La hermana de la Caridad/Capítulo XXXI
Capítulo XXXI
La última hora se acercaba para los dos infelices reos. Eduardo, en el fondo de su calabozo, se había reconciliado con Dios y se había preparado para morir. La última hora era inevitable, fatal, y estaba ya designada. A las doce de la noche debía morir; pero sin ruido, sin estrepito, en el silencio de aquel torreón. Por más que Eduardo había pedido ver á Margarita, no le habían otorgado este último consuelo; por más que había en varias ocasiones, con repetidísimas instancias, demandado hablar, ver á algunos amigos, todo, todo le había sido negado. Esto, naturalmente, había sublevado su ánimo en la hora fatal en que necesitaba más recogimiento.
Por mera fórmula, á las doce de la noche anterior le habían comunicado que debía morir á las doce de la noche siguiente, y le habían concedido los auxilios espirituales necesarios para este tan tremendo y amargo trance. Desde este punto quedó Eduardo solo para meditar en la eternidad y en el paso horrible y negro de la vida á la. muerte. Preguntó qué había sido de Margarita, y le contestaron que debía correr la misma triste suerte y sufrir la misma horrible sentencia.
Eduardo se enterneció y lloró mucho. Lloró la desgracia de la mujer á quien se había unido, á quien había amado. Después, desde el dintel de la eternidad, convirtió los ojos á toda su vida pasada, absolutamente a toda. Cruzaron como á través de un negro vidrio los días de su niñez, los salones del castillo de sus padres, la amorosa sonrisa de su madre, el recuerdo tranquilo y feliz de su perdida inocencia, de ese estado del espíritu, que es el verdadero cielo, el verdadero paraíso en la tierra.
Pasaron las risueñas campiñas de Nápoles, su cielo siempre alegre, sus horizontes inundados de luz, sus recuerdos clásicos, la tumba de Virgilio, el laurel de Petrarca, las ruinas de Pompeya, el Vesubio, las azules y hermosas grutas de aquel mar azul y hermoso, que, á través de sus diáfanas ondas, parece mostrar aún el blanco seno de las ninfas y nereidas coronadas de algas y de perlas.
Pero en este instante su, recuerdo se detuvo en un punto, en las orillas del mar, en la campiña feracísima y hermosa donde había conocido á la hermosa Angela. Allí se le apareció el campo sembrado de flores, la fuente que corría abundosa por la pradera, los melancólicos sauces mecidos blandamente por las brisas del mar, y Angela, Ángela, mirando el horizonte para descubrir la barca en que iba su amado.
Al llegar á este instante de su vida, comprendió Eduardo que había llegado á la estrella de oro que le señalaba el rumbo de su existencia; comprendió que había llegado á la edad feliz de su alma; comprendió que habla llegado á la hora de su existencia que debía haber durado para su felicidad eternidades. «¿Quien me la arrebató? ¡Yo, yo!», exclamaba. Y caía en un dolor tan profundo é intenso, que le desgarraba el alma y le partía el corazón.
Angela le hubiera enseñado el camino del cielo. La vida á su lado hubiera sido como un sueño feliz, como un hermoso instante que pasa entre recuerdos dulcísimos y dulcísimas esperanzas. Pero él, con aleve mano, había destruido, había borrado aquella fuente de su dicha, fuente de que podía haber corrido su vida como un claro arroyo que retrata en su linfa todos los matices del cielo.
Eduardo, después, volvió los ojos á los bailes, á los salones, á la vida de la corte. Desde este momento su alma, su vida, revueltas con el cieno del mundo, se perdieron para siempre, para no volver á recobrar aquella inocencia de la niñez, aquella prístina pureza de la juventud que se consagra á un amor espiritual y santo, á un amor celeste, á un amor eterno, que lleva en sí el sello de la bondad y de la verdad divinas.
Después de haber corrido todo este penoso camino, el instante de su muerte se apareció a sus ojos. Había derramado sangre. Sólo a través de un velo de sangre podía vislumbrar la eternidad. Así es que se acongojó y padeció muchísimo, y fueron estos instantes de su vida el verdadero castigo de sus faltas, la verdadera redención de su entristecido, amargado y turbadísimo espíritu, presa de negros colores.
Su juventud, las fuerzas que aun le quedaban, la vida que había en su seno, las esperanzas, su misma imaginación ardorosa, su deseo de vivir, ese deseo tan natural en todos los seres; el horror que aun á las más valerosas almas causa la muerte, tan terrible y tan temida, todo esto llevaba al infeliz Eduardo á un mar de negros pensamientos, en que se perdía y se anegaba su espíritu.
Morir en la flor de su juventud; morir cuando todo sonríe, cuando están las pasiones en su apogeo, cuando en el espacio que separa, la cuna del sepulcro se ven brotar tantas flores; morir en esta edad dichosísima, y morir bajo el hacha de un verdugo, apagada violentamente la existencia, es una de las desgracias más grandes, más tristes, más crueles que puede imaginar el espíritu.
Eduardo contaba por instantes su vida; cada vez que se inclinaba hacia el abismo de la eternidad para sondear sus inmensas profundidades, le sobrecogía un vértigo. Parecíale que veía á Dios inclinado sobre el abismo, señalándole el eterno castigo, y su alma cayendo como una gota de plomo derretido en la eternidad, para formar y componer aquel mar inmenso de dolores, de penas y de angustias eternas.
No sentía esa aspiración á lo eterno, á lo infinito, ese amor á Dios, que es el gran descanso y la gran felicidad del alma próxima á salir de la tierra.
Sentía, por el contrario, un temor indecible, una incertidumbre inmensa, una angustia, la angustia del que ignora, ó cuando menos vacila, en el conocimiento de su destino. ¡Feliz aquel que al volver los ojos á la eternidad, al abismarse en sus profundidades, sabe y conoce cuál ha de ser el centro verdadero de su alma! Conforme se acercaba su última hora, crecía la angustia, el dolor de Eduardo.
Cada hora que pasaba se llevaba consigo una lágrima, un suspiro, un dolor; pero la intensidad del dolor, no.
A pesar de ser un desvarío, no osaba desesperar de su destino ni de su suerte. Parecíale que en algunos momentos la Providencia había de extender su poderosísima y protectora mano sobre la frente de aquel hijo desgraciado, de aquel hijo que recurría á su amparo en los últimos instantes de su vida. Mas el tiempo transcurría, y conforme transcurría, un sudor frío, una extrema languidez desmayaba al desgraciado Eduardo.
Por fin sonaron las once de la noche. Ya no había remedio; iba á morir. Eduardo se paseaba como un loco por su cárcel. Sus ojos, inyectados en sangre, le saltaban de sus órbitas; una respiración fatigosísima, como el ronquido de un moribundo, le partía en mil pedazos el pecho; todo era angustia y dolor en aquella hora triste de su larga, de su triste, de su zozobrosa agonía. Volvía los ojos por todas partes, y no descubría, no vislumbraba ni un rayo, ni un reflejo de esperanza.
Dieron las once y media. Eduardo se hincó de rodillas y comenzó á orar. Dios, y sólo Dios, era y podía ser su refugio, su amparo, su esperanza. Había pasado ya tanto, que ni fuerzas tenía para sentir más, ni pensamiento para imaginar, levantado y en aquella línea imperceptible que lo separaba de la eternidad, para imaginar cuál había de ser su porvenir y suerte, cuál la transformación inevitable de su vida. «Yo no muero, decía Eduardo; yo siento que no muero. Mi vida se va á exaltar, no se va á destruir. Va á salir, á desbordarse de este vaso que la contiene. Recíbela tu, Señor.»
En este instante se abrió la puerta de la prisión.
Dos hombres vestidos de negro traían un gran tajo. Otro, que era el verdugo, una gran cuchilla. Detrás venia un sacerdote. Eduardo extendió sus brazos al sacerdote, que lo estrechó contra su corazón. Se reconcilió con Dios en un lado del calabozo. Sus piernas flaqueaban; pero sus ojos parecían penetrar en el denso velo de la eternidad y descubrir los arreboles de la gloria. En esto se oyó un ruido sordo. Era el ruido del reloj, que señalaba la última, la postrera hora de Eduardo. El tiempo, el tiempo iba á pronunciar la sentencia de muerte. El ruido de aquel reloj hizo temblar á Eduardo. Le parecía las puertas de la eternidad que giraban sobre sus goznes. La hora fatal hirió los vientos. Eduardo cayó de rodillas y cerró los ojos. Cada una de aquellas terribles campanadas le parecían un martillazo dado en su cerebro. Una antorcha lució en el calabozo, extendiendo lívidos resplandores. El joven entreabrió los ojos. Dos de los esbirros le cortaron el cabello. El frío de las tijeras le hacía temblar. Otro levantaba la losa que cubría el sumidero para que corriera la sangre. El verdugo manejaba el hacha fatal que iba á cortar su cabeza. Aquel hacha, herida por la antorcha, destellaba reflejos horribles y siniestros. El sacerdote murmuraba las oraciones de los agonizantes, y su palabra era el consuelo que sobre aquel mar de dolores flotaba. Por fin, se acercó de rodillas al tajo. Le ataron las manos, y cuando había dejado caer la cabeza sobre el tajo esperando el golpe, se sintió un grito horrible; una mujer penetró en el calabozo, y dijo con una expresión sublime de horror: «¡El perdón, el perdón!» El sacerdote abrazó al reo con efusión, el verdugo dejó el hacha, y Eduardo cayó sin sentido en el seno del sacerdote, mientras Angela, de rodillas, daba gracias al cielo por haber llegado en aquel supremo instante.