La jura de la Constitución - 1830

La jura de la Constitución - 1830
de Isidoro de María
A los hijos que sobreviven de los constituyentes[1]
I

Contábamos quince abriles cuando la Jura de la Constitución de la República el año 30, en esta capital. Pues, como si dijéramos, parodiando a Sor Teresa de Jesús, que estábamos en la edad de la sonrisa de la infancia. ¡Quince años, y no amar la vida, forjando la mente fantasías seductoras en el célico arrullo de la inocencia, es imposible!"
Estábamos muy distantes de peinar canas como ahora a los ochenta; pero como decía Víctor Hugo:

Siempre ¡oh! niñez en tus felices días
Fijo ha de estar mi triste pensamiento,
Quien a mis ojos apagados abre
La luminosa flor de los recuerdos.

Pidamos a ella algo que nos transporta con la idea a aquellos plácidos días del año 30, en que tuvo lugar la Jura de la Constitución; se entiende, no de la portuguesa ni la imperial que se sucedieran en el transcurso de trece años e dominación extranjera, sino la Constitución Nacional, formulada y sancionada libremente por los representantes del pueblo oriental, como el pacto fundamental, el Evangelio Político del nuevo estado que tomaba asiento entre las sociedades libres, soberanas, independientes y constituídas, saludadas en ese rango por el mundo.
¡Ah! ¡Qué fiestas aquellas de la Jura de la Constitución, tan lindas, tan alegres, tan espléndidas y populares como jamás se habían visto iguales, en que todos los corazones palpitaban de purísimo e inefable gozo, en medio del mayor regocijo!
Y con qué solicitud patriótica y lucidez se prepararon, en pocos días, y eso que en los albores de la vida política no había barro a mano, como diría algún Domingo Siete, por cuanto el gobierno no estaba autorizado por la Asamblea sino para invertir en ellas la modesta suma de 6.000 pesos, comprendidos los festejos en todos los departamentos del estado.
Por ley de 26 de junio, fijóse el 18 de julio inmediato para la Jura y sus fiestas; y en unos quince días todo estaba preparado, como por encanto, para solemnizarla magníficamente, en patriótico concierto, pueblo y gobierno.
Figuraos la Plaza de la Matriz, como era entonces, con la mayor parte de los edificios que la circundaban de tejado, bajos o de alto, los antiguos postes en las aceras, desnuda enteramente de los paraísos que le dieran sombra y embellecimiento después[2], pero vistosamente transformada por las decoraciones, con magníficos arcos triunfales en las cuatro esquinas y el gran tablado levantado en el centro, con sus escaleras, una con frente al Cabildo y otra a la Matriz, flotando en cada esquina del tablado la bandera nacional, la argentina, la brasileña y la inglesa.
Las tropas de línea y el Cuerpo Cívico, formados en la plaza, bien uniformados. Las primeras de infantería, con sus altos morriones con guarniciones y penacho, casaca larga, centro blanco y azul, y su correaje blanco cruzado. La caballería centro azul y blanco, casaca corta, morrión con guarniciones y pompón colorado. El Cuerpo Cívico, centro blanco y azul, correaje blanco cruzado y sombrero común.
En el alto del Cabildo flameaba la bandera oriental, y en sus balcones se veían al general Lavalleja, Gobernador Provisorio, de gran uniforme, sus ministros, los Representantes de la Nación, Jefes del Estado Mayor, miembros del Tribunal de Justicia y porción de personas distinguidas, y un mundo de pueblo contemplando gozoso aquel simpático cuadro, a despecho del frío de la estación, que embromaba.
Eran las 10 de la mañana cuando formaban los bizarros regimientos, poniendo armas en pabellón, y se desgranaban algunos Cívicos a tomar un café al lado de la Matriz, a espera del Gobierno con su lujoso séquito de empleados civiles y militares, en que lucirán los galones, charreteras y sombrero apuntado, lo mismo que el calzón corto y media de seda, zapato con hebilla y casaca negra de fa da redonda.
¡Gloria a Dios en las Alturas!
A las 10 y media, sale del Fuerte el Gobierno con su lucido cortejo, dirigiéndose a la iglesia Matriz al Tedéum que se había dispuesto, tomando asiento conforme al ceremonial decretado el 13. ¡Qué mundo de gente, qué elegancia y lujosidad en las señoras concurrentes a aquel acto religioso, y qué profusión de luces y suntuosa compostura en el templo, en que el cura Larrañaga despliega todo su celo y desprendimiento en el esplendor del culto divino!...
Terminado el Tedéum en acción de gracias al Todopoderoso por los grandes bienes dispensados al pueblo oriental, que iba a sellar su glorioso y próspero destino con el Juramento solemnísimo de la Constitución, en marcha al Cabildo a efectuarlo.
Excusado sería decir que un gentío inmenso llenaba la plaza en sus cuatro costados, los balcones y azoteas, sin perdonar ni los tejados de gran parte de ella.
En el salón del antiguo Cabildo, a la sazón de la Legislatura, prestan juramento a la Constitución, simultáneamente, los Legisladores, el Gobernador Provisorio y sus Ministros, el Cura Vicario, los Jefes de Tribunales y Oficinas, los Comandantes de Cuerpos y Jefes de Estado Mayor, etc.
En seguida lo prestaron las tropas formadas en la Plaza, y acto continuo tócole el turno al soberano Pueblo, que disputándose entre sí, con más o menos empujones y apretabis, el honor de ser de los primeros en subir al Tablado a prestar el suyo en grupos, ante el Alcalde Ordinario que lo tomaba de pie ante su gran mesa cubierta con carpeta verde, algo enronquecido a fuerza de tanto repetir:
"juráis a Dios y prometéis a la Patria cumplir y hacer cumplir en cuanto de vos dependa la Constitución del Estado Oriental del Uruguay sancionada el 10 de setiembre de 1829 por los Representantes de la Nación? ¿Juráis sostener y defender la forma de Gobierno Representativo Republicano que establece la Constitución, etc.? Si así lo hicierais, Dios os ayudará, sino, El y la Patria os lo demandará".
Aquí de la nuestra. Forcejeando en el montón, subimos como uno de tantos al Tablado por el lado oeste, y unimos nuestra débil voz a las de tanto ciudadano hecho y derecho, con si juramos, contentos como unas pascuas.
Y terminado el acto del juramento general, tronó el cañón del viejo Fuerte de San José, con una salva de 21 cañonazos, como anuncio al pueblo de que la Constitución de la República había sido solemnemente jurada. Pues señor, que viva por muchos años, como el Arca Sagrada y el Testamento de nuestros mayores, que debemos venerar y cumplir, so pena "que Dios y la Patria nos lo demanden".

II

Ahora vamos a las fiestas. Música, repiques, cohetes, movimiento, alegría por todas partes. No queda bicho viviente (y Periquito entre ellos) que no concurra a la plaza a ver las lindas comparsas del Comercio, de los Militares, de los Caballeros, de los en traje Indiano, y qué sé yo cuántas otras, que en sus lujosas y bonitas carrozas penetran a la Plaza, descienden airosas de ellas, y suben alternativamente al Tablado, con sus arcos o sus bandas azul-celeste, y sus Genios, a ejecutar festivas, al compás de la música, sus danzas figuradas, atrayéndose las miradas de aquel mundo de espectadores.
La del Comercio es la primera que se exhibe y debuta en las danzas. ¡Qué bonita! ¡Y qué mozos gallardos, de lo principal, la formaban! ¡Qué lindas figuras ejecutan con sus arcos blancos y celestes y sus flores! En una de ellas, levantan en brazos al Genio de la Libertad, que declama con gracia y expresión una bella poesía de Figueroa. ¿Quién era él? preguntaréis acaso. Era un niño precioso, de blanca tez y de rubia y linda cabellera, de nombre Pedro Pablo Bermúdez, que recitó el siguiente soneto:

Rayó el día inmortal y fortunado
Del Uruguay en la Oriental ribera,
De la nueva Nación sabia y guerrera
Goza la Libertad que ha conquistado.
De las Leyes el Código sagrado
Funda desde hoy su gloria verdadera,
Y el grito universal clama doquiera:
¡¡Salve día dichoso y suspirado!!
¡Salud, hijos de Oriente! La alegría
Inspire en vuestros pechos ardimiento,
Inflame vuestra heroica bizarría.
Sostener, de la Ley, el monumento,
¡Orientales! jurasteis este día:
¡Cumplid hasta la tumba el juramento!

Siguióle la comparsa de los Militares, no menos linda que la del Comercio, ejecutando su danza en el Tablado, con gallardía, figurando con bandas azul - celeste, en vez de arcos. La flor de la oficialidad figuraba en ella, como decían sin malicia unas picaronas de mi barrio, nombrando a los Visillac, Yarza, López, Salvanach, Navia, Estomba, Cáceres, Maturana y algunos otros. Vamos, las comparsas se llevaban la palma, dejando airosas en sus danzas a Casacuberta, que en primera línea había ensayado a las principales.
Y ¿dónde dejamos aquellas lucientes Caballadas en sus briosos corceles, haciendo gala de destreza en la equitación y en las suertes de sus juegos, dirigidos por Freyre? ¿Y dónde tantas otras cosas que embellecieron y animaron por días la gran fiesta? Largo sería referirlas. Baste decir que en su conjunto todo fue como a pedir de boca, respondiendo dignísimamente al glorioso y trascendental objeto que las motivaba.
Se distribuyeron medallas conmemorativas, que nadie con más gusto y razón que los constituyentes guardaran como reliquia. Centenares de hojas impresas conteniendo poesías alusivas, se arrojaban como flores entre aquel mundo de espectadores ávidos de acapararlas. Si plácidas y brillantes fueron las fiestas de día, no lo fueron menos eu las noches. Fuegos artificiales, iluminación brillante, en que descollaban la del Cabildo y del Consulado, con sus hermosos transparentes, y para complemento, función de gala en el teatro de San Felipe, donde se da cita lo más granado y elegante de la sociedad de Montevideo, las reuniones familiares respirando alegría, y los estrados recibiendo en su seno el concurso lucido de las comparsas; todo contribuía a la animación y al general contento en que se solazaba el espíritu patriótico y cordial en aquellos inolvidables días ¡ah! que pasaron!...
Olvidábamos a Chiarini, el mentado pruebista, como llamaban entonces, que tuvo en su clase tan buena parte en la lucidez de las fiestas, echándole tierra a Laforeste y otros pruebistas que le habían precedido funcionando en los circos improvisados en algunos corralones, como verbigracia, en el que conocimos el año 22 en la calle Santiago, al este del conventillo del Padre Saúco, que ocupa hoy la iglesia de San Francisco, perdurable recuerdo de su buen Párroco don Martín (Q.E.G.S.), y en que, por más señas, chiquilines, compramos sitio en una rabona.
¡Oh! Chiarini fue una de las notas sobresalientes en la gran fiesta.
¡Quien lo vio, con el Jesús en la boca, descender animoso por la cuerda tirante desde el alto del edificio del Cabildo hasta el centro de la plaza, con su balancín, hollando, en medio de su descenso, las ruedas de fuegos artificiales, envuelto entre el humo, el estruendo y el chisporreo, hasta llegar triunfante en la arriesgada y admirable jornada, a poner sus pies en la plaza, entre salvas de aplausos de millares de espectadores!
¡Quien lo vio al segundo día, bailando arrogante en la maroma, haciendo pruebas difíciles de equilibrio y dando el salto mortal sobre filas de bayonetas cruzadas. Vamos, aquello fue primoroso, como a boca llena lo proclamaba la gente.
Haremos aquí punto final al grato recuerdo de aquellas fiestas populares de la Jura, en que tantas, tan dulces y tan risueñas esperanzas acariciaron nuestros mayores.
Cerrémoslo con el del canto patriótico que inspiraron a nuestro bardo Acuña de Figueroa, autor tres años después del Himno Nacional, y a su turno a Florencio Varela, argentino, afectuoso y nobilísimo amigo del pueblo oriental constituído.


¡Salve día feliz! para el Oriente
De dulcedumbre y gloria!
De hoy más la Patria brillará en la Historia
Constituida, feliz, independiente!
Y el Código sagrado,
Que en sus aras sus hijos han jurado,
Obra digna de Temis y de Astrea,
De sus derechos el baluarte sea.
¡Salve otra vez, aurora!
De tantos beneficios precursora.
Que tu luz esplendente
Su claridad difunda,
Y encienda dulcemente
El alto fuego en que el amor se inunda;
El amor a la Patria y sus derechos,
Indestructible en orientales pechos.
Salud al héroe que con faz serena
Libertad proclamando,
Rayo de Marte en Sarandí triunfando,
Rompió de Oriente la fatal cadena;
Salud al que en Misiones'
Tremoló victorioso sus pendones;
Con su valor, con su virtud ejemplo,
Ellos abrieron en la gloria el templo.
Y vosotros varones,
Emulos de Licurgos y Solones,
Que con celo y prudencia,
Patriotismo y desvelo,
La cara Independencia
En las leyes fundáis del patrio suelo,
Gozaos en la obra; recibid las palmas,
Y en placeres se inunden vuestras almas.

Y luego, Florencio Varela, cantor también de aquellas glorias, nos legaba estos pensamientos elevados, en su Oda a la Jura de la Constitución:

¡Silencio, y escuchad, pueblos del mundo!
........................................................
¡Salud, Constitución del bello Oriente!
¡Saludémosla todos! y entretanto
Que vuelva el pueblo en entusiasmo ardiente.
Al altar sacrosanto,
A jurarla, de Dios en la presencia,
Respeto y obediencia;
Yo, a quien el alto cielo
Quiso dar otra Patria; yo, que adoro
La Libertad, y fervoroso anhelo
De los pueblos de América el decoro,
La gloria y el poder; yo reverente,
La saludo también. Es obra vuestra,
Legisladores de este hermoso suelo,
Que fue suelo argentino;
Es don de libertad; que con su diestra
Selle el Eterno su feliz destino!
........................................................
Sólo así, sólo así me fuera dado
Celebrar dignamente
El nombre respetado
De los grandes varones que al Oriente
Supieron constituir. Mas ya que el Hado
Niega a mi humilde Lira
El poder que concede
A los que un genio superior inspira;
¡Feliz, al menos, si mi canto puede
Grabar en la memoria
De un pueblo agradecido,
Aquellos nombres, dignos de alta gloria,
Hasta que de la Historia
Con ellos se enriquezcan los anales,
Y el artista pulido
Los eternice en bronces inmortales!


Referencias

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  1. José María y Julián Muñoz; Prudencio Ellauri; Miguel, Saturnino y Julián Alvarez; Alejandro, Urbano y Eduardo Chucarro; Julio y Antonio Pereira; Blas Vidal; Agustín Urtubey: Mario Pérez.
  2. Plantío en 1854 por el Jefe Político Francisco Lebrón.