La hermana de la Caridad/Capítulo XXVII

Capítulo XXVII

El conde Asthur está tendido en su lecho, postrado por el dolor y por la fiebre. Sus ojos centellean fuego; su frente arde; sus labios, secos, áridos, modulan esta palabra: ¡Ángela, Ángela, Ángela! constantemente. Un servidor fiel le cuida, vela por él, quiere arrancarle aquel nombre de los labios, aquel recuerdo de la mente, aquella imagen de los ojos. Le habla, le distrae, pero todo en vano. El Conde no atiende a nadie; no atiende más que a la pasión en que se abrasa; a la idea de que está poseída su mente. El fuego de su pasión es toda su vida. Sueña que está en un bosque delicioso. Los árboles, entrelazándose, dejan entrever pliegues del cielo, y dejan penetrar rayos del sol, que se quiebran en sus ramas, y forman con las sombras mil caprichosos juegos en la menuda y dorada arena. Un arroyo, desatándose en mil corrientes, serpenteaba entre el césped, arrastrando en sus ondas hojas caídas de las rosas y azucenas que en sus cristales se miran. El monótono chirrido de la cigarra se mezcla con el canto de mil parleras aves entre la verde enramada escondidas, aves que huyen de vez en cuando a beber y a lavarse sus plumas en el transparente arroyo. El Conde, de rodillas, está cogiendo rosas, jazmines, lirios, azucenas, y tejiendo una hermosísima corona. Es para Ángela, que juega en el césped, teniendo en una mano un manojo de rosas que da a un corderillo, y en el hueco de la otra mano un sorbo de agua que bebe una paloma; sus labios sonríen, y sus ojos se pierden, como arrobados por un éxtasis, en el cielo, que se descubre, más claro, más azul y más hermoso, entre las ramas de los árboles. El Conde, tendido en la hierba, no mira ni el cielo, ni el arroyo, ni los árboles; mira a Ángela. Sus ojos le parecen más hermosos que el cielo; sus labios más fragantes y puros que la rosa; sus cabellos, esparcidos y dulcemente mecidos por las auras, le parece que exhalan un aroma mucho más suave que el nardo. Cuadro hermosísimo, que finge a sus ojos secos la horrible calentura.

-¡Ángela, Ángela! -murmuró-. Ángela, tengo sed; pero es de verte, sí; de verte más.

-¡Señor, por Dios! -dice el criado al Conde.

-¡Ángela, te estoy mirando!

-Volved en vos, señor Conde.

-Tus cabellos, tu aliento, tus labios...

-¡Señor Conde!...

-¡Qué feliz soy! Sólo quiero estar contigo; ya no me duele la herida. ¡Ah! Te amo. Cada vez que te veo, se renueva mi sangre. Sin tu aliento, no puedo respirar. No hay en el mundo para mí más aire que tu aliento. Cuando cierras los ojos, me quedo a obscuras. Son tus ojos mi luz, toda mi luz. El cielo no es cielo; el cielo es tu alma; por eso es tan azul. Baja la paloma a beber en tu mano, porque en tu mano sólo quiere beber. Eres la vida, toda la vida. ¡Qué frescura! ¡Ah! Ya, ya. Has suspirado, y has embalsamado todo el aire. ¡Bien mío, bien mío! ¿Te vas? No me importa; aunque te vayas de ahí, de aquí, del corazón, no te has de ir. Aquí estás, aquí, en mi alma, conmigo, sí, conmigo ya.

Y el Conde quedó dormido en un tranquilo sueño. Una sonrisa placentera se dibujaba en sus labios. En esto entró un nuevo criado de la casa.

-¿Cómo está, Frank? -preguntó.

-Se ha dormido.

-¿Ha dejado su manía?

-Pronunciando el mismo nombre se ha dormido.

-¡Qué constancia!

-Salgamos a la pieza inmediata ahora que duerme.

Y, en efecto, los dos mozos salieron.

-Pero ¿qué te parece, Frank, de nuestro amo?

-Dicen los médicos que está mejor.

-Pero ¡esa manía!

-Es un amor desesperante por esa artista.

-¿No podría casarse? Ya que es una joven de tan puras costumbres...

-Eso le han aconsejado; mas ella no quiere.

-¡Qué desgracia!

-El Rey, que tanto quiere al Conde, se lo ha rogado a Ángela.

-¿Qué?

-Que se casara con el Conde.

-¿Y ella?...

-No ha querido.

-¡Qué aberración! ¡Un favorito de un rey, un joven de tan altas prendas, el caballero más poderoso del reino!

-Pues ahí verás. ¡Caprichos de las mujeres! Una noche, la noche que dio la señora Condesa, la madre del señor Conde, un baile, fue convidada, y asistió al baile. Sus numerosos amigos la pidieron que cantara. Cantó un aria de la Sonámbula. Esa música le produjo al Conde una enajenación tal, que parecía que se iba a volver loco. Bien es verdad que canta como un serafín. ¡Qué voz, qué expresión, qué dulzura! Vamos, cuando te digo que yo estaba loco... Esa música, que oyes en todos los pianos de Nápoles, que tocan las arpas de los saboyanos y los mil organillos que llenan nuestras calles; esa música, que nuestros lazzaroni tararean, parecía en sus labios el canto de un serafín bajado del cielo. Nadie respiraba; nadie se movía. Todos escuchaban, como si les faltara oídos para oír, alma para atender. ¡Qué delicia! Cuando se concluyeron aquellas dulces armonías, el Conde se acercó y la cogió del brazo. Apoyáronse en una ventana cerca de donde yo estaba. El Conde le habló con toda el alma. ¡Cuántas ternezas le dijo! ¡Qué manera de retratarle su pasión, su amor! No se puede ya decir más. Ángela lloraba. El Conde, cuando la vio llorar, le dijo: «¡Oh! ¿Me amáis?» «No: os creo; y siento que los dos seamos tan desgraciados. Yo no puedo, yo no debo amar; yo nunca os amaré; pero no creáis que es por vos, no; es porque yo no puedo amar. Si pudiera amar, os lo diría; yo os amaría sólo a vos, sólo a vos, Conde.» Y el Conde, al oír esto, se echó a llorar, sí, a sollozar como un niño. Y Ángela se apartó de allí con los ojos llorosos, y se confundió en el salón, pues también lloraba.

Después, según me han contado, el Rey llamó a la joven y le prometió ser su padrino de boda. He oído contar esa entrevista a una de las personas que la presenciaron, y conservo todas las palabras que en ella se dijeron.

-Ángela -le dijo el Rey-, de vos pende la vida de un hombre.

-No lo creo, no lo puedo creer, señor -dijo Ángela.

-Pues yo os lo digo.

-Es la primera noticia que tengo.

-No os ruboricéis, ni en medio del rubor queráis engañaros a vos misma. Todo lo sabéis.

-Pues bien, señor -dijo Ángela cubriéndose el rostro con las manos-; lo sé todo.

-Y ¿no podéis volver la vida a ese hombre?

-Señor, no puede dar la vida quien sólo anida la muerte.

-¡Ángela, tendréis una corona de condesa!

-No podría sobrellevarla mi frente.

-¡Ricas herencias!

-Me sobra para vivir holgadamente mi canto.

-Tendréis poder.

-¿Para qué lo quiero yo?

-Reinaréis en mi corte por el talento y la hermosura.

-No lo ambiciono.

-Ángela, despreciáis el ruego de un rey.

-Mandad, señor, lo que yo pueda cumplir; pero no mandéis, por piedad, en el alma, porque el alma no es de la tierra.

-¿No queréis amar al Conde?

-No puedo.

-Pues sacrificaos. Os ruego que os caséis sin amor.

-¡Nunca, qué horror, nunca! ¡Lejos de mí tal pensamiento! ¡Yo proferir con los labios un juramento que rechaza el corazón! ¡Yo engañar a un hombre leal, y a un hombre que, según dice, me ama! ¡Yo profanar con aleve mentira mi labio, y el altar, y la presencia de Dios! ¡Oh! ¡Nunca! Antes mil veces preferiré la muerte; antes mil veces todos los tormentos. Fingir amor, vivir al lado de un ser que nos es indiferente, engañarle mintiéndole pasión, entusiasmo; rodear su vida de ilusiones que no son más que ponzoñosas víboras; ¡eso nunca, nunca; antes, ya lo he dicho, antes la muerte!

-¡Ángela!

-¡Perdón, señor, perdón! -exclamó Ángela, arrojándose a las plantas del Rey-. Perdonadme. Yo quisiera poder amarle; pero aquí, en el corazón, no hay más que aspiraciones al cielo. ¡Si vierais cómo ahora, cuando la vida parece más gozosa, es triste e indiferente la vida! ¡Si vierais cómo deseo dejar de oír esos aplausos, esos gritos de la muchedumbre! ¡Si lo vierais! Perdonad; pero ni ahora ni nunca amaré al Conde. ¡Nunca, nunca!

Y Ángela lloraba de tal manera, que conmovió profundamente al Rey.

Cuando el criado llegó a este momento de su pintoresca y verídica relación, entró un personaje en el salón, diciendo:

-¡Frank, Frank!

-Señor médico...

-Llévame a tu amo. ¿Cómo ha pasado la noche?

-Siempre lo mismo.

-¡Extrañísimo sueño!

-Siempre lo mismo, señor.

Entraron. El Conde se había despertado y estaba tranquilo, aunque mirando un retrato de Ángela que se veía en uno de los dos ángulos de su gabinete.

-¿Cómo estáis? -le preguntó el médico.

-Estoy bien.

-En efecto, ha calmado la calentura.

-Mi dolor no es físico.

-La herida está ya completamente curada.

-Mi herida está más honda, doctor.

-Es verdad, y a esas heridas no alcanza la ciencia médica.

-¡Ah! Ninguna ciencia.

-Mas puede mucho la voluntad.

-No lo creáis, no puede nada.

-Porque vos no os habéis empeñado...

-¡Ah, doctor! Vos veis que la materia os obedece; veis que las llagas se curan con vuestros cáusticos; veis que los males huyen con vuestros conjuros, y creéis que en el alma es lo mismo; el alma, cuyos tormentos son infinitos y tan perdurables como su misma esencia. He querido rendirme ante otras hermosuras, y todas me han parecido pálidas e inanimadas; he querido buscar todos los placeres, y todos me han hastiado. Me he distraído hasta en odiar y perseguir a mis enemigos, y el odio no ha podido consumir este amor. He ofrecido el pecho a los puñales de mis enemigos, y los puñales de mis enemigos, como no han podido arrancarme su imagen del corazón, no han podido arrancarme la vida. Y vedme aquí con este delirio siempre igual, siempre creciente; con esta sed abrasadora del alma, que nada puede saciar; con este combate de amor, que no satisfaría ni todo el universo.

Y el Conde, que se había incorporado sobre la cama por la fuerza de su palabra, se dejó caer sin fuerzas sobre la almohada.

-¡Infeliz, infeliz! -dijo el médico.

-¡Infeliz! No lo creáis; no lo soy. Me moriré pronto, muy pronto... Pero no creáis... que sufro, no sufro... Quiero este sufrimiento; más lo quiero que mi antigua alegría... Aquello era falta de vida; esto es sobra de vida. Quiero que la vida me sobre... La amo, sí, la amo.

-Pero... señor Conde, hablemos de otra cosa, de vuestros enemigos, de vuestra venganza.

-¡Ah! Tenéis razón -dijo el Conde más tranquilo-. Cayeron en el lazo; están presos. Los tribunales los sentenciarán. Ese es mi único placer, la venganza. Eduardo y Margarita serán sacrificados a mi venganza. Creían los estúpidos que en Nápoles había lugares donde no alcanzaba mi poder; creían que podían sustraerse a mi influjo; creían que iban a deslizarse entre mis manos, que iban a concluir conmigo, y se engañaron. Me hirieron porque me dejé herir, pues me era completamente indiferente, de todo punto indiferente, el alma, y la vida, y la existencia, y el poder, aunque no me era indiferente la venganza.