La ley del número

La ley del número
de Ricardo Mella

Superstición y superchería del sufragio

A la gran superstición política del derecho divino de los reyes, dice Spencer, ha sucedido la gran superstición política del derecho divino de los parlamentos. “El óleo santo -añade- parece haber pasado inadvertidamente de la cabeza de uno a las cabezas de muchos, consagrándolos a ellos y a sus derechos.”

Examinemos esta gran superstición que ha inspirado al primero de los filósofos positivistas tan elocuentes palabras.

El origen de los parlamentos, ya se trate de países monárquicos, ya de republicanos, es la voluntad de la mayoría, por lo menos teóricamente. Al propio tiempo, la supremacía del mayor número descansa en su derecho indiscutible a gobernar directa o indirectamente a todos. Se dice, y apenas es permitido ponerlo en duda, que la mayoría ve más claro en todas las cuestiones que la minoría, y que, siendo muchas cosas comunes a todos los hombres, es lógico y necesario que los más sean los que decidan cómo y en qué forma se han de cumplir los fines generales.

De aquí resulta una serie de consecuencias rigurosamente exactas. La mayoría de los habitantes de un país tiene el derecho de reglamentar la vida política, religiosa, económica, artística y científica de la masa social. Tiene el derecho enciclopédico de decidir sobre todas las materias y disponer de todo a su leal saber y entender. Tiene el derecho de afirmar y negar cuanto le plazca a cada instante, destruyendo al día siguiente la obra del día anterior. En política, dicta leyes y reglas a las cuales no es permitido escapar. En economía, determina el modo y forma de los cambios, reglamenta la producción y el consumo y permite o no vivir barato, según su voluntad del momento. En religión, pasa sobre las conciencias e impone el dogma a todo el mundo bajo penas severas y mediante contribuciones onerosas. En artes y ciencias, ejerce el monopolio de la enseñanza y el privilegio de la verdad oficial.

Ella decide y fija las reglas higiénicas y la conducta moral que deben seguirse, cuáles funciones sociales corresponden al grupo y cuáles al individuo, en qué condiciones se ha de trabajar, adquirir riquezas, enajenar bienes, cambiar las cosas y relacionarse con las personas. Finalmente, y como digno remate, premia y castiga, y es acusador, abogado y juez, dios todopoderoso que se halla en todas partes, todo lo dispone y sobre todo vigila, atento y celoso. Estas deducciones nada tienen de exageradas una vez admitido que la ley del número es la suprema ley.

Mas, como las mayorías no pueden realizar por sí tantas cosas, como no les es dable ocuparse a diario en tan múltiples cuestiones, surge necesariamente el complemento de la ley, la delegación parlamentaria. Y, al efecto, por medio de las mayorías, se elige también delegados o representantes que, constituidas en corporación, asumen todos los poderes de sus representados, o más bien los del país entero, y así es cómo se genera el poder omnipotente, el derecho divino de los parlamentos.

Y he aquí que, en el seno de esas cámaras o asambleas de los escogidos, se aplica de nuevo la ley radical del número y por mayoría se decretan las leyes a fin de gobernar sabiamente los intereses públicos y privados, que a tanto alcanza la omnisciencia de los legisladores. De este modo, un puñado de ciudadanos medianamente cultos, vulgarotes las más de las veces, alcanza la gracia de la suprema sabiduría. Higiene, medicina, jurisprudencia, sociología, matemáticas, todo lo poseen, porque el espíritu santo de las mayorías se cierne constantemente sobre sus cabezas. Tal es la teoría en toda su desnudez.

Tienese por temerario discutirla, por locura negarla. La imbecilidad argumenta injuriando. Pero la sabiduría expresa la verdad. “El pueblo soberano -dice el positivista- designa a sus representantes y crea el gobierno.

“El Gobierno, a su vez, crea derechos y los confiere separadamente a cada uno de los miembros del pueblo soberano, de donde emana. ¡He ahí una obra maravillosa de escamoteo político!” Mas, el escamoteo no para en esto. Extiende sus dominios hasta lo más hondo de los sistemas políticos, porque, una vez afirmada la ley de las mayorías, se convierte, como veremos muy pronto, en una tremenda ficción que permite a unos cuantos encaramarse en la cucaña del poder, dictar e imponer a un pueblo entero su voluntad omnímoda.

Tratemos, pues, antes de hacer la crítica de la ley, de penetrar este misterio político, poniendo ante los ojos del lector la realidad que encierra.

La ficción mayoritaria y las falacias del voto parlamentario

Los países constitucionales ¿rígense verdaderamente por las decisiones de las mayorías? ¿Impera en todo o en algo la voluntad de éstas?

Veamos. El Gobierno de una nación, de España, por ejemplo, convoca en determinado plazo a elecciones generales. Los partidos hacen sus aprestos para la lucha próxima y llega finalmente el día de la contienda. Por lo menos se presentarán en cada distrito dos candidatos. Este es el caso más común. No obstante, en algunos, se presentarán más y no faltarán aquéllos en que el candidato sea único.

Ciñámonos al caso general y admitamos, verdadero mirlo blanco, la más perfecta imparcialidad en la lucha electoral. Hagamos cuentas. Sin citar casos y acumular datos que cada uno puede, sin gran trabajo, buscar por sí mismo, nos será permitido afirmar que generalmente se abstiene de hacer uso del derecho electoral de un 30 a un 50 por 100 de los electores. Sentimos no conocer datos respecto a España. Pero, en Francia, en un período de singular agitación, esto es, en 1886, de diez millones de electores votaron siete millones, o, lo que es lo mismo, se abstuvo cerca del tercio del número de los electores; y hace constar el autor de quien tomamos estas cifras que el número de abstenciones adquiere proporciones alarmantes. Si, pues, en circunstancias anormales y en un país donde las luchas políticas son más vivas que en España, se abstuvo de votar un 38% de los electores, no habrá motivo para que se nos tache de exagerados si asignamos a nuestro país un 50% de abstenciones, es decir, el promedio de las dos cifras, indicadas antes. ¿Cómo se distribuye el 60% restante? Comúnmente el candidato derrotado va a los alcances del candidato triunfante, que es casi siempre el oficial. Rarísimos son los casos en que éste tiene doble número de votos que aquél. No será, pues, cargar mucho la mano si atribuimos al candidato derrotado un veinte por ciento de los electores. Recapitulemos. De cada 100 electores, 40 se abstienen, 20 votan al candidato vencido, que suman 60, y los 40 restantes que componen esa decantada mayoría a quien representará en Cortes el candidato triunfante. Esta es, sin embargo, una cuenta de color de rosa para los elegidos. Pero, aunque no lo fuera, aunque el candidato vencido no obtuviese más que un 10% de los electores, aunque nos empeñásemos en sumar todo lo favorable forzando los datos del cálculo en beneficio del vencedor, siempre resultaría éste representante de una minoría. Notemos, al efecto, que en todo lo dicho se prescinde de las mujeres, que componen, aproximadamente, la mitad de la nación y tienen derechos e intereses que defender como el hombre. Y aún podríamos añadir que se prescinde asimismo de los hijos menores de edad que, como ha hecho observar Tarde, gozan de todos los derechos civiles por medio de apoderado (padre, tutor), y debieran también gozar del derecho electoral de una manera análoga. En este caso, resultaría que, no teniendo derecho a votar las tres cuartas partes de la población (Francia 1885 y 1886), ningún candidato puede ser expresión de la mayoría de los individuos de su distrito.

Pasemos, no obstante, por alto este cálculo y veamos, en otro orden de consideraciones, cuál es la representación real del candidato elegido. Por imparcial que sea un gobierno, por mucho que quiera ceñirse a la legalidad, y nosotros queremos suponerle el más ardiente deseo de justicia, no podrá menos de inclinar con su influencia, aun involuntariamente, la balanza electoral. No hace falta la recomendación expresa, la violencia descarada, el amaño inmoral. Por ley de naturaleza esta influencia existirá de hecho, influencia si se quiere impersonal, no deliberada, pero por esto mismo más efectiva y eficaz. Los empleados públicos votarán, sin que nadie se lo mande y por o contra su voluntad, al candidato oficial. A su vez, los amigos y deudos de éste se verán arrastrados a influir, cuando menos moralmente, con sus palabras, con sus consejos, cerca de cuantos con ellos tengan relaciones sociales de cualquier índole. Las autoridades judiciales, eclesiásticas, militares, etc, aun manteniéndose en la más absoluta pasividad, serán nuevas recomendaciones para que muchos, sin consultar sus propias ideas, voten al candidato del Gobierno o del cacique. Verdad que los deudos, amigos y parientes del candidato de oposición harán lo mismo; pero su influencia y su poder serán menores que el poder y la influencia de los elementos gubernamentales.

¿Puede ponerse en duda lo que dejamos dicho? Pues no hagamos ya cuentas; la aritmética sobra. El elegido no tendrá otra representación real que la de una minoría exigua que acepta sin discusión el representante designado por las autoridades de partido o por el mismo gobierno. ¿Y qué diremos si los candidatos son más de dos? ¿Podrá nunca el elegido representar a la mayoría de los electores? Sucederá siempre que, sumados los votos de los derrotados y las abstenciones, la suma arrojará una cantidad superior a la obtenida por el candidato triunfante. Se nos dirá que, en muchos casos, no hay lucha electoral porque el candidato es único. Y bien: cuando en un distrito o localidad sólo se presenta un candidato, es, o por la indiferencia del cuerpo electoral, o por la seguridad de que nada se podrá contra la influencia del gobierno. En estos casos, la abstención es casi absoluta. Todo el mundo lo sabe y lo confiesa, aunque siempre aparece LEGALMENTE una nutrida votación. De uno o de otro modo, el elegido representa, cuando más, al propio gobierno y a sus caciques oficiales y no tiene, por tanto, la representación real de ningún elector.

En la mayor parte de los distritos rurales, que es donde con más frecuencia se da el caso del candidato único, ni siquiera se abren los comicios. Los personajes más influyentes, o los que componen el Ayuntamiento, que casi siempre son aquéllos, se reúnen un día y ellos son los que deciden libremente sobre la representación parlamentaria de la localidad. Todos los votos, sin exceptuar uno, el padrón, como suele decirse, es para el candidato previamente designado. Se levanta un acta con las formalidades de rúbrica, y elección hecha. A veces se llega hasta remitir al cacique el acta en blanco. Nosotros lo hemos visto en Galicia, en Castilla y en Andalucía. No pecaremos afirmando que, salvo las formas, lo mismo ocurre en toda España. Estos representantes de tan extraño modo elegidos, en la mayor parte de los casos no reconocen siquiera sus distritos ni éstos les conocen a ellos, y por lo tanto no puede haber entre unos y otros compenetración de necesidades ni deseos en los elegidos de velar por los intereses que desconocen. El elector, a todo esto, permanece indiferente, como si supiera de antemano que nada tiene que esperar del legislador y que todo se reduce a un juego a cartas vistas. ¿Qué representación puede entonces atribuirse una asamblea de tal manera formada? La de una microscópica minoría, cuanto más.

Supongamos, sin embargo, falso nuestro análisis, y admitamos que cada uno de los representantes de la nación lo es en virtud de la voluntad, libremente manifestada, de una mayoría. Aún así, cada representante habrá de hallarse frecuentemente en conflicto entre los intereses generales, que la ley le manda atender, los particulares que sus electores le exigen sirva. Diráse que colectivamente los diputados producen una resultante armónica que satisface, a la vez que al interés común del país, a los parciales intereses de cada localidad. Mas, aun supuesta aquella metafísica concordancia de intereses, ¿están de acuerdo siempre los representantes en lo que conviene a la nación? Mejor dicho, ¿lo están alguna vez? Y, cuando lo están, ¿atienden verdaderamente los intereses y necesidades de sus representados?

Se trata, por ejemplo, de aumentar los derechos de importación del trigo. Los diputados castellanos querrán el aumento. Pero los diputados gallegos, valencianos, aragoneses, etc, pretenderán que los trigos entren libremente en España. Si se trata de tejidos, Cataluña tendrá opinión contraria a la de gran parte del resto del país. Si de vinos, Andalucía y Castilla, por ejemplo, no opinarán como Galicia y Asturias. ¿Qué ocurrirá? Que los diputados, atentos sobre todo a las instrucciones del gobierno, no a la voluntad del país, que por otra parte no puede formularse en una expresión unitaria, entrarán en transacciones y acomodamientos, de los que resultará una ley contradictoria o incolora, una ley que no satisfará ningún interés público ni privado, una ley que dejará descontentos a todos y levantará tempestuosas protestas; una ley, en fin, que no satisfará más intereses que el interés gubernamental, una amalgama burdamente hecha en beneficio del legislador.

Los Parlamentos representan colectivamente a sus respectivos países. Un grupo heterogéneo de hombres se atribuye la representación de toda una nacionalidad. Su misión es obrar de acuerdo con las necesidades generales, no con las de cada grupo de electores. Esto es, al menos, teóricamente. Pero, ¿cómo conocerán los representantes el interés y las necesidades generales si no pueden siquiera darse cuenta de las necesidades e intereses más inmediatos de los grupos que les eligieron? En la práctica, las cosas ocurren de otro modo. Los representantes del país procuran acomodarse por conveniencia lo más posible a las necesidades supuestas de la comarca a que pertenecen; pero resulta que, aunque los diputados castellanos voten lo que desea Castilla, por ejemplo, siempre serán vencidos por el resto de sus colegas del Parlamento, y así los castellanos tendrán que soportar las imposiciones de las demás comarcas. Y esto se generalizará, a menos que por una sola vez en la historia, se dé el caso de que dieciséis o veinte millones de hombres estén de acuerdo en la adopción de una ley, de una regla cualquiera. De aquí que no haya ley que satisfaga verdaderamente los generales intereses y necesidades y sí una cierta entidad metafísica, vaga, indeterminada, una sombra; pero sombra sin cuerpo, que a tanto alcanza la ficción legislativa gubernamental.

Esto aparte, se comprende bien que, en virtud del procedimiento mismo, ninguna ley cumpla los amplios fines que se le atribuyen. Elegidos los miembros del Parlamento por sufragio, aún habiendo obtenido cada uno de ellos verdadera mayoría de votos, quedan naturalmente huérfanos de representación muchos grupos de ciudadanos que restan, por tanto, su conformidad a las leyes formuladas. Y, como luego éstas nunca tienen a su cuenta la unanimidad de pareceres del cuerpo legislador, resulta que a toda ley hay que restarle la conformidad de los electores derrotados en los comicios la de aquéllos que representan los diputados que disienten de la mayoría, y por fin, la de los electores abstenidos; lo que, traducido al lenguaje de la brevedad, quiere decir que hay que restarle la opinión de la inmensa mayoría del país.

Todavía tendremos que atender los argumentos de los federales. Nos dirán que todo lo expuesto es rigurosamente cierto; pero que ocurre a causa del sistema centralizador que informa nuestra organización política. Entendámonos. Lo que hemos dicho respecto de los Parlamentos nacionales, no dejaría de ser cierto aplicado a Parlamentos comarcales, no deja de serlo respecto a los municipios. La federación fracciona el hecho, no lo destruye. Lo que hoy es cierto para una nación grande, lo sería mañana para la serie de naciones chicas federalmente constituidas. La autonomía no hace más que contraer la cuestión a una esfera más reducida. Además, aún dentro de la federación, queda en manos del poder central una porción de asuntos; de modo que entonces habría casos en que nuestra crítica sería perfectamente aplicable a las asambleas nacionales, y otros en que lo sería igualmente a las cámaras cantonales y a los municipios. Porque el mal no nace del espíritu más o menos centralizador de un organismo, sino de la legislación y del despotismo numérico que, como principio de acción política, aceptan lo mismo el federalismo que el unitarismo. De hecho, pues, cualquiera que sea el sistema político, resulta siempre que es una minoría la que gobierna.

Aun prescindiendo de la inmensa inmoralidad del cuerpo electoral, de los desafueros del caciquismo y de la poderosísima influencia oficial, que no son, como se dice, un mal solamente en España, sino que coge de arriba a abajo a todas las naciones constitucionales, la ley de mayorías es una ficción formidable que permite el agiotaje organizado descaradamente por los que han hecho de la política profesión lucrativa y a su amparo acrecientan sus riquezas por medios más bajos que los que empleaban en Sierra Morena o en los montes de Toledo el bandido clásico de la clásica tierra del Quijote y Sancho.

Y no cabe argüir que con la generalización del sufragio y el triunfo de la democracia será verdad la ley del número, porque, aparte el ejemplo que nos dan las naciones republicanas, conviene recordar el período de la revolución en España, con sus diputados impuestos desde abajo a garrotazo limpio, cuando no a tiros; conviene recordar que, a falta de caciquismo gubernamental, subsiste siempre el caciquismo de localidad y de partido, el caciquismo de comité; conviene recordar que durante aquel período se persiguió, atropelló, encarceló y deportó a cuantos estorbaban por impacientes, por internacionalistas o por mil motivos pequeños, y que tal persecución no tenía otro objeto que el de asegurar una aparente mayoría cuyo apoyo era necesario para mantenerse en el poder (1873).

Y, en último análisis, si se quiere se insiste en que la más perfecta equidad democrática haría caer por su base nuestra crítica, todavía preguntaremos: ¿Y cómo se garantizará la igualdad de condiciones y la libertad, por tanto, de emitir el voto al campesino que depende del jornal que le da el amo, del usurero que le presta y del monterilla que le amenaza? ¿Cómo se hará para que el cura, con sus anatemas y excomuniones, no coarte la libertad personal? ¿Y qué, para que el siervo del taller pueda votar contra la voluntad del patrono, para que el fabricante arrastre unos centenares de votos con la simple amenaza, expresada o no, de la privación del pan para el día siguiente? ¿Cómo proceder para que la inmensa mayoría de la sociedad, que vive bajo la dependencia humillante de la minoría adinerada, pueda votar libremente?

El obrero y el campesino saben bien que no disponen de su voto, que es para el amo, aunque éste no lo pida. En millares de casos, basta el temor de la pérdida del jornal para que el obrero y el campesino abdiquen voluntariamente todo derecho individual. El empleado público y el de empresas particulares piensan lo mismo, y sin esfuerzo ofrécense de antemano a la esclavitud y a la anulación de su voluntad. El industrial y el comerciante en pequeña escala no olvidan sus compromisos con el gran capitalista que cobra letras de cambio o sirve pedidos que muchas veces es necesario pagar tarde y mal. La libertad soñada se escurre así de entre las manos. Y esto no hay monarquía ni república que lo destruya.

Inútil, completamente inútil extremar la cuestión. La ley de las mayorías trae aparejado el imperio despótico de los menos, de los que tienen el privilegio del señorío, no otorgado voluntariamente por talentos o virtudes reconocidas, sino impuesto por amaños e iniquidades de toda especie.

La superstición será bastante poderosa para que continúe creyéndose locura el simple hecho de dudar de la virtud, de la sapiencia de las mayorías y de la bondad de sus determinaciones; pero la experiencia y el entendimiento prueban la falsedad de la ley de las mayorías, que se convierte irremediablemente en el despotismo sin freno de los menos.

La razón no es virtud de las mayorías, sino de la inteligencia desarrollada en uso de la libertad. La función legislativa es negativa y centralizadora; el libre acuerdo es autonómico y vitalizador. El mal reside en la ley misma y no admite variantes compensadoras

Si del examen de los hechos resulta demostrada la falsedad de la ley del número, parece innecesaria toda crítica razonada de los principios en que se funda. Mas, si se tiene en cuenta todo el poder de la preocupación que impacientará a muchos incrédulos, pese a nuestras deducciones, no se juzgará inútil la labor que acometemos.

Podría atribuirse a impurezas de la realidad lo que es la insania del principio mismo y afirmar, no obstante todas las experiencias en contrario, la posibilidad de regirse por las decisiones de las mayorías, Y en este supuesto nos toca demostrar, aún a trueque de hacer monótono este trabajo, la falsedad de la pretendida ley en todos los aspectos. Convencidos del radical antagonismo entre la libertad individual y la preponderancia avasalladora de la masa, negamos toda autoridad constituida, ya provenga de la fuerza, ya provenga del número. Para que el individuo y el grupo puedan coexistir sin destruirse, es necesario aniquilar cualquier forma de la imposición del uno sobre el otro. Para nosotros, que fundamos nuestros ideales en la libertad individual ilimitada, la AUTOARQUÍA es el método obligado de convivencia social. El bien de uno es tan respetable como el bien de todos, por lo que sólo a condición de identificar los intereses, la libertad será un hecho. He ahí por qué somos libertarlos y por qué somos socialistas: porque entendemos que la raíz de toda oposición entre individuos, así como entre colectividades, o entre unos y otras, se halla en la forma de apropiación individual, y deducimos que la armonía social ha de producirse mediante la posesión en común de la riqueza y de la libertad compleja de acción para los individuos y para los grupos.

Y, como este criterio de la libertad excluye toda idea de subordinación a las mayorías, vamos a demostrar que la ley del número es falsa en sí misma y que la sociedad puede arreglar todos sus asuntos sin apelar al procedimiento del sufragio. Afírmase, por los mantenedores de esta pretendida ley, que las mayorías, o más bien las pretendidas mayorías, gozan de ilimitación en sus derechos, y la práctica prueba ciertamente su aserto.

Sin embargo, las leyes casi nunca se cumplen; la mayoría de los hombres las esquivan; los más enérgicos las repudian. ¿En qué consiste esto? En la imposibilidad real de comprender en una, o en varias leyes, la inmensa variedad de los intereses, de las costumbres y de las condiciones. Cada individuo, cada colectividad tiende a diferenciarse produciéndose de distinto modo; mientras que la ley trata de uniformarlos y obligarles a obrar y conducirse de una misma manera. Los intereses comunes no pueden ser reglamentados uniformemente, porque la comunidad no es nunca tan estrecha que no suponga fraccionamiento y serie, divergencia y oposición. Para que la identidad de los intereses se verifique, es necesario que, viniendo de abajo, se establezcan relaciones de solidaridad voluntaria y espontáneamente de individuo a individuo y de grupo a grupo, de forma que alcancen a comprender, en una resultante más o menos definida, todos los miembros sociales. Entonces, en esta organización seriada de las partes, cada una de éstas habrá conservado su sello especial y su personalidad, esto es toda su libertad. La rebelión, falta de verdaderos motivos determinantes, dejará de producirse, tanto más cuanto que aquella organización no sería por su naturaleza misma inmutable, sino el producto consciente de la voluntad de sus componentes en cada momento del tiempo y en cada lugar manifestada. Pero este procedimiento es precisamente opuesto a la regla de las mayorías, como que se genera en la personalidad libre y en ella tiene su asiento, y por tanto constituye la negación rotunda del derecho de legislar atribuido a aquéllas.

Pues sometamos al análisis la cosa negada, a trueque de evidenciar luego la justicia de la negación.

Reduzcámonos a los límites de un país cualquiera.

A todos los que vivimos en España, por ejemplo, nos interesa mantener relaciones comerciales con los demás países. ¿Qué haremos? ¿Decidiremos el pleito a favor del libre cambio? ¿Votaremos por la protección? El asunto es de la mayor trascendencia y debería augurar un acuerdo casi unánime. No obstante, las opiniones se dividirán grandemente: unos querrán comer y vestir barato sin pensar en la paralización del trabajo nacional; otros querrán fomentar este trabajo, importándoles un bledo la carestía del pan, de la carne, del vino, del vestido, etc. ¿Tendrán aquéllos derecho a imponernos la holganza forzosa y la miseria? ¿Lo tendrán éstos a obligarnos a trabajar como bestias y a concluir también por la holganza y el hambre cuando las consecuencias del sistema hayan llegado a su límite? Según los partidarios de la ley del número, la verdadera solución la poseen unos cuantos millares de imbéciles que, por ser los más, gozan del supremo derecho de gobernarnos. La mayoría, en efecto, es la llamada a decir cómo se va más pronto a la miseria general; la mayoría acordará, con razón o sin ella, que el país perezca o por abundancia de productos importados, o por insuficiencia de los de propia fabricación; la mayoría tendrá el bárbaro derecho de condenarnos a muerte por hambre; la mayoría estará revestida de poder bastante para hacer lo que se le antoje sin miramientos ni cortapisas de ningún género. Examinemos otro ejemplo.

A todos los españoles interesa por igual vivir en paz con los otros pueblos. Pero, en la China, supongámoslo, asesínase por fas o por nefas a unos cuantos españoles. Los ánimos se exaltarán, y, como siempre, los patriotas, sin perjuicio de quedarse en casa tranquilamente, clamarán venganza. Las gentes de buen sentido, o lo que es lo mismo, la minoría -hablamos siempre en la hipótesis del régimen de las mayorías supuesta verdadera-, pensarán que la muerte de unos cuantos españoles por otros tantos chinos no es motivo bastante para mandar irrefexiblemente al matadero de una guerra de exterminio a dos pueblos, cuando menos, indiferentes el uno al otro. Y, sin embargo, no será el buen sentido el que prevalezca, sino la voluntad ciega de una mayoría automática que tiene el derecho de obligarnos a matar y a morir. ¿Qué diremos de la organización del país? Es preciso vivir bien, y la vida social depende de las formas políticas adoptadas. ¿Preferiremos la República? ¿Aceptaremos la monarquía? ¿Optaremos por la centralización? ¿Seremos federalistas? La mayoría, la todopoderosa mayoría, decidirá. Si no quiero un rey, tendré que tragarlo. Si un Presidente, tendré que apechugar con él por mucho que lo deteste. Si unitarismo y federación me repugnan de igual modo, cargaré pacientemente con la cruz pesadísima de su complicado mecanismo. ¿Y la cuestión de cultos? Tanto monta: crea o no, pagaré un culto y un clero y viviré y moriré en nombre de un Dios por la sapiente mayoría impuesta.

¿A qué amontonar más ejemplos?

Ya que la mayoría está capacitada para decidir sobre todas las cosas, deberá estar impuesta en todas las ciencias. Mas su ignorancia es tan grande como ilimitadas son sus prerrogativas. Ella, a pesar de todo, podrá imponer como regla de salud pública los mayores absurdos higiénicos. Ella podrá reglamentar las faenas agrícolas mandando que se siembre y se recolecte cuando se le antoje. Ella podrá llevar sus leyes al taller, a la fábrica y al hogar; y, a la hora de la muerte y en plena agonía, sus reglamentos acompañarán nuestra descomposición, siguiéndonos luego hasta dejar nuestros cuerpos siete codos bajo tierra. Se nos dirá que no son tan ilimitados sus derechos. No obstante, ¿puede negarse que la mayoría se nos impone desde que nacemos hasta que morimos? ¿Puede negarse que higiene, trabajo, la existencia entera, por ella están reglamentados?

Y, en fin. si sus derechos tienen límites, ¿quién los determina? Filósofos, metafísicos, teólogos de la ley del número inventarán prodigiosos escamoteos de la verdad; pero, ¿quién habrá de fijar el límite si no la mayoría misma? ¡Limitarse voluntariamente, cercenar su propio poder! ¡Esta sí que es una obra de maravillosa prestidigitación!

Indudablemente. La ley de las mayorías no es la ley de la razón, no es siquiera la ley de las probabilidades de la razón. El progreso social se verifica precisamente al contrario, o sea por impulso de las minorías, o, con más propiedad todavía, merced al empuje del individuo en rebelión abierta con la masa. Todos nuestros adelantos se han realizado por virtud de repetidas negaciones individuales frente a frente de las afirmaciones de la humanidad. Cierto que ésta, aceptando luego la hipótesis individual, ha coronado siempre la obra; pero el impulso no ha venido jamás de las mayorías.

Contra la opinión de la multitud, se descubrió un nuevo mundo y la tierra continúa dando vueltas y más vueltas por el espacio infinito. Contra la opinión de las mayorías, la locomotora resbala sobre los carriles y la palabra vuela del uno al otro confín con rapidez vertiginosa. Pese al parecer de nuestros mayores, se navega sin velas y sin remos y contra viento y marea. Y en fin, contra la opinión del gran número se surcará los aires y se navegará por las profundidades del océano, del mismo modo que, en tiempo no muy lejano, se levantará de las ruinas del mundo actual un mundo mejor, presentido por unos cuantos ilusos, entre cuyo número tenemos el honor de contarnos.

Y ¿no han caído contra la opinión de las mayorías los reyes absolutos? ¿No han sido destronados los reyes constitucionales? ¿No hemos suprimido la esclavitud? ¿No hicimos otro tanto con la servidumbre? ¿No lo haremos muy pronto con el proletariado, última forma de dependencia entre los hombres? ¿No se registran en la evolución religiosa los mismos aspectos y modalidades, hasta el punto de que hoy el mundo pertenece a la negación del dogma, al libre pensamiento y, al ateísmo, a pesar de los poderes religiosos todavía subsistentes?

Toda, absolutamente toda la historia, es una negación de la ley del número, de la bárbara, sí, de la bárbara ley del número. Cada paso que hemos dado ha sido en lucha abierta con los demás. En ciencias y en artes, lo mismo que en política y economía, lo mismo que en la vida práctica, todo se ha hecho contra la voluntad y las decisiones de las mayorías.

¿Continuaremos cantando las excelencias del número, de la suprema ciencia y de la suprema razón de los más? ¿Juzgaremos aún poco menos que temerario poner en duda los derechos limitados o ilimitados de la mayoría?

Ejemplos y errores de la ley de mayorías

Pasemos a otro orden de consideraciones.

Mañana, veinte, cuarenta, cien individuos constituyen una sociedad para fomentar la instrucción laica. Cada uno concurre con su fuerza moral, con su posición en la sociedad y con su dinero a la consecución de los fines que todos persiguen. ¿Podrá la mayoría disponer que, al día siguiente, todos los fondos y todo el valimiento de la agrupación se dedique a la enseñanza religiosa? Si no puede tanto, la ley del número queda negada, puesto que la limita. Si puede realizar nuestra hipótesis, la ley de las mayorías es la ley de la fuerza y la ley del despojo erigida en principio de justicia.

El buen sentido dice que, en todo caso, si los miembros de una sociedad difieren en los fines, la sociedad debe disolverse. Cada cual quedará así libre de asociarse con sus colegas en propósitos y satisfacer sus aspiraciones.

Podría ocurrir asimismo que, estando los asociados conformes en los fines, no lo estuviesen en los medios. Podrían querer unos que la enseñanza se contrajese a individuos que reuniesen ciertas condiciones. Podrían querer otros que se la diese a todos sin diferencia alguna. ¿Sería razonable que dominase la restricción porque así lo quisiere la mayoría? Si así fuese, valdría tanto como levantar altares al privilegio y a sus mantenedores, poniendo por encima de la razón y del desinterés la ignorancia y el egoísmo. Y entonces, como siempre, la ley del número representaría el imperio de la fuerza y de la brutalidad.

A una diferencia tal de pareceres, ahora como antes, corresponde la disolución de la sociedad. Cada grupo, quedaría en libertad de obrar como mejor le pareciera, y la experiencia demostraría a todos cuál era el mejor camino para llegar al fin propuesto.

A los reparos que pudieran hacérsenos sobre la inestabilidad de las asociaciones, contestaremos por anticipado que, de la subordinación del pensamiento y de la conducta de unos socios a los de otros, nada duradero ni práctico puede esperarse y que, siendo la experiencia la gran piedra de toque de todas las contiendas, siempre será preferible la multiplicidad de las prácticas a la limitación de las ya habituales. Por otra parte, entendemos que toda agrupación debe concretar bien y con claridad los fines para que se constituye y los medios que ha de aplicar, cuidando siempre de mantener la independencia personal completa. Si esto se hace, nada o casi nada habrá que resolver luego; y aquellas cosas de poca monta, que son generalmente indiferentes a los socios porque su ejecución no vale la pena de dividir las opiniones, se las resolverá de común acuerdo y sin agitaciones estériles. Por lo general, en las sociedades reglamentadas y sometidas a la ley del número, no son las mayorías las que deciden estas pequeñas cuestiones, sino la voluntad de los más activos, sean pocos o muchos. En estas agrupaciones privadas, en que la ley no tiene la trascendencia de un principio general, de una ley propiamente dicha, ocurre, no obstante, lo mismo que en la sociedad política. Un pequeño núcleo de individuos lo arregla todo, de todo dispone y todo lo hace.

El que haya pertenecido o pertenezca a sociedades de recreo, de cooperación, de política, etc., habrá visto o verá producirse continuamente en su seno luchas violentas por verdaderas bagatelas. A pesar de la pretendida ley, no se vive un momento en paz bajo la tutela sapientísima de las mayorías. Por la cosa más trivial se encrespan, se irritan y tratan siempre de imponerse, con razón o sin ella; casi siempre sin razón. Esto demuestra precisamente su arbitrariedad, pues que provoca y no tolera la rebeldía, y puesto también que, a su pesar, las cosas sociales marchan en el más complejo desbarajuste cuando de lo que se trata es exactamente de lo contrario.

¿Y nada nos dice la ineficacia de la pretendida ley? ¿Nada sus negativos resultados? ¿Nada sus mil perturbaciones? ¿Cómo explicarse la persistencia de la generalidad en afirmar y sostener la ley del número, no obstante tantos hechos y tantas pruebas que la destruyen? ¿Cómo se explican todos los errores humanos? De un lado, por el interés de los favorecidos en educarnos en la preocupación. De otro, por la preocupación misma heredada y transmitida de unos a otros durante siglos.

En último término, los más sinceros convienen en que es razonable cuanto se diga contra el régimen de las mayorías; pero no comprenden cómo pueden hacerse las cosas de otro modo en sociedad. Reconocen que el hábito de los andadores es pésimo y no se imaginan, sin embargo, la posibilidad de echar a andar sin ellos.

Apenas una ley es promulgada por la mayoría supuesta o real, multitud de descontentos pide que se la reforme, que se la modifique, y lo pide precisamente a los que la han redactado; votado y promulgado. Hágase o no la reforma, el caso es que la mayoría, o sus representantes, se han equivocado, que se equivocan todos los días. Y es siempre a la una y a los otros a quienes se pide que deshagan un error que no tienen por tal.

Es el fruto natural de la gran superstición política de los parlamentos derivada de la superstición de las mayorías. Es el mundo terráqueo inmóvil en el centro del Universo, a pesar de todas las demostraciones y experiencias que enseñan lo contrario.

Derecho social y libre personalidad

¿Comprende, lector, cómo se genera y desenvuelve la preocupación? ¿Sondeas ahora toda la extensión del mal? ¿Penetras hasta el fondo de este fetichismo por el número que labra todas nuestras desdichas? ¿Adviertes el lento trabajo de la gota de agua que cae en nuestro cerebro desde que nacemos hasta que morimos y que perpetúa la superstición y la agranda hasta asfixiarnos?

Si no eres masa muerta para la razón, comprenderás también por qué se nos enseña como axiomático el principio de lucha entre los humanos, que arroja a los hombres los unos contra los otros como a fieras en el circo; comprenderás por qué se nos educa en la creencia de que el mundo no puede marchar adelante si no es entre escombros y cadáveres; comprenderás asimismo que, para justificar el predominio de unos pocos se falsifique la ciencia, se corrompa la instrucción y se desmoralicen las costumbres. Es preciso hacer creer a todo el mundo en la fatalidad del mal y en la necesidad continua de la guerra, sobre todo en tanto que los de abajo no la declaren a los de arriba.

Semejantes enseñanzas son el veneno de muchas inteligencias lanzadas a la desesperación y al pesimismo para anular su fuerza de oposición o ganar su indiferencia. No es, por ley de naturaleza, fatal la lucha entre los hombres, ni lo es tampoco que todo adelanto se verifique mediante guerras de exterminio, porque, si el imperio de la fuerza, que es la expresión concreta de la pretendida supremacía de las mayorías, fuese anulado, todo progreso habría de realizarse pacíficamente, mediante la rápida o lenta aceptación de la mejora por la generalidad de los hombres. El dominio de la fuerza es transitorio, porque se deriva de la organización guerrera de la sociedad que proclama el derecho del más fuerte dando al artificio todo lo que arrebata a la Naturaleza. Si la sociedad se organizase para la paz y el trabajo; si se organizase para la cooperación, en lugar de organizarse para la lucha, ya que en el resto de la naturaleza el mutuo apoyo entre los seres tiene tanta o más importancia que el principio del combate por la vida, la fuerza, a falta de órgano que la expresase, se anularía, dejando ancho campo a la razón para elegir sus derroteros por la experiencia o el contraste de las diversas aplicaciones de la actividad humana.

Pero, lo que realmente se discute al tratar de la ley del número es un misticismo político que urge desterrar, es el misticismo político del derecho social, en cuyo nombre se han formado mil partidos y mil escuelas con la vana pretensión de regenerar el mundo desde las alturas del poder y por los mismos medios en principio rechazados. Lo que de hecho se discute es si la colectividad puede dictar reglas a sus componentes; porque si puede, no hay otro medio de que ejercite aquel derecho que la aplicación de la ley del número; y si, por el contrario, no tiene aquel poder, el imperio de la mayoría carece de fundamento.

¿Qué es la sociedad? Menos que un agregado o una suma, pues se dan en ella multitud de sumas, pero no una resultante total definida v concreta. Y una agrupación de individuos, un agregado si se quiere, ¿es algo distinto de éstos, que puede más y vale más que éstos? ¿Es la sociedad acaso un ente superior, con personalidad propia, diferenciada de sus componentes? En rigor, la sociedad es una abstracción de nuestra mente necesitada de expresar de algún modo un conjunto ideal más bien que real.

Así como del todo y de la nada no poseemos sino abstracciones que la observación cotidiana de lo limitado y concreto nos sugiere, así de la sociedad, como conjunto, no poseemos más que una simple idea derivada de una operación mental necesaria.

Si, pues, la sociedad carece de personalidad efectiva, ¿dónde existe la razón del pretendido derecho social? ¿Qué es en sí mismo este derecho? Nada; una metafísica, una teología política. Es la superstición religiosa desarrollada y fomentada en el orden de la vida ordinaria. Así como en nombre de la superstición religiosa han sido sacrificados miles de seres generosos que vivían para el porvenir y se ha condenado, excomulgado y proscrito la verdad continuamente, así en nombre de la superstición política del derecho social es sacrificada la personalidad humana, desconocido y atropellado el derecho individual, ahogada en sangre la verdad que formula atrevidamente el hombre de ciencia, o el que generosamente pretende poner término a las desdichas de sus semejantes, o el que, en fin, trata de hacer valer su propio derecho ante la fuerza brutal del número.

Al amparo del derecho social, por causa de salud pública, como dicen los revolucionarios místicos, se impone al individuo toda clase de torturas y vejámenes. Al amparo del derecho social, y siempre por causa de salud pública, se sacrifica cuanto estorba, se mutila diariamente este mismo cuerpo social elevado a la categoría de ser superior y todopoderoso. Si es preciso cortar la cabeza a veinte mil o cien mil seres humanos para que los demás obtengan tales o cuales ventajas, siempre ficticias, caerán bajo el hacha del verdugo cien mil o veinte mil cabezas humanas. Si es preciso cercenar derechos y libertades, será todo cercenado con tal de que la vindicta social quede satisfecha. Si es necesario llevar al matadero del campo de batalla dos o más pueblos, que ningún rencor tienen entre sí, al matadero serán llevados, sin que por esto se estremezca la conciencia de los sabios legisladores que, en nombre del derecho social, cuidan y velan por la salud de la humanidad. El derecho social es la encarnación política de la idea de Dios. Cuanto en nombre de esta última idea se ha impuesto a la humanidad, haciéndole recorrer un calvario de sufrimientos terribles, se nos impone hoy en nombre de la primera por los revolucionarios suí generis de la política, obligándonos a caminar bajo la acción de continuos suplicios morales y materiales.

Frente al pretendido derecho social, urge levantar muy alta la bandera de la individualidad libre. Frente al despotismo del grupo, es menester reivindicar la independencia y el respeto de la personalidad humana.

Mi derecho, mi libertad, mi salud, mi bienestar, valen tanto como el derecho, el bienestar, la libertad y la salud de los demás. No tolero ni consiento la imposición ni de uno ni de ciento. La fuerza numérica es para mi nula. Cada uno es libre de obrar como le plazca. Si los hombres necesitamos prestarnos auxilio, y si lo necesitamos, libremente debemos buscarlo, asociándonos, cooperando a los fines comunes. Pero esto lo haremos, y queremos hacerlo, por nosotros mismos, por volición propia, no por imposición de nadie.

El derecho social, juntamente con la ley de las mayorías, representa la eterna tutela de los pueblos, el sacrificio del individuo, la anulación del pensamiento y la muerte de los más caros afectos. Contra esta nefasta doctrina, el socialismo revolucionario proclama la completa independencia personal y la libertad de acción para todos los humanos, en un mundo de, igualdad, de solidaridad y de justicia.

El derecho social legislado es disgregante. El respeto al hombre es principio operante y cohesionador.- Contra la ley y el sufragio, la razón y el libre acuerdo

Demostrada la falsedad de la práctica y de la teoría de la ley del número, imposible reconocer de qué lado está la razón entre los diversos grupos sociales que se disputan la dirección de la cosa pública, y afirmando también, frente al pretendido derecho de las mayorías, el derecho individual, correspóndenos ahora desenvolver el principio correlativo a nuestras negaciones y contrastarlo en la práctica.

Frente al derecho social, expresión del despotismo de las camarillas, frente al principio autoritario y gubernamental, en que descansa la legislación, afirmamos el principio del contrato libre como medio e instrumento de relación entre los hombres. De la libertad de acción se deduce inmediatamente la idea del contrato. Cada individuo, dueño de sí mismo, debe entrar y entrará seguramente, a impulso de las necesidades sentidas, en relaciones de reciprocidad con sus afines en profesión, en gustos y en tendencias. Hoy mismo son las necesidades las que ponen en contacto a unos individuos con otros, los que impulsan a los grupos a entenderse para sus fines comunes. El gobierno, con todo su complicado mecanismo, sólo alcanza a perturbar la armonía de las relaciones sociales. En el orden del trabajo, de la producción y el consumo, el contrato es el principio fundamental de todo organismo; la mutua conformidad de las partes, la única garantía de existencia regular; la libertad, el solo medio de salvar todas las diferencias. Asimismo, en el orden de las relaciones morales, las costumbres son las que regulan la evolución de, la vida humana.

Eliminado todo obstáculo, toda coacción gubernativa o legislativa al desenvolvimiento individual y colectivo, la evolución de las costumbres, la evolución de los métodos de convivencia social, lo mismo que la de las personas y las cosas, el progreso, en fin, en toda su generalidad, podrá verificarse libremente.

Pretendemos que aquello que se desata con violencia y con violencia se rompe, se desate y se rompa pacíficamente. Toda cohesión o disgregación inevitable como producto de imperiosas necesidades, debe producirse, antes que por la lucha y la fuerza, por la espontánea y terminante manifestación libérrima de los elementos que tales necesidades sientan. Proclamamos la teoría de la libertad en toda su pureza. Queremos que los individuos y los grupos, en igualdad de condiciones colocados, puedan libremente entenderse, buscarse, unirse o separarse. Querernos la asociación de los hombres como resultado de la iniciativa y de la espontaneidad individuales, no como imposición de un órgano cualquiera, político, económico o religioso. La federación de libres productores será el resultado inevitable de la autonomía personal. Esta organización, ajena a toda uniformidad legislativa, revestirá necesariamente los caracteres de la más completa variedad de formas, medios y fines. De acuerdo con la heterogeneidad de la vida y con el desenvolvimiento amplísimo de la industria y de la ciencia, la multiplicidad de agrupaciones, de propósitos, de métodos, corresponderá armónicamente a la inmensa variedad de las necesidades. Podrán los grupos mortificarse y corregirse libremente cuantas veces lo quieran sus componentes. Podrán disolverse, formarse de nuevo, fraccionarse o congregarse, cuantas veces sean necesarias. Si una agrupación no estuviera de acuerdo con otras agrupaciones, libre sería de seguir su camino sin que nadie pudiera impedírselo. Si un individuo disintiese de sus coasociados, podría libremente asociarse a otros con quienes estuviese de acuerdo. Sólo a esta condición la vida social puede desenvolverse armónica y pacíficamente; sólo a este precio el orden se producirá como resultado inmediato y necesario de la más completa libertad personal.

Podrá argüírsenos que pretendemos la vuelta al estado primitivo, al estado salvaje. A esto contestaremos que nuestra flamante civilización tiene mucho que envidiar a este estado primitivo de que se habla con desprecio y ligereza nada justificados. Aparte el hecho de que la organización que defendemos corresponde bien a la heterogeneidad indefinida de la vida actual; aparte asimismo la evidencia de que nuestros adelantos no permiten la vuelta al salvajismo, porque cualquiera que sea el régimen social en que vivamos subsistirán siempre las conquistas del progreso y de las ciencias, poseemos buen número de datos para afirmar que se encuentra latente en las sociedades primitivas el verdadero principio de la vida social, oscurecido o anulado en las nuestras por la guerra permanente en que nos debatimos.

“En las pequeñas sociedades no desarrolladas -dice Spencer-, donde ha reinado por espacio de siglos una paz completa, nada parecido existe a lo que llamamos gobierno; no hay en ellas ninguna organización coercitiva, sino todo lo más alguna supremacía honoraria. En estas comunidades excepcionales, que no son agresivas y que por causas especiales se ven libres de toda agresión, son tan raras las desviaciones de las virtudes fundamentales, veracidad, honradez, justicia y generosidad, que basta para contenerlas con que la opinión pública se manifieste de vez en cuando en asambleas de ancianos convocadas a intervalos irregulares.” Los vehdas de los bosques, completamente salvajes, dice Hartshone, sin ninguna organización social, miran como inconcebible el que “alguien pueda apoderarse de lo que no le pertenece, herir a su compañero o proferir una mentira”. Los bechuanas -Viajes al interior del Africa meridional, por Burchell- “obedecen a costumbres de larga fecha”. Entre los hotentotes koranna, “cuando los antiguos usos no lo prohíben, cada cual se cree con derecho a lo que estima justo a sus propios ojos”. (Thomson, Viajes por el Africa Meridional). Los araucanos “sólo se guían por costumbres primitivas o convenciones tácitas”. (Thomson, Diccionario geográfico, e Historias de América, por Alcedo). De los dyaks, dice Bajah Brooke, que parece que las costumbres se han erigido sencillamente en ley, y su violación se castiga con una multa. (Diez años en Sarawak). Entre los indios norteamericanos, como los snakes, que carecen de gobierno, se respeta la propiedad de los caballos. Entre los cipewayas, que no tienen gobierno regular, la caza cogida en redes de particulares se considera como de propiedad individual. (Schoolcraft, Expedición a las fuentes del Mississipi.)

Muchos hechos análogos podrían citarse acerca de las costumbres de los aths, de los comanches, de los esquimales y de los indios del Brasil. “Entre los varios pueblos no civilizados -añade Spencer- se ha establecido la costumbre de respetar el derecho del fruto que crece en el campo que se rotura, aunque no el suelo mismo.”

¿No es verdad que es superior a todo esto el robo organizado, el robo legal de los pueblos civilizados? ¿No es verdad que nuestras grandes inmoralidades, nuestras depravaciones sin número, nuestros crímenes sin cuento, nuestra decadencia terrible en las costumbres nos colocan a cien mil codos sobre el nivel de esos pobres salvajes, de esos bárbaros despreciables? Y no hablemos de las virtudes fundamentales, veracidad, honradez, justicia y generosidad. Los desdichados vehdas, los araucanos, los hotentotes, los bechuanas, todos los pueblos primitivos, tristemente embrutecidos, tienen mucho que envidiarnos.

No obstante los citados hechos y muchos más que pudiéramos agregar, es tan poderoso el fetichismo gubernamental, tan honda la superstición legislativa, tan arraigada la fe en las santas omniscientes mayorías, que se continuará afirmando enfáticamente la ridiculez de un pretendido retroceso, de una vuelta absurda al barbarismo en lo que tiene de más repugnante por la animalidad originaria de la especie humana.

Ni aun se producirá el convencimiento como el ejemplo de lo que hoy mismo ocurre. Infinidad de asuntos se regulan por las costumbres más bien que por las leyes, y muchas veces contra las leyes mismas. El comercio hace crédito sin necesidad de ley alguna, y gran parte de su desenvolvimiento se verifica fuera de lo legislado. Las más complicadas relaciones mercantiles se establecen mediante convenios y obedeciendo a costumbres de larga fecha. Los códigos han llegado algo tarde y son una verdadera perturbación. Ni aun sirven para castigar la mala fe, puesto que las quiebras fraudulentas salvan todos los diques.

En las relaciones públicas y privadas, en los asuntos de industria y trabajo, en toda la vida social, las costumbres están por encima de las leyes. Muchas de éstas son letra muerta para las gentes. Las leyes son realmente una intrusión en la vida de los pueblos; son las mañas de una trampa que sólo conocen bien los abogados y los picapleitos. En cambio, las costumbres, con su inmensa diversidad de nación a nación, de comarca a comarca y de pueblo a pueblo, regulan todos nuestros actos y constituyen toda nuestra vida. Y por esto los hombres necesitan librar su existencia entre rebeliones continuas y subterfugios de toda especie. Mas, como para esquivar los efectos de la ley, para obrar conforme a la propia voluntad, es menester deshonrarse y ser injustos y egoístas, sobreponiendo a toda consideración el particular interés, resulta asimismo que la ley, engendrada por las mayorías, es la causa de todos nuestros males y la negación absoluta de la integridad personal y de la libertad humana, en beneficio de un gran número de imbéciles o de una minoría de tunantes.

Pues, si la vida sencilla y práctica de algunos pueblos, fuera unida a la realidad de una existencia civilizada y en contra de la ley, prueba que el procedimiento de las mayorías, a más de falso, es innecesario y perjudicial, ¿qué diremos a los incrédulos, a los fanáticos del número, a los adoradores del fetiche moderno?

Cerebros atrofiados, son incapaces de comprender la existencia social por su lado verdaderamente positivo y sólo aciertan a verla por su lado artificial. La preocupación política les ciega y es inútil todo esfuerzo por devolverles la vista. Aún dudamos que sean susceptibles de injerto en un mundo nuevo y capaces de adaptación a nuevos métodos de vida.

Ejercicio y práctica de la asociación basada en la libre experiencia

Y bien, se nos dirá: mostradnos cómo podrán arreglarse los grupos sociales sin apelar al sufragio, por que, entre las sociedades primitivas y la actual, hay, sin duda, una enorme diferencia, la esfera de acción de ésta, relativamente a las otras, es infinita. Los medios y los fines son concretos y determinados en aquéllas, variadísimos e indeterminados en ésta. Damos de barato que constituyáis asociaciones de producción, cambio y consumo, que cada cual pueda arreglarse como mejor le cuadre, que todos gocen de los mismos derechos y de los mismos medios de vida; ¿cómo procederéis prácticamente? Pues, del mismo modo que se procede hoy en el comercio y en la industria. He aquí una sociedad mercantil; formulado el contrato de sociedad, los asociados no tienen nunca que apelar al sufragio. Cada cual tiene, bien determinadamente, una función que cumplir. El que administra lo hace según las reglas de la contabilidad. El que dirige, según las prescripciones técnicas que se le alcanzan. Jamás se les ocurre someter a votación la marcha regular de los negocios. Si alguna vez los asociados tratan de emprender nuevos trabajos, o ensanchar la esfera de sus negocios, es siempre a cambio de la conformidad de todos. Si esta conformidad no existe, la sociedad continuará limitándose a lo que previamente se había contratado. Esto ocurre todos los días. Pero si por acaso, lo que es muy excepcional, parte de los socios se empeña en seguir nuevos derroteros, entonces procédese inmediatamente a la disolución de la sociedad. Descartamos el caso rarísimo de que la divergencia acabe en pleito ruidoso, porque, no mediando el privilegio de la propiedad, no pueden producirse estos litigios de intereses, y toda otra diferencia personal siempre podrá ser arreglada por amigables componedores en una sociedad sin gobernantes y sin jueces privilegiados.

¿Es o no es real el caso que citamos? ¿Puede o no puede generalizarse?

Evidentemente sí es real y sí puede generalizarse.

Pues, apliquemos este método a las futuras asociaciones productoras, resolviendo, al aplicarlo, ejemplos prácticos que nos han sometido en ocasiones obreros a quienes nos unen lazos de amistad y compañerismo. Se trata, por ejemplo, de una asociación de mecánicos constituida para atender a las necesidades de tal o cual rama de la producción. Al asociarse, contarán, naturalmente, las condiciones del trabajo, fijarán la marcha regular de sus asuntos y determinarán bien las relaciones de reciprocidad a que cada uno se obligue. Si la conformidad no existe, la sociedad no llegará a constituirse. Lo mismo que hoy, cada grupo se formará con los elementos que se hallen de acuerdo. Podrá suceder entonces que en vez de una sociedad, haya veinte, en lo que no vemos mal alguno, tanto menos cuanto que, por ley de necesidad, esas diversas asociaciones tenderán a condensarse, a fundirse en una sola. La experiencia enseñará a todos el camino común, si realmente no hay más que uno.

Examinemos algunos casos particulares. He aquí un taller de fundición regularmente organizado, conforme a nuestro punto de vista. No creemos que haya quien suponga imposible tan poca cosa. Llega el verano, decíanos un querido amigo nuestro, y las condiciones del taller hacen penoso el trabajo. El techo es de zinc, la ventilación deficiente y, por tanto, el calor insoportable. ¿Qué haríamos? ¿Trabajar solamente las primeras horas de la mañana? Habría muchos que preferirían cualquier cosa a una madrugada. ¿Trabajar unos por la mañana y otros por la tarde? La naturaleza de la faena impondría, probablemente, la simultaneidad de los trabajos. Habría necesidad de adoptar un acuerdo, o someterse a una dirección cualquiera.

Pues bien, la contestación es sencilla. Lo primero que habría que hacer sería modificar las condiciones del taller, ventilarlo, impedir la entrada directa de los rayos solares, arreglarlo todo, en fin, de tal modo que el trabajo pudiera realizarse en buenas condiciones. Seguramente todos estarían conformes con esta disposición. Una vez conseguido esto, el problema carece de toda gravedad. Si la naturaleza de la faena lo permitiera, lo inmediato es que todos se conformasen a trabajar juntamente durante las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde. Porque, si en todos hubiese interés directo por sostener la asociación para cumplir sus fines, y esto no cabe negarlo, es indudable que todos se impondrían y todos aceptarían un pequeño sacrificio.

Finalmente, la cosa es de tan poca monta que, de todos modos, habría que establecerse el necesario acuerdo. El sufragio nada resolvería en este caso. Lo que hoy hacen obligados por el amo, ¿no habrían de hacerlo por su propio interés? No debe olvidarse que nunca se está más dispuesto al trabajo y al sacrificio que cuando hay en ello interés personal. Supongamos ahora una asociación de sombrereros. Supongamos una fábrica, un taller de fula y plancha como el de fundición constituido, administrado y dirigido. Supongamos que los asociados tienen urgente necesidad de una máquina que simplifique sus operaciones y que invitan a los mecánicos a que les suministren el nuevo aparato que desean. Supongamos que se les ofrecen varias máquinas y que es preciso escoger una entre ellas y darle preferencia. ¡Necesariamente, se nos decía, habrá que someterse a la voluntad de los más! De ningún modo.

Lo cuerdo, lo que se les ocurriría inmediatamente a los asociados, sería emplear todas las máquinas presentadas y someterlas a la experiencia. ¿Por qué la ley del número, pudiendo prácticamente elegir? La experiencia, siempre la experiencia, mostrará cuál es la preferible. Y sí todavía ocurriera que se hallasen dos o más máquinas en idénticas o parecidas condiciones, habría siempre una solución en aplicarlas simultáneamente durante un mayor tiempo hasta que se viera evidentemente cuál es la más ventajosa o si todas reúnen iguales ventajas. Esto que hoy se practica, ¿por qué no ha de hacerse mañana?

En fin es indudable que, en lo futuro, podrán presentarse problemas de aplicación que no puedan resolverse por la experiencia. ¿Qué hacer entonces? Pues sencillamente acudir a la división de los grupos para que cada uno aplique su método especial; y, si el asunto fuera de tal índole que no mereciera que las asociaciones se subdividiesen o que hubiese necesidad de que todos los elementos permaneciesen unidos, surgiría naturalmente la conformidad en todos a guiarse, o por la opinión de los más inteligentes o por la de los más prácticos y -si falla ésta-, finalmente, por la del mayor número, porque en este caso, ciertamente excepcional, el hecho no tendría la importancia de un principio o ley de general y obligatoria aplicación, no tendría el carácter coercitivo que al presente tiene. Además, sería puramente transitorio y sin consecuencia alguna para el resto del cuerpo social, toda vez que no se saldría de las aplicaciones de orden privado y del círculo de la colectividad determinada que convencionalmente lo aplicase.

Llevemos el análisis a casos de mayor trascendencia.

¿Cómo se arreglarán los agricultores para el cultivo de la tierra? ¿Quién fijará la marcha de los trenes, organizará el servicio de comunicaciones y el de transportes? ¿Cómo se distribuirá el trabajo y quién designará el personal técnico y administrativo? ¿Y qué se hará en cuestiones de enseñanza, asistencia y seguridad?

Preguntas son éstas cuyas respuestas podríamos excusar, porque en realidad no se nos puede pedir que determinemos a priori todo el desenvolvimiento de la vida social en lo futuro. ¿Pero es que realmente hay dificultad en contestarlas después de establecido el principio general en que ha de fundarse lógicamente el organismo social?

En primer término, haremos observar que, así como no se someten a la ley del número las cuestiones de medicina, las de mecánica, las de arquitectura y tantas otras, así tampoco deben someterse a dicha ley las cuestiones agrícolas, económicas, cuantas, en fin, tienen relación con la vida del hombre, sino, por el contrario, que tales asuntos, a semejanza de los primeramente citados, deben encomendarse a las personas instruidas en la materia, a las personas técnicas, con la condición general de someterse éstas a la crítica y al análisis de los que hayan de ejecutar sus consejos o prescripciones.

Así como aceptamos la opinión del médico, reservándonos siempre el derecho de rechazarla y adoptar la de otro en nuestro concepto más competente, así también en los demás asuntos podemos aceptar las opiniones de los inteligentes, reservándonos, empero, el derecho de sustituirlas por otras que puedan parecernos más acertadas.

En los asuntos de agricultura, por ejemplo, es el perito, el agrónomo, el llamado a determinar qué clase de cultivo es propio de cada tierra, qué labor es la más adecuada, cuáles abonos deben ser preferidos. Para esto necesariamente han de entrar en las asociaciones agrícolas los llamados a cumplir esa función técnica. ¿dónde irían, si no?

Podrá ponerse en duda que los campesinos acepten su concurso, a lo que responderemos que sería ciertamente de lamentar, pero que habría de fiarse al tiempo el desarraigo de preocupaciones engendradas por este estado social y completamente ajenas al que presuponemos. De todos modos, la labor de los competentes en agricultura consistiría en hacerse aceptar por los que hoy carecen de toda instrucción; ya sabemos cuánto puede la constancia del hombre de saber en persuadir por el cariño y la experiencia.

Además, aun en el caso de que los campesinos obrasen por su cuenta sin consejo ajeno, si tal puede llamarse al del agrónomo, no se les ocurriría de seguro poner a votación las cuestiones de laboreo y cultivo de la tierra. Aun dentro de las preocupaciones actuales, tienen suficientes conocimientos para la acertada aplicación de su actividad a un trabajo que hacen constantemente.

Si se trata de la marcha de los trenes, servicio de comunicaciones y transportes, parécenos que, no pudiendo poner un tren a disposición de cada productor, tendrán que organizar estos trabajos las colectividades de ellos encargadas, ajustándose a las necesidades generales. Como siempre, el personal técnico en vista de sus conocimientos en la materia y de los datos que arroja la estadística, procederá a disponer las cosas de modo que satisfagan dichas necesidades generales. Se nos dirá que en ello hay una preferencia que confiere derechos a esa mayoría sobre los demás miembros sociales; no es una preferencia sujeta a lo que disponga esa misma mayoría a tontas y a locas, sino una preferencia racional de la que hoy mismo nadie protesta. Nosotros contamos siempre que el hombre, de hecho, nunca es totalmente libre, sino, como dijo Pi y Margall, que lo va siendo. Queremos la libertad completa de acción y, al decir completa, decimos sin limitaciones que no sean naturales, sin limitaciones ficticias que el hombre mismo se crea al presente.

Es natural el hecho de que el hombre no pueda volar, porque para ello no está convenientemente dotado, y por tanto sería ridículo pedir para él la libertad de surcar los aires. Llegaría el caso de pedirla en el momento que tuviese medios de volar y hubiese algún obstáculo artificial que se lo impidiese. Pues, del mismo modo, el hombre no cuenta todavía con los medios para poder viajar a toda hora y como le plazca, y por ello es ridículo cuestionar acerca de su mayor o menor libertad, porque no puede hacerlo. Y, si el hombre dispusiese de estos medios, ya no habría contiendas, porque entonces, en esto como en todo, cada uno sería dueño de obrar a su antojo, sin perjuicio para nadie y sin tener que someterse a nadie, estuviese en mayoría o no. De modo semejante habrían de resolverse las cuestiones de enseñanza, seguridad y asistencia. Cada colectividad aplicaría uno o varios métodos y la experiencia se encargaría de eliminar los ineficaces o los perjudiciales. Si el profesorado no estuviese de acuerdo en una localidad, por ejemplo, cada uno o cada grupo trataría de aplicar sus procedimientos particulares, resultando de ello bien en vez de mal. Si la divergencia hubiera de someterse a las decisiones del número, que, por saber de todo, es incompetente en todo, entonces valdría la pena pasarse sin profesores, porque para nada serviría su ciencia ante la voluntad ciega de un puñado de hombres. Si los habitantes de una ciudad no estuviesen de acuerdo en materia de asistencia y seguridad contra accidentes imprevistos, ya tengan su origen en la naturaleza, ya en el hombre, tampoco habría por qué aplicar la ley del número, que daría en estos asuntos tan mal resultado como en los políticos. Cada asociación sería siempre libre, sola o de acuerdo con otras de proceder como mejor le pareciese. Otra vez la experiencia, y siempre la experiencia, probaría la eficacia de un sistema y la ineficacia del opuesto.


¿Y la distribución y retribución del trabajo?,

Se nos dirá. ¿De qué manera distribuye el trabajo actualmente una sociedad comercial o industrial como la citada al comienzo de este examen? ¿Cómo lo retribuye? Pues con arreglo a un contrato. Ni más ni menos. Esta es la vida del porvenir. Cada asociación productora contratará previamente todas estas cosas. Aplicaciones comunistas, colectivistas o mutualistas podrán tener justa traducción en la práctica. ¿No tendrán derecho para hacerlo los asociados? ¿No estarán en completa libertad para proceder como a todos les parezca mejor? La aplicación de la ley del número sería aquí de funestos resultados. Seguramente que en una fábrica de sombreros ni siquiera se discutiría quién habría de ocuparse de los trabajos de fula y quién de los de plancha. Pues, lo mismo ocurriría en los demás oficios, porque la vida práctica, la vida del trabajo, no es una metafísica fuera del alcance de los simples mortales, sino una cosa real en que cada uno es entendido. En la retribución habrá diferencias, pues que, en un lado, podrá tenerse en cuenta el esfuerzo personal y, en otros, no. Allí donde el esfuerzo personal se tuviere en cuenta, bastaría un simple pacto, siempre un contrato, para salvar todas las dificultades. En suma, todos nuestros asuntos se resolverían mediante sencillos convenios, y no será mucho que apliquemos al trabajo lo que se aplica en las mismas matemáticas. Entrad en los talleres, y los obreros os dirán si estos convenios son o no posibles.

Otro tanto ocurriría en el caso de que no se tuviera en cuenta el esfuerzo personal y sí las necesidades (comunismo). Siempre sería el convenio, el contrato mutuo, previamente determinado, la base de esta retribución del trabajo o distribución de los productos. Todavía queda el escollo del personal técnico y administrativo.

Jamás se ha visto que una sociedad mercantil o industrial designe a su cajero por mayoría de votos, ni a su tenedor de libros, ni a sus auxiliares. La ley del número es una ley sin aplicación fuera de las sociedades políticas o que, sin serlo, tratan de imitarlas. En cada colectividad, todo individuo tiene, por sus aptitudes y por su capacidad, previamente designada su función. Y, si hubiere en alguna más individuos aptos para una función determinada que los necesarios, sería preciso que algunos se conformasen a desempeñar otra tarea cualquiera o que dejasen de pertenecer a la colectividad. Las necesidades de la producción regularían entonces, como siempre, la distribución del trabajo. Bajo pena de suicidio, los hombres se conformarían a ejecutar aquellas tareas más indispensables para la existencia general.

Todas las dificultades, que puedan amontonarse acerca del porvenir, se desvanecen como humo ante el desorden del presente... Los millares de obreros sin trabajo que agonizan en la miseria no se hallan en la holganza por preferencias ridículas a ésta o a la otra tarea. Si pudiesen responder al mandato de sus necesidades, trabajarían voluntariamente en cualquier oficio a trueque de vivir.

Juzgamos innecesarios más ejemplos. Muchas asociaciones viven hoy sin gobernantes y sin sufragio. Lo que es verdad con relación a un cierto número de individuos, lo es con relación a otro mayor que aquél en una unidad. Lo que es verdad en este último caso, lo es asimismo aumentando otra unidad más. Luego lo es con relación a un número cualquiera de individuos. Esto es matemático.

La existencia de una sola agrupación de hombres, fuera del sufragio y del sistema gubernamental, prueba la posibilidad de que la sociedad entera viva sin gobernantes y sin votaciones, prueba que nuestra tesis no es una utopía, un sueño irrealizable, pues que todo se reduce a generalizar hechos prácticos de experiencia particular.

Contra la autoridad coercitiva y disgregante, el libre desarrollo de la inteligencia como influencia creadora y organizadora

Y bien, se dirá aún, batiéndose tras la última trinchera: ¿No será un amo cada uno de esos administradores? ¿No será un nuevo señor cada uno de esos directores técnicos? ¿No será cada una de estas asociaciones un nuevo poder enfrente de otros poderes? ¡Echáis abajo un mundo de autoridades y creáis otro nuevo! Un administrador, o un director facultativo, son ni más ni menos que trabajadores en nuestra organización igualitaria. Faltos de privilegio de la propiedad, en vez de funciones de jefe, desempeñan funciones de cooperación, porque es el privilegio de la propiedad el que crea y fomenta la tiranía de las jefaturas, el despotismo del amo. Quitad la propiedad, y se hace imposible toda supremacía autoritaria. Quitad el gobierno, y, recíprocamente, desaparece todo privilegio de apropiación.

Otro tanto ocurre con las agrupaciones productoras. Careciendo de la propiedad exclusiva de las cosas, de autoridad y fuerza para imponerse, su vida se reduciría necesariamente a cooperar con las demás asociaciones al cumplimiento ordenado y regular de los fines a todos comunes. Así como cada individuo necesita del trabajo de los demás para vivir, cada grupo necesita también de los otros para desenvolverse en condiciones regulares de la existencia. Ninguna asociación podrá vivir sólo de sus productos; tendrá necesidad, por el contrario, de una multitud de cosas que han de suministrarle otras asociaciones. El libre acuerdo se les impondrá forzosamente para establecer esas relaciones de reciprocidad y cambio, sin las cuales la vida no es posible ni ahora ni nunca.

Echamos, pues, abajo un mundo de autoridades artificiales, creadas y mantenidas por la fuerza, y levantamos sobre sus ruinas el mundo de la libertad con todas sus naturales consecuencias entre las que, ¿por qué no decirlo?, se encuentra la influencia y la autoridad, libremente aceptada, de la sabiduría y de la virtud, ya que nosotros no tratamos de destruir lo que es indestructible en la Naturaleza, sino todo aquello que el hombre ha creado, atándose de pies y manos, en la falsa creencia de que, sin la supremacía de la fuerza o del número, la vida social no era posible. Nosotros queremos destruir, no lo que es efecto propio de la vida de relación entre los hombres, sino cuanto éstos, en los comienzos y en el desenvolvimiento de la animalidad, han fomentado en guerra continua y sin tregua para afianzar los privilegios de la riqueza y la fuerza preponderante de todos los poderes, religioso, político, militar y jurídico. No creamos un mundo nuevo de nuevas autoridades, porque no concedemos al hombre de ciencia autoridad oficial, indiscutible; porque no instituimos un organismo de sabios, y mucho menos de santos, que nos gobierne. Aceptamos, sí, cuando bien nos parece las opiniones de los más capaces por su saber o por su experiencia, lo mismo que aspiramos a que, de igual modo, sean aceptadas las nuestras y procuramos llevar el conocimiento de la ciencia a todos los hombres, incluyéndolos integralmente, para hacer aún más imposible todo vestigio de servidumbre personal. Trabajamos, en fin, por la completa emancipación del cuerpo y de la inteligencia, o, como diría un creyente, por la radical emancipación de la materia y del espíritu. Pero, así como no podemos escapar a las leyes físicas que nos gobiernan, siquiera consista el verdadero progreso humano en emanciparse de toda ley aun en el orden mismo de la Naturaleza, así tampoco podemos desentendernos brutalmente del consejo de la ciencia o del sabio. aún cuando pongamos nuestro empeño en emanciparnos por el conocimiento de aquélla, de toda influencia de éste. Nuestro ultramaterialismo nos lleva a considerar al hombre sujeto a las leyes físicas, pero en pugna siempre que le perjudiquen, por romper estas mismas ligaduras y tratando constantemente de redimirse, por la rebelión y por la sabiduría, de la brutalidad de toda fuerza que sobre él actúe. ¿Cómo, pues, hemos de admitir la autoridad infalible e indiscutible de ningún hombre? Su consejo es para nosotros simple materia de cambio, como lo es hoy mismo para los hombres cultos, para cuantos han abandonado la fe en todas las infalibilidades.

“En materia de zapatos -decía Bakunin, y le reproducimos para concluir-, yo consulto la autoridad del zapatero; en todo lo concerniente a edificios, canales o vías férreas, solicito la del arquitecto o la del ingeniero. Para cada ciencia especial, yo me dirijo a tal o cual sabio. Pero no consiento que ni el zapatero, ni el arquitecto, ni el sabio, me impongan su autoridad. Los acepto libremente y con todo el respeto a que son acreedores por su inteligencia, por su carácter, por sus conocimientos, pero reservándome siempre el incontestable derecho de crítica y censura. Yo no consulto en cualquier materia una sola autoridad, sino varias; comparo sus opiniones y, finalmente, escojo la que me parece más justa. Por esto mismo, no reconozco, aun en cuestiones especiales, autoridad alguna infalible; cualquier respeto que pueda tener a la autoridad y honradez de tal o cual individuo no me induce a tener una fe absoluta en él. Semejante fe sería fatal a mi razón, a mi libertad y aun al desenvolvimiento de mis ideas; me convertiría inmediatamente de un esclavo estúpido, en un simple instrumento de la voluntad y de los intereses de los demás.

“Si me inclino ante la autoridad ajena en un asunto dado y acato en cierto modo y en tanto cuanto me parece necesario sus indicaciones, y aun su dirección, es porque tal autoridad no me es impuesta por nadie, ni por Dios ni por los hombres. De otro modo yo la repelería con horror, dando al diablo sus consejos, su dirección y sus servicios, seguro de que tendría que pagar con la pérdida de mi libertad y de mi propio respeto tantos restos de verdad, envueltos en una multitud de falsedades como pudieran darme.

“Acato la autoridad externa en materias determinadas, porque no me viene impuesta más que por mi propia razón y porque tengo conciencia de mi incapacidad para poseer, en todos sus detalles, en todo su desenvolvimiento positivo, una gran parte de los conocimientos humanos. La más grande inteligencia individual no puede igualarse a la inteligencia de todos a la razón colectiva. De aquí resulta para la ciencia, tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Dar y recibir, tal es la vida humana. Cada uno dirige y es dirigido a su vez. Por esto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio contínuo de autoridad y subordinación mutua, temporal y sobre todo voluntaria.

“Esta misma razón me prohíbe reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre alguno universal, capaz de abarcar en toda la riqueza de detalles, sin los que la aplicación de la ciencia a la vida es imposible, todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y, si éste, prevaliéndose de ello, quisiera imponer su autoridad al resto de los hombres, sería necesario arrojar del mundo social a semejante ser, porque su autoridad reduciría inevitablemente a sus semejantes a la esclavitud y a la imbecilidad. Yo no creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de talento, como precisamente sucede en nuestra época; pero tampoco creo que deba llevar tan lejos su complacencia con ellos, y menos aún que les conceda privilegios o derechos exclusivos cualesquiera que sean, y esto por tres razones: primera, porque frecuentemente podría tomarse a un charlatán por un hombre de genio; segunda, porque, con tal sistema de privilegios, podría convertirse en charlatán un verdadero sabio, y tercera, porque esto valdría tanto como darse la sociedad a sí misma un amo.

. . . . . . . . . . . “Mas, si bien rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, aunque relativa, temporal y limitada, de los representantes de las ciencias especiales, pues nada mejor que consultarlos alternativamente agradeciendo mucho los preciosos informes que nos faciliten, a condición de que ellos reciban los nuestros voluntariamente en todas las ocasiones y en todas las materias en las que nosotros seamos más competentes que ellos. En general, no hay nada mejor que ver a los hombres dotados de grandes conocimientos, gran experiencia, gran inteligencia y, sobre todo, de gran corazón, ejerciendo sobre nosotros una influencia legítima y natural, libremente aceptada y nunca impuesta en nombre de una autoridad cualquiera, ya sea divina o humana. Nosotros aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias del hecho, pero ninguna de derecho; toda autoridad, o influencia, de derecho oficialmente impuesta se convierte de un modo directo en opresión, en falsedad, llevándonos inevitablemente, como creo haber demostrado, a la esclavitud y al absurdo.

En una palabra: nosotros rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiada, oficial y legal, aun cuando provenga del sufragio, convencidos de que nunca podrá aprovechar más que a una minoría dominante y explotadora, en detrimento de los intereses de la inmensa mayoría a ella sujeta.

“Tal es el sentido en que nosotros somos realmente anarquistas.”


Escrito en 1893

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