La intoxicación literaria

INTOXICACIÓN LITERARIA


El mejor alimento de "la mentira vital' es el falso arte, y, principalmente, la literatura morbosa. Los imaginativos y los abúlicos son presa fácil de esa poderosa sugestión llena de letal belleza.

Todo hombre es capaz de experimentar la mayor parte de los sentimientos comunes a la humanidad, aun cuando no sea capaz de expresar sino una mínima parte de ellos. Pero, basta que el artista los encarne en una obra, para que, en seguida, los experimente la mayoría, aun cuando esas emociones no figurasen en su experiencia anterior. El arte, que une a los hombres en un común sentimiento, es indispensable a la humanidad para el progreso en la conquista de la dicha; es el medio más humano de confraternidad universal porque eleva a todos ante un mismo ideal.

El falso arte tiene de común con el verdadero la fuerza sugestiva. El radio de acción de esta fuerza es tan vasto como las manifestaciones de la actividad humana. Individualmente ejércese sobre la intelgencia, sobre la afectividad, sobre la voluntad, de acuerdo con la línea de menor resistencia ofrecida por los débiles mentales. Socialmente, sus diversos géneros alimentan las mentiras vitales que favorecen la estabilidad artificiosa de los grupos humanos en familia, en sociedad, en nación. Disimulan, bajo el nombre de necesidad, de derecho, de autoridad, lo antinatural, la expoliación, para halagar al que domina, y, bajo el título de conformidad, de resignación, de paz, la sometida cobardía del débil, zapando, lenta pero infatigablemente, los pilares que debían sostener la unión, la fraternidad por comunión de ideales.

Y, en terreno propio del arte, el falso ideal lleva a la decadencia: el arte de los cenáculos, cada vez más exclusivo, es, progresivamente, menos accesible, hasta llegar a la casi absoluta incomprensibilidad.

La buena literatura, espejo fiel de la vida idealizada, ha cristalizado en tipos inmortales la influencia del arte malo.

Aunque no sea ya de temer la intoxicación literaria debida a los libros de caballerías, Don Quijote, ese poema de lo ideal—real más altamente humano, será el primero en desfilar. Envenenado por una mentira vital, el proceso de su enfermedad está descrito como por un genial psiquiatra. Y es tan esencialmente humano ese caso" que, con la variante de que la parte atacada sea la sensibilidad, la afectividad o la voluntad, individual o colectiva, en vez de la inteligencia, puede aplicarse tal descripción a cualquier ejemplo de intoxicación literaria.

"" Refiere Cide Hamete Benengeli, que el sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, se enfrascó tanto en esa lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles. Y asentósele de tal modo en la imaginación .

que era verdad aquella máquina de soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás loco dió en el mundo y fué que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Hoy, vista a distancia de siglos, parécenos exagerada y ridícula la influencia de los libros de caballerías.

Si la historia no nos mostrara con el ejemplo de un Suero de Quiñones, que con nueve caballeros desafió a singular combate y lo sostuvo durante un mesa todo caballero que pasara hacia Santiago de Compostela, no tendríamos por real la locura de Alonso Quijano el Bueno.

Cervantes, como todos sus coetáneos, era lector amantísimo de libros de caballerías. En el "Quijote" están todos estudiados a fondo y reflejados por el reverso. Alguien acusó al gran artista de haber destruído el ideal español. Lamentable confusión, a cuatro siglos de distancia, cuando toda pasión ha sido vencida, entre lo que significa el "ideal" y la "mentira vital'. Cervantes destruyó. para crear, volviendo el genio español a sus primitivas fuentes de vida.

Así, libre de escoria, resurgió en el siglo XVII con la Novela Picaresca que de España pasó a Francia concretándose en el Gil Blas, florecimiento realista que aparece después que la literatura pseudo—caballeresca se consumió cual paja, incendiada por la chispa del "Quijote". Orientó, Cervantes, el genio caballeresco español hacia un fin práctico cuando le hizo ver los mentirosos espejismos que lo desviaban de la buena ruta.

Y, al hacer lo imposible, que se admirara el heroísmo en un loco, realizó lo factible al poner en boca de la sobrina del hidalgo manchego esta sentencia de muerte: "Los disparates de mi señor tío han sido originados por esos descomulgados libros que bien merecen ser abrasados como si fuesen herejes".

Hay una época en la vida de las literaturas modernas que permite estudiar hasta donde puede influir la intox cación literaria sobre la efectividad colectiva, envenenándola hasta el punto de constituir lo que se llamó "el mal del siglo".

Musset, el poeta que "al descender hasta el fondo desolado del abismo que llevaba en su interior" hace estallár las bellas y apasionadas notas de "Les nuits, poema el más personal y el más realista, donde el grito de agonía pasional vibra espontáneo; Musset, el tipo que mejor encarna el mal de la época, reprocha a Goethe y a Byron, "a los dos genios más grandes del siglo después de Napoleón", el haber consagrado sus existencias a reunir todos los elementos de angustia y de dolor esparcidos en el universo.

Goethe pintó en "Werther" la pasión que conduce al suicidio—mentira vital que, por contagio, originó una verdadera epidemia de suicidas—y Byrón le respondió con un grito de dolor que estremeció a la Grecia como si la palabra "nada" fuese la clave del espantoso enigma en que se envolvía.

"Doquiera la hiel de mis pesares Vertí en acerbas y sonoras rimas:

Por todas partes, implacable y frío, Fué detrás de mis pasos el hastío".

Y Musset, este bellísimo brote de la segunda ge neración romántica, increpa a la progenitora exclamando: "¡Oh noble Goethe! tú, para quien la encantadora poesía fué la hermana de la ciencia, ¿no pudiste obligarlas a que entre las dos encontraran en la inmortal naturaleza una planta saludable para su favorito? Y tú, Byron, ¿no tenías cerca de Ravena, a la sombra de los naranjos de Italia, bajo el claro cielo veneciano, a la orilla de tu querido Adriático, no tenías una mujer que amaras?" El virus romántico, procedente de Alemania y de Inglaterra, se inoculó prontamente en Francia ayudado por circunstancias especiales. Musset, en "La confesión de un hijo del siglo", las reproduce fielmente. Durante las guerras del Imperio, mientras los maridos y los hermanos se encontraban en Alemania, las madres, intranquilas, habían dado al mundo una generación ardiente, pálida y nerviosa. Concebidos entre dos batallas, educados en colegios a los que incesantemente llegaba el bélico redoble de los tambores, millares de niños se contemplaban unos a otros con mirada sombría, mientras se les obligaba a desarrollar, con ejercicios adecuados, su tierna musculatura.

Nunca hubo tantas noches sin sueño como entonces, Ini se ha visto transitar por las calles, en sombría actitud, ta: tas madres desoladas; jamás se hizo un silencio tan profundo en torno de los que pronunciaban la palabra "muerte". Un día, cayó el Emperador y la Francia, viuda del César, sintió repentinamente el dolor de todas sus heridas. Y, sobre un mundo de ruinas, sentóse una juventud llena de preocupaciones.

Esos adolescentes tenían en la imaginación todo un mundo... contemplaban la tierra, el cielo, las calles y los caminos... Todo lo encontraban vacío; sólo se escuchaba, a lo lejos, la religiosa voz de las campanas.

Cuando los niños hablaban de gloria, se les decía:

"haceos curas"; si hablaban de ambición, "haceos curas"; si hablaban de amos, de fuerza, de vida...

"haceos curas". Esos gladiadores, educados para el combate, sentían en el fondo del alma una miseria insoportable. Los más ricos se hicieron libertinos; los de mediana posición abrazaron un estado, resignándose con la toga o con la espada; los más pobres se dedicaron a entusiasmarse con las grandes palabras:

se arrojaron al proceloso mar de una acción sin objeto. Los hombres se entregaron al vino y a las cortesanas. La hipocresía reinó en las costumbres, la alegría desapareció. Se trató al amor como a la gloria y a la religión: como a una ilusión ya vieja.

"En esa juventud, las ideas de Goethe y de Byron produjeron terrible convulsión. Fueron un gemido y una carcajada simultáncos; aquél nacía del espíritu, ésta de la carne. Decía el primero: "La religión se va; las nubes celestiales se deshacen en lluvia: no nos quedan esperanzas. ¡No más promesas! Ya no tenemos aquellos dos maderos en cruz hacia los que tendíamos nuestras manos. El astro del porvenir nace penosamente; no puede aún surgir en el horizonte; lo envuelven las nubes, y, como el. sol de invierno, su disco tiene un fulgor rojo: es la sangre del 93. Ya no hay amor, ya no existe la gloria. ¡Qué densa obscuridad pesa sobre la tierra! ¡Y cuando la luz amanezca, ya habremos muerto!" Oigamos ahora lo que decía la carne:

"El hombre ha nacido para utilizar sus sentidos; puede llegar a poseer unos cuantos pedazos de un metal amarillo o blanco que le dan derecho a la mayor o menor estimación de los demás. Comer, beber y dormir, eso es la vida. En cuanto a los lazos que deben existir entre los hombres, ya sabemos que la amistad consiste en prestar dinero, aunque es raro encontrar un amigo que nos quiera lo bastante para esto; el parentesco es un pretexto para las herencias; el amor, un ejercicio corporal; el único placer intelectual es la vanidad".

Pero ésta era la segunda generación romántica francesa, la hija de la mentira vital que todo lo negaba, que nació desesperada e inadaptable.

La primera generación, la que creó el tipo del "bello tenebroso" y dió a las lágrimas el poder de expresar toda emoción, tuyo como portavoces a. Juan Jacobo, a Chateaubriand, a Lamartine, a Vigny y a Hugo. Rousseau emancipó el yo del largo cautiverio de dos siglos en que lo retuvieron las costumbres literarias basadas en un concepto esencialmente social de la literatura. Juan Jacobo, cuya obra entera no es más que una confidencia apenas disimulada, abrió una de las principales y más recónditas fuentes de poesía al oponer el sentimiento a la razón, el amorpasión a la galantería, la personalidad del autor al personaje abstracto, el lirismo descriptivo al estilo claro y frío que revestía la idea pura.

Chateaubriand, viajero infatigable, devolvió a la literatura el sentimiento de la naturaleza exterior, llena de vida y de colorido. Ferviente cristiano, imprimió al arte el ideal cristiano, cuya ausencia había contribuído al prosaísmo de los poetas del siglo XVIII. Con "el gran romántico", triunfa el culto de un yo pesimista, triste, hastiado, encarnado en René: "Céluta, una gran desgracia sombreó mi primera juventud: He amado demasiado, demasiado...

Desde que empecé a vivir no he cesado de nutrir tristezas: Hay existencias tan rudamente probadas que parecen acusar a la Providencia y corregir a los demás de la "manía de ser..." De esos corazones inflamados, que se devoran a sí mismos, salen llamas que devorarían la creación, sin quedar saciados, que to devorarían a tí, mi Céluta".

70 "La vida me aburre: el hastío me ha consumido siempre: lo que interesa a los demás me deja frío".

"Poder y amor, todo me es indiferente, importuno":

En 1832 hablaba como en 1795. Y a los 64 años escribía: "Mi vida no es más que un accidente; siento que no debiera haber nacido. Aceptad, señora, de este accidente, la pasión, la fugacidad y el dolor; os daré más en un día que cualquiera en largos años".

Y el domingo ó de junio de 1841: "Todo ha concluído: He puesto punto final a mis Memorias. No hago nada; ya no creo ni en la gloria, ni en el porvenir, ni en el poder, ni en la libertad, ni en los reyes, ni en los pueblos. Vivo solo en un gran departamento donde me hastío esperando vagamente un no sé qué que no deseo y que no llegará jamás. Entre bostezo y bostezo me río de mí mismo y contemplo cómo se desliza, a mis pies, mi última hora".

Tal era, en las obras y en la vida, "el gran romántico'. Mientras tanto, "La Nueva Heloisa" influía, con sus ensueños, su melancolía, su piedad, en una gran mujer, en Mme. Stael, llena, desde joven, de entusiasmo por el genio, por la naturaleza, por la virtud y por la desgracia. Más tarde, ya formada, impuso nuevos modelos a las letras francesas con "Las literaturas del norte"; ensanchó el campo de la imaginación, despertó nuevas curiosidades.

Ya se perfilan claramente los rasgos de la literatura romántica: Difusión y exaltación del sentimiento religioso, individualismo y amor a lo novedoso, a la libertad.

Con Lamartine, puro, armonioso, vago, el sentimiento religioso se evapora en una especie de panteísmo hindú; con Hugo, más preciso y lleno de colorido, más sonoro y más discordante, pasa del cristianismo al volterianismo; con Vigny, místico, discreto, elegan te, cae en un pesimismo a lo Schopenhauer.

Los románticos comprendieron que los pensamientos nuevos no debían ser rimados a la antigua, como aconsejara Chénier, sino que debían ser expresados en términos nuevos o por medios artísticos que renovaran el estilo y la métrica.

Más adelante, al estudiar cómo y dónde nace la actual decadencia literaria—en algo semejante a esa enfermedad del idioma que se llamó gongorismo en España, preciocismo en Francia, marinismo en Italia y eufonismo en Inglaterra—veremos que no es ajena a ella esa renovación de las formas ensayada por la primera generación de románticos franceses.

El punto de arranque de la segunda generación romántica lo marca la aparición de "Las confesiones de José Delorme" y de "Los Consuelos" en las que, si Sainte—Beuve no llega a la altura a que lo elevarán sus "Causeries du Lundi", le cupo la gloria de renovar y de orientar el movimiento literario. Es núeleo de esa generación. Musset, el egolátrico. Aterto únicamente a su propia personalidad, no habla sino de sus gustos y deseos, de sus ensueños de felicidad personal, analizando y expresando todo lo que cree distinguir en sí mismo que lo separe del resto de los mortales. Su poesía, un tanto mórbida y casi patciógica, llega a ser la de un neurasténico agudo en "Rolla' y en algunos capítulos de "La confesión de un hijo del siglo".

Teófilo Gautier es el poeta—pintor: Describe lugares, resucita pintorescamente el pasado, imita fielmente, sabe limitarse.

Pasado el año 30, preocupan a Francia problemas de economía social. Lamartine encarna la poesía filosófica; Vigny pasa de la poesía personal a la objetiva es un pesimista a quien la nobleza de su elevado espíritu salva de la desaparición haciéndolo cultivar "la religión del sufrimiento" sintetizada así:

"La majestad me agrada del sufrimiento huma72 no".

Lecomte de Lisle reflejó la invencible tristeza que nos inspira la nada en que parece van a terminar finalmente los prodigiosos esfuerzos que la humanidad realiza.

Y, con todos y sobre todos, cantó el gran Hugo,, el poeta proteiforme como la vida.

De Lisle, al preocuparse de la sólida e indestructible belleza de sus versos, al no tratar sino temas capaces de subsistir eternamente, apartóse del romanticismo para quedar al frente de la escuela, cuyos cánones serán: perfección absoluta de la forma, impersonalidad del artista y "el arte no tiene más objeto que el arte mismo". Al estudiar la intoxicación del arte por el arte ya falseado, volveremos a ocuparnos de los que siguieron a de Lisle.

Contrasta singularmente con las obras maestras concebidas bajo la inspiración romántica, la influencia degeneradora que ejerció esa escuela sobre la juventud de todo un siglo. Los grandes románticos exageraron, en vida y en obras, el efecto aniquilador del dolor, de la desesperación, de la duda. Cultivaron e!

individualismo que aisla, en lugar de predicar el individualismo que, al llegar al fondo de nosotros mismos, a ese océano de vida común a todos los hombres, nos une con ellos en un mismo ideal. El romanticismo llegó a ser arte falso por estrechar el campo del ideal hasta hacer de él la mentira vital del pseudo egoísmo.

No basta declarar enfáticamente: "la majestad me agrada del sufrimiento humano"; ni imprecar a Goethe y a Byron porque les legaron "todos los elementos de desesperación y angustia esparcidos en el Universo"; ni permanecer "contemplando como se desliza la última hora". Hay que utilizar la palanca de la duda para levantarnos sobre nosotros y sobre los demás destruyendo prejuicios; hay que dejarse fundir en la llama de la desesperanza para que surja, de adentro, de muy adentro, el sentimiento que nos une al todo; hay que resistir bajo el yunque del dolor para forjar el ideal con lo que de nosotros quede.

La intoxicación literaria, producida por la mentira vital romántica, se hizo sentir en las jóvenes generaciones. Por un lado, un pesimismo paralizarte; por otro, un desarrollo enfermizo de la imaginación que desorbitaba al actuar en la vida real. Era un hecho el concebirse a sí mismo bajo una forma diferente de lo que se era en realidad, enfermedad mortal de la imaginación y de la afectividad que, después de Flaubert, se llamó "el bovarismo". Parece que en estos histéricos del sentimiento, el desarroi, imaginativo hubiera quedado estacionado en la fase que va de la niñez a la adolescencia. En efecto, el niño interpreta todo lo que le roia con heredado antropomorfismo, animando con su propia vida lo inerte, que él juzga con criterio introspectivo. Ama lo fabuloso, que para él es lo real. Así, para los atacados de "bovarismo', lo realizable, lo imaginable es también real.

La vida forja ideales que evolucionan con ella. Estacionarse en el que corresponde a la imaginación personificadora, animadora, del niño. es condenarse a ser estrellado contra lá realidad. El ideal remonta cl río de la vida: detenerse es volver atrás.

Flaubert, hijo del romanticismo, probó en su vida cuán difícil es domar la imaginación en la ruda escuela de la realidad. Vió el peligro en esas exaltaciones vagas que nos llevan fuera de la vida práctica, inadaptándonos, lenta y dulcemente: convirtiéndonos en inútiles soñadores sin fuerzas para la lucha.

74 Y, ese romántico en sus gustos, en sus lecturas, en sus manías, en sus hábitos intelectuales; aquél a quien la poesía de Chateaubriand embriagaba hasta el paroxismo; Flaubert, ese hijo y hermano de médicos, "maneja la pluma como otros el escalpelo" para denunciar la influencia intoxicadora del romanticismo sobre los espíritus débiles y, sufriendo al destruir sus ídolos, ridiculiza lo que adoraba aún.

Ese toque de alarma debe ponernos en guardia a nosotros, no sólo porque la escuela romántica fué imitada y excedida en España y en América, sino, y principalmente, porque aun hoy nuestra juventud, sobre todo la femenina, se intoxica con esas lecturas, falta que es agravada por la tintura pseudo—mística que reciben los niños de las clases pudientes en conventos y escuelas dirigidas por religiosos, o por el baño de falsa cultura artística o científico—literaria que es dado a los niños de la clase media, y aun de la clase pobre. Esta lamentable educación, lejos de prepararlos para la vida que está en relación con el medio en que los padres y ellos actúan, despierta locos deseos, alimenta un excesivo desarrollo imaginativo, hace vivir en un mundo novelesco, falso y ruín, acabando por hacerles despreciar, por comparación, el mundo del trabajo honrado, del esfuerzo propio, de la dignidad de bastarse a sí mismos, en que sus padres fueron educados. Es un mal entendido amor a los hijos el que hace que los padres, al educarlos así, les inculquen el virus del desengaño, de las ambiciones infundadas, de la no adaptabilidad a la vida real.

El "bovarismo" hace presa fácil entre nuestra juventud. Sería conveniente difundir la lectura de la hermosa obra de Flaubert. En ella se realiza el escarmiento en cabeza ajena. Emma, la protagonista, la futura Mme. Bovary, llenó su imaginación infantil con esos cuentos—novelas románticos que, como Pablo y Virginia, parecen inofensivos. Leyendo las descripciones del abate Saint—Pierre, Emma había soñado poseer la cabaña de bambú, el perro Fiel, el negro Domingo y, sobre todo, gozar de la dulce amistad de un casi hermano que buscara para ella rojos frutos en aquellos árboles más altos que campanarios, o que, descalzo, corriera por la arena trayéndole nidos y flores.

Niña aún, en el convento donde fué educada, en lugar de seguir la misa, miraba en su libro las estampas piadosas orladas de azul que sirven de señaladores, dando libre curso a su fantasía ante la oveja descarriada, el sagrado corazón atravesado por agudas flechas o el buen Jesús que cae bajo el peso del madero. Ensayaba, para mortificarse, el quedar un día entero sin comer. Su febril imaginación, excitada por el encierro, el misticismo y las malas lecturasbuscaba constantemente algún voto inútil que cumplir.

Todos los días al toque de Angelus, reunidas las educandas en el refectorio, leíanles resúmenes de historia sagrada, conferencias o sermones célebres, ycomo premio, el Domingo, algún pasaje del "Genio del Cristianismo". ¡Cómo escuchaba Emma las sonoras lamentaciones del melancólico romántico! Le parecía que todos los ecos de la tierra y de la eternidad las repetían. Hija de campesinos, habiendo pasado su infancia en contacto con la naturaleza, no la atraían las descripciones admirables del cantor de Atala. Temperamento más sentimental que artístico, buscando siempre emociones, dejaba de lado, por inútil, todo lo que no contribuía a las necesidades inImediatas de su corazón.

Esta imaginación sentimental, despierta desde la niñez, fué precoz y artificialmente sensualizada por la lectura de novelones románticos. Cada mes vivía ocho días en el convento una solterona que repasaba la ropa blanca de las educandas. Bajo cuerda era la encargada de traer y llevar recados, hacer comisiones más o menos lícitas, contar las novedades mundanas, amén de recitarles maravillosas historias y de cantar, á media voz, las canciones galantes del siglo XVIII.

Durante seis meses, a los 15 años, Emma se entregó, sin resistencia, a lecturas desmoralizadoras por contener el más sutil veneno bajo apariencias de inofensiva sensiblería.

76 Ante su infantil ignorancia desfilaron amores, amantes, damas perseguidas desmayándose en solitarios pabellones floridos, postillones muertos en cada relevo, caballos leventados de fatiga en cada página, sombrías selvas; desazones amorosas, juramentos, sollozos, lágrimas y besos cambiados a la luz de la pálida luna; el canto del ruiseñor en los bosques; caballeros valientes como leones, suaves como corderos, virtuosos como no se es en la vida, siempre bien vestidos y llorando como urnas funerarias.

Con Walter Scott, apasionóse por la historia novelesca; soñó con antiguos castillos cuyas moradoras, vistiendo trajes medioevales, de pie bajo el trébol de las ojivas, acodadas sobre la piedra, la barba hundida en la mano atisbaban, allá en la linde del bosque, a un caballero, de blanca pluma en la cimera del yelmo, montando fogoso alazán. Profesó, en esa época, el culto de María Estuardo, de Juana de Arco, de Eloísa, de Inés Sorel, de la Fornarina, soles bajo cúya luz desaparecían San Luis y Bayardo.

La sugestión romántica se acentuaba para ella en la clase de música: todas las romanzas hacían mención de angelitos de doradas alas, de madonas, de lagunas, de gondoleros. Parecían pacíficas composiciones, pero dejaban entrever, a través de la insulsez del estilo y de las inharmonías musicales, la atrayente fantasmagoría de las realidades sentimentales.

Al perder su madre, Emma lloró mucho, al principio. Hizo bordar un cuadro fúnebre con cabellos de la muerta y en la carta que envió a su padre rogábale le reservara una sepultura al lado de aquella que acababa de dejarlos. Exteriorizando su dolor, deslizóse poco a poco por los meandros lamartinianos y oyó el tañer de arpas sobre lagos tranquilos; todos los cantos de los cisnes al morir; las caídas de todas las hojas,; el ascender de las vírgenes inmaculadas al cielo, y aun la voz del Eterno discurriendo por los valles.

Antes de casarse, Emma creía amar a Bovary.

Después temió haberse equivocado porque la felicidad que debía resultar de ese amor no había llegado, en la formą, imaginada, al menos.

Y Emma trataba de averiguar qué entiende la vida por esas palabras "felicidad", "pasión", "delirio", que tan bellas parecían en los libros. ¡Cómo conformar esas líricas aspiraciones, esas exaltaciones vagas y febriles con la realidad! ¡Y qué realidad tan prosaica, para la pobre cabeza de pájarito, la de ese marido, medicastro de campaña, bonachón, ingenuo, adorador de su Emma como un salvaje de su fetiche, sin comprender, sin querer saber, temiendo y amando, amando por primera y única vez!

Al recordar lo que leyera en sus libros, quiso Emma amar y ser amada románticamente en el hogar.

Noche a noche, recitó a Carlos, en el jardín, en complicidad con la luna, apasionadas rimas, o cantóle, suspirando, melancólicas romanzas. Pero sorprendíase al hallarse, después, tan sin pasión como antes y que Bovary no pareciera ni más amoroso ni más conmovido. Incapaz de comprender lo que otro experimentara o de creer lo que no se manifestase de acuerdo con los cánones románticos, acabó por hastiarse del cariño leal y sencillo de su esposo, preguntándose por qué se había casado. Y, afanosa, empezó a crear su enfermiza imaginación las más extraordinarias combinaciones sobre lo que pudo llegar a ser la vida si se hubiera casado a gusto de su novelera fantasía.

De pronto, en un baile que rompe la monotonía de su existencia, en medio del lujo que tanto la seducía, Emma ve claramente hacia dónde se orientaba su emotividad después de esa larga y angustiosa crisis de hastío. Y, poco después, cuando la casualidad pone en sus manos el ramo de azahares con que de novia se adornó, presa de la cólera concentrada del impotente, lo arroja al fungo.

¿ Y ésa era su luna de miel? ¿Dónde están los lejanos países de ensueño hacia los que se va en silla de posta, bajo dosel de seda azul—cielo, al compás del canto del postillón, de las lejanas campanas y del sordo ruido de la cascada; dónde están esas puestas de sol admiradas a orillas del mar, entre el perfume de los azahares; dónde las noches en que ambos, desde la terraza de la "villa", bajo el estrellado manto. los dedos entrelazados, forjan proyectos para el porvenir; dónde los balcones del chalet suizo o del cottage escocés tan apropiados para cobijar su actual melancolía bajo el amparo de un marido que vista severa casaca de negro terciopelo, calce altas y finas botas, un puntiagudo sombrero y puños con vuelos de encaje?

Para engañar la espera del "Prince Charmant" que, en el fondo, sin confesárselo aún, constituirá el porqué de su vida en adelante, Emma compra un plano de París, y, dando asidero real a sus castillos en el aire, se abona a "La Corbeille" y al "Sylphe des Salons"; devora las crónicas mundanas, la crítica teatral; sigue la evolución de la moda, estudia, en Eugenio Sué, descripciones de mobiliarios; lee a Balzac, a Jorge Sand tratando de saciar con la imaginación sus morbosas ambiciones.

Así, lenta pero seguramente, la mentira vital de concebirse Emma diferente de lo que era en realidad, y de lo que debía ser para adaptarse al medio en que vivía, la envenena cada vez más.

Soñábase brillando en los salones, actuando en el mundo de los embajadores, de los cortesanos, de los grandes misterios novelescos, de las angustias disimuladas bajo sonrisas; en el mundo de las duquesas, de esas pálidas mujeres que se levantan a las cuatro de la tarde, que adornan con punto de Inglaterra hasta el ruedo de los visos; veíase en medio de abigarrada sociedad compuesta de actores y literatos, riendo, a la luz de las bujías, en los gabinetes reservados donde se cena después del teatro. ¡Qué existencia entre esa gente pródiga como reyes, llena de ambiciosos ideales, de delirios fantásticos; qué vivir entre cielo y tierra, entre nubes tormentosas, terribles pero sublimes!

El resto del mundo no tenía para ella existencia precisa. Su pensamiento se desviaba de las cosas más vecinas. Todo lo que la rodeaba, todo lo que le era inmediato, campiña siempre igual, burgueses imbéciles, vida mediocre y común, parecíale una extraña prisión desde la cual divisaba, lejos, muy lejos, el país de la felicidad, de la pasión, al cual un príncipe encantador la debía conducir tarde o temprano.

Confundía, cegada por el deseo, las sensualidades del lujo con los goces del alma, la elegancia habitual con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba, acaso, el amor, como la flora indiana, una tierra especial, una temperatura apropiada? Los suspiros en complicidad con la luna; los largos, larguísimos abra zos; las lágrimas que corren sobre las manos que se nos abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban, para Emma, del balcón de los señoriales castillos donde se refugia el goce; de un saloncito con cortinados de seda y tapices de Esmirna; de jardineras rebosantes de flores tropicales; de un lecho colocado sobre alto estrado; del titilar de las piedras preciosas y de las agujetas de las libreas.

Y, para ese pueblucho que tanto despreciaba, vestía, Emma, de mañana, lujoso peinador cuyo escote dejaba entrever fino camisolín de seda cerrado con tres botones de oro y calzaba babuchas de raso granate sujetas sobre el alto empeine con un lazo de cintas colgantes. Alhajó su "boudoir" con precioso escritorio, carpeta, papelera, portaplumas y papel timbrado, aun cuando no tenía a quién escribir. De mañana arreglaba con arte su nido, mirábase largamente al espejo, pintaba a la acuarela o tocaba el piano; luego tomaba un libro y trataba de leer. Pero poco a poco, arrastrada por su fogosa imaginación, soñaba entre líneas, y el libro caía sobre las faldas.

Veíase viajando lejos, lejos de esa vida a ras de tierra; o bien. deseaba volver al convento donde fué educada, donde soñó tan deliciosamente, Imaginábase, a la vez, muerta y viviendo en París.

Al fin, el virus de las lecturas románticas acabó su obra. La mediocridad doméstica la empujó hacia lujosas fantasías; las ternuras matrimoniales le sugirieron adúlteros deseos, sin que el amor de Berta, la hijita, consiguiera retenerla.

Su vida de esposa y madre desamorada, de adúltera insaciada e insaciable, siguió siendo tan artificial, después de la caída, como lo era antes. De día, amodorrada en su salita que perfumaban pastillas del serrallo humeantes en arábigos pebeteros; de noche, leyendo hasta el alba libros extravagantes que pintaban cuadros de orgías y de sangre.

Al revivir esas escenas con su desenfrenada imaginación, el terror se aferraba a su cuello haciéndola gritar, a veces, con lo que volvía a la realidad; otras, ardiendo en esa llama íntima que la adúltera avivaba, trémula, emocionada, hirviente en deseo, abría la ventana, aspiraba el frío relente, esparcía al aire su abundosa cabellera y miraba las estrellas soñando amores principescos. Día a día redactaba una carta para el ausente; pero mientras la escribía representábase otro hombre, un fantasma familiar fabricado con sus ardientes ensueños. Al acabar, fatigada por esas efusiones de vago amor que la rendían más que los grandes excesos, caía en aplastador abatimiento. Habría deseado dejar de vivir o dormir, dormir la vida entera.

Y así, degradándose cada vez más, pervertida por dentro desde que fué intoxicada por el romantieismo y por una educación inapropiada a su esfera de vida, Emma rodó desde el desamor al adulteriodesde el horror de no amar a la hija hasta la mancilla de robar dinero al marido y de sugerir a su amante el fraude para satisfacer su sed de lujo, hasta dar en la suprema cobardía del suicidio.

Moribunda, al ver al sacerdote que se acerca revestido para darle la extremaunción, revive, en Em ma, el misticismo romántico. Lentamente, vuelta hacia la hostia la cabeza, la alegría transfigura ese semblante donde la muerte se retrataba ya. Encontró Emma de nuevo la olvidada voluptuosidad de sus primeros vuelos místicos, voluptuosidad que la sumerge en desusada paz, que la hace entrever visiones de eterna beatitud. Y eso cuando recitaban para ella el Misereatur y el Indulgentiam, cuando, después de humedecer el pulgar derecho en el óleo sagrado, el sacerdote comenzó las unciones. Primero, en esos ojos que tanto habían envidiado todas las suntuosidades terrenales; luego, en esa nariz amante de tibias brisas y de amorosas fragancias; luego, en esa boca que se abrió para la mentira, que gimió de orgullo, que aulló de lujuria; luego, en esas manos que se deleitaron en suaves contactos y, por fin, en la planta de esos pies tan rápidos, no hacía mucho, cuando Emma corría para saciar sus deseos y que ahora no la llevarían más...

$2 Flaubert no pudo dar esta admirable descripción del virus romántico sin observar en él mismo los de sastrosos efectos.

El también sufrió "el mal del país de lo desconocido', que hacía padecer al desgraciado mortal que lo entreveía un verdadero suplicio de Tántalo.

Conoció Flaubert la historia de una jovencita que amó a Goethe anciano, antes de haberlo visto, por sus libros, por su fama y a través de la madre dei poeta? Bettina es también una inadaptada: "Existe en mí un demonio que se opone a todo lo que intente ser realidad. Prefiero danzar a caminar. y aun volar a danzar. Lo que otros llaman "extravagancia" es comprensible y natural en mí, forma parte de un saber interior que no puedo explicar". Y esta indómita escribía a Goethe: "Acaso mi vida no es espejo de la tuya?" ¡Qué educación elevará hasta tal punto el valor interior del hombre que haga indiferentes las circunstancias que lo rodeen, que le permita moldear el medio ambiente a su imagen y semejanza? La verdadera ciencia educativa nos hará reconocer lo que debemos creer y lo que es un mero prejuicio; cómo debemos conducirnos en la vida real, cuánto debemos abste nernos; cómo conviene que eduquemos a nuestros hi jos; cómo podremos aprovechar los bienes de la tierra sin aplastar, para conseguirlo, otras vidas hermanas.

El verdadero arte hace ver la humanidad en el 1 artista a través del sentimiento. Medio el más poderoso de confraternidad universal, difiere de las otras formas de actividad mental en que conmueve y fusiona a los hombres nivelándolos, pasando sobre las barreras del diferente desarrollo intelectual, de la diversidad de razas, de la educación.

El falso arte aisla, divide; es comprendido por reducido núcleo de iniciados; es imitado por los débiles, fácilmente sugestionables, que exageran y deforman la idea primera y, si llega su difusión hasta constituirlo en moda imperante, reacciona sobre los demás géneros artísticos envenenándolos hasta producir una pasajera o total decadencia. Así, por ejemplo, enfermo un género literario, la lírica castellana en el siglo de Góngora, contamínanse rápidamente toda la poesía, el teatro, la novela, el idioma.

Entre nosotros la intoxicación literaria importada de Francia ha dado ya extraños ejemplares. Hará quince años, el autor de "Prosas profanas" dió a conocer en Buenos Aires y a la América española, a Villiers de l'Isle Adam, a Verlaine, a toda esa escuela cuyo brote inicial se halla en la perfección de la forma poética que tanto preocup a Lecomte de Lisle, para quien "el poder de una palabra colocada con acierto", la precisión y propiedad del lenguaje, la plenitud y sonoridad de la rima, valían por la abundancia y por la originalidad de la inspiración romántica. Ya, en Baudelaire, los versos de corte difícil y laborioso, 'como si a los renglones de un prosista se hubieran añadido ciertas terminaciones para poderlos rimar"—diríansę ciertos versos de Lugones el exagerar la nota de mórbida singularidad, anuncian fatal término a eso que, para titularse arte, separa la idea de la forma y concentra toda la atención en esta última. Verdad es que "las formas, los contornos, los sonidos se corresponden mutuamente"pero ellos no son más que la manifestación externa de la idea al encarnarse, al hacerse visible. Con Verlaine y Mallarmé la poesía fenece bajo tan acabada per fección exclusiva de la forma: así para rellenar el esqueleto que tan bello ropaje cubre, invéntase el simbolismo. Verlaine, que gustaba de la miel del pecado y del acíbar del remordimiento, como toda alma débil y violenta, rompió con la precisión mate mática de los "impersonales, volvió a la fuente de inspiración romántica. Tal fué la nueva religión, con Mallarmé por hierofante, que predicó, para la joven América el cantor de "Azul". Y la joven América respondió a su voz y, descollando entre todos, Lugones, aquel que, como Gongora, es unas veces angel de luz, y de tinieblas, otras".

66 Oidlo en su "Libro dedicado a la luna... Especie de venganza con que sueño, casi desde la niñez, siempre que me veo acometido por la vida".

El ímpetu bellaco Encanalla acritudes de tabaco; Y casi musical como un solfeo Chillan aspavientas de jóvenes criadas, Dichosamente frotadas Por aquel enorme escarceo...

Cuando a mitad de estéril soponcio, Surge una culebra de múltiples dardos, Crepitada en ansias de estroncio Sobre tres catástrofes de petardos.

Fray Gerundio preguntaría: ¿De quién es este gutural vérvico sonido? Pero, atención, que oigo no sé qué articulado acento en las etéreas campanas. Oigamos lo que dice, y quizás por ello deduciremos quién lo profiere:

Para tu neurastenia, para las hondas úlceras de tu interno enigma, te receto, ¡oh mi amigo!, esta existencia dulce.

"Pero ¿dónde anduvo esta testamentífera cóncava area lugoniana que tal especie nueva... de poetas embarcó ?".

Y no es broma, que sería harto pesada:

"Trataba en vano de dormirme; Saltaba el corazón, Saltaba como un pez en tierra, Saltaba como un sapo en un cajón".

Y más allá:

"Lloré tanto Como llora un ojo enfermo". (1) "¿Cómo se llama este generativo principio, ese paternal origen de aquesta dichosa prole? Aquí deseo arepto vuestro órgano auditivo". Escuchad:

"Corro al ataque, trepo al asalto como por un cadáver un coro de gusanos". (2) Bien hacía Verlaine en citar un verso de Góngora a modo de lema, pensando que existía cierto parentesco literario entre él y poeta cordobés. Por qué más bien no aceptar del enemigo la sentencia y creer, con Quevedo, que "el culto es animal de quien todos ríen?" Prefieren cantar con Luis de Bavia: (3), Este que Bavia al mundo hoy ha ofrecido Poema, sino a números atado, Manuel Gálvez: "Sendero de nulidad".

Baudelaire: "Flores del mal".

(1) (2) (3) Luis de Bavio: Soneto en loor de la Historia Pontifical.

De la inspiración antes limado, Y de la erudición después lamido, Historia es culta, cuyo encanecido Estilo, si no métrico peinado...

¡Felices tiempos en que "Las Soledades" y el "Polifermo" se recitaban de memoria en los colegios de los jesuítas!

Aun hoy es oportuno recordar con Mauclair (1):

"Les maîtres du passé ne fûrent des maîtres que parce qu'ils devancérent leur temps, et la vraie leçon qu'ils nous donnent, c'est ce devancement!" Sí, el arte, manifestación del sentimiento del hombre, es una cosa que debe ser superada. En él, la imitación no tiene cabida. No subsiste más que aquello que, por ser profundamente individual, es de humana universalidad.

Por su intermedio el hombre se realiza subjetivamente.

"Decir que es buena obra una obra de arte y que, sin embargo, no la comprende la mayoría de los hombres, es como si se dijera que un alimento es bueno pero que no deben comerlo sino algunos hombres. La mayoría puede no gustar del queso podrido o de la caza manida, platos que gustan a los hombres de paladar estragado; pero el pan y las frutas sólo son buenos cuando gustan a casi todos los hombres. Se dice que para comprender esas obras debemos verlas, leerlas y oirlas varias veces. Esto no puede llamarse explicarlas, sino acostumbrarse a ellas: se puede uno acostumbrar a la mala alimentación, al aguardiente, al tabaco, al opio". (2) (1) Mauclair: "La beauté des formes".

(2) Tolstoi: "Qué es al arte?" Lope de Vega decía, con razón, que "a muchos ha llevado la novedad a este género de poesía y no se han engañado, pues, en el estilo antiguo, en su vida llegaran a ser poetas, y, en el moderno, lo son en el mismo día; porque con aquellas trasposiciones cuatro preceptos y seis voces latinas o frases enfáticas, se hallan levantados a donde ellos mismos no se conocen ni aun sé si se entienden".

¡No podérseles aplicar hoy en día esta pragmática de Apolo inserta en el "Diablo Cojuelo":—Item, que los Poetas más antiguos se repartan por sus turnos a dar limosna a Poetas vergonzosos que pidan de noche y a recoger los que se hallaren enfermos comentando o perdidos en "Las Soledades" de don Luis de Góngora!

¡Y eso que no se conocían algunas "Flores del mal', de Baudelaire! No resisto al deseo de transcribir.

"La sopa y las nubes "Mi adorada locuela me servía la comida, y, por la abierta ventana del comedor, contemplaba yo las movientes arquitecturas que Dios construye con las brumas, los maravillosos palacios de lo impalpable, y decíame, sin abandonar mi contemplación: "Todas estas fantasmagorías son casi tan hermosas como los ojos de mi bella adorada, la locuela monstruosa de verdes ojos".

"De repente recibí un puñetazo en la espalda y cí una voz ronca y encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi queridita adorada que me decía: "¿Vas a comer pronto tu sopa, asqueroso C...., mercader de nubes?".

S Mallarmé, justificando este género literario, contestó a J. Huret con motivo de la encuesta sobre la evolución artística: "Pienso que sólo es necesaria una alusión. La contemplación de los objetos, la imagen que surge de los ensueños suscitados por ellos, son el canto. Los parnasianos examinan y enseñan el objeto; fáltales así el misterio; no dejan que los espíritus gusten la alegría deliciosa de pensar que crean.

Nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que consiste en adivinar poco a poco, en sugerir: tal es el ideal. El perfecto uso de ese misterio constituye el símbolo: evocar poco a poco un objeto para patentizar un estado de alma o, por lo contrario, escoger un objeto para deducir de él un estado de alma por una serie de adivinaciones... Si un ser de inteligencia mediana y de una cultura literaria insuficiente abre por casualidad un libro así escrito y pretende gozar en su lectura, no consigue su objeto. Debe haber siempre enigma en poesía; y el fin de la literatura es evocar los objetos y no otro".

¡Lástima de buena intención tan extravagantemente puesta en práctica! Ya es hora de acabar con el dogma de la obscuridad, del enigma, de la vaciedad.

Al que a tal lectura consagre su tiempo, pasamos, por bueno, el consejo de Fígaro: "Fingir que se ignora lo que se sabe y que se sabe lo que se ignora, que se entiende lo que no se comprende, que se oye lo que no se dice; tener con frecuencia por gran secreto el ocultar que no hay ninguno; encerrarse para cortar plumas y hacerse el profundo cuando se está vacío y hueco" Consejo que no siguió Gil Blas cuando Fabricio le leyó su soneto: "Este soneto no te ha parecido muy claro, no es así? Confesó que hubiera querido más claridad. Echóse a reir Fabricio, y prosiguió: Lo mejor que tiene este soneto, amigo mío, es el no ser inteligible. Los sonetos, las odas y las demás obras que piden sublimidad no quieren estilo sencillo y natural; antes bien en la obscuridad consiste todo su mérito. Conque el poeta crea entenderlo, basta".

No parece sino que Fabricio leía en pleno siglo XVII ciertos poemas de Maeterlinck. ¿ Puede emitirse otro juicio sobre la canción que diee, por ejemplo:

Al salir él (oí la puerta), al salir él, ella sonrióse...

—Pero cuando entró (apagué la lámpara), pero cuando entró, otra estaba allí...

—Y he visto la muerte (oí su alma), he visto la muerte, que aun le aguarda...

—Vinieron a decirme (niña, tengo miedo), vinieron a decirme que él se ha marchado...

—Encendida mi lámpara (niña, tengo miedo), encendida mi lámpara, me acerqué...

—En la primera puerta (niña, tengo miedo), en la primera puerta, tembló la llama...

—En la segunda puerta (niña, tengo miedo), en la segunda puerta, la llama habló...

—En la tercera puerta, (niña, tengo miedo), en la tercera puerta, la llama murió...

—En la cuarta puerta (niña, tengo miedo)... (Es cierto que ya no hay más puertas: Avancé por ley de inercia).

— —Y si volviese un día, ¿qué se le debe decir?

Decidle que se le esperó hasta la muerte...

—Y si pregunta dónde estáis, ¿qué le diremos ?—Dadle mi anillo de oro, sin responderle...

—Y si entonces me pregunta acerca del último instante? Decidle que he sonreído por miedo a que él llorase...

Y si sigue preguntando, sin reconocerme?Habladle como una hermana; tal vez padece...

—Yi si quiere saber por qué está desierta la sala?

—Mostradle la lámpara apagada y la puerta abierta...

Calderón, contestaría, más bien: "Respóndale retórico el silencio".

90

No; decididamente, malo por malo, me quedo con el lenguaje, "precioso" como el de Roxana, de la "desvanecida", de la "enfermiza" o de la "dcsahogada", a quienes Juan de Zabaleta hace hablar en "El día de fiesta por la tarde". Entiéndeselas, siquiera al final, cuando, como en las charadas, nos dan la solución.

Reunidas las señoras en el estrado, una de ellas, la "desahogada" que, al llegar, por atajar cumplimientos se sentó sin almohada en medio de la alfombra, junto a un braserillo que en la sala había, dijo:

Mi primo me trujo ayer un corte de hábito de chamalote de aguas de color vinagre torcido, la mejor cosa que ví en mi vida.

La enfermiza dijo:

—Nunca ví tal color ni se cómo sea.

—Yo lo diré, dijo la desahogada. Vinagre torcido llaman a un borracho, porque el vino que lleva en el estómago está hecho vinagre, y él lleva el cuerpo torcido, como le falta el gobierno de la razón.

Halló entrada la desvanecida — los desvanecidos son los molinos de viento de todas las conversaciones, y como nunca el viento les falta, están moliendo siempre a los que los escuchan — y dijo:

—No nos podemos averiguar con mi primo — esta mujer se "primaba" con su marido para sonar a gran señora, pues deste término suele usar la nobleza muy alta, huyendo las mujeres de decir "mi marido" y los hombres de decir "mi mujer" — si mis doncellas no están haciendo flores todo el día para el jardín.

' Parecieron cosas muy desunidas y dijo la señora de casa:

—¡Qué jardín es ese para el que se hacen en la sala las flores?

¡Hay tal pregunta!—dijo la enfermiza.— Vos no parecéis deste mundo. No sabéis que la guedeja izquierda, donde se amontonan todos los aliños de la cabeza, se llama "jardín" en el lenguaje nuevo?

La vieja dijo entonces:

—Y aun, vos habéis menester en él una fuente para purgar ese extraño lenguaje.