La hidalga campesina

Myrrha
Páginas eslavas: Cuentos y narraciones de Gogol, Puschkin, Wagner, Marlinsky, Sagoskin, Gorki, etc. traducidos directamente del ruso por Julián Juderías (1912)
de Nikolái Gógol, Máximo Gorki, Mikhail Zagoskin, Aleksandr Bestúzhev, Nikolai Wagner, Aleksandr Pushkin, Anton Chejov y León Tolstói
traducción de Julián Juderías
La hidalga campesina de Aleksandr Pushkin
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA HIDALGA CAMPESINA


I

La finca de Iwan Petrovitch Berestow estaba situada en una de las provincias más apartadas de Rusia. Bereatow, habia servido durante su juventud. en la guardia imperial pero se retiró á principios del año 1797 y marchó al pueblo de su pertenencia, no volviendo á hacer más viajes. Su mujer, oriunda de familia pobre, murió de resultas de un parto á tiempo de hallarse él bastante lejos del pueblo, pero los cuidados de que había menester su hacienda le consolaron pronto de tan dolorosa pérdida y después de haber edificado una casa conforme á un plan ideado por él, fundó en sus tierras una fábrica de paños; acrecentó sus ingresos y dió en considerarse el hombre de más capacidad de la comarca, en lo que no le llevaban la contraria sus vecinos, puesto que venían á menudo á pasar temporadas en su casa, con sus familias y sus perros. Usaba los días de trabajo un chaquetón de pana y los de fiesta una levita de paño, hecho en casa; él mismo llevaba las cuentas y nunca leía nada, como no fuera la Gaceta del Senado. En general, le querían, aún teniéndole por orgulloso y no había más que un vecino, Gregorio Iwanoviteh Muronsky que estuviera en pugna con él. Este último era el tipo más perfecto que darse puede del señor ruso. Después de dilapidar en Moscou la mayor parte de su fortuna de enviudar casi al mismo tiempo, marchó al último pueblo que le quedaba y siguió malgastando el dinero, aunque de distinta manera. Lo que tenía lo empleó en hacer un jardín á la inglesa; en vestir á sus lacayos, con trajes de jokeys; en tomar para sus hijas una institutriz británica y en labrar sus tierras según el método inglés; pero ha dicho muy bien un poeta que el trigo ruso no crece á la extranjera, y esto lo demostrá el hecho de que aun disminuyendo los gastos considerablemente, los ingresos de Gregorio Iwanovitch no autuentaron y hasta se vió en la necesidad de contraer deudas. A pesar de todo, se figuraba ser hombre listo por haber sid el primer propietario de la provincia que colocó su finca en consejo de tutela, operación que en aquel tiempo se estimaba hábil y atrevida. De cuantos lo censuraban el que lo hacía con más severidad era Berestow. El odio á las innovaciones cra el rasgo principal del carácter de este último y así no podía hablar con calma de la anglomanía de su vecino, hallando á cada paso ocasión de criticarle. Cuando enseñaba su finca á los visitantes docía siempre con astuta sonrisa contestando á los elogios que tributaban á su buena administración:

—Sí señor, en mi casa no sucede lo que en la de mi vecino Gregorio Iwanovitch. ¿A qué viene eso de arruinarse á la inglesa? ¿No vale acaso, mucho más tener el estómago lleno á la rusa?

Estas bromas y otras parecidas llegaban á oídos de Gregorio Iwánovitch aumentadas y corregidas, gracias á la actividad de los vecinos, y daban lugar á que el anglomano se desatase en críticas tan atrevidas como las de un periodista y á que se enfureciese y calificase de uso y de paleto á su rival.

Tales eran las relaciones existentes entre ambos propietarios cuando llegó el hijo de Berestof. Había terminado éste sus estudios en la Universidad de**** y hubiera deseado ingresar en el Ejército, á no ser por la oposición de su padre. El joven no gustaba en modo alguno de lis carreras civiles y como ni el hijo cedió ni se ablando el padre, se quedó el primero en el pueblo, viviendo á lo barin y no desperdiciando cuantas ocasiones tenía de divertirse.

Alejo, así se llamaba el hijo de Berestow, era lo que se llama un buen mozo, ¡Lástima que el uniforme militar no ciñese su robusto cuerpo y que su padre quisiera destinarlo á pasar su juventud encorvado sobre los papeles de una cancillería! Al verlo galopar delante de todos, sin reparar en los baches del camino, los vecinos que iban de caza con él, aseguraban que jamás llegaría á ser jefe de negociado. Las muchachas lo miraban, á veces más de lo conveniente, pero, como Alejo no les hacía caso, suponían todas, á juzgar por su indiferencía, que era víctima de alguna pasión misteriosa y contrariada. Una carta cuyo sobre estaba escrito por él confirmó esta suposición. El sobre decía: «A Aculina Petrowna Kurótchkinaya, en Moscon, frente al Monasterio de San Alejo, en casa del calderero Sawelief.»

Aquellos lectores que no hayan vivido nunca en un pueblo no tienen idea de lo encantadoras que son las señoritas que en ellos viven. Educadas al aire libre, à la sombra de los manzanos de sus jardines, no tienen más concepto del mundo y de la vida que el adquirido en los libros. La soledad, la ausencia de cumplidos y la lectura, desarrollan en ellas, en edad temprana, sentimientos y pasiones desconocidos de las hastiadas hermosuras de la ciudad. Para las señoritas campesinas el tañido de las campanas es casi una aventura: una excursión á la ciudad más próxima forma época en su vida y la llegada de un huésped da lugar á recuerdos inolvidables y á veces eternos. Ríase el que guste, de sus rarezas, que también las tienen; pero las bromas de un observador superficial no serán nunca eficaces á destruir lo que constituye lo esencial en las personas y muy especialmente lo que constituye la individualidad, sin la cual, como dice Jean Paul no puede haber grandeza en el hombre. En las grandes poblaciones, las jóvenes quizás reciben mejor educación, pero los hábitos de sociedad igualan los caracteres de tal smerte que las almas resultan idénticas, y tan uniformes como los tocados. Y esto lo decimos sin ánimo de ofender á nadie.

Por esta razón fácil es comprender el efecto que produciría el hijo de Berestow en señoritas de la localidad. Era el primero que se ofrecía á sus ojos, haciendo alarde de de melancolías y desilusiones, era el primero que les hablaba de felicidades perdidas para siempre y de una juventud agostada en su flor... Es más, llevaba un anillo negro con una calavera. Todo esto era tan nuevo en aquella provincia, que las señoritas se volvieron locas por él.

La que más se ocupaba de Alejo, era la hija del anglomano, Lisa ó Betsi, como solía llamarla Gregorio Iwanovitch. Los padres no se visitaban; ella no había visto aún al objeto de sus cavilaciones, pero las amigas no hacían más que hablar de él. Lisa tenía 17 años, y era una morena de ojos negros, extremadamente simpática. Como hija única estaba muy mimada; de suerte que su descaro y sus diabluras encantaban á su padre y desesperaban á su institutriz, miss Jakson, solterona de cuarenta auriles, muy pedante, que se pintaba el rostro, se teñía las cojas, leía dos veces al año la historia de Pamela y se moría de aburrimiento en aquel país de bárbaros, como ella decía.

La doncella de Lisa se llamaba Nastia y aunque tenía más años que su señorita era tan loca como ella. Lisa la quería mucho, le contaba todos sus socretos y le comunicaba sus diabluras: hasta el punto de que Nastia era en la aldea de Prilutschin, un personaje mucho más importante que la actriz favorita del público en la Comedia francesa. Cierto día, dijole Nastia á su señorita á tiempo que la ayudaba á vestirse:

—Permítame V. que vayalioy á hacer una visita.

—Permitilo. ¿Adónde vas?

—A Tugulof, á casa de Berestow; la mujer del cocinero está de días y ayer nos convidó á comer.

—¡Muy bien! exclamó Lisa. Los señores están peleados y los criados se convidan.

—Y nosotros ¿qué tenemos que ver con los señores? replicó Nastia. Además, yo le pertenezco á V. y no á su papá. Me parece que todavía no se ha peleado V. con el hijo de Berestow. Si á los viejos les agrada de estar á malas, por mí que lo estén.

—Haz todo lo posible por ver á Alejo Berestow, Nastia, dijo Lisa. Así podrás decirme luego qué tal es y si es cierto lo que cuentan.

Nastia prometió hacerlo y su señorita esperó su regreso con extremada impaciencia. Nastia volvió cuando ya era de noche.

—Sabrá V., Lisabet Gregoriewna, dijo al entrar en el cuarto, que he visto al joven Berestow; y que lo he mirado muy despacio porque todo el día hemos estado juntos.

—¿Cómo? A ver, cuéntame, pero cuéntame las cosas por orden.

—Pues verá V., fuímos allá Anisia Yegorowna, Nenila, Dunka...

—¡Lo sé, lo sé! Y después ¿qué?...

—Permítame V. que cuente las cosas como fueron. Pues bien, llegamos á la hora del almuerzo. La habitación rebosaba gente. Estaban allí los hortelanos, los jardineros, la mandadera con sus hijas, d...

—Bueno, ¿y Berestow?

—A eso voy. Nos sentamos á la mesa: la mandadera en el sitio de preferencia, después yo... las hijas de la mandadera se pusieron furiosas pero yo me rio de ellas y de otras...

—¡Ay! Nastia, que pesada te pones con tus eternas simplczas!

—¡Y V. que impaciente es.

—Pues bien, estuvimos en la mesa así como tres horas. ¡Y qué comida! Pirogas de todas clases... Después nos levantamos y fuimos al jardín á jugar á la gallina ciega. Alli fué también el señorito...

—¿Bueno y qué?.. ¿Es tan guapo como dicen?

—¡Guapisimo! Un real mozo. Robusto, alto, 20loradote...

—¿De veras? ¡Y yo que creía que era pálido! ¿Y qué te pareció? Estaba, triste pensativo....

—¡Jesús! ¡qué idea! En mi vida he visto muchacho más chistoso. Estuvo jugando con nosotras á la gallinita ciega...

—¿Con vosotras? ¡No es posible!

—Y tan posible. Y no fué eso lo único que sucedió, sino que á la que cogía le daba un beso.

—¡Mientes, Nastia!

—No miento, señorita si hubiese V visto lo que tuve que forcejear para que me soltase. Todo el día lo pasó con nosotras.

—Pero ¿cómo ha de ser así? si dicen que está enamorado y que no mira a nadie.

—No lo sé. Lo que es á mí, bien que me miró, y á Tania, la hija del mandadero, y á Pascha, la hija del hortelano. A decir verdad, el muy tunante no molestó á nadie.

—¡Parece mentira! ¿Y que dicen de él en la casa?

—Dicen que es muy bueno y muy alegre. Lo malo es, que le gusta demasiado correr detrás de las muchachas, pero á mi modo de ver esto no es ningún defecto y se le pasará con el tiempo....

—¡De qué buena gana le vería! exclamó Lisa suspirando.

—Pues de V. depende. Tugiloff no estará lejos; total son tres verstas. Se va V. á pie ó á caballo como si fueso de paseo y de seguro se lo encontrará V. en el camino. Todas las mañanas temprano se va de caza con la escopeta al hombro.

—No, no está bien. Puede figurarse que voy á buscarle. A todo esto, como nuestros padres están enfadados me quedaré sin conocerle. Nastia ¿sabes una cosa? ¡Me disfrazaré de campesina!

—¡Magnífica idea! Se pone V. una camisa de tela burda, un sarafán y se va V. á Tugiloff. Le aseguro que no por eso dejará Berestow de mirarla.

—Además, sé imitar muy bien el habla de los campesinos ¡Ay! Nastia ¡que idea más soberbia!

II

Lisa se acostó aquella noche con el firme propósito de llevar a cabo su plan costase lo que costase. Al día siguiente, comenzó á prepararlo todo. Mando que le comprasen una falda de paño burde. un pañuelo de seda y con auxilio de Nastia se hizo un traje de campesina, obligando a todas las criadas á que trabajasen sin levantar cabeza. Al anochecer estaba todo listo. Lisa se probó el traje delante del espejo, se persuadió de que nunca había estado más guapa y ensayó el papel que tenía que representar, haciendo reverencias al estilo paleto; moviendo la cabeza como ciertas figuras de porcelana, hablando en dialecto, tapándose con la manga al reirse y mereciendo, en una palabra, la plena y entera aprobación de Nastia. Solo una cosa la preocupó: ensayó ir descalza por el patio, pero la hierba enrojeció sus delicados pies y no pudo soportar los pinchazos de los guijarros. Nastia la sacó nuevamente de aquel atolladero. Le tomó medida del pie y se fué á escape al campo encargando á un pastor que le hiciese un par de zuecos. Al otro día, cuando los rayos del sol no habian disipado aun las tinieblas de la noche ya estaba despierta Lisa. Todos dormían en la casa. Nastia esperó en la puerta á que pasase el pastor. Sonó el cuerno y los aldeanos comenzaron á desfilar ante la casa señorial. El pastor entregó á Nastia un par de diminutos zocos, y recibió en recompensa medio rublo. Lisa se vistió sin hacer mido dió á Nastia instrucciones referentes á Miss Jackson, salió por la puerta falsa y después de cruzar el huerto se halló en pleno campo.

Los primeros arreboles del amanecer iluminaban el oriente y un grupo de doradas nubes parecía esperar I llegada del sol como los cortesanos la del monarca; la claridad y la pureza del cielo, la frescura del ambiente, el perfume de las flores, la suave caricia del viento y ol gorjeo de los pájaros, hicieron que el corazón de Lisa rebosase juvenil alborozo. Temiendo encontrarse con algún conocido, no andaba, sino que volaba y solo al acercarse al bosquecillo que servía de límite á la finca paterna, acortó el paso, porque era allí donde debía esperar á Alejo. Su corazón latía con violencia sin saber por qué. El riesgo que siempre acompaña á nuestras empresas juveniles constituye su mayor encanto. Lisa penetró bajo los árboles y el murmullo de éstos pareció darle la bienvenida. La alegria de la joven se calmó y se fué poniendo pensativa.

Pensó... pero ¿acaso es posible decir con certeza en que podía pensar una muchacha de 17 años sola en un bosquecillo, á las seis de la mañana de un dia de primavera? Caminó buen trecho, sumida en reflexiones, cuando de pronto un hermoso perro corrió ladrando hacia ella al propio tiempo que una voz masculina decía: tout beau, Sbogar, ici y que un cazador joven surgia de entre las matas.

—No tengas miedo, hermosa, exclamó dirigiéndose á Lisa. Mi perro no muerde.

La joven se había repuesto del susto y supo aprovechar las circunstancias.

—Señorito, respondió entre recelosa y tímida: me da miedo; no ves que malo es; ya vuelve á ladrar otra vez.

Alejo (el lector lo habrá conocido ya) no apartaba los ojos de la campesina.

—Te acompañaré si tienes miedo, le dijo; ¡me permites que vaya á tu lado?

—Y ¿quién va á impedirlo? replicó Lisa. La vOluntad es libre y el camino es de todos.

—¿De dónde eres?

—De Prilutchin; soy hija de la señá Basilia y voy á coger setas. (Lisa llevaba una cestita en la mano) ¿Y tú de donde? ¿De Tugiloff, no es verdad?

—Así es, soy el ayuda de cámara del señorito, respondió Alejo, queriendo igualar su condición á la de la joven. Esta se echó á reir.

—¡Mentira! dijo te crees que soy tonta. El señorito eres tú.

—¿Por qué crees eso?

—Por todo.

—Sin embargo...

—¿Cómo sa ha de confundir al señorito con el criado? El traje no es el mismo y el modo de hablar es distinto, y al perro lo llamas en una lengua que no es la nuestra.

Lisa le iba gustando cada vez más á Alejo y como estaba acostumbrado á no gastar cumplidos con las campesinas que le agradaban, quiso darle un abrazo, pero la joven dió un salto atrás y se puso tan seria que su acompañante no se atrevió á insistir.

—Si quiere V. que seamos amigos, exclamó Lisa, tenga la bondad de reportarse.

—¿Quién te ha enseñado á decir eso? preguntó Alejo, soltando la carcajada. ¿Será acaso mi amiga Nastia, la doncella de la señorita de tu pueblo? ¡Luego dirán que nuestras labriegas no saben expresarse!

Lisa comprendió al punto que había abandonado el papel que le correspondía y trató de corregir la falta cometida.

—¿Qué te crees? repuso? que no voy nunca á casa de los señores? No tengas cuidado, que lo veo todo y todo lo observo y cuanto oigo se me queda impreso. Pero hablando contigo no cojo setas. Vete por un lado que yo me iré por otro. Hasta la vista.

Diciendo estas palabras quiso alejarse, pero Alojo la cogió por un brazo.

—¿Como te llamas, alma mía?

—Aculina, respondió Lisa tratando de recobrar su libertad. Déjame que ya es hora de volver á oasa.

—Pues, amiga Aculina, le haré, sin falta, una visita á tu padre el señor Basilio.

—¿Que estás diciendo? contestó Lisa no vengas, por Dios. Si averiguan en mi casa que he estado charlando en medio del campo á solas con el señorito, mi padre me mata á palos.

—Pues yo quiero volver á verte.

—Ya vendré aquí alguna que otra vez en busca de setas.

—Pero ¿cuando?

—Quizás mañana.

—Eres un encanto, Aculina. De buena gana te daría un beso, pero no me atrevo. De modo que mañana á esta hora ¿no os verdad?

— Sí, sí.

—¿No me engañarás?

—No.

—Júramelo.

—Por esta oruz...

Los jóvenes se separaron. Lisa salió del bosque, atravesó el campo, penetró en el jardín y se fué á escape al cortijo, donde la estaba esperando Nas tia. Se cambió allí de vestido y, después de responder distraidamente á las preguntas de la impaciente y curiosa doncella, pasó al salón. La mesa estaba puesta, la comida esperaba á los señores y miss Jackson, vestida y compuesta, se entretenia en pintar. El padre celebró el paseo matinal de su hija.

—No hay nada más saludable, dijo, que respirar el ambiente de la mañana, y añadió á esta sentencia unos cuantos ejemplos de longevidad leidos en periódicos ingleses, haciendo observar que todos los que han pasado de los cien años nunca bebieron aguardiente y se levantaron al amanecer, lo mismo en verano que en invierno.

Lisa no prestaba atención á sus palabras. Allá en su fuero interno recordaba todos y cada uno de los incidentes de su entrevista con Alejo, su conversación con él y la conciencia comenzaba á remorderle. En vano se dijo que el diálogo entre ambos no había transpuesto los límites de la más exagerada inocencia y que aquella broma no podia tener consecuencias de ningún género; su conciencia clamaba más alto que su razón. La cita que le había dado para el día siguiente fué lo que más la atormentó y á punto estuvo de decidirse á no acudir á ella, pero pensó que Alejo, después de esperarla en vano, podía muy bien llegarse al pueblo y buscar á la hija del tío Basilio á la verdadera Aculina, y al ver que era una moza de buenas carnes y más basta que la jerga, caer en la cuenta de su diablura. De tal modo la asustó este pensamiento que acto seguido resolvió presentarse en el bosquecillo apenas rayase el alba.

Alejo por su parte estaba encantado y pasó el resto del día pensando en su nueva y encantadora amiga cuya imágen le persiguió en sueños. Apenas apuntó el alba se vistió y sin detenerse á cargar la escopeta se echó al campo seguido de su perro y pronto llegó al lugar de la cita. Cosa de media hora pasó en angustiosa espera; por fin columbró á través de los arbustos un corpiño azul y se lanzó á su encuentro. La joven se sonrió al observar su apasionado agradecimiento, pero en su rostro había muestras inequívocas de inquietud y de tristeza que no pasaron inadvertidas para el joven, que se apresuró á averiguar él por qué. Lisa le manifestó que consideraba una ligereza el paso que había dado acudiendo á la cita, que estaba arrepentida de él, que por aquella vez no había querido faltar á su palabra pero que aquella sería la última que se verían á solas y que le rogaba no pretendiese llevar adelante una amistad que á nada bueno podía conducirles. Todo esto lo dijo, como es natural; en dialecto del campo, pero Alejo no pudo menos que sorprenderse ante aquellas ideas y aquellos sentimientos, tan raros en una moza ordinaria é ignorante, y echando mano de su elocuencía se propuso hacer que la muchacha renunciase á su designio, persuadiéndola de cuán inocentes eran sus aspiraciones, prometiéndole no dar lugar jamás á quejas ni á arrepentimientos y atemperarse en un todo á lo que ella quisiera y rogándole por último que no le privase de su único consuelo, que no era otro que el verla á solas, aunque no fuese más que un día sí y otro no, ó por lo menos, dos veces á la semana. En una palabra, se expresó en el lenguaje que la pasión suele emplear, pudiendo asegurarse que en aquel instante estaba real y verdaderamente enamorado. Lisa escuchó sin interrumpirle.

—Dame palabra, exclamó, de que no me buscarás nunca en el pueblo, de que no preguntarás jamás por mí y de que no querrás que acuda á más citas que las que yo misma te de.

Alejo iba á jurárselo por lo más sagrado, pero ella lo detuvo diciendo:

—No necesito juramentos. Me basta tu palabra. Después, pusiéronse á charlar amistosamente, paseándose por el bosque hasta que Lisa dijo que era ya hora de separarse. Así lo hicieron y al quedarse solo, Alejo no logró explicarse por qué arte de encantamiento una moza ignorante y rústica había logrado, con solo dos entrevistas, ejercer sobre él tan decisivo influjo. Sus relaciones con Aculina tenían un encanto especial; el de la novedad, y por más que las condiciones impuestas por la caprichosa aldeana se le antojasen un tanto fuera de razón, ni siquiera le pasó por la mente la idea de faltar á lo prometido porque era un buen chico, limpio de corazón, y capaz de apreciar los placeres más inocentes, á pesar de su lúgubre sortija, de sus misteriosas cartas y de sus alardes de desesperación.

III

Si me dejase llevar de una de mis inclinaciones favoritas aprovecharía la ocasión presente para describir con minuciosos detalles las entrevistas de nuestros jóvenes, la recíproca simpatía que se demostraban, la confianza con que acudian á las citas, sus ocupaciones y diálogos, pero sé que la mayor parte de mis lectores no participan de mis gustos y que todos esos detalles les parecerían ociosos y así hago caso omiso de ellos y digo, en breves, palabras que no pasaron dos meses sin que Alejo estuvicse perdidamente enamorado de Lisa y sin que Lisa le correspondiese con cierta frialdad, que procedía de su carácter y no de su corazón. Ambos eran felices y no pensaban ni poco ni mucho en lo porvenir. La idea de unirse en indisolubles lazos les pasó más de una vez por la imaginación, pero jamás hablaron de semejante cosa, por razones tan claras como evidentes. Alejo por muy enamorado que estuviese de la encantadora Aculina no dejaba de comprender la distancia que le separaba de una pobre labriega y Lisa que sabía la enemiga existente entre sus padres respectivos no se atrevía à esperar una re conciliación entre ambos. Además de esto, la romántica esperanza de ver al propietario de Tugiloff á los pies de la hija de un labriego de Prilutchinsk acariciaba secretamente el amor propio de Lisa.

De la noche á la mañana un suceso de la mayor importancia estuvo á punto de perturbar las relaciones de nuestros enamorados.

En una de esas mañanas claras, pero frias, que tan frecuentes son en el otoño ruso, Ivan Petrovicth Berestow salió á pasearse á caballo llevando consigo por lo que pudiera suceder, tres pares de lebreles, un palafrenero y unos cuantos chiquillos con carracas. A la misma hora, Gregorio Ivanovitch Muronsky, seducido por la hermosura del lía mandó que le ensillasen la yegua y caballero en ella púsose á recorrer sus britanizadas posesiones.

Llegado que hubo al bosque que les servía de límite divisó á su vecino, el cual, montado majestuosamente en su potro, con un abrigo de piel de zorro, apuntaba á un conejo que salía presuroso de entre las matas, asustado por los gritos de los chiquillos y el son de las carracas.

Si Gregorio Ivanovitch hubiera podido prever este encuentro, seguro es que jamás hubiera dirigido hacía aquel lado su cabalgadura pero se advirtió demasiado tarde de la presencia de su rival y se encontraba á corta distanciade él.

¿Qué iba á hacer? Muronsky, como hombre civilizado que era, se aproximó á Berestow y lo saludó con extremada cortesía, á la que aquel respondió con entusiasmo parecido al de un oso que saluda al respetable público por mandato de su amo.

En este momento, salió un conejo del bosque y echó á correr á campo traviesa. Berestow y su palafrenero gritaron, soltaron los perros y lanzaron sus caballos al galope. El de Muronsky, que jamás había estado en cacerías, se asustó y la emprendió al galope. Su ginete, que se preciaba de montar á la perfección, le dió riendas, felicitándose de un incidente que lo desembarazaba de una compañía desagradable, pero su yegua llegó á todo correr al borde de un barranco y reparando el peligro se echó repentinamente atrás despidiéndole de la silla. Cayó Muronsky sobre la tierra endurecida por el frío, echando dos mil maldiciones á la yegua que en tal trance lo había puesto, y que comprenliendo su locura, se había parado al sentirse sin ginete. Ivan Petrovitch acudió presuroso en auxilio de su rival y le preguntó si se había lastimado, en tanto que el palafrenero cogia la yegua de la rienda y ayudaba al caído á ponerse en la silla. Berestow invitó á su vecino que descansase un instante en su casa, éste no pudo excusarse, comprendiendo que debía demostrarle algún agradecimiento y así Berestow se hizo con la gloria de haber muerto á un conejo y de traerse á su contrario herido y casi prisionero.

Ambos vecinos almorzaron charlando amistosamente. Muronsky rogó á Berestow que le prestase un coche, pues no se hallaba en condiciones de volver á su casa á caballo y su huésped le acompañó hasta la puerta de su finca, no sin haberle prometido ir comer un día á Prilutchin en compañía de su hijo. De esta suerte la antigua enemistad que entre ambos existía estuvo á punto de acabar, gracias al susto de la yegua.

Lisa corrió al encuentro de su padre.

—¿Qué quiere decir esto? exclamó poseída de asombro. ¿Por qué cojea V.? ¿Dónde está su caballo? ¿De quién es este coche?

—De seguro que no lo adivinas, my dear, le respondió Gregorio Ivanovitch. Y al punto le contó lo sucedido. Lisa no daba crédito á sus oidos y su padre, sin darle tiempo á reponerse de su asombro, le participó que al día siguiente vendrían á comer los dos Berestow.

—¿Qué dice V? exclamó Lisa palideciendo. ¿Los Berestow, padre é hijo? ¿Vendrán á comer con nosotros? No, papá, haga usted lo que quiera, pero eso no lo admito.

—¿Te has vuelto loca ó qué? le replicó el padre. ¿Es que de la noche á la mañana te has vuelto tímida? ¿O es que, siguiendo el ejemplo de las heroinas de novela, sientes por el joven Berestow un odio heredado de tu padre? Basta de sandeces...

—¡Lo que es yo, por nada de este mundo me presento ante ellos!

Gregorio Ivanovith se encogió de hombros y no quiso discutir más, sabiendo que con ello no lograría absolutamente nada y se retiró á descansar de su memorable paseo.

Lisa Grigoriewna se encerró en su cuarto después de haber llamado á Naslia, y ambas discutieron largo rato las consecuencias de la proyectada visita. ¿Qué pensará Alejo, se decía Lisa, si ve que su Aculina y la señorita de la casa son una misma persona? ¿Qué concepto formará de mi conducta, de mi educación y de mi juicio? Por otra parte no le desagradaba ver el efecto que tan inesperada entrevista produciría en el joven. De pronto se le ocurrió una idea; la consultó con Nastia y ambas se rieron muchísimo y decidieron ejecutarla.

IV.

Al día siguiente durante el almuerzo Gregorio Ivanovitch preguntó á su hija si estaba resuelta á encerrarse en su habitación cuando llegaran los Berestow.

—Papá, contestó Lisa, los recibiré si V. quiere, pero con una condición: la de que no se enfadará V. conmigo, ni demostrará asombro por la manera como yo tenga á bien presentarme anto sus huéspedes.

—¿Tienes ya pensada alguna diablura? dijo sonriéndose el padre. Bueno, sea como quieras; estoy conforme; haz lo que te parezea, tunantilla de ojos negros. Al decir esto le dió un beso en la frento y Lisa fué á vestirse para la recepción.

A las dos en punto de la tarde, una calesa, de construcción dómestica, arrastrada por seis caballos penetró en el patio y rodó por el paseo en torno del macizo de espeso cesped que lo adornaba. El viejo Berestow subió la escalinata con auxilio de dos lacayos que llevaban la librea de Muronsky y babiendo llegado su hijo detrás de él á caballo, penetraron juntos en el comedor, donde ya estaba puesta la mesa. Muronsky recibió á sus vecinos con extremada amabilidad, les invitó á que viesen su jardin antes de la comida y les condujo por senderos cuidadosamente trazados y cubiertos de arena. El viejo Berestow se dolía interiormente de todo aquel trabajo que de nada servia y de todo aquel tiempo perdido lastimosa é mutilmente en tamañas pequeñeces, pero se calló por cor tesía.

Su hijo no participaba ni del disgusto de su padre ni de la satisfacción del anglomano, sino que esperaba con impaciencia la aparición de la señorita de la casa, acerca de la cual le habían contado muchas cosas, pues, por más que su corazón como ya sabemos pertenecía á otra, las mujeres hermosas tenían derecho siempre á ocupar su imaginación.

Llegados á la sala, sentáronse los tres y mientras los viejos recordaban los pasados tiempos y contaban anécdotas de la época en que ambos servian en el ejército, Alejo reflexionaba acerca del papel que tenía que representar delante de Lisa, Determinó que lo mejor era adoptar una actitud fría y después la que las circunstancias impusieran. La puerta se abrió; volvió la cabeza con tal indiferencia, con tan orgullosa frialdad que el corazón de la más coqueta hubiera debido estremecerse.

Desgraciadamente en vez de Lisa entró la anticuada miss Jackson y el hábil movimiento estratégico de Alejo se perdió sin provecho. Aun no había tenido tiempo de rehacerse cuando la puerta se abrió nuevamente y aquella vez la que entró fué Lisa.

Todos se pusieron en pie y el padre iba á empezar las presentaciones cuando de pronto se detuvo y se mordió apresuradamente los labios... Lisa que era morena, se había pintado de blanco hasta las orejas y teñidose las cejas aun más exageradamente que miss Jackson.

No era esto solo, sino que se había puesto un añadido de rizos más claros que sus propios cabellos, de suerte que ostentaba á modo de una peluca; las mangas de su traje eran á l'imbécile y más parecían faldas que mangas y estaba vestida de tal suerte que su cintura parecía la de una avispa y su cuerpo recordaba la letra equis.

Todos los brillantes de su madre, que no se habían empeñado, resplandecian en sus orejas, cuello y dedos.

¿Cómo iba Alejo á creer que aquella pretenciosa y cursi señorita y su Aculina eran una misma persona? El anciano Berestow se acercó á ella y le besó la mano y su hijo, aunque de mal grado, tuvo forzosamente que imitarlo. Al aproximar sus labios á los diminutos dedos de la joven le pareció que estos temblaban ligeramente.

El pie de Lisa, calzado de propósito con suma coquetería, fué lo único que lo reconcilió un tanto con el resto de la indumentaria. Por lo que hace al blanquete y al tinte de las cejas, hay que confesar que Alejo que al fin y al cabo era sencillo de corazón, ni los notó al principio ni los sospechó después. Gregorio Ivanovitch recordó su promesa y se esforzó en no demostrar asombro, pero la diablura de su hija le pareció tan aguda que apenas si podía contener la risa. La que no estaba para ella era la pretenciosa miss Jackson que al punto adivinó la procedencia de los colores empleados por Lisa y se encolerizó hasta el punto de que el carmín de sus mejillas se hizo visible à través de la artificial palidez de su rostro. De cuando en cuando lanzaba á su discipula miradas furibundas, pero Lisa, dejando las explicaciones para cuando hubiese lugar á ellas, aparentó no darse cuenta de nada.

Sentáronse á la mesa, y Alejo continuó haciendo el papel de un hombre desengañado de la vida, indiferente y amigo de sumirse en meditaciones. Lisa hacía muchos gestos, hablaba con los dientes cerrados y no empleaba más idioma que el francés. La inglesa estaba furiosa y callaba. El único que estaba á sus anchas era Ivan Petrovitch, pues comió á lo heliogábalo, bebió lo que tenía por costumbre, se rió con naturalidad y á medida que transcurrían las horas, hacíase más locuaz y más alegre.

Por último, se levantaron de la mesa; marcháronse los huéspedes y Gregorio Ivanovith dió rienda suelta á la risa y á las preguntas.

—¿Por qué has querido divertirte á costa de ellos? preguntó á Lisa. ¿Sabes una cosa? El blanquete te sienta muy bien y por más que no quiera yo penetrar en los misterios del tocador femenino, si estuviese en tu lugar me pintaría de blanco, claro es, que no mucho, pero sí un poco.

Lisa, encantada del éxito de su plan le prometió no echar en saco roto su consejo y corrió á hacer las paces con la encolerizada miss Jackson, que á duras penas consintió en abrirle la puerta de su cuarto y en escuchar sus razones. Lisa le manifesto que habiendo tenido precisión de parecer afectada á los ojos de aquellos señores y no atrevióndose á pedirle lo que necesitaba, habíalo tomado ella misma, confiando en que miss Jackson como era tan buena la perdonaría... La inglesa se persuadió de que su discípula no había querido burlarse de ella, se tranquilizó, abrazó á la joven y en prenda de perdón le regaló un tarrito de blanquete inglés que Lisa aceptó con muestras de profundo agradecimiento. Sin que yo se lo diga adivinará el lector que Lisa no faltó al día siguiente á la cita en el bosquecillo.

—¿Ayer estuviste en casa de mis señores, no es verdad? le preguntó á Alejo apenas se saludaron. ¿Qué tal te ha parecido la señorita?

Alejo respondió que ni siquicra la había mirado.

—Es lástima, replicó Lisa.

— ¿Por qué?

—Porqué quería preguntarte si es verdad lo que dicen...

—¿Qué es lo que dicen?

--Que yo me parezco á ella.

—¡No faltaba más! ¡A tu lado la señorita de tu pueblo parece un monstruo.

—¡Válgame Dios! ¿no te da vergüenza hablar así? ¡Mi señorita es tan elegante, tiene el cutis tan blanco!.. ¿Como voy yo á compararme con ella?

Alejo le juró por todos los santos del cielo que valía más que todas las señoritas de la comarca juntas y separadas y á fin de tranquilizarla por completo comenzó á describir á su señorita con tales exageraciones que Lisa se reía á carcajadas.

—Sin embargo, dijo suspirando, la señorita será todo lo ridícula que tú quieras, pero así y todo á su lado yo, no soy más que una pobre ignorante.

—¡Vaya una cosa! exclamó Alejo. ¿Y te preocupas por eso? Si quieres yo te enseñaré á leer y á escribir.

—No estaría mal, repuso Lisa; sería cosa de ensayarlo.

Cuando quieras, hermosa mía, ahora mismo podemos empezar.

Sentáronse ambos, Alejo sacó del bolsillo un lapiz y un libro de memorias y Aculina aprendió el alfabeto con pasmosa rapidez. Alejo no pudo menos que asombrarse de su inteligencia. Al siguiente día quiso ella que Alejo le enseñase á escribir y aunque al principio no le obedeció el lápiz, apenas transcurrieron unos minutos dibujabalas letras con bastante limpieza.

—¡Parece mentira! exclamó Alejo. Nuestros estudios van más deprisa que si empleásemos el sistema de Lancaster.

Así era, en efecto, porque á la tercera lección Aculina deletreaba ya perfectamente el cuento titulado «Natalia, la hija del Boyardo», é interrumpía la lectura con observaciones que asombraban á Alejo y llenó una hoja entera con frases entresaeadas de dicho cuento.

Al cabo de una semana se estableció una correspondencia entre nuestros jóvenes. La oficina postal fué el hueco de una encina. Nastia hacía secretamente de cartero. Allí llevaba Alejo sus epístolas escritas en gruesos caracteres, y allí encontraba las de su amada escritas en tosco papel azulado con letra irregular. Aculina se iba acostumbrando por lo visto á escribir correctamente y se notaba que su inteligencia poco a poco se desarrollaba y se hacía más culta.

Entre tanto la reciente amistad de Ivan Petrovitch y de Gregorio Ivanovitch se había fortalecido y de allí á poco se convirtió en intimidad. Muronsky pensaba á veces que á la muerte de Ivan Petrovitch toda su fortuna pasaría á manos de Alejo Ivanovitch y que entonces este último sería uno de los propitarios más ricos de la comarca, á quien no habría que poner ningún reparo si quisiera casarse con Lisa. El viejo Berestow por su parte, aunque seguía creyendo que su amigo tenía algo de loco, mejor dicho que estaba poseído de lo que el llamaba tontería inglesa, no podía menos de confesar que no le faltaban cualidades excelentes, entre ellas la de tener agudeza de ingenio. Gregorio Ivanovitch era próximo pariente del Conde Pronsky, persona conocida y de gran influencia que podía ser de gran utilidad á Alejo, y Muronsky se figuraba que Ivan Petrovitch se alegraría en extremo de poder casar á su hija tan ventajosamente.

Así pensaban los padres sin decir nada, hasta que por último hablaron del asunto, se abrazaron y se prometieron trabajar para que el plan tuviese éxito, decidiendo que cada cual emplease los medios que más adecuados estimase.

Una dificultad se ofrecía á Muronsky y era la de convencer á su hija y obligarla á que trabase amistad más íntima con Alejo, á quién no había vuelto á ver desde el día del famoso convite. Al parecer,. los jóvenes no habían simpatizado, puesto que Alejo no había vuelto á parecer por Prilutehin y Lisa se encerraba en su cuarto cada vez que Ivan Petrovitch los honraba con su visita. Gregorio Ivanovith pensó que viniendo Alejo á su casa todos los días fuerza sería que Lisa se enamorase de él. Esto era lo lógico, ya que con el tiempo se arreglan los asuntos más dificiles.

Por su parte, Ivan Petrovich no dudó del éxito de su plan y el día mismo en que supo que las intenciones de su amigo coincidían con las suyas, llamó á Alejo y le dijo después de un instante de silencio:

—¿Cómo es que hace ya tiempo no hablas de ingresar en el Ejército? ¿Será cosa que no te seduzca ya el uniforme de húsar?

—Nada de eso, padre, respondió Alejo. Lo que pasa es que he comprendido que no le gustaba á V. el que yo fuese húsar, y, debiendo someterme á sus mandatos, no he vuelto á hablar del asunto.

—Muy bien, repuso Ivan Petrovitch; veo que eres obediente, lo cual no es chico consuelo y en justa recompensa no quiero obligarte á que ingreses enseguida en la Administración. A lo que si me inclino es á que te cases.

—¿Con quién voy á casarme? preguntó Alejo, con profunda sorpresa.

—Con Lisa Grigoriewna Muronskaya, le replicó Ivan Petrovitch. Me parece que no es mala la novia.

—A decir verdad, todavía no he pensado en casarme.

Si no has pensado todavia en eso, aqui estoy yo que lo he pensado y repensado por tí.

—Permítame V. que le diga que Lisa Muronskaya no me gusta.

—Ya te gustará. Ten paciencia y te enamorarás. de ella.

—No creo que sea yo capaz de hacerla feliz.

—¿Acaso tienes tú que preocuparte de su felicidad? ¡Qué! ¿Es así como me obedeces? ¡Me parece muy bien!

—Será lo que V. guste pero no quiero casarme, y no me casaré.

—Te casarás ó to maldiciré y las tierras, como hay Dios, que las vendo y me gasto lo que me den por ellas y á tí te dejo los colchones y nada más. Tres días te doy para lo que pienses y entre tanto ház que yo no te vea.

Sabía Alejo que si á su padre se le metía en la cabeza una idea ni á fuerza de martillazos se la sacaban de los cascos pero tenía carácter parecido y no era tan fácil convencerle. Encerróse pues en su cuarto y púsose á reflexionar acerca del límite que era preciso poner á la autoridad paterna y acerca también de Lisa Grigoriewna, sin echar en olvido la promesa de su padre de convertirle en pobre, y por último en Aculina. Por primera vez se dió cuenta perfecta de que estaba profundamente enamorado de ella; cruzóle por el pensamiento la romántica idea de casarse con la campesina y vivir de su trabajo y á medida que reflexionaba le parecía más sensato este propósito. Como hacía días que no cesaba de llover y se habían suspendido las entrevistas en el bosquecillo le escribió á Aculina con letra clara y apasionado estilo, una carta manifestándole la desgracia que sobre ambos se cernía y ofreciéndole su mano. Al punto llevó lo epístola al hueco del árbol que servía de buzón y se acostó, satisfecho de sí mismo.

Al día siguiente, firme en su propósito se levantó temprano y marchó á casa de Muronsky, con objeto de hablarle clara y terminantemente y ver de despertar su generosidad.

—¿Está en casa Gregorio Ivanovitch? preguntó, deteniendo su caballo ante la escalinata de la casa. señorial de Prilntchin.

—No, señor, respondió el criado; Gregorio Ivanovitch ha tenido á bien salir á caballo desde muy temprano.

—¡Qué fastidio! pensó Alejo. ¿Está, al menos, en casa Lisa Grigoriewna?

—Si, señor.

Alejo saltó del caballo, entregó las riendas al criado y penetró en la casa sin hacerse anunciar.

—Así quedará todo terminado, pensó entrando en la sala. La explicación se la daré á la misma interesada.

Entrar... y quedarse mudo de sorpresa fué una misma cosa. Lisa... no, Aculina, la encantadora, la morena Aculina, vestida, no ya con sarafán, sino con elegante traje blanco de mañana, estaba sentada junto á una ventana, tan absorta en la lectura de su carta que no le sintió entrar. Alejo no pudo reprimir una exclamación de alegría. Lisa levantó la vista se estremeció, lanzó un grito y quiso echar á correr, pero Alejo se precipitó hacia ella y la detuvo. Lisa hizo esfuerzos para soltarse...

Mais laissez moi donc, monsieur, mais vous étes fou, repetía tratando de ocultar su rostro.

—¡Aculina, Aculina! repetía, á su vez, Alejo, besándole la mano.

Miss Jackson, testigo de aquella escena no sabía que pensar.

En aquel mismo instante, se abrió la puerta y entró Gregorio Ivanovitch.

—¡Ajájá! exclamó; me parece que su asunto de Vdes. esta ya resuelto...

Los lectores me dispensarán del deber de relatarles el desenlace de la historia.