre desolado y errante.
Arminda, con el corazón enajenado en el amor perdido para siempre, había huído de la casa y había donado su inútil pena al lento río, y así se la halló al alba flotando en la corriente, con el fatal pañuelo rojo al cuello, anudado de tal suerte sobre el pecho que parecía un puñado de flores del ceibo Imás altivo de las islas.
Pero el viejo isleño no se conformó, nunca creyó en esa muerte de su primogénita y única hija, consuelo de su larga viudez.
Desde aquella jornada fatídica vagó todas las noches durante años con la linterna encendida a orillas del río.
Buenas noches, viejo!—le gritaba cariñosamente algún rezagado desde su lancha. ¿ Qué busca a estas horas?
Y él respondía infaliblemente:
—Aquí estoy, a la espera de mi hija.
Los vecinos se apenaban viendo al viejo andar o sentarse a la orilla, siempre con su linterna, que terminó sirviendo de fanal, y en una espera tan confiada como infructuosa.
Al atardecer primaveral, más de un botero solitario sigue creyendo desde entonces, después de medio siglo de acaecido el aciago suceso, que antes que la misma tarde es la dulzura del infausto idilio de Zenón y Arminda aquello que llena de arrobamiento la delicia húmeda del ambiente, el alma toda vaga de las islas; que es el encanto de aquel amor perdido en el infinito de la muerte el que embellece las misteriosas lejanías verdes; y penetrado por el largo y dulce quebranto de los sauces, llora como ellos, sin poderse contener, sobre el lento e incesante rodar de las aguas.