La hermana de la Caridad/Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVII

Eduardo recibió esta carta de Angela al mismo tiempo que recibía la carta feroz que Margarita había mandado al Conde. Al ver tanta perfidia de parte de Margarita, tanto odio, un corazón tan pervertido, una inteligencia tan depravada, una intención tan manifiestamente criminal, Eduardo se indignó de tal suerte, que concibió el proyecto de hacer pagar para su mujer aquella ofensa. Encaminóse á su casa. Desde el día terrible en que fué puesto en libertad no había vuelto á ver á Margarita. Entró en su palacio, siendo muy acatado por los criados. Preguntó por su mujer, y le guiaron á un gabinete apartado. Entró en él con paso tardo y ademán amenazador y sombrío. Margarita estaba hojeando un libro con interés. Era una de esas novelas inmorales y obscenísimas escritas en italiano.

-¡Margarita! -dijo el joven.

-¡Eduardo, Eduardo! ¿Tu aquí?

-Yo aquí, Margarita; yo, que vengo aquí como la Providencia.

-Creí que estarías con Angela.

-¡Calla, infame; sella ese torpe labio!

-¿Qué mucho, si desde que la viste en la prisión has abandonado tu casa, tus deberes?

-Es verdad: he abandonado esta casa, que ha sido mi perdición; he abandonado estos deberes, que han sido mi cadena.

-Y ¿ahora lo sabes?

-Ahora. La proximidad á la muerte, á ese instante sublime en que la vida se aclara y se presenta á nuestros ojos en toda su realidad, me ha revelado todas mis faltas, todos mis crímenes; y mis faltas y mis crímenes han nacido aquí, en este recinto, y han sido inspirados por tu venenoso aliento.

-Me agrada, en verdad, Eduardo, la apología que haces de ti mismo; confieso que me agrada.

-¡Ah! ¡Ah!

Y Eduardo temblaba como epiléptico.

-Me agrada, sí, porque veo, veo tu dignidad de hombre.

-Margarita, la he perdido por ti.

-Eduardo, esa es tu mayor acusación; esa es tu sentencia inapelable.

-Sí, por ti.

-¿Y eres hombre, y no tenías la libertad a bastante á sobreponerte á mi capricho; y eres hombre, y no tenías voluntad bastante á contrastar mi voluntad; y detestabas el crimen, y te avenías con dejarte llevar al crimen? ¡Ah!

-Sí, sí, eso me sucedía.

-Pues si te sucedía eso, eres más que criminal, eres despreciable.

-¡Margarita!

-Criminal, serías grande; al menos tendrías la responsabilidad de tus actos. Juguete de otra voluntad, eres despreciable, eres como el asesino pagado...

Eduardo hizo un gesto de horror.

-O, si te parece muy duro -añadió Margarita-, como el veneno, como el puñal, que sin conciencia mata.

-¡Y tú, tú me echas en cara mis crímenes; tú, el único sér acaso que en la tierra pudiera disculparlos; tú, que sabes de qué medios tan rateros, tan víles, tan infames, te valiste para inspirarme una pasión criminal, la pasión loca y reprobable del sentido!

-¿Dices que yo debiera disculpar tus crímenes? Nadie mejor que yo conoce su causa; nadie, por lo mismo, puede más profundamente despreciar tu carácter. Hombre de impresiones, te dejas llevar de un instante, de un amor, de una sensación, como la débil hoja de la planta caída en la corriente.

-Sí, temo mi carácter, y quiero aprovecharme de este instante supremo, en que mi voluntad reina sobre mí, para castigarte cual mereces.

Margarita se levantó despavorida para huir. Eduardo había cerrado la puerta; Margarita conoció que era imposible huir, y exclamó:

-¿Qué pretendes?

-Que te sientes.

-¡Eduardo! ¡Eduardo!

-Margarita, estás en mi poder.

-¡Ah! Conozco que son terribles los caracteres como el tuyo. Hoy las impresiones del momento hablan contra mi en tu corazón. ¿Quién sabe si te arrepentirás mañana?

-¡Me conoces bastante! No sabes aun de lo que soy capaz. Este instante, en que el corazón me habla contra ti, lo aprovecharé, Margarita, y pagarás todas tus culpas.

-¡Santo cielo! ¿Qué vas á hacer?

-A emplear contra ti todos los medios que tú me has enseñado, toda la vileza que te debo. La serpiente que has abrigado te morderá el seno.

-¿Qué oigo?

-Sí, sí, Margarita: soy la Providencia.

-¡La Providencial ¡Orgullo terrible!

-Orgullo fundado.

-¿En qué?

-En la idea de justicia.

-¡Justicia injusta!

-Justicia del cielo.

-¡Tú, tu!

-Yo, yo soy el instrumento de la justicia del cielo...

-Eduardo, vuelve en ti.

-En mí estoy.

-Acuérdate de que soy yo...

-La serpiente que se ha enroscado á mi cuello.

-Acuérdate de que me has amado.

-¡Amor nefando, que maldice el cielo!

-Acuérdate que estás unido á mí por un juramento.

-¿Tú, tú invocas los juramentos?... ¡Tú, perjura!

-Eduardo, ¿qué piensas?

-Pienso castigarte.

-¡Perdón, perdón! -dijo Margarita cayendo de rodillas.

-No hay perdón.

-¡Perdóname, por Dios!

-No puedo, no debo.

-¿Qué te he hecho?

-Levántate del suelo.

-Eduardo, ¡por nuestro amor! Cálmate.

-Levántate y lee.

Eduardo sacó la carta que Margarita había escrito al Conde.

-Lee, lee.

Margarita cogió horrorizada la carta, y leyó en efecto.

-La he escrito yo -dijo lanzando un sordo gemido.

-¿La has escrito?

-Sí, la he escrito yo.

-¿La has escrito?

-No te lo niego.

-Y ¿qué merece esta carta?

-Merece tu amor.

-¡Mi amor! Mejor dijeras mi eterna maldición, mi eterno odio.

-¿No sabes lo que son celos?

-Lo sé.

-¡Pues bien! Celos tan sólo han dictado esta carta.

-¡Celos!

-Sí, celos, te lo juro.

-No: la ha dictado un sentimiento de maldad innato en tu alma.

-¡Ay!

-Está escrita con el veneno que guardas en ti.

-No, con mi amor.

-Y el amor, que hace á todos los seres virtuosos, ¡te hace á ti más perversa, más inicua, más malvada!

-¡Qué palabras á una débil mujer!

-¡Débil mujer la que maneja esas armas!

-Débil mujer, en quien está depositada tu honra.

-¿Y me lo recuerdas?

-¿Por qué no?

-Pues ¿no sabes que ese recuerdo puede darte la muerte?

-¡La muerte!

-Sí, sí, lo que mereces.

-¡Intentas matar á tu esposa!

-Mi esposa no, mi deshonra.

-Eduardo, sólo el cielo puede desatar el lazo que nos une.

-Y la muerte.

-¿Quieres matarme para unirte con Angela?

-¡Calla, calla, infame!

-Aleja, Eduardo, ese pensamiento de ti,

-¿Quieres que lo aleje cuando te veo y oigo?

-¡Dios mio, estoy perdida!

-Sí, perdida para siempre.

-Llamaré.

-Nadie te escuchará.

-Me defenderé contra ti.

-Prueba.

-Tú no puedes matarme.

-Debo.

-¿Vas á manchar tus manos con mi sangre?

-Sí.

-¿Lo has meditado bien?

-Lo he meditado.

-Y ¿lo dices así impasible?

-Impasible.

-¡Cielos!

-Nadie te puede socorrer aquí. Lee las palabras que me escribía Angela; leelas, y avergüénzate de ti misma.

-¿Qué? ¿De qué me hablas?

-De una carta de Angela.

-Dámela.

-Toma, toma y lee.

Margarita cogió con mano convulsiva la carta, la leyó y la dejó caer con menosprecio.

-Compara -dijo Eduardo recogiendo la carta-, compara tu lenguaje con ese lenguaje.

-Gazmoñería...

-Eso dice siempre el vicio de la virtud.

-La virtud; no creo en las virtudes que así desean lucir á los ojos del mundo.

-En la virtud que te ha salvado de la muerte.

-No debo agradecer esa salvación.

-¿También ingrata?

-No debo agradecerla, digo.

-¿Por qué?

-Porque no me salvo por mí, sino por salvarte á ti, por salvar á su amante.

-Margarita -dijo Eduardo con tono solemne-, sólo tú en el mundo has insultado á Angela.

-Porque yo sola conozco el corazón humano.

-Y lo juzgas por el tuyo.

-Lo juzgo por sus flaquezas.

-¡También escéptica!

-He notado, Eduardo, que echas mucho de ver mis faltas.

-Tú las muestras.

-Más las mostraba en otro tiempo, y no las velas tanto.

-¡La embriaguez de la pasión!

-Que ha pasado, ¿no es verdad? por otra embriaguez. Estás provocando mi justicia.

-¡Tu justicia!

-Sí.

-Y ¿que derecho tiene sobre mí tu justicia?

-El que me ha delegado la Providencia.

-Y ¿quién te castigará a ti?

-Dios.

-Y ¿á mí tú?

-Sí, yo

-De suerte que para que nuestros deberes sean recíprocos y nuestros derechos también, yo tengo el derecho de castigarte -dijo Margarita en són de burla.

-Y ¿te parece poco castigada mi falta por ti? El tenerte por esposa es una de las grandes desgracias de mi vida, es mi torcedor, es mi tormento.

-Desgracia, torcedor, tormento que no has sentido hasta que no bajó Angela á tu calabozo.

-¡Infame!

-Esto es histórico.

-Y ¿de ahí deduces lo que has dicho en la carta al Conde?

-Sí, sí, lo repito, y lo repetirla delante de la muerte.

-¡Margarita! Has pronunciado tu sentencia.

-La verdad me sentencia.

-No, esa lengua infernal, ese corazón depravado.

-No tan miserable como el tuyo.

-Dios se ha cansado ya de sufrirte.

-Siempre invocando á Dios, cobarde.

-Lo soy cuando todavía no he realizado mi intento; lo soy cuando vives.

-¿Quieres escudarte también con que Dios te ha inspirado el nuevo crimen que intentas?

-Las pruebas de ese crimen están aquí.

Y Eduardo señalaba las cartas.

-Es verdad: el crimen de haberte amado es terrible, es imperdonable.

-Yo te lo perdono, yo que soy la víctima.

-¡Generosidad excusada!

-Mas lo que no te perdono nunca, lo que no te perdonare jamás, es...

-¿Que?

-Esa carta.

-Como que ha herido á la mujer que adoras, á tu amante.

-¡Infame! ¿Así insultas á la virtud acrisolada, la pureza inmaculada y divina?

-¡Virtud, pureza, nombres vanos!

-Para ti lo serán siempre.

-Yo creo en la virtud que se manifiesta en la vida.

-Y ¿no crees en la virtud de Angela?

-No.

-¿Por qué?

-Porque yo he oído vuestro beso de amor en el calabozo.

-¡Oh! Esa calumnia vil, esa infamia, sólo puede pagarse con la vida.,

-¿Que oigo?

-Sí, vas á morir.

-¡Cielos!

-A morir; prepárate á morir.

-¡Oh, no! A tu esposa

-No es mi esposa, no puede serlo, mujer que así piensa, mujer que así procede.

-¡Eduardo, piedad!

-No te escucho.

-¡Perdón!

-No hay remedio.

-Y ¿no puedo llamar?

-No; estás condenada.

-¡Qué horror!

-Condenada á morir.

-Y ¿para eso me has libertado del verdugo?

-No conocía todo lo horrible, todo lo negro de tu alma.

-Eduardo, ¡piedad, piedad!

-Yo sólo oigo la voz de mi conciencia.

-¿Tendrás valor?

-Sí.

-¿Para asesinar á tu mujer?

-No eres mi mujer.

-Acuérdate de tu juramento.

-Sólo me acuerdo de esta carta.

-¡Ah! Te ha embriagado el amor, el amor hacia Angela.

-¡Ah!

-Maldita sea.

-¿Qué oigo?

Y Eduardo sacó un puñal. Al verse amenazada, se horrorizó la joven. Un sudor frío bañó su frente; una angustia mortal la poseía. Cubrióse el rostro con las manos, y comenzó á gritar:

-¡Dios mío, amparadme!

-Dios no te oye.

-¡Salvadme de este monstruo!

-Sólo te acuerdas de Dios en los grandes trances de la vida.

-¡Oh! No me matarás.

-¿Crees que aun soy débil?

-No me matarás.

-Lo he dicho.

-Me defenderé.

Y dirigiéndose á un estuche saco un puñal que empuñó con furia, blandiéndolo de manera que parecía el aguijón de una serpiente herida.

-Margarita, antes que en matar, piensa en reconciliarte con Dios.

-Yo, yo...

-Arrepiéntete de lo que has dicho.

-Nunca.

-Arrepiéntete.

-Y ¿me perdonas?

-No.

-¡Ah! Pues bien: yo creo que eres un malvado.

-En verdad, soy tu esposo.

-Creo que tu gazmoña amante quiere que vuestro amor, vuestra falta cometida en el obscuro calabozo, sea velada por un respeto aparente á la moral; y quiere unirse á ti, y para eso yo soy un obstáculo; y por eso la infame, la fementida, me mata por tu mano, víbora que yo aplastaré.

Eduardo no pudo sufrir más; cogió con rabia á Margarita del brazo, la sacudió fuertemente, y levantando el puñal, sin misericordia ninguna, ciego de ira, de rabia, se lo clavó en el pecho. Margarita dió un grito agudísimo, espantoso; un grito horrible. La sangre brotó de la herida, y cayó exánime en el suelo. Eduardo salió de aquel gabinete, despavorido, horrorizado: bajó, tomó la puerta de la calle, y huyó á, todo huir de su casa como un loco.