La hija del mar/Capítulo II

Capítulo II
Teresa


                    Voici Minona qui marche dans sa beauté, le regard

                    baissé et les yeux pleins de larmes. Ses cheveux épars

                    flottent au vent inquiet qui souffle de la colline.

                                                            Ossian


El embravecido mar de Finisterre lanzaba sus verdes y espumosas olas contra los peñascos que rodean el antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Un sol de invierno, claro, pero frío, iluminaba aquellas montañas que, ya graníticas, ya arenosas, tienen siempre ese aspecto desolado y salvaje de las comarcas estériles, en cuya tierra no brotan jamás ni arbustos ni verdura; y un silencio lleno de sordos y misteriosos rumores se extendía doquiera alcanzase el oído.

El cielo estaba sereno; pero el cielo que cubre aquellos tristes paisajes no es de ese azul tranquilo en que el alma se espacia cuando nuestra mirada se alza hasta él, porque si allí hay días de sol y de calma, es una calma inquieta y zozobrante en la cual no se respira con libertad, pues aquella mar de tornasoles sombríos comunica a la misma atmósfera sus turbados y glaciales vapores.

La niebla densa y de un olor acre, que de ella se levanta a la hora en que sale el sol, apaga las hermosas tintas de la mañana y cubre como un sudario aquella desnuda tierra que semeja una tumba.

Allí no se escucha más que el silbido del viento y de unas olas siempre en lucha y que amenazan tragar los pequeños pueblecillos que se extienden a la orilla, como abandonados despojos de quien nadie se cuida.

Algunos huertos, guarecidos por elevados muros, conservan a duras penas plantas raquíticas y agostadas por los torbellinos de arena que se levantan con la tempestad y las aplastan bajo su peso.

Un viento fuerte y continuo que viene del mar arranca a veces, como árboles que troncha el huracán, las pobres chozas de los pescadores dejándolos expuestos a la inclemencia de las estaciones, y, no obstante, los hijos de aquellas riberas abandonadas y tristes aman su país, mucho más que los que viven en esas fértiles y risueñas campiñas de los climas del mediodía, a quienes regala la naturaleza con cuanto tiene de más hermoso.

Ellos aman sus chozas arruinadas, sus lanchas sucias y con el olor de la brea y sus redes, que ellos mismos hacen y ven envejecer, dulces tesoros que no abandonarían por todas las bellezas de la tierra. En aquellos desiertos arenales pasan la mayor parte de su vida, y acostumbrados a su silencio y a su bravura se alejan de toda otra existencia, como huye el ciervo al escuchar los sonidos del cuerno de caza que le sorprende en medio del bosque.

Sin embargo su corazón es benigno y caritativo para el que se acerca a sus cabañas; jamás he encontrado un carácter más dulce y bondadoso que el de aquellas pobres gentes.

La choza de Teresa se hallaba situada en medio de una pequeña llanura rodeada de inmensos y descarnados peñascales, y cercana al célebre santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Lugar éste el más apartado y salvaje de aquella comarca, tiene cierta ruda belleza, digna de ser descrita por Hoffmann, y que tal vez sólo puede ser grata a los caracteres tétricos o a las imaginaciones exaltadas.

Si Byron, ese gran poeta, el primero sin duda alguna de este siglo, hubiese posado sobre el desnudo cabo de Finisterre su mirada penetrante y audaz, hubiéramos tenido hoy tal vez un cuadro más en su Manfredo, o algunas de aquellas grandiosas creaciones inspiradas bajo el sereno cielo de la Grecia, y con la cual haría ver al mundo que hay en este olvidado rincón de Europa paisajes dignos de ser descritos por aquel que era el más grande de los poetas.

Aquel paisaje, uno de los más desolados y tristes que pueden hallarse en Galicia y quizás aun en la mayor parte de España, armonizaba admirablemente con el carácter de la expósita, acostumbrada a la soledad y a la vida errante.

El mar se divisa desde allí más irritado y soberbio, las olas se estrellan bramadoras contra las rompientes y los bajíos, formando torrentes de espuma que saltan a una altura inmensa, cayendo después como una lluvia de perlas.

Cuando los vientos se cruzan, entonces las olas chocan con violencia las unas con las otras, y se arremolinan y crecen de un modo prodigioso formando vistosos campanarios de un verde claro, que vienen a deshacerse sobre la arena como torres que se derrumban.

Otras veces hierve y se agita en un punto solo, semejando un abismo profundo, o un sumidero, que amenaza absorber todo el agua que encierran los mares del universo.

Aquello es una lucha sin término, una ira que no se calma, unos aullidos que nunca cesan, una babel, en fin, de lenguajes desgarradores que lastiman y no se comprenden.

Los buques se alejan de aquel huracán eterno y al divisarlo oponen todas sus fuerzas para no ser arrastrados hacia él, y huir la atracción fatal de aquel infierno en donde se perece entre bramidos que amedrentan, lleno de terror el espíritu como si todas las iras del cielo se conspiraran para darle un fin horrible contra aquellos negros y elevados peñascos.

Numerosas embarcaciones han sido allí juguete de las olas irritadas, y como ligera pluma desaparecieron en un instante de la superficie de las aguas, sin que el mar arrojase a la playa el más pequeño resto que indicase más tarde la pasada tormenta y el triste naufragio.

En otros tiempos se creía, y aun hoy se cree, que aquellos lugares están malditos por Dios y, en verdad que jamás la conseja popular tuvo más razones de vida que en esta ocasión en que todo parece indicar al alma atribulada que una maldición pesa sobre aquellas playas tan desiertas en medio de su desnudez.

Teresa gozaba de aquella naturaleza excepcional como pudiéramos hacerlo nosotros entre el ruido de una fiesta.

Muy lejos está seguramente de parecerse la música de nuestros salones al silbo agudo del viento que, rodando sobre el techo de su cabaña solitaria, le acompañaba en su rezo fervoroso y en su sueño inquieto y desasosegado la mayor parte de sus noches de soledad, pero su alma triste al par que fuerte, y su dolor y sus lágrimas, le hacían amar aquel errante compañero que, como ella, ni hallaba nunca reposo ni cesaba de gemir.

Las horas de aquella mujer, llena de aspiraciones que ella no comprendía, eran largas, cansadas y aun irritantes, pues las lágrimas, único consuelo de los que sufren, se negaban a veces a calmar la pena en que rebosaba su corazón.

El día de que hablamos era un sábado y, como hemos dicho, estaba claro y sereno, pero triste.

Teresa había ido a visitar la santa piedra, como allí la llaman, que se balancea pausadamente produciendo en su acompasado movimiento un ruido sordo y metálico que se escucha a larga distancia.

Reinaba en torno el más profundo silencio dejando percibir más claramente aquel ruido extraño, y Teresa, de pie, encima de aquella piedra misteriosa y flotando las puntas del blanco pañuelo que sujetaba sus cabellos agitados por el viento, la cabeza vuelta hacia el mar y los brazos tendidos con abandono, parecía una sublime creación evocada de entre aquellas espumas, blanca como ellas y bella como un imposible.

La peña se balanceó largo tiempo, hasta que cesando poco a poco quedó enteramente inmóvil.

Teresa quedó inmóvil también, y su vista, fija tenazmente en el horizonte, parecía empeñada en descubrir un punto blanco que se distinguía apenas entre la niebla que empezaba a extenderse hacia aquella parte.

Más tarde se percibió débilmente un buque que parecía navegar con rumbo hacia Camariñas.

Teresa permaneció largo tiempo en un estado casi angustioso con la penetrante mirada fija en el buque que cortaba las ondas con suma rapidez, hasta que la niebla, ocultándolo enteramente, no presentó a sus ojos más que un horizonte solitario y triste.

Teresa entonces se dirigió a su cabaña, mas sus ojos iban bañados de lágrimas y animado su semblante.