La isla de los pingüinos: 002
Mael, descendiente de una familia regia de Cambray, entró a los nueve años en la abadía de Yvern, adonde lo llevaron para que se instruyera en las letras sagradas y profanas. A la edad de catorce años renunció a su herencia y se consagró al Señor.
Distribuía sus horas conforme a la regla, entre los cánticos religiosos, el estudio de la gramática y la meditación de las verdades eternas.
Un perfume celeste reveló a los monjes las virtudes que adornaban a Mael, y cuando el bienaventurado Gal, abad de Yvern, pasó a mejor vida, el joven le sucedió en el gobierno del monasterio. Fundó una escuela, un hospital, una hospedería, una fragua, talleres de todas clases, astilleros para la construcción de navíos y obligó a los monjas a cultivar los eriales. También él trabajaba en el jardín de la abadía y en los talleres, instruía a los novicios, y su vida se deslizaba plácidamente como un río que refleja el cielo y fecunda los campos.
Al atardecer acostumbraba este siervo de Dios a sentarse en el acantilado, y aquel sitio aún se llama «la silla de San Mael». A sus pies, las rocas, semejantes a dragones negros, cubiertas de algas verdosas y de ovas leonadas, ofrecían a la espuma de las olas sus pechos monstruosos. Contemplaba el sol mientras se hundía en el Océano como una hostia enrojecida, cuya sangre gloriosa cubriese de púrpura las nubes del cielo y las crestas de las olas, y al santo varón se le presentaban como la imagen del misterio de la Cruz, por el cual la sangre divina ha ennoblecido la Tierra. A lo lejos, una línea oscura indicaba las playas de la isla de Gad, donde Santa Brígida, a quien San Malo impuso el velo, regia un convento de monjas.
Enterada Santa Brígida de los méritos del venerable Mael, envióle a pedir, para estimarla como un rico presente, alguna obra de sus manos. Mael fundió una campanita de bronce, y cuando la tuvo acabada la bendijo y la tiró al mar. La campana fue agitándose y sonando hasta las playas de Gad, donde Santa Brígida, advertida por las vibraciones del bronce entre las olas, salió a buscarla con recogimiento, y, acompañada por las monjas, la llevó en solemne procesión hasta la capilla del monasterio.
Así, el santo varón aumentaba de día en día sus virtudes. Llevaba ya recorridos dos tercios de la senda de la vida y esperaba plácidamente el fin de su existencia terrenal entre sus hermanos espirituales, cuando le fue revelado que la sabiduría divina lo dispuso de otra manera y que el Señor le destinaba a trabajos menos tranquilos, pero no menos meritorios.
Una tarde iba de paseo por la orilla de una ensenada solitaria. Llegó, abstraído en sus meditaciones, hasta el extremo donde las rocas, en lucha con el mar, forman un escabroso dique, y vio una piedra cóncava que flotaba como una barca sobre las aguas.
En receptáculos semejantes había ido San Guirec, el venerable San Colombán y otros tantos monjes de Escocia y de Irlanda a evangelizar la Armórica. Precisamente, Santa Avoye, llegada de Inglaterra, acababa de cruzar el río Auray metida en un mortero de granito rosa, en el cual, más adelante, meterán a los niños para fortalecerlos. San Vouga cruzaba de Hibernia a Cornouailles sobre una roca, cuyos fragmentos, conservados en Penmarch, curarán las fiebres a los peregrinos que apoyen en ellos la cabeza. San Samsor llegaba a la bahía del monte de San Miguel en una pila de granito; que será Ilamada con el tiempo la taza de San Samsor. Por esto, al ver flotar aquella piedras cóncava, el santo varón de Mael comprendió que el Señor le destinaba al apostolado de los paganos que poblaban todavía las playas de las islas de los bretones.
Entregó su báculo de fresno al monje Budoc para investirle como superior de la abadía. Luego, provisto de un pan, de un barril de agua potable y de un ejemplar de los Santos Evangelios, metióse en la piedra cóncava, que lo condujo suavemente hasta la isla de Hoedic, de continuo azotada por los huracanes. Las miserables gentes que vivían allí pescaban en las hendiduras de las rocas y cultivaban a fuerza de trabajo sus legumbres en huertas arenosas protegidas por vallas, tapias de piedra tosca y setos de tamarindo. Una magnífica higuera, que arraigaba en una hondonada de la isla, extendía horizontalmente sus largas ramas protectoras y era adorada por los habitantes.
El santo varón Mael les dijo:
—Adoráis este árbol por su hermosura, lo cual me induce a suponer que la belleza os agrada. Yo vengo a revelaros la belleza oculta.
Y les enseñó el Evangelio. Después de haberlos instruido en las santas verdades, los bautizó.
Las islas de Morbihan eran más numerosas que hoy en aquel tiempo. Desde entonces hundiéronse muchas en el mar. San Mael evangelizó sesenta.
Luego, en su barca de granito, remontóse por el río Auray, y, después de navegar tres horas, desembarcó ante una casa romana. Salía del tejado una tenue columna de humo. El santo varón traspuso el umbral, donde un mosaico representaba un perro en actitud amenazadora.
Fue acogido por un matrimonio anciano, Marco Combabeo y Valeria Moerens, que vivían del producto de sus tierras. Rodeaba el patio central un pórtico, cuyas columnas estaban pintadas de rojo desde la base hasta la mitad de su altura. Una fuente de conchas marinas se apoyaba en la pared, y bajo el pórtico alzábase un altar con hornacina, donde el dueño de la casa había puesto varios idolillos de tierra cocida blanqueados con lechada de cal. Unos representaban niños alados; otros, a Apolo o a Mercurio, y otros, mujeres desnudas en actitud de recogerse el pelo. Pero el santo varón, Mael descubrió entre aquellas figuras la hermosa imagen de una madre que tenía un niño sobre sus rodillas, y al punto dijo:
—Esta es la Virgen, Madre de Dios. El poeta Virgilio la anunció, antes de que hubiese nacido, al cantar con voz angélica Jam redit et virgo. Y se hicieron de Ella, entre los gentiles, figuras proféticas, como la que tu colocaste, ¡oh Marco!, en este altar.
Sin duda, protegió sus modestos lares. Así, los que observan estrictamente la ley natural se preparan para el conocimiento de las verdades reveladas.
Marco Combabeo y Valeria Moerens, instruidos por este discurso, se convirtieron a la fe cristiana, y fueron bautizados por su joven liberta Caelia Avitella, a la que amaban tanto como a la luz de sus ojos. Todos sus colonos renunciaron al paganismo aquel día.
Marco Combabeo, Valeria Moerens y Caelia Avitella vivieron desde entonces virtuosamente, murieron en gracia de Dios y fueron incluidos en el canon de los santos.
Durante treinta y siete años, el bienaventurado Mael evangelizó a los paganos de tierra adentro.
Mandó construir doscientas dieciocho capillas y setenta y cuatro abadías.
Pero un día, mientras predicaba el Evangelio en la ciudad de Vannes, tuvo noticia de que los monjes de Yvern habían relajado en su ausencia las reglas del santo fundador, y con la ternura de la clueca que recoge sus polluelos, volvió hacia sus hijos descarriados. Cumplía entonces los noventa y siete años de edad. Su cuerpo se había encorvado, pero sus brazos manteníanse robustos y sus palabras fluían abundantes, como en invierno cae la nieve sobra los hondos valles.
El abad Budoc devolvió a San Mael su báculo de fresno y le informó del estado lamentable en que se hallaba la abadía. Los monjes habían disputado acerca de la fecha en que debe celebrarse la Pascua; decidiéronse unos por el calendario romano y otros por el calendario griego. Los horrores de un cisma cronológico desgarraban el monasterio.
Hubo, además, otra causa de desórdenes. Las religiosas de la isla de Sad, tristemente olvidadas de sus virtudes primitivas, a cada instante desembarcaban en la costa de Yvern. Los monjes las instalaban en la hospedería, lo cual daba lugar a escándalos y era un motivo de desolación para las almas piadosas.
Al acabar su fiel información, el abad Budoc pronunció estas palabras:
—Desde que se presentaron las monjitas, nuestros monjes perdieron la inocencia y el reposo.
—No lo dudo —respondió el bienaventurado Mael, porque la mujer es un cepo mañosamente construido: basta olerla para quedar prisionero. ¡Ay! La atracción deliciosa de estas criaturas se ejerce de lejos más poderosamente aún que de cerca.
»Provocan tanto más el deseo cuanto menos lo satisfacen. Bien lo expresan estos versos de un poeta, dirigidos a una de ellas:
Así vemos que las dulzuras del amor carnal son más tiranas para los solitarios y para los monjes que para los hombres que viven en el siglo. El demonio de la lujuria me ha tentado en varias formas durante mi vida, y las más rudas tentaciones no me las produjo la presencia de una mujer, ni aun la más hermosa y perfumada: me las produjo la imagen de una mujer ausente. Ahora mismo, bajo el peso de la edad y próximo a cumplir noventa y ocho años, con frecuencia el Enemigo me induce a pecar contra la castidad, por lo menos con el pensamiento. De noche, cuando tengo frío en la cama y crujen sordamente mis huesos helados, oigo voces que recitan el segundo versículo del tercer libro de los Reyes: ¡Dixerunt ergo servi sui!. Quaeramus domino nostro regi adolescentulam virginem, et stet coram rege et foveat cum, dormiatque in sinu suo, et calefaciat dominum nostrum regem.
«Y el diablo me presenta una mujercita en capullo, que me dice:
—Soy tu Abisag, soy tu Sulamita. ¡Oh dueño mío! Déjame lugar en tu lecho.
—Creedme —añadió el anciano—: sólo con una protección especial del Cielo puede un monje guardar su castidad de pensamiento y de obra».
Aplicóse inmediatamente a restaurar la inocencia y la paz en el monasterio, rectificó el calendario según los datos de la Cronología y de la Astronomía y obligó a todos los monjes a que lo aceptaran; devolvió al monasterio de Santa Brígida las monjas pecadoras, pero no las arrojó brutalmente de la abadía; las condujo, entre salmos y letanías, hasta el navío que debía llevarlas.
—Respetemos en ellas —decía— las hijas de Brígida y las esposas del Señor. Librémonos de imitar a los fariseos, que ostentaban su desprecio por las pecadoras. Hay que humillar a esas mujeres en su pecado, pero no en su persona, y procurar que se avergüencen de lo que hicieron y no de lo que son, porque son criaturas de Dios.
Y el santo varón exhortaba a sus monjes para que observaran fielmente la regla.
—Cuando la barca se resiste a obedecer al timón —les dijo—, el escollo la impone obediencia.
Apenas el bienaventurado Mael acababa de restaurar el orden en su abadía, supo que los habitantes de la isla Hoedic, sus primeros catecúmenos y entre todos los más gratos a su corazón, hallábanse de nuevo dominados por el paganismo y colgaban coronas de flores y cintas de lana en los brazos de la higuera sagrada.
El marinero portador de tan dolorosa noticia temía que aquellos hombres descarriados pudieran en cualquier momento destruir la capilla alzada en la costa de la isla, y el santo varón se dispuso a visitar inmediatamente a los infieles para impedir que realizasen violencias sacrílegas y para restaurar su fe.
Al dirigirse hacia la ensenada donde quedó su barca de piedra, volvió los ojos hacia los astilleros por él establecidos treinta años antes en la bahía para la construcción de navíos, donde a tales horas atronaban los martillazos y el chirriar de las sierras.
El diablo, siempre infatigable, salió de los astilleros, acercóse al santo varón bajo la figura de un monje llamado Samson, y le tentó con estas palabras:
—Padre mío, los habitantes de la isla Hoedic pecan sin cesar. A cada momento se alejan de Dios.
Ya están a punto de destruir la capilla que alzaron vuestras manos venerables en la costa de la isla. El remedio urge. Comprenderéis que vuestra barca de piedra os conduciría con mayor rapidez si estuviese aparejada, provista de un timón, de un mástil y de una vela. Entonces el viento la empujaría. Vuestras brazos aún son robustos para gobernar una barca.
Tampoco fuera inoportuno ponerle una proa cortante. Supongo que se os habrá ocurrido, antes que a mí, todo esto.
—Sí, ciertamente urge el remedio —respondió el santo varón—; pero hacer lo que acabáis de decirme, ¿no sería obrar como los hombres de poca fe que desconfían del Señor? ¿No sería un desprecio de la gracia con que me favorece Aquel que me envió la barca de piedra sin timón ni velamen?
A estas preguntas, el diablo, que es un buen teólogo, respondió con esta otra.
—Padre mío, ¿es laudable aguardar con los brazos cruzados la ayuda del Cielo y pedírselo todo al que todo lo puede? ¿No es más meritorio esforzarse con prudencia humana y valerse cada uno a sí mismo?
—No, ciertamente —respondió el anciano Mael—. Confiarlo todo a la prudencia humana sería ofender a Dios.
—A pesar de todo —repuso el diablo—, ¿no es prudente aparejar la barca?
—Sería prudente si no hubiera otro modo de llegar al fin. —¡Eh! ¡Eh! ¿Luego confiáis mucho en la velocidad de vuestra barca de piedra?
—Depende sólo de la voluntad de Dios.
—Va tan despacio como la mula de Budoc. Es una verdadera carraca. ¿Os ha prohibido Dios que la pongáis en condiciones de avanzar de prisa?
—Hijo mío, vuestras razones son claras y de sobra convincentes. Pero reflexionad que la barca de piedra es milagrosa.
—Sin duda, padre mío. Una mole de granito que flota en el agua como un pedazo de corcho, es una barca milagrosa. ¿Qué deducís?
—Mi apuro es tremendo para contestaros. ¿Conviene perfeccionar por medios humanos y naturales una máquina milagrosa?
—Padre mío, si tuvierais la desgracia de perder el pie derecho y Dios lo rehiciera, ¿sería milagroso el nuevo pie?
—Sin duda, hijo mío. —¿Lo calzaríais con el zapato?
—Seguramente.
—Pues bien: si creéis que se puede calzar con un zapato natural un pie milagroso, debéis creer igualmente que se pueden poner aparejos naturales a una embarcación milagrosa. Esto es clarísimo. ¡Ay! ¿Por qué los más santos varones han de tener sus horas de incertidumbre y decaimiento? Sois el más ilustre apóstol de la Bretaña, podríais realizar obras dignas de alabanzas eternas…; ¡pero la inteligencia es tarda y la mano perezosa! Adiós, padre mío. Viajad tranquilamente, y cuando al fin de muchas jornadas lleguéis a las costas de Hoedic, veréis humear las ruinas de la capilla levantada y consagrada por vuestras manos. Los paganos la habrán incendiado, y el diácono que allí dejasteis habrá sido puesto en la parrilla como una chuleta.
—Mi turbación es grande —dijo el siervo de Dios, mientras se enjugaba con una manga el sudor de su frente—. Pero advertid, hijo mío, que no es una empresa fácil aparejar la barca de piedra. ¿No es posible que al emprender tal obra perdamos tiempo en vez de ganarlo?
—¡Ah, padre mío! —exclamó el diablo—, en un abrir y cerrar de ojos la cosa está hecha. Encontraremos los aparejos necesarios en el astillero que años atrás fundasteis en esta costa y en los almacenes abundantemente provistos por vuestros cuidados.
Yo mismo colocaré la quilla y el timón. Antes de ser fraile fui marinero y carpintero. Tuve también otros varios oficios. ¡Manos a la obra!
Y condujo al santo varón hasta un cobertizo próximo donde abundaban toda clase de aparejos de mar.
—Aquí tenéis lo que os hace falta, padre mío.
Púsole sobre los hombros la vela y el mástil, cargó con la proa, el timón y un saco lleno de herramientas de carpintería, y se dirigió hacia la costa en compañía del santo varón encorvado, sudoroso y jadeante bajo el peso de la madera y del lienzo.
Con el hábito recogido hasta los sobacos, el diablo arrastró la barca de piedra sobre la arena y la dejó aparejada en menos de una hora.
Así que se hubo embarcado el santo varón, la barca de piedra, con todas las velas desplegadas, tomó tal velocidad que a los pocos momentos había perdido de vista la costa. El anciano empuñaba el timón deseoso de correrse al Sur para doblar el cabo Lands End, pero una corriente irresistible lo arrastraba al Sudoeste.
Bordeó la costa meridional de Irlanda y giró bruscamente hacia el Septentrión. Al atardecer aumentó el viento. En vano Mael quiso recoger velas: la barca de piedra corría desatentada hacia mares fabulosos.
A la claridad de la luna, las rollizas sirenas del Norte, con cabelleras de color de cáñamo, mostraron en torno de Mael sus pechos alabastrinos y sus caderas sonrosadas, y azotaron con sus colas de esmeralda las aguas espumosas, mientras cantaban a coro:
Un momento le persiguieron a la luz de las estrellas entre risas armoniosas, pero la barca de piedra corría cien veces más rápida que el navío rojo de un Viking. Y los petreles, sorprendidos en su vuelo, enredábanse las patas en la cabellera del santo varón.
De pronto se alzo una tormenta poblada de sombras y de gemidos, y la barca, impelida por un viento furioso, voló como una gaviota entre la bruma y el oleaje.
Después de una noche que duró tres veces veinticuatro horas, rasgáronse de pronto las tinieblas y el santo varón descubrió en el horizonte una playa más resplandeciente que un diamante. Aquella playa fue aumentando por momentos. A la claridad glacial de un sol inerte y bajo, Mael vio alzarse por encima de las olas una ciudad blanca, de calles silenciosas, la cual, más vasta que Tebas la de las cien puertas, extendía hasta perderse de vista las ruinas de su foro níveo, sus palacios de escarcha, sus arcos de cristal y sus obeliscos irisados.
Cubrían el Océano témpanos flotantes, en torno de los cuales nadaban hombres marinos de ojos claros y ariscos. Leviatán, a su paso, lanzó una columna de agua hasta las nubes.
Entretanto, sobre una mole de hielo que avanzaba a la par de la barca de piedra, hallábase recostada una osa blanca y tenía a su hijuelo entre los brazos. Mael oyóla murmurar suavemente este verso de Virgilio: Incipe parve puer, y, sobrecogido por la tristeza y la turbación, lloró.
El agua de sus provisiones, al congelarse había hecho estallar el barril que la contenía; para calmar su sed, Mael chupaba pedacitos de hielo. Comió su pan empapado en agua salada; los pelos de su barba y de su cabellera quebrábanse como si fueran de cristal; su hábito, recubierto de una capa de hielo, le cortaba las articulaciones a cada movimiento que hacía. Las olas monstruosas lo amenazaron y abrieron profundas fauces sobre su cabeza. Veinte veces se le inundó la barca, y el mar se tragó el libro de los Santos Evangelios que el apóstol guardaba cuidadosamente bajo unas tapas rojas con una cruz de oro.
A los treinta días inicióse la calma, y aconteció que entre un espantoso clamoreo del cielo y de las aguas, una montaña de blancor deslumbrante y de trescientos pies de altura avanzó hacia la barca de piedra. Mael quiso evitar el choque y se agarró al timón, cuya barra se rompió entre su manos. Para disminuir la velocidad acortó la vela, y al asir el cabo, el viento se lo arrebató y el roce le abrasó las manos.
Entonces vio tres demonios con alas de piel negra, provistos de garfios, que, agarrados al aparejo, soplaban para hinchar la vela.
Comprendió que le combatía y le arrastraba el enemigo. Se armó con el signo de la Cruz, y de pronto un viento huracanado, entre lamentos y aullidos, alzó la barca de piedra y le arrancó la proa, el timón, la vela, el mástil.
Así, libre de los diabólicos artefactos, se abandonó a la corriente sobre las aguas tranquilas.
El santo varón arrodillóse, dio gracias al Señor, que le había librado de las garras del demonio, y reconoció sobre la mole de hielo a la osa madre que había murmurado el verso de Virgilio entre los rugidos de la tempestad: oprimía contra su pecho al Hijo y tenía en la mano un libro de tapas rojas con una cruz de oro. Acercóse a la barca de granito, saludó al santo varón con estas palabras: Pax tibi, Mael, y le presentó el libro.
El santo varón reconoció sus Evangelios, y asombrado por lo que veía, entonó un himno al Creador y a la creación.
Después de navegar abandonado a la corriente durante una hora, el santo varón llegó a una playa estrecha, cerrada por montañas cortadas a pico. Avanzó por la costa durante un día y una noche, junto a las rocas, que formaban una muralla infranqueable. Convencióse al fin de que se hallaba en una isla redonda, en medio de la cual había una montaña coronada de nubes. Respiraba satisfecho la frescura del aire húmedo. La lluvia caía sin cesar, y era una lluvia tan suave que el santo varón dijo:
—Señor, ésta es la isla de las lágrimas, la isla de la contrición.
La playa estaba desierta. Extenuado por la fatiga y el hambre, Mael sentóse a descansar sobre una piedra en cuyas oquedades había huevos amarillos con pintas negras del tamaño de los de cisnes, pero no los tocó, y dijo:
—Las aves son alabanzas vivas de Dios. No quiero que por mi culpa se pierda una sola de tales alabanzas.
Mascó líquenes arrancados de las piedras.
Había dado casi por completo la vuelta a la isla sin encontrar habitantes, cuando llegó a un amplio circo formado por rocas abruptas y rojizas con sonoras cascadas y cuyas cimas azuleaban entre las nubes.
La reverberación de los hielos polares había cegado los ojos del anciano, pero una débil claridad filtrábase aún entre los párpados hinchados. Distinguió bultos animados que se oprimían en filas sobre las rocas, como una muchedumbre humana en la gradería de un anfiteatro, y al mismo tiempo sus oídos, embotados por la ruidosa bravura del mar, percibieron débilmente voces. Creyó hallarse entre hombres que vivían según la ley natural, supuso que el Señor le acercó a ellos para que les revelara la ley divina, y los evangelizó:
Desde un alto pedrusco, en el centro del circo agreste, les dijo:
—Habitantes de esta isla, aunque sois menuditos, más que una muchedumbre de pescadores y de marineros parecéis el senado de una ilustre república. Por vuestra gravedad, por vuestro silencio, vuestra apostura tranquila, formáis sobre estas rocas agrestes una asamblea comparable a los Padres Conscriptos de Roma deliberando en el templo de la Victoria, o más bien aún a los filósofos de Atenas discutiendo en los bancos del Areópago. Probablemente no poseéis ni su ciencia ni su genio, pero acaso a los ojos de Dios resulten más meritorias vuestras virtudes. Adivino que sois bondadosos y prudentes. He recorrido las costas de vuestra isla sin encontrar ninguna imagen del asesinato, ningún signo de crueldad, ni cabezas ni cabelleras de enemigos colgadas de altos mástiles o clavadas a las puertas de los pueblos. Me parece que no tenéis arte ni trabajáis los metales, pero vuestros corazones son puros, vuestras manos inocentes, y la verdad se infiltrará fácilmente en vuestras almas.
Los que Mael juzgaba seres humanos de poca talla y de grave aspecto eran pingüinos reunidos por la primavera y alineados por parejas sobre la gradería natural formada por las rocas. En pie, lucían majestuosamente sus anchos vientres blancos. De cuando en cuando agitaban como brazos sus alones y lanzaban voces pacíficas. No temían a los hombres porque no los conocieron y, por tanto, nunca recibieron sus ofensas. Tenía el anciano monje una ternura que tranquilizaba a los animales más temerosos y que agradó extraordinariamente a los pingüinos, los cuales fijaron en Mael sus ojillos redondos, prolongados en su parte anterior por una manchita blanca y oval que les daba expresión de ojos humanos.
Conmovido por su recogimiento, el santo varón les enseñó los Evangelios.
—Habitantes de esta isla, la luz terrestre que se alza sobre vuestras rocas, es imagen de la luz espiritual que se alza en vuestras almas. Porque yo vengo a traeros la claridad interior, os ofrezco la luz y el calor del alma. De igual modo que se derriten al sol ardiente los hielos de vuestras montañas, se derretirán ante la imagen de Jesucristo los hielos de vuestros corazones.
Así habló el anciano, y como en la Naturaleza siempre la voz provoca la voz, como todo lo que vive a la luz del día se goza respondiendo con un cántico a los cánticos, los pingüinos respondieron al discurso del monje con sonidos de su garganta. Su voz era suave y acariciadora porque la endulzaba el celo amoroso en aquellos días.
Convencido el santo varón de que se hallaba entre un pueblo idólatra, que a su manera y en su lenguaje le prometía adhesión a la fe cristiana, los invitó a recibir el bautismo.
—Supongo —les dijo— que os bañáis con frecuencia, porque los huecos de vuestras rocas están llenos de agua pura, y he visto, al acercarme a vuestra asamblea, a varios de vosotros sumergidos en esas bañeras naturales. La pureza del cuerpo es imagen de la pureza espiritual.
Les enseñó el origen, la naturaleza y los efectos del bautismo.
—El bautismo —les dijo— es Adopción, Renacimiento, Regeneración, Iluminación.
Explicóles sucesivamente cada uno de estos puntos.
Después de bendecir el agua de las cascadas y de recitar los exorcismos, bautizó a aquellas aves durante tres días y tres noches. Echaba sobre cada cabeza una gota de agua pura y pronunciaba las palabras rituales.
Al saberse en el Paraíso que los pingüinos fueron bautizados, la noticia no alegró ni entristeció a nadie, pero sorprendió mucho a todos. Hasta el Señor quedóse preocupado, y reunió una asamblea de letrados y doctores para consultarles si juzgaban válido aquel bautizo.
—Es nulo —dijo San Patricio.
—¿Por qué ha de ser nulo? —preguntó San Galo, que haba evangelizado a los cornubios y educado al santo varón Mael en los oficios apostólicos.
—El sacramento del Bautismo —argumentaba San Patricio— ha de ser nulo concedido a las aves, como el sacramento del Matrimonio lo es cuando se lo concede a un eunuco…
Pero San Galo respondía:
—¿Qué relación establecéis entre el bautismo de un ave y el matrimonio de un eunuco? No puede haber ninguna. El matrimonio es, como si dijéramos, un sacramento condicional, eventual. El sacerdote bendice un acto que ha de consumarse. Si el acto no se consuma, la bendición anticipada quedará sin efecto. No puede ser más claro. He conocido en la ciudad de Autrim a un ricacho llamado Sadoch que vivía amancebado con una mujer y la hizo madre de nueve criaturas. Ya en la vejez, por instancias mías, consintió en casarse con ella, y bendije su unión. Desgraciadamente, los muchos años de Sadoch le impidieron consumar el matrimonio. Poco tiempo después arruinóse por completo, y Germinia —tal era el nombre de la mujerfalta de resignación para soportar la indigencia, pidió que se anulara el matrimonio que no se había consumado, y el Papa estimó justa su petición. Ya veis lo que puede ocurrir con el sacramento del Matrimonio. Pero el bautismo se confiere sin restricciones ni reservas de ninguna clase. Luego no es dudoso que los pingüinos quedan irremisiblemente bautizados.
Solicitado para que diera su opinión el Papa San Dámaso, se expresó en estos términos:
—Para saber si el bautismo es válido y si producirá sus consecuencias, es decir, la santificación, hay que tener en cuenta quién lo da y no quién lo recibe. En efecto: la virtud santificadora de este sacramento resulta del acto exterior por el cual es conferido, sin que el bautizado coopere a su santificación por ningún acto personal. En otras condiciones no podría ser administrado a los recién nacidos. Y no es necesario para bautizar cumplir condiciones particulares, ni es necesario hallarse en estado de gracia: es suficiente la intención de hacer lo que hace la Iglesia, pronunciar las frases consagradas y observar las formas prescritas. Como no podemos suponer que el venerable Mael faltase a estas condiciones, resulta que los pingüinos quedan bautizados.
—¿Estáis seguro? —preguntó San Guenolo—. En este caso, ¿qué pensáis que sea el bautismo? El bautismo es la forma de la regeneración por la cual el hombre nace a la verdadera vida; entra en el agua cubierto de crímenes, para salir de ella neófito, criatura nueva abundante en frutos de justicia. El bautismo es el germen de la inmortalidad; el bautismo es la garantía de la resurrección; el bautismo es el enterramiento con Cristo en una muerte y la comunión a la salida del sepulcro. No es, pues, un regalo que puede hacerse a las aves.
Razonemos. El bautismo borra el pecado original, y los pingüinos no fueron concebidos en pecado; limpia de todas las penas de pecado, y los pingüinos no han pecado; produce la gracia y el don de las virtudes, une a los cristianos con Jesucristo como se unen los miembros al tronco, y es natural que los pingüinos no pueden adquirir las virtudes de los confesores, de las vírgenes, de las viudas, recibir gracia y unirse a…
San Dámaso no le dejó acabar.
—Eso prueba —dijo vivamente— que el bautismo en este caso era inútil, pero no que deje de ser efectivo.
—Según ese razonamiento —replicó San Guenolo— podrían ser bautizados en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por aspersión o inmersión, no solamente un ave o un cuadrúpedo, sino también objetos inanimados, como una estatua, una mesa, una silla, etc. Si el animal se cristianizara, el ídolo, la mesa, la silla, también podrían cristianizarse, ¡y es absurdo!
San Agustín tomó la palabra y se prepararon a oírle con atención.
—Me propongo —dijo el fogoso obispo de Hipona— demostrar con un ejemplo el poder de las fórmulas. Se trata, es verdad, de una operación diabólica, pero si se prueba que las fórmulas inventadas por el diablo producen efecto en los animales privados de inteligencia y hasta en los objetos inanimados, ¿cómo dudar que los efectos de las fórmulas sacramentales no ejerzan acción sobre los brutos y sobre la materia inerte?
»Ved el ejemplo que os propongo:
»He conocido en la ciudad de Madaura, patria del filósofo Apuleyo, una hechicera que solamente con poner al fuego en unas trébedes entre ciertas hierbas y con ayuda de ciertas palabras algunos cabellos cortados de la cabeza de un hombre, conseguía llevarle a su lecho. Pero una vez que se propuso lograr de esta manera el amor de un mozo, quemó, engañada por su sirvienta, en lugar de los cabellos de aquel mozo, pelos arrancados de un pellejo de macho cabrío que se hallaba colgado en una taberna. Y por la noche el pellejo, lleno de vino, atravesó la ciudad hasta llegar a la puerta de la hechicera. El hecho es evidente. En los sacramentos, como en los encantamientos, es la forma lo que prevalece. El efecto de una fórmula divina no puede ser menos, en fuerza y extensión, que el efecto de una fórmula infernal».
Después de hablar así, el sabio San Agustín se sentó mientras le aclamaban sus oyentes.
Un bienaventurado de edad avanzada y de aspecto melancólico pidió la palabra. Nadie le conocía. Se llamaba Probo y no estaba inscrito en el canon de los santos.
—Que todos los presentes me perdonen —dijo—. No tengo aureola y he ganado, sin ostentación, la beatitud eterna. Pero después de lo que acababa de referirnos el glorioso San Agustín considero oportuno daros a conocer una cruel experiencia que adquirí acerca de las condiciones necesarias para la validez de un Sacramento. El obispo de Hipona tiene razón al decir que un sacramento depende de la forma. Su virtud se encierra en la forma, su vicio proviene de la forma. Escuchad, confesores y pontífices, mi lamentable historia: Yo era sacerdote en Roma bajo el imperio de Gordiano. Sin sobresalir como vosotros por méritos singulares, ejercía mi sacerdocio piadosamente. He oficiado durante cuarenta años en la iglesia de San Modesto de las Afueras. Mis costumbres eran sencillas. Cada sábado entraba en la tienda de un tabernero llamado Barjas, el cual se hallaba instalado con sus tinajones bajo la puerta de Capena, y le compraba el vino para consagrar en cada día de la semana. No dejé nunca, en tan largo tiempo, de celebrar un solo día el santo sacrificio de la misa, a pesar de lo cual, no me sentía satisfecho, y con el corazón lleno de angustia en las gradas del altar, meditaba: «¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas?». Los fieles que se acercaban a la santa misa eran causa de aflicción para mí, porque llevando aún, como quien dice, la hostia en la lengua, volvían a pecar. Sin duda, el sacramento no tenía entre aquellas gentes fuerza ni eficacia. Llegué, fatigado, al término de mis angustias terrenas, y habiéndome dormido en el Señor, desperté en la Morada de los elegidos. Entonces averigüé, por el ángel que me había transportado, que el tabernero Barjas, de la puerta Capena, vendía en lugar de vino, un cocimiento de raíces y cortezas, en el cual no entraba ni una sola gota del jugo de la viña, y que yo no había podido transmutar aquel brebaje vil en sangre, porque no era vino, y sólo el vino se convierte en sangre de Cristo, por lo cual todas mis consagraciones eran nulas, y sin darnos cuenta mis fieles y yo nos hallamos privados durante cuarenta años del sacramento de la Eucaristía y excomulgados, por consiguiente. Semejante revelación me produjo un estupor que aún me sobrecoge ahora en esta Morada de la beatitud. La recorro sin cesar y no encuentro a ninguno de los cristianos que se acercaban a la Santa Mesa en la Basílica del bienaventurado Modesto.
»Privados del pan de los ángeles abandonáronse con desaliento a los vicios más abominables, y se hallan todos en el infierno. Sólo me complace pensar que el tabernero Barjas también se ha condenado. Hay en esto una lógica digna del autor de toda lógica. Mi desdichado ejemplo prueba cuán lamentable resulta muchas veces que en los sacramentos la forma tenga más importancia que el fondo. Y os pregunto con humildad: ¿la Eterna Sabiduría no pudiera remediarlo?
—No —respondió el Señor—. El remedio sería peor que el mal. Si en las reglas de salvación el fondo fuese más interesante que la forma, se arruinaría el sacerdocio.
—¡Ay Dios mío! —suspiró el humilde Probo—. Atended a mi triste experiencia: mientras reduzcáis vuestros sacramentos a fórmulas, vuestra justicia tropezará en terribles obstáculos.
—No lo ignoro —replicó el Señor—. Abarco de una sola mirada los problemas actuales, que son difíciles, y los problemas futuros, que no lo serán menos. Yo puedo anunciaros que cuando el Sol haya girado aún doscientas cuarenta veces en torno de la Tierra…
—¡Sublime lenguaje! —clamaron los ángeles.
—Digno del Creador del mundo —respondieron los pontífices.
Y el Señor prosiguió:
—Es una manera de expresarse en consonancia con mi vieja Cosmogonía, de la cual no puedo prescindir sin que se resienta mi inmutabilidad…
»Cuando el Sol, repito, haya girado aún doscientas cuarenta veces en torno de la Tierra, no se encontrará en Roma ni un solo clérigo que sepa latín. Cantando letanías en las iglesias se invocará a los Santos Orichel, Roguet y Totichel, que son, como no lo ignoráis, diablos y no ángeles. Muchos ladrones, dispuestos a comulgar, pero temerosos de que para obtener el perdón se les obligue a ceder a la Iglesia los objetos robados, se confesáran con sacerdotes errantes, que, desconocedores del italiano y del latín, hablando solamente el dialecto de su villorrio, venderán por ciudades y pueblos, a precios viles, y con frecuencia a cambio de una botella de vino, la remisión de los pecados. Seguramente no tendremos que preocuparnos de esas absoluciones, a las cuales faltará la contrición para ser valederas; pero bien podría suceder que los bautismos nos causaran algunos contratiempos. Los sacerdotes llegarán a ser de tal modo ignorantes que bautizarán las criaturas in nomine patria et filia et spirita sancta como Luis de Potte se gozará en referir en el tomo II de su Historia filosófica, política y crítica del Cristianismo. Será un asunto difícil precisar la validez de tales bautismos, porque si bien me acomodo para mis textos sagrados a un griego menos elegante que el de Platón y a un latín nada ciceroniano, no puedo admitir como forma litúrgica una especie de algarabía. Y asusta pensar que se procederá con esa inexactitud en millones de bautismos.
Pero volvamos a los pingüinos.
—Vuestras divinas palabras, Señor, dejan resuelto el asunto —dijo San Galo—. En los signos de la religión y las reglas de la salvación la forma tiene más importancia que el fondo, y la validez de un sacramento depende únicamente de su forma. Todo estriba en saber si los pingüinos han sido bautizados en buena forma, con lo cual la respuesta no es difícil.
Los padres y los doctores llegaron así a un acuerdo; pero su perplejidad fue aún más cruel.
—La condición de cristiano —dijo San Corneliono deja de tener graves inconvenientes para un pingüino. Ahí tenéis unas aves obligadas a ganar el cielo. ¿Cómo lo conseguirán? Las costumbres de las aves son en muchos puntos contrarias a los mandatos de la Iglesia, y los pingüinos no se hallan en el caso de cambiarlas, quiero decir que no son bastante razonables para cambiarlas por otras mejores.
—No pueden intentarlo —dijo el Señor—. Mis decretos lo prohíben.
—De todos modos —insistió San Cornelio—, por la virtud del bautismo sus acciones dejan de ser indiferentes. En adelante serán buenas o malas y susceptibles de premio o de castigo.
—Así debe plantearse el asunto —dijo el Señor.
—Yo sólo veo una solución —adujo San Agustín—. Los pingüinos irán al infierno.
—Pero ¡como no tienen alma! —observó San Ireneo.
—Ello es una complicación —suspiró Tertuliano.
—Sin duda —repuso San Galo—, y reconozco que mi discípulo Mael; con su manía de evangelizar, ha creado al Espíritu Santo enormes dificultades teológicas y ha introducido el desorden en la economía de los misterios.
—Es un anciano aturdido —exclamó San Adjutor.
Pero el Señor fijó en Adjutor una mirada de reproche, y dijo:
—Permitidme: el santo varón Mael no posee, como vos, mi bienaventurado, la ciencia infusa. No me comprende. Es un anciano abrumado por las dolencias, medio sordo y casi ciego. Le juzgáis con excesiva severidad. Sin embargo, reconozco que nos crea una situación difícil.
—Sólo producirá un desorden pasajero —dijo San Ireneo—. Los pingüinos quedan bautizados, pero como sus huevos no lo serán, el daño se reduce a la generación presente.
—No habléis tan de ligero —dijo el Señor—. Las reglas que los físicos establecen sobre la Tierra sufren excepciones por su imperfección y porque no se amoldan exactamente a la naturaleza; pero las reglas que yo establezco son perfectas y no admiten excepción.
Hay que decidir de la suerte de los pingüinos bautizados sin infringir ninguna ley divina, conforme al Decálogo y a los mandatos de la Iglesia.
—Señor —dijo San Gregorio Nacianceno—, dadles un alma inmortal.
—¿Qué harían de un alma inmortal, Señor? —suspiró Lactancio—. Carecen de voz armoniosa para cantar vuestras alabanzas. Tampoco sabrían celebrar vuestros misterios.
—E indudablemente —dijo San Agustín—, no observarían la ley divina.
—Les fuera imposible —dijo el Señor.
—Les fuera imposible —insistió San Agustín—. Y si en vuestra omnipotencia, Señor, les infundís un alma inmortal, arderán eternamente en los infiernos es virtud de vuestros decretos adorables. Así quedará restablecido el orden augusto, perturbado por el viejo Mael.
—Me proponéis, hijo de Mónica —dijo el Señor—, una solución correcta y conforme a mi sabiduría; pero que no satisface a mi clemencia, y aunque soy inmutable me inclino cada vez más a la dulzura. Este cambio de carácter lo reconocerá cualquiera si se comparan mi Antiguo y mi Nuevo Testamento.
Como la discusión se prolongaba sin ofrecer mucha luz, y los bienaventurados no hacían otra cosa que repetir siempre lo mismo, decidieron consultar a Santa Catalina de Alejandría. Era lo acostumbrado en casos difíciles. En la Tierra, Santa Catalina había confundido a cincuenta doctores, muy sabios, con su profundo conocimiento de la filosofía de Platón, las Sagradas Escrituras y la Retórica.
Presentóse Santa Catalina en la asamblea con la frente ceñida por una corona de esmeraldas, zafiros y perlas. Vestía un traje de tisú de oro y llevaba al costado una rueda resplandeciente.
Invitóla el Señor a que hablase, y dijo:
—Señor, para resolver el problema que os dignáis someterme no estudiaré las costumbres de los animales en general, ni siquiera las de las aves en particular.
»Solamente haré notar a los doctores, confesores y pontífices reunidos en esta Asamblea, que la distinción entre el hombre y el animal no es absoluta, puesto que existen monstruos que proceden a la vez del animal y del hombre: tales son las quimeras, mitad ninfas y mitad serpientes, las tres gorgonas, los caprípedos, las escilas y las sirenas que cantan en el mar y tienen busto de mujer y cola de pescado. Tales son también los centauros, noble raza de monstruos, uno de los cuales, no lo ignoráis, guiado por las luces de la razón, supo encaminarse hacia la beatitud eterna, y le habréis visto algunas veces, entre nubes doradas, mostrar su pecho heroico al encabritarse. El centauro Quirón mereció por sus trabajos terrestres compartir la morada de los bienaventurados, educó a Aquiles, y ese joven héroe, al salir de las manos del centauro, vivió dos años vestido como una virgen entre las hijas del rey Licomedes, compartió sus juegos y su lecho sin darles ocasión para que sospecharan ni un instante que no era una virgen como ellas. Quirón, que le había imbuido tan buenas costumbres, y el emperador Trajano, son los dos únicos observadores de la ley natural que han obtenido la gloria eterna como los justos. Y, sin embargo, Quirón sólo era mitad hombre.
»Creo haber probado, con este ejemplo, que basta poseer alguna parte de hombre, siempre a condición de que sea noble, para conseguir la beatitud eterna. Y lo que pudo conseguir el centauro Quirón sin haber sido regenerado por el bautismo, ¿cómo no habrán de merecerlo esos pingüinos después de bautizados, si se convirtieran en semihombres? Por esto me atrevo a suplicar, Señor, que deis a los pingüinos del anciano Mael una cabeza y un busto humanos, a fin de que os puedan alabar dignamente, y les concedáis un alma inmortal, pequeñita.
Así habló Santa Catalina, y los padres, los doctores, los confesores, los pontífices, dejaron oír un murmullo de aprobación. Pero se levantó San Antonio, el ermitaño, tendió hacia el Todopoderoso los brazos arrugados y enrojecidos, y exclamó:
—No hagáis tal cosa, Señor y Dios mío. En nombre de vuestro Santo Paracleto, ¡no lo hagáis!
Hablaba con tal vehemencia, que su luenga barba blanca se agitaba como un morral vacío en el hocico de un caballo hambriento.
—Señor, no hagáis tal cosa. Aves con cabeza humana ya existen. Santa Catalina no ha imaginado nada nuevo.
—La imaginación reúne y amolda, no crea jamás —replicóle secamente Santa Catalina.
—¡Ya existen! —insistió San Antonio, sin dar oídos a razones—. Se llaman arpías, y son los animales más incongruentes de la creación. Un día que, en el desierto, me acompañó a cenar San Pablo, puse la mesa junto al umbral de mi cabaña, bajo un viejo sicomoro. Las arpías fueron a posarse en las ramas del árbol, nos ensordecieron con sus gritos agudos y emporcaron todos los manjares. La inoportunidad de estos monstruos impidióme oír las enseñanzas de San Pablo, y comimos excrementos de ave con nuestro pan y nuestras lechugas. ¿Cómo es posible creer, Señor, que las arpías canten dignamente vuestras alabanzas? Os aseguro que en mis tentaciones he visto muchos seres híbridos, no sólo mujeres-culebras y mujeres-peces, sino seres compuestos con más incoherencia todavía, como hombres cuyo cuerpo estaba formado por una marmita, o una campana, o un reloj, o un aparador lleno de alimentos y de vajilla, y hasta por una casa con puertas y ventanas, donde se veían personas ocupadas en trabajos domésticos. La eternidad me resultaría corta para describir todos los monstruos que me asediaron en mi soledad, desde las ballenas aparejadas con navíos hasta la lluvia de animalitos rojos, que trocaban en sangre las aguas de mi fuente.
Pero ninguno era tan molesto como esas arpías, que abrasaron con su excremento las hojas de mi hermoso sicomoro.
—Las arpías —advirtió Lactancio— son monstruos hembras con cuerpo de ave; tienen de mujer la cabeza y los pechos. Su indiscreción, su impudicia y su obscenidad proceden de su naturaleza femenina, como lo ha demostrado el poeta Virgilio en su Eneida. Participan de la maldición de Eva.
—No hablemos de la maldición de Eva —dijo el Señor—. La segunda Eva redimió a la primera.
Pablo Orosio, autor de una Historia universal, que Bossuet debió de imitar más adelante, levantóse y suplicó al Señor:
—Señor, atended mi súplica y la de Antonio. No fabriquéis más monstruos al estilo de los centauros, de las sirenas, de los faunos, tan gratos a los viejos compositores de fábulas, que no pueden proporcionaros ninguna satisfacción. Esos monstruos tienen inclinaciones paganas, y su doble naturaleza no los predispone a las costumbres puras.
El suave Lactancio replicó en estos términos:
—El que acaba de hablar es, seguramente, el mejor historiador que ha entrado en el Paraíso, puesto que Herodoto, Tucídides, Polibio, Tito Livio, Veleyo Patérculo, Cornelio Nepote, Suetonio, Manethon, Diodoro de Sicilia, Dion Casio, Lampride, no disfrutan de la presencia de Dios y Tácito sufre en el infierno los tormentos correspondientes a los blasfemos. Pero Paulo Orosio dista mucho de conocer los cielos como ha conocido la tierra, pues no toma en consideración a los ángeles, que proceden del hombre y del ave y son la pureza misma.
—Nos desviamos de la cuestión —dijo el Eterno—. ¿Por qué traer a cuento esos centauros, esas arpías y esos ángeles? Se trata de los pingüinos.
—Vos lo habéis dicho, Señor; se trata de los pingüinos —declaró el decano de los cincuenta doctores confundidos en su vida mortal por la Virgen de Alejandría—; y me atrevo a opinar que, para poner límite al escándalo que trastorna los cielos, conviene, como propone Santa Catalina, dar a los pingüinos del anciano Mael la mitad del cuerpo humano y un alma eterna proporcionada a dicha mitad.
Estas palabras levantaron en la asamblea un tumulto de conversaciones particulares y disputas doctorales. Los padres griegos contendían con los latinos acerca de la sustancia, de la naturaleza y de las dimensiones del alma que convenía dar a los pingüinos.
—Confesores y pontífices —dijo el Señor—, no imitéis los cónclaves y los sínodos de la Tierra y no traigáis a la Iglesia triunfante las violencias que turban la Iglesia militante. Porque es necesario decirlo: en todos los concilios celebrados bajo la inspiración del Espíritu Santo, en Europa, en Asia y en Africa, los padres se han arrancado bárbaramente unos a otros las barbas y los cabellos, a pisar de lo cual eran todos infalibles y sus afirmaciones eran como el eco de mi voz.
Ya restablecido el orden, el viejo Hermas se levantó y pronunció con lentitud estas palabras:
—Os reverencio, Señor, porque hicisteis nacer a Safira, mi madre, entre vuestro pueblo, cuando el rocío del cielo refrescaba la tierra y preparaba la cosecha de su Salvador. Os reverencio, Señor, por haberme permitido ver con mis ojos mortales a los apóstoles de vuestro divino Hijo. Hablaré en esta ilustre asamblea porque Vos habéis querido que la verdad salga de la boca de los humildes, y diré: Convertid a los pingüinos en hombres. Es la única determinación digna de vuestra justicia y de vuestra misericordia.
Varios doctores pidieron la palabra, otros la usaron sin pedirla, nadie oía y todos agitaban tumultuosamente sus palmas y sus coronas.
El Señor, con un gesto de su diestra, calmó las disputas de sus elegidos.
—No se delibere más —dijo—. La opinión del anciano Hermas es la única ajustada a mis designios eternos. Esas aves serán transformadas en hombres. Preveo varios inconvenientes. Muchos de esos nuevos hombres padecerán molestias, de que se hubieran librado en su condición de pingüinos. De seguro, su suerte, a consecuencia del cambio, será menos envidiable de lo que fuera sin el bautismo, sin esa incorporación a la familia de Abraham; pero conviene que mi presencia no cohiba el libre albedrío. Para no poner diques a la libertad humana, ignoro lo que sé, oscurezco sobre mis ojos los velos que serían transparentes para mí; en mi ceguera, que todo lo ha vislumbrado, me dejo sorprender por lo que tuve previsto.
Llamó inmediatamente al arcángel Rafael.
—Ve a la Tierra —le dijo—; advierte su error al santo varón Mael, y añade que, escudado en mi omnipotencia, convierta los pingüinos en hombres.
Al descender el arcángel a la isla de los pingüinos encontró al santo varón dormido entre las rocas y rodeado por sus nuevos discípulos. Tocóle en un hombro para despertarle y le dijo con voz armoniosa:
—Mael, no temas nada.
El santo varón, deslumbrado por una inmensa claridad, embriagado por un perfume delicioso, pudo reconocer al ángel del Señor y se prosternó con la frente en el suelo.
El ángel dijo:
—Mael, reconoce tu error. Creíste bautizar a unos hijos de Adán y bautizaste a unas aves. Por tu culpa, los pingüinos han entrado en la Iglesia de Dios.
Al oírlo, el anciano quedóse alelado, y el ángel prosiguió.
—Levántate, Mael, y, escudado con la omnipotencia del Señor, diles a esas aves:
«Convertíos en hombres».
El santo varón Mael, después de llorar y orar, escudóse con la omnipotencia del Señor y dijo a las aves:
—Convertíos en hombres.
Al instante los pingüinos se transformaron. Su frente se ensanchó y su cabeza se redondeó, sus ojos ovales se rasgaron, se abrieron más para contemplar el Universo, una carnosa nariz revistió sus fosas nasales, el pico se convirtió en boca y de la boca nació la palabra, el cuello se acortó y engrosó, los alones fueron brazos y las patas fueron piernas, un alma inquieta se cobijó en su pecho.
A pesar de todo, conservaban algunos rasgos de su primitiva naturaleza, mostraban inclinación a mirar de lado y se balanceaban sobre sus muslos, excesivamente cortos; su cuerpo quedó revestido de plumón fino.
Mael dio gracias al Señor por haber incorporado los pingüinos a la familia de Abraham; pero le afligió pensar que pronto abandonaría la isla para no volver más a ella y que, sin su amparo, seguramente la fe de los pingüinos se debilitaría como una planta muy tierna falta de cultivo.
Entonces concibió la idea de transportar su isla a las costas de Armórica.
«Ignoro los designios de la Sabiduría Eterna —pensó—; pero si Dios quiere que la isla sea transportada, ¿quién podrá impedirlo?».
Y el santo varón tejió con el lino de su estola una cuerda muy delgada, de cuarenta pies de largo; ató un extremo de la cuerda a una roca picuda enclavada en la playa y, sin soltar de la mano el otro extremo, entró en la barca de piedra.
Deslizóse la barca sobre el mar y remolcó la isla de los Pingüinos. Después de nueve días de navegación arribaron felizmente a las costas bretonas.