La inquietud del rosal/Prólogo

I


He ahí cómo en estos versos se sienten los aleteos del pájaro — Misterio.— A la vera de este «Jardín Lírico» me he puesto a escuchar, en estas tardes en que se inicia el Otoño, el ritmo melodioso, ¿quién canta? Puedo preguntar otra vez, como bajo el Pórtico de mis jardines abandonados, en una exaltación dolorosa. La voz tiene profundas unciones de martirio; voz de sacerdotisa en el altar de los misterios. Hermana del dolor y de la vida su canción exalta en las almas la libertad, el heroísmo. Es la voz de la vida que grita bajo el azote. Por eso estos versos gimen y lloran como ángeles castigados.

II

«¡Golpéame dolor! Tu ala de cuervo
Bate sobre mi frente y la azucena
De mi alma estremece»...

Así el grito del alma dolorida y atormentada. Los versos aparecen espontáneos y naturales como las rosas. Todas ellas, unas páginas más intensas que otras, dicen de un espíritu escogido para penetrar en la región desconocida. El alma de un poeta consumado es la lira de estos sus versos, Alfonsina.

He recorrido lentamente, en un silencio melodioso, las avenidas de este su agreste lirismo donde se oyen grandes gritos humanos, aullidos de lobos, besos, sollozos, aleteos, risas, músicas lejanas y rebeliones.

En algún rincón yace el cuerpo de una paloma muerta por un niño cruel y en otras han entrado al jardín las alimañas de la selva.

Pero los versos musicales siguen vibrando:

«La tarde es apacible: juguetea en el aire
Una sonrisa eterna»...

El sol ilumina tenuemente áureo el cielo de Otoño de estos versos. Las hojas caen en un eterno murmullo: el silencio es severo. Y en la suprema desolación de ese silencio supremo vibra el alma fuerte — alma de poeta — de esta niña.

Sus gemidos son versos armoniosos, fuertes y viriles. No hay en ellos nada de simetría: alguna incorrección de buen gusto, música, y sobre todo, el perfume doloroso de las flores que agonizan en estos vasos negros — en cuyo cristal luminoso — Ada Negri pondría su nombre de oro y fuego.

III

Hay notas intensas, profundas y sonoras en el abismo de esta alma joven e insondable. A veces es la armonía de la cuerda suavemente pulsada por la mano maestra, otras es el sonido de la cuerda que se rompe. Estos sonidos son a menudo disonantes y tales incorrecciones constituyen el peculiar encanto de esta musa.

Sobre las flores de su rosal melancólico llueve la sangre de la vida y bajo su cielo taciturno brilla como la pupila pensativa de la eternidad, el astro luminoso de la Esperanza que es el ensueño de la Justicia.

Así ella puede decir: «Hay en mí la conciencia de que yo pertenezco al caos y soy sólo una forma material». Así puede petrificarse en la muerte de la madre de la amiga en la que «Nada se había movido». Así puede rugir como una loba o extasiarse, junto al lago, en la parnasiana contemplación de los cisnes blancos... y así puede pasar por la vida. cantando sus dolientes canciones impregnadas de una positiva tristeza más amarga que las espumas del mar.


Juan Julián Lastra.


Otoño de 1915