La infanta velazqueña
Era la Primavera cadenciosa.
La noche prodigaba sus zafiros;
arrullaba la fuente rumorosa
y el viento se llevaba entre suspiros
una lluvia de pétalos de rosa.
Cruzaste los jardines de mi ensueño
como una grácil y amorosa infanta;
me destoqué del negro castoreño,
pero al ir a besar tu egregia planta
tus ojos se apiadaron de mi empeño.
Llevaba el corazón atravesado
por todas las infamias de la vida
bajo el amplio manteo ensangrentado,
y al verte tan propicia y tan rendida
me eché a tus pies romántico y cansado.
Comprendí que no habías de saciarme
de la sed de ideal que en mí brotó;
pero tu amor quería recordarme
que don Diego Velázquez te pintó
y que el lienzo dejabas para amarme.
Yo, fuerte en el baluarte de mí mismo,
-golondrina anidada en su metopa-,
desconocí rencor y escepticismo,
pues desbordaba el vino de mi copa
en una espuma de romanticismo.
Contemplé al hombre desde mi alta cumbre;
vi su tragedia triste y aburrida,
y ardiendo el alma en la sagrada lumbre
la fe envolvía de la eterna vida
entre las flores de la certidumbre.
Era la Primavera cadenciosa
que perfumaba nuestra vida estulta.
La Noche suspiraba melodiosa
y Citerea nos llamaba oculta
tras unos setos de laureles rosa.
Mi verso tuvo luz en la esperanza
que vale más que imperios y fortuna,
y mirando la Dicha en lontananza
con tus besos al claro de la luna
vio los paisajes de la bienandanza.
En tus manos de infanta velazqueña
posé de mi cabeza los ardores
y fuiste mi alegría al ser mi dueña.
¡Qué importaba que hubiese sinsabores
si contigo la vida era risueña!
Y era en aquella noche dulce y bella
un concierto de ósculos y orquestas,
un rumor de suspiro y de querella
que deshojó el rosal de las florestas
bajo el mirar de una amorosa estrella.
Hizo estragos de amor galante riña
en la noche de seda de tus rizos,
y con mirada y con candor de niña
despertaste los mágicos hechizos
dormidos al calor de tu basquiña.
Te quise como quise al mundo entero;
como quise a los viejos y a los niños;
como quise a los lirios del sendero,
con fe de ascetas y pudor de armiños,
con un amor viril, fuerte y sincero.
Murió la Primavera cadenciosa
en una estival noche lujuriante
y agonizaba de dolor la rosa
al ver que abandonabas a tu amante
y te alejabas bella y donairosa.
Apuñalaste el corazón sincero
de quien fuiste la estrella y la fortuna,
y sin pesar ni llanto lastimero,
del Olvido me echaste en la laguna
sin grito y sin sollozo verdadero.
¿Y eres tú, infanta de la infame mueca,
la que ofrendaba besos voluptuosos
e hilaba hechizos en amable rueca?
¿Dónde están ya los días venturosos,
mujer vacía como estatua hueca?
Se han muerto ya, princesa de princesas
de todos los pictóricos estilos,
las flores del jardín de las promesas
crecidas bajo el palio de los tilos
y el otoño ha aventado sus pavesas.
Fue tu amor una sarta de falacias
de tu alma hecha de afeite y badulaque.
Escondiste taimada con audacias
tras la pompa del amplio miriñaque
las liviandades de las lises lacias.
Te alejaste una noche, donairosa,
con ritmo y con sonrisa singulares;
en tu seno se abría una gran rosa,
y en tu falda los locos farfalares
bailaban una danza tumultuosa.
La infamia era la rosa de tu pecho
que exhalaba un aroma de mentira;
la deshojé con rabia y con despecho,
y así engarcé en las cuerdas de mi lira
una flor mustia y un amor maltrecho.
Y Citerea besos triunfales
daba a la Noche que su manto abría
como la flor del loto en los canales,
y la luna en blancor de eucaristía
nevaba apoteosis de rosales.