La infanta velazqueña

La infanta velazqueña
de Mauricio Bacarisse

  Era la Primavera cadenciosa.
 La noche prodigaba sus zafiros;
 arrullaba la fuente rumorosa
 y el viento se llevaba entre suspiros
 una lluvia de pétalos de rosa.

  Cruzaste los jardines de mi ensueño
 como una grácil y amorosa infanta;
 me destoqué del negro castoreño,
 pero al ir a besar tu egregia planta
 tus ojos se apiadaron de mi empeño.

  Llevaba el corazón atravesado
 por todas las infamias de la vida
 bajo el amplio manteo ensangrentado,
 y al verte tan propicia y tan rendida
 me eché a tus pies romántico y cansado.

  Comprendí que no habías de saciarme
 de la sed de ideal que en mí brotó;
 pero tu amor quería recordarme
 que don Diego Velázquez te pintó
 y que el lienzo dejabas para amarme.

  Yo, fuerte en el baluarte de mí mismo,
 -golondrina anidada en su metopa-,
 desconocí rencor y escepticismo,
 pues desbordaba el vino de mi copa
 en una espuma de romanticismo.

  Contemplé al hombre desde mi alta cumbre;
 vi su tragedia triste y aburrida,
 y ardiendo el alma en la sagrada lumbre
 la fe envolvía de la eterna vida
 entre las flores de la certidumbre.

  Era la Primavera cadenciosa
 que perfumaba nuestra vida estulta.
 La Noche suspiraba melodiosa
 y Citerea nos llamaba oculta
 tras unos setos de laureles rosa.

  Mi verso tuvo luz en la esperanza
 que vale más que imperios y fortuna,
 y mirando la Dicha en lontananza
 con tus besos al claro de la luna
 vio los paisajes de la bienandanza.

  En tus manos de infanta velazqueña
 posé de mi cabeza los ardores
 y fuiste mi alegría al ser mi dueña.
 ¡Qué importaba que hubiese sinsabores
 si contigo la vida era risueña!

  Y era en aquella noche dulce y bella
 un concierto de ósculos y orquestas,
 un rumor de suspiro y de querella
 que deshojó el rosal de las florestas
 bajo el mirar de una amorosa estrella.

  Hizo estragos de amor galante riña
 en la noche de seda de tus rizos,
 y con mirada y con candor de niña
 despertaste los mágicos hechizos
 dormidos al calor de tu basquiña.

  Te quise como quise al mundo entero;
 como quise a los viejos y a los niños;
 como quise a los lirios del sendero,
 con fe de ascetas y pudor de armiños,
 con un amor viril, fuerte y sincero.
 
  Murió la Primavera cadenciosa
 en una estival noche lujuriante
 y agonizaba de dolor la rosa
 al ver que abandonabas a tu amante
 y te alejabas bella y donairosa.

  Apuñalaste el corazón sincero
 de quien fuiste la estrella y la fortuna,
 y sin pesar ni llanto lastimero,
 del Olvido me echaste en la laguna
 sin grito y sin sollozo verdadero.
 
  ¿Y eres tú, infanta de la infame mueca,
 la que ofrendaba besos voluptuosos
 e hilaba hechizos en amable rueca?
 ¿Dónde están ya los días venturosos,
 mujer vacía como estatua hueca?

  Se han muerto ya, princesa de princesas
 de todos los pictóricos estilos,
 las flores del jardín de las promesas
 crecidas bajo el palio de los tilos
 y el otoño ha aventado sus pavesas.
 
  Fue tu amor una sarta de falacias
 de tu alma hecha de afeite y badulaque.
 Escondiste taimada con audacias
 tras la pompa del amplio miriñaque
 las liviandades de las lises lacias.

  Te alejaste una noche, donairosa,
 con ritmo y con sonrisa singulares;
 en tu seno se abría una gran rosa,
 y en tu falda los locos farfalares
 bailaban una danza tumultuosa.

  La infamia era la rosa de tu pecho
 que exhalaba un aroma de mentira;
 la deshojé con rabia y con despecho,
 y así engarcé en las cuerdas de mi lira
 una flor mustia y un amor maltrecho.

  Y Citerea besos triunfales
 daba a la Noche que su manto abría
 como la flor del loto en los canales,
 y la luna en blancor de eucaristía
 nevaba apoteosis de rosales.


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