La historia de Valdemar Daae y de sus hijas
Cuando acaricia el viento las altas yerbas, ondulan como las aguas de un lago; cuando se desliza sobre las mieses, se doblan y se levantan como las olas del mar. El viento canta y cuenta. ¡Plena y sonora es su voz! Y ¡cómo sabe variar el tono, ora pasando por la copa de los árboles, ora por las ventanas de un campanario, ora por las troneras de una muralla! ¿Le ves, allá arriba, impulsando las nubes que huyen como un rebaño de ovejas perseguidas por un animal carnicero? ¿No se diría el aullido del lobo? Óyelo silbar ahora por entre las rendijas de la puerta; ¿no se diría el sonido de la bocina? Helo ahora en la chimenea; ¡cuán extraña melodía la suya! Escucha con atención. Relata un triste romance. Y no te sorprenda, sabe miles y miles de historias. Oigamos su narración: ¡Hu-u-hud! ¡Paso y vuelo! Tal es el estribillo de su romance.
A orillas del gran Belt -dice el viento- se levanta un antiguo castillo señorial, con macizas murallas de greda encarnada. Conozco todas las piedras que lo componen: las vi ya cuando sirvieron para edificar el castillo de Marsk-Stig; cuando lo derribaron, fueron llevadas más allá y con ellas se construyó el castillo de Borreby de que os hablo y que aún podéis ver de pie.
He conocido a todos los altos y poderosos barones y a las hermosas castellanas que han habitado ese soberbio castillo. Pero, dejémoslos; no quiero hablaros por hoy más que de Valdemar Daae y de sus hijas que también lo poseyeron en su tiempo. ¿Cuándo? Podrás encontrarlo en las crónicas.
¡Qué frente más altiva, la del señor Daae! Era de sangre real y sabía hacer otras cosas más que vaciar cuencos o cazar el ciervo. Grande era la fe que en sí mismo tenía. Cuando alguna cosa de las que emprendía no iba bien, «¡ya saldrá!», decía, sonriendo con tranquilidad, sin dudar nunca del éxito.
Su esposa, vestida con trajes recamados de oro, parecía una reina cuando marchaba altanera por el entarimado del gran salón, en el que las maderas más preciadas relucían como un espejo; magníficos tapices colgaban de los techos; de ébano y de marfil cincelados con arte, eran los muebles. Grandes riquezas, oro y vajilla le había llevado en dote. ¡Qué lujo el de entonces en el castillo de Borreby! Llena estaba la bodega de los más delicados vinos; en las cuadras relinchaban fogosos corceles de las razas más puras.
Tres niñas jugaban en el parque, Ida, Juana y Ana-Dorotea, nombres que siempre he albergado en mi memoria.
Ricas gentes eran, personas de condición nacidas en la opulencia y en el boato educadas. «¡Hu-u-hud! ¡Paso y vuelo!» -dijo el viento- y continuó su relato:
Nunca vi allí, como en las otras castellanías, a la castellana hilando en medio de sus sirvientas; no hacía más que tocar las cuerdas de su laúd y cantar, no canciones antiguas de Dinamarca, sino endechas y baladas del extranjero traídas.
Vida animada, movimiento eterno había en el castillo, pues de cerca y de muy lejos los huéspedes afluían. Diarios eran los festines y a veces resonaba tanto el choque de las copas que se oía desde fuera, hasta cuando con fuerza yo soplaba.
Sí, regocijo y lujo y arrogancia había allí; pero virtud ninguna.
Una vez, la noche del primero de mayo, llegaba del Oeste; me había distraído empujando algunas naves hacia la costa de Jutlandia, donde habían perecido, hechas pedazos; luego, deslizándome por encima de la vasta maleza, había cruzado como un relámpago la isla de Fionia y llegaba al gran Belt cansado, tosiendo, aperreado. Para descansar, fuime a la playa del Selanda, cerca de Borreby, al lado del soberbio bosque de encinas que por el tiempo aquel allí existía.
Cogían los mozos del pueblo ramas muertas y bien secas que luego llevaron a la plaza de la aldea, y hecho un montón, lo encendieron. Mozos y aldeanas, en corro, saltaban con cantos plácidos, alrededor de la hoguera.
Soplé ligeramente sobre el haz que había llevado el más hermoso, el más vivo de los jóvenes, y despidió una llamarada como un relámpago, la más alta de todas. ¡Qué gritos de placer dieron las jóvenes! El mozo, habiendo aventajado a los otros, fue aquel año el rey de la aldea y pudo ofrecer su homenaje a la joven que le agradaba. Todo esto con júbilo más sincero y con más franca alegría que en los suntuosos salones del castillo.
De pronto, llegó un carruaje dorado tirado por seis caballos. En él se hallaba la castellana con sus hijas, tiernas, delicadas y encantadoras flores: la rosa, el lirio, y el pálido jacinto. La madre parecía un soberbio tulipán, resplandeciente de hermosura y cubierta de valiosos adornos, pero un tulipán erguido sobre su tallo. No saludó con el más mínimo movimiento de cabeza a la alegre compañía que, deteniendo sus juegos, se inclinaba respetuosa delante de los señores.
Viendo pasar a las tres graciosas jóvenes, me preguntaba cuáles serían los mancebos que un día las elegirían por esposas. No serán menos, me dije, que poderosos señores, tal vez príncipes.
¡Hu-u-hud! ¡Paso y vuelo!
Los aldeanos hicieron lo mismo que yo, saltando y danzando en torno de la hoguera, mientras el carruaje se alejaba al galope.
A la mitad de la noche, cuando me levanté para emprender mi carrera, la altiva castellana se acostó para siempre; la había acometido una enfermedad súbita que se la llevó con igual prontitud que yo hubiera podido hacerlo.
Sombrío y cuidadoso permaneció algún tiempo Valdemar Daae al recibir tan inesperado golpe. El árbol más robusto puede ser doblado por la tormenta, mas en breve se endereza. Las jóvenes lloraron mucho tiempo; pero los vasallos y los escuderos, por el contrario, no tuvieron que enjugar sus lágrimas. ¡Cuán dura y cruel había sido! ¡Hu-u-hud! Y me fui como ella. Volvía a menudo, muy a menudo a las costas del Belt para descansar cerca de Borreby en el hermoso encinar. Anidaban allí garzas reales, palomas torcaces, cuervos y cigüeñas. Era en la primavera y muchas aves empollaban sus huevos. De pronto, resonaron pitidos alarmados, huyeron y revolotearon los pajarillos y las aves con gritos de dolor y de cólera. En los árboles resonaban los hachazos de los leñadores. El bosque iba a ser talado.
Valdemar Daae quería construir un magnífico navío de tres puentes, un buque de guerra, seguro de que el rey se lo pagaría muy caro. Por esto había condenado el bosque secular que era un abrigo para las aves así como una señal para los marinos, en aquellas peligrosas costas. Huyeron los búhos los primeros y fueron destruidos sus nidos. Luego, garzas reales, cuervos y demás pájaros se decidieron a abandonar los lugares do, siglos hacía, centenares de generaciones de su raza tuvieron establecidas sus inviolables moradas. Antes de marcharse, revolotearon con furor, dando agudísimos chillidos. Comprendía muy bien lo que decían: ¡Crah, crah!, decían las cornejas. ¡Crah, crah!, nuestra casa cruje.
Entre los talados árboles, Valdemar Daae y sus bijas contemplaban la obra de destrucción. Todos se reían a carcajadas de los gritos de los pobres expulsados. Una sola, Ana Dorotea, la más joven, tuvo un movimiento de conmiseración; cuando fueron a cortar un árbol medio seco en el que anidaba una cigüeña negra con sus hijos, que asomaban sus asustadas cabecillas, con lágrimas en los ojos suplicó que no se cortase, y no tocaron al árbol, que poco valor tenía, en verdad.
Una vez talado el bosque reinó en él, durante meses, un incesante trabajo. Se aserraron maderas, se cortaron y clavaron, construyeron el buque de tres puentes. El arquitecto era un plebeyo, pero no por esto carecía de arrogancia, y tenía razón. En su frente y en sus ojos brillaba la inteligencia. Valdemar Daae lo escuchaba con gusto, y su hija Ida, la mayor, que tenía quince años, sonreía cuando hablaba. Al par que construía el buque, el joven arquitecto levantaba un imaginario palacio en el que se veía entrar llevando del brazo a Ida. Habría podido suceder así, si el palacio hubiera sido de piedra, con grandes salones bien adornados y bosques y alquerías en los contornos.
Pero, no era así, y malgrado su ingenio y saber, el pobre arquitecto fue tan mal recibido como un gorrión que hubiese tenido la veleidad de alternar con pavos reales. ¡Hu-u-hud! Fuime yo, y fuese él. Terminado su trabajo tuvo que partir de Borreby. La linda Ida lo sintió una semana y se resignó luego al rigor del destino.
Relinchaban en la cuadra los fogosos corceles de negro y reluciente pelo. Dignos eran de ser admirados. Cuando no emprendía yo mi paso rápido, podían luchar conmigo en ligereza. Y así es que llegaban a verlos de muy lejos. El almirante que vino, enviado por el rey, para examinar la nueva nave y comprarla si era de su gusto, habló con elogiosos términos de los soberbios caballos. Lo oía yo todo; mientras paseaban por la playa hablando del navío, amontonaba delante de Valdemar Daae pajitas de color de oro, pero el oro verdadero que codiciaba, se le escapó. El almirante deseaba los fogosos corceles, por esto los encomiaba tanto; no lo comprendieron y no se vendió el buque. Como solo podía convenir al rey, permaneció encallado en la arena, cubierto de tablones, como una nueva arca de Noé; nunca vinieron las olas que levantarlo debían.
¡Hu-u-hud! Paso y vuelo, por el hermoso bosque talado inútilmente.
En invierno -prosiguió el viento- cuando la nieve cubría los campos y flotaban por doquiera los témpanos, llegué zumbando a lo largo de la costa. Vi reunirse grandes bandadas de cornejas y de cuervos, a cuáles más negros, que fueron a posarse en el buque abandonado que yacía en la arena; la Muerte parecía reinar en él. Hablaron del bosque talado, y de los pájaros que con sus cantos lo alegraban, de los pajarillos que habían muerto, y todo ¿por qué?, por aquella mole inerte que nunca había navegado.
Hice arremolinar la nieve que se extendió como un sudario en torno de la nave, y casi por encima de los mástiles, luego soplé con toda mi fuerza, y aunque nunca lo habían sacudido las olas, supo en breve lo que era una tormenta. ¡Hu-u-hud!
Y el invierno pasó, y a seguida el verano; volaron los días como yo vuelo, como vuela la nieve, y luego las flores y las hojas de los árboles. Todo pasa, todo vuela, todo se va, todo, hasta los hijos de los hombres.
Pero, las hijas de Valdemar Daae no estaban dispuestas aún a volar.
Ida seguía resplandeciente de belleza como una rosa acabada de abrirse, tal como la viera el pobre constructor de buques. A menudo, cuando estaba sentada, pensativa, bajo los manzanos del vergel, asía y destrenzaba yo sus largos cabellos castaños que cubría con las blancas y rosadas flores de los árboles. No lo notaba; permanecía inmóvil, contemplando por entre el follaje el sol y el horizonte que parecía una gigantesca barra de oro.
Su hermana Juana era esbelta como un lirio, brillante de belleza, pero de un tallo duro y poco flexible, como su madre. Le gustaba pasear en el salón de honor adornado con los retratos de sus mayores. Las damas llevaban ricos trajes de terciopelo y seda; un sombrerito bordado de perlas sobre sus extraños peinados; todas ellas eran altivas bellezas. Los hombres vestían corazas de acero con labores embutidas o mantos de preciosas pieles; en torno del cuello una ancha gorguera; según la moda antigua, llevaban el cinturón de la espada atado al muslo y no a la cintura.
¿En qué hueco de la pared pondrían un día el retrato de Juana, y qué traje llevaría el noble señor destinado a ser su esposo? En esto pensaba; la oí hablar consigo misma un día que penetré por una ventana abierta en el salón de los antepasados.
Ana-Dorotea, el pálido jacinto, era una silenciosa niña de catorce años. Sus grandes ojos como el mar azules vertían miradas melancólicas y en torno de sus labios vagaba la suave sonrisa de la primera juventud. Por nada en el mundo habría consentido en marchitar esta deliciosa sonrisa.
La encontraba a menudo en el jardín, en el parque y hasta en el campo, cogiendo las flores y yerbas que necesitaba su padre para extraer sus remedios y brebajes. Valdemar Daae tenía mucho orgullo, pero tenía también mucha ciencia, conocía las plantas, las piedras y la naturaleza toda.
Era muy raro en aquel tiempo y se contaban cosas extraordinarias sobre su vasto saber.
Hasta en verano ardía el fuego, días y noches, en la chimenea de su gabinete, donde permanecía encerrado con sus redomas y retortas. Nunca hablaba de lo que así buscaba; sabía que, para dominar las fuerzas de la naturaleza, es indispensable un silencio rigoroso; su deseo era alcanzar el arte sublime; creía llegar al fin y poder fabricar el oro.
Por esto el humo salía sin descanso por la chimenea. ¡Qué fuego, qué llamaradas! Me mezclaba yo del asunto -añadió el viento- y, soplando en el hogar, cantaba: «¡Pasa, vuela! Todo esto no será más que humo y cenizas. ¡Te quemas, te quemas! ¡Hu-u-hud! ¡Pasa y vuela!». Pero, Valdemar Daae no cedió. ¿Qué ha sido de los fogosos corceles? Y de las copas de oro, de la rica vajilla sobredorada, de los rebaños, de las manadas ¿qué ha sido? Todo está fundido: todo se ha vendido para alimentar el fuego de las retortas que no quiere devolver ni una partícula del oro que devora.
Vacíanse las bodegas, los graneros, los armarios; desaparecen los lacayos que son reemplazados por ratas y ratones. Los cristales saltan en pedazos. No tardé en estar como en mi casa en el antiguo castillo; no tenía ya que esperar que abriesen la puerta, o recurrir a la chimenea, para visitarlo; entraba y salía a mi antojo. Soplaba por el patio de honor y resonaba como la bocina del portero, pero no había ya portero; hacía girar la veleta de la torre del homenaje, lo que producía un ruido sordo que se habría tomado por los ronquidos del vigía, pero hacía tiempo que el vigía se había marchado; solo los búhos y las cornejas reinaban en la torre. Salíanse las puertas de sus goznes, todo se quebraba, todo se rompía. Entraba y salía a mi antojo -repitió el viento- y así vi también lo que pasó.
En medio de aquel humo, de aquellas cenizas, la espera, la calentura roían el cuerpo y el alma de Valdemar Daae; encanecía su barba y su cabellera; pero, así como el fuego en el hogar, vívida seguía la llamarada de sus ojos que relucían con el fulgor de la codicia, del amor apasionado por el oro.
En el alambique nada se ve aún. Todo se ha vendido y se acumulan las deudas. Yo cantaba alegremente por los cristales rajados y las grieteadas murallas; soplaba hasta dentro de los armarios de las lindas señoritas, do, mustios de color, llenos de arrugas se veían los hermosos trajes de más felices tiempos que era hoy imposible reemplazar y que aún debían ponerse.
Nunca habían cantado a las altivas jóvenes, la antigua balada que dice:
«Con lujo y pompa sin igual vivieron,
pero luego, del hambre se murieron.»
Y era, sin embargo, lo que las sucedía.
Yo, continuaba mis paseos por el castillo. Mis soplidos sonaron melódicos por los largos y desiertos corredores, pero, tenían otra cosa en qué pensar. Hacía un invierno glacial; llevaba yo la nieve en torno del castillo y decían que calentaba. Mas las tres nobles jóvenes permanecían el día entero en su lecho, pues no había con qué encender el fuego; el bosque, que les habría proporcionado leña, estaba talado.
Valdemar Daae temblaba de hambre y de frío, sin que ello abatiese su indomable orgullo. Por más que le decía: «¡Hu-u-hud! ¡Pasa, vuela!», no se movía, permanecía enclavado allí.
Después del invierno viene el verano -decía- y la alegría en pos de la pena. Solo se trata de tener paciencia. El castillo y las tierras están en poder de los usureros, estamos al cabo de nuestra ruina, pero se acerca nuestro triunfo. El oro va a brotar en mi alambique, será el día de pascua, lo he leído en las estrellas del cielo.
Otro día, viendo a una araña tejer su tela, exclamó:
Tenaz e infatigable tejedora, tú me das un ejemplo de la perseverancia. Si desgarran tu tela, al momento vuelves a comenzarla; la arrancan otra vez y de nuevo emprendes la obra y la concluyes. Eso debo hacer yo y no me fallará la recompensa.
Era la mañana del día de Pascua, y las campanas de la iglesia repicaban, como alegres y calentadas por el hermoso sol que lucía en el zenit. Todo tenía un aspecto de fiesta. Pero Valdemar Daae se consumía con la fiebre de la angustia; había velado toda la noche, fundido y enfriado la fundición; había mezclado, destilado y vuelto a mezclar. Le oía dar suspiros de desesperación, blasfemar y rezar a un tiempo; luego permanecía inmóvil, conteniendo la respiración, contemplando la fusión de los metales en el alambique.
La lámpara se había apagado sin que lo notase. Soplé un poco en la lumbre y un resplandor rojizo iluminó su rostro, blanco como la cera; sus ojos, hundidos en las órbitas, miraban con fijeza. De pronto se dilataron, se dilataron como si fuesen a reventar.
Helo aquí -exclamó- helo, el cristal de alquimia. ¡Cómo brilla, qué puro y qué pesado es! Y alzando el recipiente con trémula mano, agobiado por el peso de la emoción: ¡Oro!, balbuceó, ¡oro, oro!
El vértigo se había apoderado de él -dijo el viento- y de un soplo hubiera podido tirarlo por tierra. Resbalé en pos de sus pasos, cuando recobró sus sentidos y se dirigió a la sala en que se hallaban sus hijas, juntas las unas a las otras para tener menos frío. Cubiertos de cenizas estaban sus vestidos; cubiertas de ceniza también, la cana cabellera y la poblada barba; se erguía, altivo y triunfante, alzando en el aire el tesoro por el que tanto sufriera.
¡Di con ello, vencí! -exclamó- ¡oro, oro! Y tenía en el aire el alambique que, a los rayos del sol, relucía como un astro. Su temblorosa mano dejó escapar el alambique que se rompió con estrépito en mil pedazos, vertiéndose por tierra su precioso contenido. La felicidad de Valdemar Daae había durado lo que una bola de jabón. ¡Hu-u-hud! ¡Paso y vuelo! y me marché de Borreby.
Volví a estos lugares al entrar el otoño, con muy alegre humor; arremoliné las nubes y limpié el cielo; luego, rompí las ramas secas de los árboles, trabajo penoso, que fuerza era cumplir como todos los años.
La desgracia había trabajado también en Borreby. Owe Ramel, el señor de Basnaes, desde tiempo inmemorial enemigo de Valdemar Daae, acababa de presentarse con el título hipotecario que le transfería la propiedad de la heredad, del castillo, del feudo entero. Yo, sacudí los cristales rotos, choqué las puertas de enmohecidos goznes, silbé por entre las grietas. ¡Hu-u-hud! ¡Qué escándalo armé! Quería quitar al castellano Owe el deseo de instalarse en Borreby.
Ida y Ana Dorotea lloraban amargamente. Juana conservaba su arrogancia; de pie, pálida de despecho, se mordía el dedo pulgar hasta el punto de hacer brotar su preciosa sangre.
Owe Ramel ofreció a Valdemar dejarle habitar en el castillo durante su vida, pero le dieron las gracias. Y vi al señor Daae, enantes tan opulento, hoy sin abrigo, levantar la cabeza con más altivez que nunca y salir con reposado paso de la mansión de sus abuelos. Era un espectáculo grandioso; me conmovió de tal manera que me hice atrás para dejarlo pasar y quebré una rama, viva aún, de uno de los seculares tilos del patio.
Duro era el trance y gran fuerza de alma se necesitaba para conservar una actitud digna; pero era un corazón de roca el de Valdemar Daae.
Él y sus hijas no tenían nada más que los trajes que llevaban; pero miento: poseían además un nuevo alambique que a fuerza de privaciones habían conseguido comprar y en el que habían recogido parte de la preciosa preparación que producir debía trozos de oro.
Guardola Valdemar Daae cuidadosamente en su pecho, y con un palo en la diestra, el señor tan rico, tan temido un día, salió del castillo de Borreby seguido de sus tres hijas. Ardían sus mejillas de reprimida cólera; pero las refresqué con mi soplo, agitando sus canas. Para consolarlo le canté mi endecha: ¡Hu-u-hud! ¡Paso y vuelo! Mas esto le hizo pensar, sin duda, que toda su opulencia había pasado como arrebatada por una borrasca.
Ida marcha a un lado de su padre y al otro Ana Dorotea. Juana iba detrás; delante de la puerta se volvió para dirigir una postrer mirada a la casa do viviera entre el lujo y la riqueza; sus ojos no estaban ni siquiera húmedos, pero tanta altivez no conmovió al destino.
Siguieron la carretera que tantas veces cruzaran en su dorado carruaje, cuando parecían ahora una familia de mendigos. Pasando campos y brezos llegaron a la choza de arcilla que por un escudo y medio al año habían alquilado; tan vacía estaba de muebles como la que acababan de dejar; las cuatro paredes y nada más. Cuervos y cornejas revoloteaban gritando con voz de zumba; ¡Crah, crah, crah!, como gritaban cuando talaron el bosque.
El señor Daae y sus hijas oyeron estos gritos burlones; pero ¿qué mella podían hacerle después de lo ya pasado?
Se instalaron en la miserable choza. Los abandoné para continuar mi obra: arrancar las hojas, impulsar las nubes, amontonarlas hasta hacerlas derretirse en agua, agitar las marinas olas y sumergir los buques. ¡Hu-u-hud! ¡Paso y vuelo!
¿Qué fue de Valdemar Daae y de sus hijas?
Medio siglo después vi por la última vez a Ana Dorotea, el pálido jacinto -dijo el viento- estaba envejecida y encorvada; había sobrevivido a todos los demás y de todo se acordaba.
En el balcón del hermoso castillo del preboste de Viborg estaba la noble castellana con sus hijas, mirando la vasta campiña; sus miradas se detuvieron en un árbol aislado, del que colgaba un nido de cigüeña. Contra el árbol se alzaba una vetusta cabaña cubierta de musgo y ramas, mucho menos peor cuidada que el nido de la cigüeña.
Cuando pasaba por allí -dijo el viento- detenía mi soplo para no echar a tierra la miserable casucha. Era una mancha en el paisaje y la habrían quitado, lo mismo que el árbol, a no ser por el nido. No querían echar al ave de Egipto, y por esto dejaban subsistir el árbol y la cabaña; la mendiga que la habitaba conservaba así un refugio. ¿Era la recompensa que obtenía por haber suplicado un día que no cortasen aquel árbol, a causa del nido de la cigüeña? Lo creía así, pues de todo se acordaba.
¡Ay!, la oía suspirar, ¡ay!, no doblaron las campanas para tu entierro, Valdemar Daae; los niños de la aldea no vinieron a cantar los salmos cuando fue sepultado el último de los antiguos y poderosos señores de Borreby.
Sabía que no le tributarían honor alguno y vio empero llegar a la muerte con alegría. Todo acaba, hasta la miseria. Nada había podido domeñar su ánimo altivo, hasta que mi hermana Ida, vencida por el sufrimiento y las privaciones, consintió en casarse con un aldeano. Demasiado fue esto para Valdemar Daae. Su hija, ¡la mujer de un siervo que el señor de la aldea podía, a su antojo, atar y apalear por la menor falta! El corazón de Valdemar Daae se rompió en pedazos. Apenas salvada del hambre, Ida murió de dolor, por su mal casamiento. ¡Cuánto envidio su suerte! ¿No moriré yo nunca? ¡Oh! Dios de misericordia, ¡libertadme de este largo tormento!
La otra hermana, Juana la altiva, tenía ánimo viril y elevado corazón -replicó el viento. Se vistió de hombre, y como la miseria había agostado su belleza, no la tomaban por una mujer. Se alistó como grumete a bordo de una nave. Era taciturna y sombría, pero trabajaba bien; nunca la dirigieron un reproche; aceptaba su salario, pero hacía mucho más de lo que debía. Una noche de borrasca -añadió el viento- la empujé y la eché al agua; a mi parecer obré bien y la hice un favor.
En una mañana de Pascua, parecida a aquella en que Valdemar Daae creyó haber descubierto el secreto de hacer oro, oí cantar un cántico, bajo el nido de la cigüeña, en la choza derruida. ¡Qué dulce y conmovedor acento! Habríase dicho el sonido armonioso de los cañaverales cuando yo lo acaricio. Era el último canto de Ana Dorotea. Miraba los brezos por la apertura que de ventana servía a la choza. El sol resplandeciente apareció a sus ojos como un globo de oro. Lanzó un postrimer suspiro y su corazón se rompió y para siempre se cerraron sus ojos. Yo solo canté en su entierro, dijo el viento. Sé do está su tumba y la de su padre que nadie conoce.
Hoy, un ferrocarril pasa sobre la tierra en que reposan sus huesos; un largo tren de vagones adelanta a todo vapor con estrépito; ya ha pasado y aún se oye: ¡Hu-u-ud! ¡Paso y vuelo!
Hago otro tanto; he acabado mi cuento.