La lección de lectura

Esmeraldas
Cuentos mundanos (1921) de Fray Mocho
La lección de lectura

LA LECCIÓN DE LECTURA

Mi primo Santiago se rió con toda franqueza al oir mi pregunta y exclamó con ese tono picarezco que es peculiar al que dice una cosa y quiere que le entiendan otra:

—No fué por raptor que me acusó el viejo mayordomo de tu padre, sino por corruptor de las buenas costumbres.

—¡Bueno!... ¡Pero es lo mismo!

—¡No es lo mismo... ¡cabe un distingo!

—Pero el hecho es que usted la robó a Felipa, la hija del mayordomo y que la sacaron de su cuarto...

—¡No es verdad! A ella la sacaron de mi cuarto pero yo no la había robado... se había venido por sus propios pies. Eso lo confesó ella... Fué por esta causa que el padre me acusó solamente de corruptor.

—Cuénteme entonces como fué.

—¡Bah... bah... pequeño crápula!

—No; si no es por crapulismo... es que quiero aumentar mis cuentos verdes... ¡ya sabe que hago colección!

Y el primo Santiago me refirió lo siguiente con un lujo tal de detalles que me veo obligado a suprimir la mitad para que no se me tache de larguero.

Tu padre me llevó a la gran chacra que tenía en la estancia y me encargó de ella... fué en 18...

Entonces Felipa—tú sabes que mujer fué después la tal Felipa—era una pollita de 13 años que el mayordomo cuidaba más que a sus pesos.

Morenita, gruesa, con una pierna y un cuerpito de aquellos que parecen hechos, nada más, para que se siembren besos; era encantadora la pequeña.

Y aquí mi primo se saboreó y comenzó a buscar los cigarrillos.

Yo le eché el ojo desde la llegada; no podía ser por menos.

Figúrate aquella frutita rica, silvestre, que crecía sin saber para qué, exquisita a que el primer día se la engullera un estómago de patán incapaz de apreciarla en su verdadero valor...

¡Y luego era un rayo la muchacha!

Dejé pasar un tiempo y una tarde le digo al viejo:

—¿Dígame, por qué no le enseña a leer a Felipa en los momentos desocupados? ¿En qué va a pasar el tiempo la pobre cuando sea moza, no teniendo madre, ni nadie que le haga compañía... tan solita?

—¡Ya he pensado!... Pero yo no sé leer Don Santiago y pacerle venir un maestro... usted sabe... eso cuesta!

—¡Pero hombre, amigo, le enseñaré yo... valiente!... No es trabajo...

Y el pobre mayordomo acogió con tres muestras de alegría mi proposición que no pudo menos que exclamar:

—¡Yo cumplo con mi deber de hombre honrado defendiendo la luz de la civilización!... ¡No me agradezca!

Y desde el otro día comenzamos las lecciones bajo la vigilancia del padre que quería asistir a todos los progresos de su hija.

Yo esperaba como el gato, morrongueando, el menor descuido para tender la garra acerada.

Y el hecho aconteció!

A los pocos días el viejo no asistió más a las lecciones que eran dadas a la noche en el vasto comedor, porque se dormía oyendo el a, b, c.

Comprende, primo?... El gato levantó la cabeza y se lamió el hocico con su lengua blancuzca y áspera como una lija.

Y aqui lió su cigarrillo con toda calma, comenzando a buscar los fórforos entre los innumerables bolsillos de su saco, que es de memoria tradicional en la familia.

Una tarde deletreábamos el m, a, ma cuando se me ocurrió acercarla bien a mi para oirle mejor la lectura: estaba un poco sordo.

Le pasé el brazo por la cintura y sin decirle una palabra le atraje hacia mis rodillas con todo disimulo.

Deletreó admirablemente y no pude menos que darle un besito — el primero — en la orejita rosada, en un puntito que hoy encontraría todavía con los ojos cerrados.

—¡Muy bien mi hijita, exclamé, muy bien!

Y la levanté en alto sentándola sobre mi pierna izquierda en demostración de mi admiración por su inteligencia y en premio de su sabiduría.

Levantó la pobrecita sus ojos negros hasta mi rostro y viéndome tranquilo y corriente, no trató de bajarse, sino que, haciendo un gestito coqueto aún cuando estaba muy colorada, se estiró bien su vestidito azul de lanilla que había dejado en descubierto una rodilla gorda, carnuda que daba ganas de comerla y luego con unos ojitos...

Mi primo encontró su caja de fósforos y la hizo sonar para cerciorarle de que no estaba vacia.

¿Qué más te diré? Desde ese día ya no le enseñé sino teniéndola en mis faldas y así fué como aprendió a irse a mi cuarto... sin que yo la llevara.

Aquí mi primo sacó un fósforo y me dijo:

—No cabía más acusación que la de corrupción...

—Bueno, ¿pero le enseñó a leer, primo?

Encendió su cigarrillo y envuelta en la primera humada lanzó la frase siguiente:

—¡Ya lo creo!... Cuando la pillaron en mi cuarto hacía tiempo que leía de corrido y con mucha corrección... siempre me felicité de haber sido su maestro, pues tu sabes lo afecta que fué siempre Felipa, a la lectura!