La hija del mashorquero

LA HIJA DEL MASHORQUERO

LEYENDA HISTÓRICA

I

Roque Alma-negra era el terror de Buenos Aires. Verdugo por excelencia entre una asociación de verdugos llamada Mashorca y consagrado en cuerpo y alma al tremendo fundador de aquella terrible hermandad, contaba las horas por el numero de sus crímenes, y su brazo perpetuamente armado del puñal, jamás se bajaba sino para herir. Su huella era un reguero de sangre, y había huido de él hacía tanto tiempo la piedad, que su corazón no conservaba de ésta ningún recuerdo y los gemidos del huérfano, de la esposa y de la madre, lo encontraban tan insensible, como la fría hoja de acero que hundía en el pecho de sus víctimas. Cada semejanza con la humanidad había desaparecido de la fisonomía de aquel hombre y su lenguaje, expresión fiel del nombre que sus delitos le habían dado, era una mezcla de ferocidad y de blasfemia que hacía palidecer de espanto a todos aquellos que tenían la desgracia de acercársele.

Sin embargo, entre aquel horrible vocabulario de crueldades y de impiedad, como una flor nacida en el cieno, había una palabra de bendición que Roque pronunciaba siempre.

Clemencia, decía aquel hombre de sangre, cuando fatigado por los crímenes de la noche entraba a su casa al amanecer. Y a este nombre, que sonaba como un sarcasmo en los labios del asesino, una voz tan dulce y melodiosa que parecía venir de los celestes coros, respondía con ternura: ¡Padre! Y una figura de ángel, una joven de dieciséis años, con grandes ojos azules y ceñidas de una aureola de rizos blondos salía al encuentro del mashorquero y lo abrazaba con dolorosa efusión. Era su hija.

Roque la amaba como el tigre ama sus cachorros, con un amor feroz. Por ella hubiera llevado el hiero y el fuego a los extremos del mundo; por ella hubiera vertido su propia sangre; pero no le habría sacrificado ni una sola gota de su venganza, ni uno solo de sus instintos homicidas.

Clemencia vivía sola en un maldecido hogar del mashorquero. Su madre había muerto hacía mucho tiempo víctima de una dolencia desconocida.

Clemencia la vio languidecer y extinguirse lentamente en una larga agonía, sin que sus tiernos cuidados pudieran volverla a la vida, ni sus ruegos y lágrimas arrancar de su corazón el fatal secreto que la llevaba a la tumba.

Pero cuando su madre murió, cuando la vio desaparecer bajo la negra cubierta del ataúd, y que espantada del inmenso vacío que se había hecho en torno suyo, fue a arrojarse en los brazos de su padre, los vio manchados en sangre y la luz de una horrible revelación alumbró de repente el espíritu de Clemencia. Tendió una mirada al pasado, y trajo a la memoria escenas misteriosas entonces para ella, y que ahora se le prestaban claras, distintas, horribles. Recordó las maldiciones dirigidas a Roque el Mashorquero, que tantas veces habían herido sus oídos y que ella en su amor, en su veneración por su padre, estaba tan distante de pesar que caían sobre él. Ella que hasta entonces había vivido en un mundo de amor y de piedad hallóse un de repente en otro de crímenes y de horror. La verdad toda entera se mostró a sus ojos, y comparando con su propio dolor el dolor que su madre había devorado en silencio, comprendió por qué había preferido a la vida la eternidad y al lecho conyugal la fría almohada del sepulcro.

Pero en el dolor de Clemencia no se mezcló ningún sentimiento de amargura. El alma de aquella hermosa niña se parecía a su nombre: era toda dulzura y misericordia. Su fatal descubrimiento en nada disminuyó la ternura que profesaba a su padre. Al contrario, Clemencia lo amó más, porque lo amó con una compasión profunda; y viéndolo marchar solo con sus crímenes en un sendero regado con sangre, llevando el odio bajo sus pies y la venganza sobre su cabeza, lejos de envidiar el reposo eterno de su madre, Clemencia deseó vivir para acompañar al desdichado como un ángel guardián en aquella vía de iniquidad, y si no le era posible apartarlo de ella, ofrecer al menos por él a Dios una vida de dolor y de expiación.

Clemencia rechazó con horror el lujo que la rodeaba, porque en él vio precio del crimen, y olvidando que era joven, olvidando que era bella, y que en el mundo hay goces celeste para la juventud y la belleza, ocultó su esbelto talle y sus deliciosas formas bajo una larga túnica blanca, cubrió los sedosos rizos de su espléndida cabellera con un tupido velo, acalló los latidos con que su corazón la pedía amor, y se consagró toda entera al alivio de los desgraciados. Sobreponiéndose al profundo horror de su alma, hojeó esas sangrientas listas en que su padre consignaba el nombre de sus víctimas, y guiaba por estos fúnebres datos; corría a buscar para adoptarlos a los huérfanos y viudas que el puñal de aquél había dejado sin amparo en el mundo. Empleó para socorrerlos los talentos adquiridos en la esmerada educación que había recibido de su madre: dio lecciones de música y de pintura, y consagró sus horas a un constante trabajo. La pobre niña llena la mente de lúgubres pensamientos y con el corazón destrozado de dolor, tocaba alegres polkas que sus discípulos danzaban alegres y felices; y en la pavorosa soledad de sus noches, ella, que había dicho un eterno adiós a todas las dichas de la vida, se ocupaba en bordar vaporosos ramilletes en el velo de una desposada o en la transparente y coqueta falda de un vestido de baile, sin que le desanimaran las ideas dolorosas de esos accesorios de una felicidad a que ella no podía ya aspirar, despertaban en su alma: y con el precio de esos trabajos tan llenos de tristes emociones, corría a derramar el consuelo y la paz en el hogar de aquéllas a quienes había sacrificado el hacha de su padre. Como una tierna madre acariciaba e instruía a los niños, velaba a los enfermos con la ardiente solicitud de una hermana de caridad y auxiliaba a los moribundos con una elocuencia llena de unción y piedad.

Enteramente olvidada de sí misma, Clemencia parecía vivir sólo en la vida de los otros. Y sin embargo el mundo la sonreía a los lejos, le abría los brazos, y le mostraba sus goces. Frecuentemente en sus piadosas correrías, Clemencia oía tras de sí voces apasionadas que exclamaban:

¡Cuán bella es! ¡Mil veces dichoso, aquel que merezca una mirada de esos ojos!

Pero aquellas palabras de galantería y amor en medio del sepulcral silencio de la ciudad desolada, encandilaban los oídos de Clemencia como cantos profanos entre las tumbas de un cementerio y ocultando el rostro entre las tumbas de un cementerio y ocultando el rostro entre los pliegues de su velo, se apartaba el corazón oprimido de tristeza y disgusto.


II

Un día al anochecer, Clemencia vio entrar en su casa y dirigirse al cuarto de su padre algunos hombres de fisonomía patibularia, envueltos en largos ponchos bajos cuyos pliegues se veían brillar los mangos de sus puñales. Clemencia previó algo funesto en la presencia de aquellos hombres, y después de haber vacilado algunos instantes corrió a aplicar el oído a la cerradura de una puerta que se abría sobre la habitación de su padre.

Roque, de pie cerca de una mesa tenía en la mano algunos papeles, y hablaba en voz alta a su auditorio.

—Sí, amigos míos —decía—. ¡Guerra a muerte a los unitarios! ¡Guerra a muerte a esos malvados! ¿Vosotros creéis hacer mucho? Pues sabed que os engañáis. Leed y veréis que aún queda una inmensa obra al cuchillo de la mashorca, cuando comparéis el número de los que han caído con el de aquéllos que caerán… ¡Qué caerán sí, aunque se escondan bajo el manto de María!

—¡Reina del cielo! —murmuró Clemencia juntando las manos con angustia y volviéndose hacia la imagen de la Virgen, su única compañera en aquella morada solitaria—. Si esa blasfemia ha llegado al pie de vuestro divino trono, no la escuchéis ¡madre buena! Desechadla con indulgencia y alumbrad con una sonrisa de compasión al desdichado que camina en las tinieblas.

Al pronunciar estas últimas palabras, Clemencia volvió a oír la voz de su padre que leía:

—“A las nueve de esta noche, un hombre embozado se detendrá al pie del obelisco de la plaza de la Victoria, y dará tres silbidos. Ese hombre es Manuel de Puirredón, el incorregible conspirador unitario, amigo de Lavalle y emigrado en Montevideo. La señal es dirigida a la hija de un federal que unida a él secretamente y convertida en su auxiliar más poderoso, le entrega los secretos de su padre e instruido por esa señal del regreso del conspirador, irá a reunírsele para segundar sin duda el infame plan que le trae a Buenos Aires.”

—¿Lo oís, camaradas? ¡Y aún están nuestros puñales en el cinto! —exclamó Roque con una ira feroz.

—¡Muera Manuel de Puirredón! —gritaron los asesinos desenvainando sus largos puñales.

Clemencia dirigió una mirada por la cerradura a la péndula que estaban enfrente de su padre, ¡y se estremeció!

La aguja marcaba las ocho y cincuenta y cinco.

—¡Cinco minutos para salvar la vida a un hombre! ¡Cinco minutos para preservar a mi padre de un crimen más! ¡Oh dios mío, alarga este corto espacio, y presta alas a mis pies.

Y volviéndose en su largo velo blanco, salió de su casa corriendo, no sin volver muchas veces la cabeza por temor de que los asesinos se le adelantaran, inutilizando el deseo de salvar al desgraciado que sin saberlo se encaminaba a la muerte.

Al llegar al ángulo que forma la calle de la Victoria con la del Colegio, Clemencia divisó un bulto negro que cortando diagonalmente la plaza se dirigía al obelisco.

—¡Es él! —murmuró con voz temblorosa, y corriendo en pos suya alcanzóle en el momento que trocaba ya la verja de hierro.

Muchos paseantes vagaban en aquel sitio halagados por la brisa de la noche, e impedían a Clemencia hablar con el desconocido.

Entonces ella se volvió hacia atrás; pasó cerca de él y tocóle ligeramente la espalda haciéndole una imperceptible seña de seguirle.

El embozado se volvió con impetuosidad y acercándose a Clemencia

—¡Emilia! ¡Emilia mía! —exclamó ciñendo apaciblemente el cuerpo de la joven con uno de sus brazos, sin que ella pudiera impedirlo por temor de llamar sobre ellos la atención.

Obligada así a callar, Clemencia, al través de su velo contempló al desconocido, cuyo rostro estaba iluminado en aquel momento por los rayos de la luna. Era un hombre joven y bello como jamás Clemencia había visto otro ni aun en sus poéticos ensueños de diez y seis años. Era alto y esbelto. En todos sus movimientos revelábase esa elegancia fácil, casi descuidada, que sólo dan el uso del mundo y un nacimiento distinguido. La mirada a la vez profunda y lánguida de sus hermosos ojos, tenía un poder irresistible de atracción que aliándose a la mágica armonía de su voz, hacía de aquel hombre uno de esos seres que una vez vistos no pueden olvidarse jamás, y que dejan en nuestra vida una huella imborrable de felicidad o de dolor.

Y el desconocido, bajo el poder de su engaño repetía al oído de Clemencia:

—Emilia, heme aquí, amada mía, no como un conspirador, a envolverte de nuevo en la ruina de mis quiméricas esperanzas, sino como esposo apasionado a arrebatarte de los brazos de tu padre, y llevarte en los míos, lejos, muy lejos, al fondo de los desiertos, a algún paraje desconocido que tu amor convertirá para mí en un delicioso Edén. Ven, Emilia mía, abandonemos esta patria fatal. Dios la ha maldecido y nuestros esfuerzos y sacrificios para salvarla son vanos…

—¡Oh! —continuó el proscrito con voz ahogada y estrechando aún más a Clemencia contra su pecho—. Lo vez, Emilia: esta idea despedaza mi corazón… pero aquí estás tú para tú para calmar sus dolores y llenarlo de alegría…

—¿Y nuestro hijo? ¡Qué bello será! ¡Cuánto habrás sufrido al separarte de él en la cruel necesidad de ocultar su existencia…!

En aquel momento llegaban a un paraje solitario de la plaza. Clemencia tendió una mirada en torno suyo y separándose precipitadamente de los brazos del desconocido, alzó el velo para hacerle conocer su error.

—¡Cielos! —exclamó él—. ¡No es Emilia!

—No, señor; pero si vos os llamáis Manuel de Puirredón, huid de este sitio funesto donde cada segundo es para vos un paso hacia la muerte… ¿No lo veis? —continuó ella con terror, señalando un grupo negro al otro extremo de la plaza—. Son ellos, son los puñales sangrientos de la mashorca que os acechan… Huid en nombre del cielo, por vuestra esposa, por vuestro hijo… Id con ellos lejos de este antro de fieras a realizar ese hermoso sueño de dicha que halaga vuestra mente… Huid, huid —repitió, señalando al proscrito de una calle sombría y alejándose ella por otra.


III

Al entrar en su casa Clemencia, fue a postrarse a los pies de la Virgen, y ocultando su rostro bajo el velo de la sagrada imagen, lloró largo tiempo, murmurando entre sollozos palabras misteriosas: quizá algún dulce y doloroso secreto que ella había querido ocultarse a sí misma, y que sólo osaba confiar a aquella que guarda la llave del corazón de las vírgenes.

Desde ese día el hechicero y melancólico rostro de Clemencia, palideció más todavía, revistiéndose de una tristeza profunda. ¡Quién sabe qué halagüeña visión cruzó por su mente con las palabras apasionadas de ese hombre! ¡Quién sabe qué sentimiento hizo nacer su vista en aquel corazón joven y solitario!

Algunas veces con la mirada perdida en el vacío, sonreía dulcemente; pero luego, como asaltada por un amargo recuerdo, movía la cabeza en ademán de dolorosa resignación murmurando en voz baja.

—Hija de la desgracia, heredera del castigo celeste, víctima expiatoria, piensa en tu voto; acuérdate que tu reino no es de este mundo.

Y sumida de nuevo en su mortal tristeza, consagrábase con mayor ardor a la misión de piedad que se había impuesto.

—Clemencia —dijo a su hija un día el mashorquero—. ¿Por qué te hallo cada vez más triste y meditabunda? ¿Quién se atreve a causarte pesadumbre? Nómbralo, por vida mía, y muy luego podrás añadir: ¡Desdichado de él!

—¡Nadie, padre… nadie! —respondió ésta estremeciéndose, y levantó instintivamente la mano al corazón, como si hubiese temido que su padre leyera allí algún secreto.

—No… tú me engañas… Hace tiempo que advierto lágrimas hasta en tu voz cuando vienes a abrazarme.

—Padre… —replicó la joven interrumpiéndolo y fijando en los sangrientos ojos del asesino los suyos azules y piadosos—. ¿No lo adivinas? Cuando después de una noche de vigilia y ansiedad te veo llegar al fin y salgo a abrazarte, pienso con profundo dolor que los hijos de esos desdichados que diariamente siega el hacha de tu bando, no podrían gozar ya de esa felicidad que Dios me concede a mí todavía. ¡Oh padre! ¿No es este un gran motivo de tristeza y de lágrimas? En medio de esas sangrientas escenas no has llevado alguna vez la mano al corazón, y te has preguntado qué harías tú mismo si vieras una mano armada del puñal bajarse sobre tu hija y degollarla…?

—¡Calla…! ¡Calla, Clemencia…! —gritó el bandido—. ¿Qué haría? El infierno mismo no tiene una rabia semejante a la que entonces movería el brazo de Roque para vengarte… ¡Pero tú estás loca, niña! ¿No sabes que los salvajes unitarios no tienen corazón como nosotros, que amamos y aborrecemos con igual violencia?

—¡Padre, tú sabes que eso no es cierto! ¿Qué dicen pues los gritos desgarradores de esas madres, los gemidos de esas esposas y el triste llanto de esos huérfanos que a todas horas oigo elevarse al cielo contra nosotros? ¿No te dicen que las fibras rotas por tu puñal en el fondo de sus almas son tan sensibles como las nuestras?

—¡Calla —repitió—, calla, Clemencia! Tienes una voz tan insinuante y persuasiva que me lo harías creer, y entonces ¿qué pensaría el general Rosas de su servidor? ¡Cómo se burlaría Salomón y Cuitiño de su compañero! ¡No… vete! No quiero escucharte, hoy sobre todo que Manuel Puirredón, ese bandido unitario a quien he jurado degollar, vaga entre nosotros invisiblemente y como protegido por un poder sobrenatural… ¡Oh! Pero en vano me inquieto… ¡qué locura! Este corazón está lleno de odio, y ya no cabría en él la piedad… Escucha si no esta historia… Hace algunos meses entré a oír misa en la iglesia del Socorro.

—Padre! ¡Osasteis entrar en el tiemplo de Dios con las manos manchadas!

—¿De sangre? Sí, por cierto, ¿por qué no, si es sangre de unitarios, esos enemigos de Dios?

Entré, como decía, en la iglesia del Socorro. Apenas había comenzado la misa un hombre a cuyo lado me había arrodillado volvióse de repente y habiéndome contemplado un segundo como para reconocerme paseó sobre mí una mirada de desprecio y apartándose con insolente repugnancia, fue a colocarse muy lejos de aquel sitio. Aquella acción me denunció un unitario. El miserable había reconocido a Roque, pero ignoraba lo que era la venganza de Roque.

Mis ojos no se apartaron de él durante la misa y al salir de la iglesia vile entrar al frente de una casa pequeña, casi arruinada.

En la noche de ese día, mientras aquel hombre olvidado del agravio que me había hecho y con dos niños en los brazos estaba tranquilamente al lado de su mujer, ocupada en bordar el ajuar para el tercero que iba a nacer, yo guié a su casa la Mashorca; y entre los brazos de su esposa y de sus hijos hundí mil veces mi puñal en su corazón salpicando los pañales del que aún no había visto la luz.

—¡Clemencia! ¡Clemencia! ¿Qué tienes?

El asesino alargó el brazo para sostener a su hija, que vacilante y trémula lo rechazó con mal disimulado horror.

—Por algún tiempo —continuó él— creí que sería eso que llaman de remordimiento el recuerdo imborrable que aquella escena de sangre, de gritos y de lágrimas dejó en mi imaginación; pero ¡ah! Era sólo el contento de una venganza satisfecha. El día en que Roque conociera la compasión o el remordimiento, la hoja de esta arma se empañaría y… mira como resplandece… —dijo el bandido, haciendo brillar su ancho puñal a los ojos de su hija.

Y ocultándolo en seguida entre la faja de su chiripá se alejó, sin duda para volver a su horrible tarea.

Clemencia se sintió anonadada bajo el peso de las espantosas palabras que había escuchado. Débil, quebrantada, exánime fue a caer a los pies de su divina protectora elevando hacia ella las manos en angustiosa plegaria.

A medida que oraba la esperanza y la fe descendían a su corazón; y cuando se levantó, su frente volvió a iluminarse con la serenidad de la resignación.

—Nunca es tarde para tu infinita misericordia, Dios mío —dijo ella alzando al cielo su mirada—. La hora del arrepentimiento no ha llegado todavía; pero ella sonará.

En seguida visitó el tesoro que guardaba para los desgraciados; tomó consigo una cesta de provisiones y un bolsillo de oro; y a favor de las sombras de la noche, fue a buscar aquella casa que había hablado su padre.

Reconocióla en la huella del hacha de los bandidos que rompiendo el postigo la habían dejado abierta; Clemencia iba a pasar el umbral de una habitación desnuda y miserable, cuando oyendo una voz que hablaba dentro se detuvo y contempló el cuadro que se ofrecía a su vista.

En un rincón del cuarto, sobre un lecho pobre y desabrigado, yacía una mujer joven, pero pálida y enflaquecida, con un recién nacido entre sus brazos. Más lejos, un niño de seis años y otro de cuatro estaban sentados bajo las mantas de una camita suspendida en forma de cuna por cuatro cuerdas reunidas y pendientes de una viga del techo.

La luz opaca de una vela que ardía en el suelo daba a aquella morada un aspecto lúgubre que, unido al recuerdo de la espantosa escena ocurrida allí despedazó de dolor el alma de Clemencia.

—Mamá —decía con voz lamentable el menor de los dos niños—, tengo hambre. ¿Qué has hecho del pan que comimos ayer?

La madre exhaló con acento grave y resignado:

—Lo comimos, Enrique, lo comimos y mamá no tiene dinero para comprar otro, porque está enferma y no puede trabajar. No la atormentes; y durmamos como el pobre angelito que ayer cayó del cielo entre nosotros.

—¡Ay! Él tiene el pecho de mi mamá y yo tengo hambre… ¡tengo hambre! —replicaba Enrique llorando.

—¡Dios mío! —exclamó la madre entre sollozos—. Si en la sabiduría de tus designios quisiste que el hacha homicida abatiera el árbol más robusto, yo adoro tu voluntad y me resigno; pero ten piedad de estas tiernas flores que comienzan a abrirse a los rayos de tu sol. ¡Señor! Tú que alimentas las avecillas del aire, los gusanos de la tierra y que oyes llorar de hambre a mis hijos ¿no enviarás en su socorro uno de los millares de ángeles que habitan tu cielo…?

¡Ah! Helo ahí —murmuró viendo a Clemencia que arrodillaba ante la cama de los niños les presentaba las provisiones que había traído.

La madre juntó las manos y contempló con religiosa admiración a aquella bellísima joven, cuyo blanco velo plegado como una aureola en torno de su frente parecía iluminar las tinieblas que la rodeaban, y que inclinada sobre sus hijos como el genio de la misericordia los cubría con una mirada de ternura y de dolor. La pobre mujer creíala un ángel descendido a su ruego; e inmóvil, temía que un ademán, que un soplo, desvanecieran la divina visión, restituyéndola a la horrible realidad. Y cuando Clemencia se acercó a su lecho, la sencilla hija del pueblo alargó ansiosamente la mano para tocar las suyas y convencerse de que no era una aparición sobrehumana.

—¡Oh! Tú, que has venido a derramar el consuelo de esta morada de dolor —exclamó abrazando las rodillas de la joven—, ¿quién eres, criatura angelical?

—Soy un ser desventurado como vosotros y vengo a buscar a mis compañeros de dolor. Vengo a deciros: madre cristiana, confiad en aquel que enjuga toda lágrima y acallad todo gemido. Él vela sobre todos de lo alto de su cielo y puede hacer de la más débil criatura un instrumento de su misericordia. ¿Habéis quedado sola y desamparada? Yo estaré cerca de vos y seréis mi hermana querida. ¿Vuestros hijos necesitan de un protector? Yo lo seré. ¿Os halláis falta de todo? He aquí oro para que lo procuréis.

—¡Ah, sois una santa!... —dijo la viuda, inclinándose devotamente—. Bendecid a mi hijo y dadle un nombre; porque todavía no está bautizado.

Y puso al recién nacido en los brazos de Clemencia.

—Llamadle Manuel —dijo ella en voz baja, y al pronunciar este nombre la pálida frente de la virgen se ruborizó, y sus ojos brillaron con extraño fulgor.

—Manuel —continuó, besando al niño con timidez—, yo seré para ti una nodriza solícita y apasionada. Tu madre no tendrá celos, pues para ella serán todas sus caricias; para mí sólo la dicha de poder decir cada día: ¡Manuel, yo te amo!

—¡Ay de mí! —exclamó la pobre madre, cubriendo sus ojos con la mano de Clemencia, y sollozando profundamente—. Bien pronto lo seréis todo para él. Mi esposo me llama desde la eternidad. El puñal del asesino no ha podido romper el lazo que unía nuestras almas, y la mía se va, aunque a pesar suyo, y gimiendo amargamente por estas otras almas que se quedan penando en la tierra. —Y la infeliz señalaba a los niños con ademán desesperado.

Clemencia la escuchaba con terror. La hija del asesino pensó estremecida de espanto en los crímenes de su padre, cuya imagen nunca se le había presentado tan horrible. Pero sobreponiéndose a las lúgubres ideas que la abrumaban, llamó a la madre al cumplimiento de su deber en la tierra, y a la cristiana a la resignación en la voluntad del cielo.

—Madre mía —dijo el mayor de los niños cuando quedaron solos—, ¿cuál de los ángeles del Señor es éste que ha venido a visitarnos? ¡Qué hermosos son sus largos cabellos rizados como los de Nuestra Señora del Socorro!

—Y sus ojos, mamá —replicó el más pequeño—, sus ojos azules como el cielo y sus pestañas ¿no es cierto que se parecen a los rayos de esa estrella que nos está mirando por la ventana?

—Sí, hijos míos —dijo la viuda sonriendo tristemente a sus niños—, es un bello ángel que Dios tiene en la tierra para consolar a los infelices.

—¡Ah! Es un ángel de la tierra, por eso está tan triste. Yo la he visto llorar mientras arreglaba nuestra cama.

—Cuál es el nombre de ese ángel, ¿madre mía?

—Cualquiera que sea, bendigámoslo, hijos míos, y pidamos a Dios que enjugue sus lágrimas como ha enjugado las nuestras —dijo la viuda, haciendo arrodillar a los niños para la oración de la noche.



IV

Clemencia entre tanto se alejaba con lentos y vacilantes pasos. La expresión de su semblante revelaba un profundo desconsuelo. Pensaba en la omnipotencia del mal y en la impotencia del bien. Un solo golpe de puñal había bastado a su padre para abrir el insondable abismo de infortunio que acababa de contemplar, y ella con toda una vida de sacrificios y abnegación ¿qué había alcanzado? Aliviar el hambre y la desnudez; curar dolores materiales; para los del alma nada había hallado sino lágrimas. Y a esta idea Clemencia se sintió abrumada por un inmenso desaliento. Pero como siempre cuando temía que su fe vacilara, la virgen elevó su pensamiento a Dios, pidiéndole algún grande sacrificio que la revelase el secreto de hacer descender la felicidad donde reinaba el dolor.

Un nombre pronunciado muchas veces con acento feroz, despertó bruscamente a Clemencia de su triste meditación. Miró en torno suyo, y se encontró entre un grupo de hombres cuyo aspecto siniestro llamó su atención. Embozábanse en largos ponchos; y armados todos de puñales guardaban cuidadosamente una puerta. La hija del mashorquero los reconoció. Aquellos hombres eran los compañeros de su padre; aquella casa era la Intendencia, el sitio consagrado a las ejecuciones secretas, en in pace donde los unitarios entraban para no salir jamás, y en cuyas bóvedas el dedo del terror había grabado para ellos la lúgubre inscripción del Dante.

Mientras Clemencia trémula y palpitante de ansiedad procuraba oculta detrás de una columna escuchar lo que hablaban aquellos hombres, un jinete montado en un caballo negro, y cuya espada de largos tiros chocaba ruidosamente contra el encuentro de la lanza que empuñaba, detuvo con una sofrenada y una maldición la fogosa carrera de su corcel; y acercándose al grupo que custodiaba la puerta:

—Teniente Corbalán —gritó con voz ronca y breve—, toma veinte hombres y ronda el Bajo, mientras yo hago una batida en Barracas. ¡Por las garras del diablo! Consiento en dejar de ser quien soy si el sol de mañana no encuentra la cabeza de Manuel Puirredón clavada en esta lanza.

Y uniendo las espuelas en los flancos de su caballo, se alejó como un sombrío torbellino.

Clemencia pálida y helada de espanto cayó sobre sus rodillas. El hombre que acababa de hacer ese horrible juramento era su padre.

—Corbalán —dijo uno de aquellos bandidos—, llévame contigo… Quiero matar hombres y no guardar mujeres.

—Si Alma-Negra te hubiera entregado la que está en el calabozo de las Tres Cruces, no te habría pesado guardarla para ti —dijo riendo atrozmente otro de ellos.

—¡Ah, viejo tigre! Sorprender a la hermosa que esperaba a su galán, atarla como un cordero al arzón de la silla, traerla bajo el poncho a la Intendencia, encerrarla en el calabozo de las Tres Cruces donde hay más de cincuenta sepulturas… ¿qué pensará hacer de ella?

—¡Poca cosa! Matarla en lugar de su marido, y matarla con él si logra atraparlo.

Clemencia no escuchó más. Alzóse fuerte y resuelta; acercóse con entereza al jefe de los bandidos, y dando a sus ojos la negra mirada de su padre, levantó el velo y le dijo con voz imperiosa.

—¡Teniente Corbalán! ¿Me conocéis?

—¡La hija del comandante! —exclamó el mashorquero descubriéndose.

Los bandidos se apartaron respetuosamente, y la joven sin dignarse añadir una palabra, pasó el umbral y se internó en las sombras del fatídico edificio.

En la oscuridad del lóbrego portal que daba entrada al patio de los calabozos, Clemencia divisó un hombre de pie, inmóvil y apoyado en una alabarda. Vestía el uniforme de gendarme y ella le creyó un centinela; pero al cercarse a él se estremeció.

La joven no tuvo para reconocerlo necesidad de ver su rostro que cubría la ancha manga de una gorra de cuartel.

—¡Desventurado! —murmuró Clemencia al oído de aquel hombre y estrechando su brazo con terror…—. ¿Qué hacéis aquí? ¿No habéis oído?

—Sí —respondió él, cerrándola el paso—. Soy aquél que los asesinos buscan con tan feroz afán. Sus puñales están sobre mi cabeza, pero yo he venido a salvar a mi amada o perecer con ella. Mirad —continuó hiriendo con el pie un objeto sin forma que yacía en tierra—. He matado un centinela, y armado con sus despojos velo aquí para tender a mis pies al primero que atraviese el dintel de esta puerta.

—¡Manuel Puirredón! —dijo Clemencia descubriendo su bello rostro y posando en los ojos del proscrito una mirada inefable—. ¿Os acordáis?

—¡Ella!... —exclamó el unitario—. ¡El ángel que me salvó…!

—¿Tenéis confianza en mí? ¿Me abandonaréis el cuidado de salvar a aquélla que buscáis?

—¡Ah! —respondió él con un transporte que Clemencia reprimió asustada—. Por esas solas palabras, hermosa criatura, heme aquí a vuestros pies. Pedid mi sangre… mi alma… todo os lo daré.

—Alejaos pues de este funesto lugar; trasponed esa puerta fatal, y esperad a vuestra amada donde ella os esperaba poco ha.

—¡No! Todo… menos alejarme un paso de aquí.

—¡Oh, Dios mío, quiere perderse!... Pues bien, juradme al menos permanecer inmóvil bajo vuestro disfraz, y no atacar a nadie cualquiera que sea que pase por este sitio.

—¡Duro es hacer esa promesa!... Pero pues lo queréis, ¡sea!

—¡Gracias, gracias!... —exclamó ella estrechando la mano del proscrito, en la que éste sintió caer una lágrima—. Sed feliz, Manuel Puirredón… ¡Adiós!

Y la joven bajando el velo se perdió entre las sombras.

El unitario oyó a lo lejos un ruido áspero de cerrojos y dijo:

—Es la puerta de su calabozo… ¡Emilia! ¡Emilia mía!

Y con la mirada y el oído atento, interrogaba angustiosamente a la noche y al silencio. Y ahí pasaron con la lentitud de los siglos dos, cinco, diez minutos; y Puirredón, en su mortal inquietud, estaba ya próximo a quebrantar el juramento y a correr tras aquélla que se lo había impuesto.

Al fin allá a lo lejos el blanco velo de Clemencia apareció de repente entre las tinieblas de un lóbrego pasadizo. Puirredón la vio venir sola y olvidando su promesa, olvidando su peligro, olvidando todo, arrojó una exclamación de dolor y corrió a su encuentro. Pero al llegar a ella dos brazos cariñosos rodearon su cuello, y unos labios de fuego ahogaron en los suyos un grito de gozo.

—¡Silencio, amado mío! —dijo una voz querida al oído del proscrito—. Un milagro me ha salvado, La Virgen del Socorro ha descendido a mi calabozo para librarme. Sí. Yo la he reconocido en su celeste belleza y en la melancólica sonrisa de su labio divino. Este es su sagrado velo… él nos protegerá… Huyamos…

Y la mujer encubierta arrastró tras de sí al proscrito.

Cuando los fugitivos llegaban a la puerta vieron avanzar un jinete que haciendo dar botes a su caballo entró en el portal, y arrojándose en tierra desenvainó su puñal y en un silencio feroz se encaminó al patio de los calabozos.

A su vista Puirredón sintió estremecerse entre las suyas la mano de su compañera, y la oyó murmurar bajo su velo con acento de terror:

—¡Alma-negra!


Mas luego traspusieron ambos el umbral maldito, y respiraron el aura embalsamada de la libertad.

Entre tanto Alma-negra atravesó el patio y llegando al calabozo de las Tres Cruces descorrió los pesados cerrojos y buscó a tientas entre las tinieblas.

Un rayo perdido de la luna menguante deslizándose por la estrecha claraboya de la bóveda, formaba una mancha lívida en el húmedo pavimento, haciendo más densas las tinieblas de aquella espantosa mazmorra. Sin embargo, el ojo ávido del bandido descubrió una forma blanca.

Fuese hacia ella, extendió su mano sangrienta y palpando el cuello de una mujer, hundió en él su puñal, gritando con rabia:

—Delatora de nuestros secretos; cómplice de los infames unitarios, muere en lugar del conspirador que amas, pero sabe antes que ni tus huesos se juntaran con los suyos, porque su sepulcro será el fondo de este calabozo.

Y hablando así, arrojó una espantosa carcajada.

Al sentirse herida de muerte la desventurada llevó las manos a su cuello dividido, y conteniendo la sangre que se escapaba a torrentes de la herida:

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Mi sacrificio está consumado! Cumplida está la misión que me impuse en este mundo: haced ahora, Señor, que mi sangre lave esa otra sangre que chama a vos desde la tierra.

Al acento de aquella voz Alma-negra sintió romperse su corazón, y los cabellos se erizaron sobre su cabeza. Alzóse rápido y levantando a su víctima corrió a la claraboya y miró al rayo de la luna su rostro ensangrentado.

—¡Clemencia! —gritó el asesino con un horrible alarido.

—¡Padre!... ¡Pobre padre!... Eleva al cielo tus miradas, y búscala allí —balbuceó la dulce voz de la joven al exhalar el último aliento.

El bandido cayó desplomado en tierra, arrastrando entre sus brazos el cadáver de su hija degollada…

Pero la sangre de la virgen halló gracia delante de Dios, y como un bautismo de redención, hizo descender sobre aquel hombre un rayo de luz divina que lo regeneró.