La leyenda del Cid/Capítulo I/IV
I
editarIV
editarLevantóse el caserío
de aquella granja del conde
de un castillo de los moros
con los viejos paredones.
Sobre unas ruinas romanas
por los moros fabricóse;
quemáronle los cristianos:
y, abandonado en el bosque,
creció sobre la maleza,
sus ruinas guardando el monte
ocultas desde su pérdida
por los moros hasta entonces;
y cuando el conde Lozano
con el rey vino a la corte
de Castilla y fincó en ella,
las descubrió en el desmonte.
Era el castillo condal
de piedra una inmensa mole,
que campeaba sobre un cerro
sin que las vistas le estorbe
nada en torno: dominando
sus macizos torreones
llano y valle, cual vigía
de aquellos alrededores.
En tiempo de Cárlo-Magno
unos ricos borgoñones
con el rey mal avenidos
fueron de él los fundadores.
Rico en agua, esbelto y sólido,
sobrado de habitaciones,
abundante en caza y aguas
su comarca, superiores
sus terrenos, su aire sano,
buenos y bravos sus hombres,
de palacio y fortaleza
tiene a un tiempo planta y dotes.
Así que al hallar en ruinas
el moruno, desprecióle
el conde, y a sus colonos
pudiendo útil ser, cediósele
al marido de Bibiana,
de cachicanes, pastores
y motriles para albergue.
El colono, más que pobre
ruin, aprovechó los muros
y los bajos de las torres;
y escombros vendiendo y piedras
a ricachos hidalgotes
de lugar, para él se hizo
en ellas habitaciones:
y en torno de ellas y a vista
de sus mismos miradores,
dejó el recinto en que tiene
cuadras, rediles y trojes,
y las demás dependencias
de su tráfico y labores.
Pero por fuera y por dentro,
todo ello fué hecho conforme
del viejo castillo moro
permitieron trecho y corte;
de modo que la alquería
era un conjunto deforme
de partes heterogéneas,
en el más gayo desorden.
Aquí de un arco cargado
de cúficas inscripciones
cerraba el hueco un tabique
hecho de toscos adobes.
Más allá, y entre dos tapias
de escombros y de cascote,
se abre un pórtico arabesco
festonado de agallones,
frisado de alicatados
y cargado de labores
laberínticas, miniadas
con minuciosos primores.
Allá, en la esquina en que corta
el viento de Oriente al Norte,
junto a un ajimez esbelto
gira un balconaje enorme,
del cual formó el buen labriego
un corredor sobre postes,
y sobre el cual dan las luces
del aposento en que come.
Este ajimez pintoresco
y este corredor que corre
a Oriente con escalera
a un jardinillo sin flores,
están sombreados y orlados
por los verdes pabellones
de las hojas de una parra
que bajo de ellas les coge:
y tras de la celosía
de aquel ajimez, fué donde
se apostó muda Jimena,
y allí permanece inmóvil.
Por cuanto alcanza la vista
su vista el campo recorre
y escucha atenta, mas nada
alcanza a ver, nada oye.
Jimena a quien ama espera,
y en su tardanza supone
falta de amor o palabra,
o empeños que desconoce.
El corazón amoroso
vagas sospechas la roen,
y hacen tal vez que las lágrimas
a sus pupilas se agolpen,
¡Ella espera… y él no viene!
y el sol en el horizonte
corrió ya un cuarto del cielo:
ya envió a los trabajadores
de su primera comida
Bibiana las provisiones:
y su marido muy pronto
es fuerza que a casa torne.
Las dos veces que ha venido
el enamorado joven,
para acercarse ha tomado
minuciosas precauciones.
Una, apenas era día,
otra, empezaba a ser noche:
y ambas para no ser visto
amparábase del bosque;
y obró en ambas el mancebo
como caballero noble,
que evita cauto, apariencias
que la calumnia provoquen:
que el español que es hidalgo,
jamás a su dama expone
en lenguas y ojos del vulgo
por cartas, ni por balcones.
Hoy, si viene, no ser visto
es imposible que logre:
todo el campo está ya lleno
de sol y trabajadores.
Ya no vendrá: tal vez tenga
para ausencia tal razones,
para falta tal excusas
que en tal conducta le abonen;
mas como no las alcanza
Jimena, que en vano absorbe
todos los ruidos del aire,
que, apoyos engañadores
de sus esperanzas frágiles,
al alzarse en él se rompen,
desesperanzada al cabo
del ajimez retiróse.