La hermana de la Caridad/Capítulo XX

Capítulo XX

Retirada en su estancia, Ángela padecía dolores horribles. Una gran lucha se había empeñado en su corazón. Tenía necesidad de sacrificarse, de ser víctima de alguna gran idea, de alguna gran pasión. Su alma era juguete de la tempestad; su imaginación presa del delirio. Pero sola en el mundo, sin más apoyo que su madre, necesitaba de algún ser a quien confiar sus penas. Entonces se acordó de un hombre que gozaba fama universal en Nápoles.

A las orillas del mar, en la hermosa playa, en medio de un bosque de cipreses, alzaba su pequeña torre una ermita. Algunos sauces plantados alrededor de aquel retiro, le daban cierta melancolía indefinible. Aves, como los ruiseñores, las palomas, los jilgueros, no perseguidos allí, anidaban en la copa de sus árboles, y pagaban con armoniosos cantares, como agradecidos, tan dulce hospitalidad. De vez en cuando las gaviotas, las aves marinas, cansadas de cernerse sobre las ondas, o no teniendo un mástil donde apoyarse, o arrojadas por la tempestad, iban allí a descansar de sus fatigas y a plegar sus blancas alas. Toda aquella naturaleza sonreía con una paz semejante a la de un alma que, no conociendo remordimientos, resplandece siempre iluminada por la virtud, que por inmortal no conoce ni eclipse ni ocaso. Era aquélla una ermita donde se adoraba una Madona en un retablo, representando a la Divina Pastora que alimentaba con rosas a sus corderos. Al pie del retablo se veían flores cogidas en aquellos campos, perlas sacadas de todos aquellos mares, signos infalibles de la unión amorosa del espíritu con la Naturaleza. Bajo las bóvedas de aquella ermita, por las noches, ardía constantemente, sin apagarse nunca, una lámpara, cuyos resplandores, merced a una pequeña reja, se veían desde fuera; lámpara que parecía una estrella errante, perdida, que se había posado delante de la Virgen. Así, el campesino, cuando en la callada noche iba a rezar o a cuidar en el establo de la comida de sus bueyes, volvía los ojos a la reja, y al ver los resplandores de la luz, creía que por él velaba la Virgen. Y el marinero, en las playas o en el mar, al ir o al volver de sus expediciones, cuando en la callada noche veía relucir aquella lámpara, se acordaba de que Dios es el punto luminoso y fijo en el rumbo de la vida, como la estrella Norte en el rumbo por los mares. En aquel recinto respiraba todo amor y paz. Allí la Naturaleza se había hermoseado, y el hombre podía encontrar esa tranquilidad uniforme, pero serena y mística, que se parece a la idea de la bienaventuranza. Las húmedas brisas del mar; el aroma de las flores; las puras emanaciones de los árboles; el arrullo de la paloma; el dulce gorjeo del ruiseñor en la umbría enramada; la cruz santificándolo todo; el ciprés que asciende al cielo: todo ofrecía ese cuadro deslumbrador y hermoso, por el cual vaga el alma como la mariposa entre los aromas del campo.

Y allí había buscado asilo un filósofo que, después de recorrer todas las esferas de la ciencia, había caído en la duda, y después de gustar todos los placeres de la vida, había caído en la desesperación. Su alma seca, esterilizada, buscaba una gota de rocío que la humedeciera, un rayo de luz que sacara algún color a su pálida y desmayada corola. Este hombre, que había caído por su desgracia en la negación, en el hastío, después de buscar inútilmente Dios en la ciencia, había huido al retiro solitario de un campo. Allí, poco a poco, su alma, roída antes por los gusanos de todos los vicios, fue abriendo sus hojas a las auras benditas descendidas del cielo.

Aquel hombre, encerrado en aquel retiro, solo con su conciencia y con la Naturaleza, se había despertado a la vida, había conocido y adoraba a Dios. Inmediatamente que esta idea religiosa penetró en su conciencia, la caridad, el amor, la fe, penetraron en su corazón. Y así que la caridad le poseyó y el amor de sus semejantes inundó su alma, fue todo bien para los que le rodeaban; la providencia del pobre, la salud del enfermo, el consuelo del afligido. No acudía nadie en la comarca a verle, a visitarle, que no saliera con el corazón descansado y la inteligencia más clara. Así como con su cuidado había hermoseado un desierto, había convertido un terreno árido, seco, en hermosísimo jardín, con sus virtudes, con su exaltada caridad, había convertido su alma en una fuente de aguas vivas que manaba el bien y el consuelo. Desprendiéndose de los lazos de la tierra, levantándose de este bajo mundo, olvidado de sí, hecho todo amor, todo fe, todo esperanza, su alma vigorosa descomponía la luz del cielo. Su vida estaba repartida entre la oración y el trabajo, entre Dios y el hombre. Se levantaba muy temprano, veía amanecer, adoraba a Dios, bendiciéndole por los primeros reflejos de la dulce alborada; llamaba a los campesinos con los acentos de la campana, y preparaba después con sus propias manos el desayuno para los trabajadores. Después trabajaba él también. Se encorvaba sobre la tierra, y la regaba con el sudor de su rostro, y la repartía, como cada hombre, parte de su vida. Encerrábase más tarde en su aposento, y allí, oyendo a lo lejos los murmullos de la Naturaleza, recibiendo la luz al través de las verdes hojas de los árboles en verano y de las desnudas ramas en invierno, leía o meditaba la ciencia. Después comía, acompañado de su pequeña grey de trabajadores. Acabada la comida, oraba en señal de gracias, manteniendo perpetuamente su alma en comunicación con Dios. Tomaba después el camino de las chozas, de las casas del pobre; entraba allí, llevando en unas alforjas el fruto de sus campos, y repartía el pan entre los necesitados. Pero como no sólo de pan vive el hombre, sino también del espíritu divino, necesario a su existencia; de la verdad, de la idea, de ese pan espiritual, más sabroso, reunía a los pequeñuelos, les hablaba de Dios, de la virtud; les hacía comprender las maravillas de la Naturaleza, y leyéndoles algunos versos de los grandes poetas, algunos párrafos del Evangelio, abría sus tiernas almas a las grandes impresiones, como el rocío de la mañana abre los hermosos pétalos de las flores.

Cuando los niños le veían ir, salían corriendo a recibirle, como los polluelos aletean en el nido cuando ven volar a su madre; y cuando se despedía, lloraban lágrimas, que eran el premio de sus afanes y la ventura de su vida. Así, no había en la comarca ser alguno que no le acatase, que no le bendijera. Él, después que había pasado de esta suerte toda la tarde, cuando el sol se ocultaba y venía la noche, iba a la ermita, volvía a tocar la campana para congregar a sus trabajadores y para saludar a la Virgen, y rezaba el Ave María. En las noches de estío se paseaba solo por las orillas del mar; algunas veces se detenía en un peñasco, y entonces, inspirado por la Naturaleza y por su propia alma, bendecía en hermosos versos a Dios o al hombre. En las noches de invierno se encerraba en su casa, en su ermita, y allí escribía. Sus libros no se perdían en el seno de un estéril misticismo: amando sinceramente al hombre; creyendo que su verdadera atmósfera es la sociedad; deseando, como toda alma generosa y recta, el bien, y creyendo que el bien no puede encontrarse sino por la libertad, y que cada siglo va resolviendo o anunciando alguna de las grandes contradicciones sociales, se curaba de la reforma de la sociedad, de propagar, de extender entre las gentes la grande, la santa idea del derecho y del deber.

Al fin, ¿de qué sirve la vida, si la vida se esteriliza y se evapora? ¿De qué sirve la virtud si se encierra dentro del duro egoísmo? Nuestra vida, como la lluvia del cielo, refrigera la vida de nuestros semejantes. Nuestra virtud como el rayo del sol, debe hacer brotar virtudes en el corazón de todos los hombres. Nuestro pensamiento no se ha de perder pasando rápidamente por nuestra conciencia; duradero o fugaz, lo debemos a nuestros hermanos. ¡Maldito sea el que sólo nace para sí! Es como la lluvia que absorben las arenas del desierto; como el negro aerolito que se desprende muerto y frío, de la atmósfera; como el fugaz relámpago que cruza un instante el horizonte. La verdadera virtud es fecunda expansiva. Desciende como el maná sobre todas las gentes. No pasa al lado del pobre sin socorrerlo, o sin tomar cuando menos, por la compasión, parte en sus aflicciones. Bendice todos los instantes que de hacer bien le depara la Providencia, y cuenta sus días por las lágrimas que ha enjugado, por los pobres que ha socorrido, por las almas que hacia el bien ha alentado, por las conciencias obscurecidas que ha esclarecido; y así, más duradera que todo cuanto la rodea, sabe que ha de vivir más que la tierra, y el sol, y las estrellas, y el universo entero.

A interrogar a este hombre extraordinario se dirigió Ángela. Su cabeza ardía; el corazón le saltaba del pecho. Conocía que necesitaba algún calmante a su acerbo dolor, ver alguna esperanza en su desolada vida. Cuando el ser que ama el alma huye para siempre, parece que el alma cae en espesa noche. Y como si viera, y respirara, y sintiera para el amor tan solo, apenas acierta a desear nada que no sea la muerte. Parécele que el mundo está vacío; que los astros toman su luz en los ojos del ser amado; que los campos no tienen flores; que todo muere; que todo languidece, como el corazón herido. Si el alma continuara de esta suerte por largo espacio de tiempo, iría, por último, la intensidad de su ardor consumiendo, devorando el cuerpo. Y la palidez de Ángela, su vaga mirada, su respiración fatigosísima, las punzadas que sentía en el corazón, el desdén que le inspiraba todo lo que no fuese su pensamiento, la indiferencia con que oía los aplausos del público y miraba las coronas caídas a sus plantas, la fiebre que consumía sus sentidos, el eterno delirio de amor que se apoderaba de todo su ser, decían muy claramente que aquella organización tierna, delicada, iba a descomponerse, a aniquilarse bajo el inmenso peso de su grande e inmerecida desgracia. En aquella tarde que iba en pos del solitario, sus plantas pisaban las orillas del mar. A cada paso que daba se volvía con una ternura indefinible a mirar las ondas. Recordaba allá, en el silencio de su pensamiento, cómo le sonreían cuando impulsaban la barca de Eduardo. Y le parecía imposible que aquellas ondas murmuraran aún; que no estuvieran apagadas como su corazón, inmóviles como su pensamiento; que sonrieran, iluminadas por el sol, como sonreían en las dichosas tardes, ya pasadas, de su felicidad. Se acercaba con temor a la ermita, y con respeto al ermitaño. Sin embargo, joven, educada en el campo, amante como toda artista de lo maravilloso, volviendo siempre sobre los pasos y las huellas de la pasada vida, y recordando los tiempos en que le confiaba todas sus dudas al único sacerdote que había en su pueblo, deseaba descargar su conciencia y su corazón en un alma alejada del mundo; porque, conocida ya en toda Italia, temía mucho que sus pesares fueran pasto de la general conversación, y pasaran acaso después a las columnas de algún periódico. Así, el sentirse débil para sobrellevar sola el peso de su dolor y de sus pensamientos, la obligó a recurrir a este retiro. Los sauces que a la puerta de la ermita se alzaban, le recordaban los sauces plantados en torno de la fuente donde aguardaba a su amado. Todo estaba en silencio. Sólo se oía el rumor del viento en la enramada y el canto de las aves. El sol se ocultaba en el mar. La tarde estaba hermosísima. Parecía que todos los seres, inundados por mares de luz, se movían y pronunciaban una religiosa plegaria. El alma de Ángela oró, y la oración calmó un poco su dolor. Pero no aparecía nadie. Después de algunos instantes apareció a la puerta de la ermita un rubio y hermosísimo niño, como de ocho años.

-Dime, niño, ¿y el ermitaño? -preguntó Ángela.

-No está.

-¡Ay! Y ¿no volverá?

-Volverá pronto.

-Ha ido adonde va todas las tardes.

-Y ¿adónde va?

-Dice que va a buscar a Dios.

-¿A buscar a Dios? ¡Oh, Dios mío -añadió Ángela a media voz-, yo también te necesito! Y ¿no sabes dónde va a buscar a Dios?

-Va a las casas de los pobrecitos como iba a mi casa...

-¿No es tu casa ésta?

-No.

-Pues ¿dónde vives?

-No tengo casa.

-¡Pobrecito!

-Se me ha muerto ayer mi madre.

Y el niño, que llevaba un jilguerillo en la mano, y que estaba empolvadillo como en señal de haber jugado mucho, comenzó a hacer pucheros, y concluyó por prorrumpir en amargo llanto.

-¡Pobre niño! No te aflijas, no te aflijas, hijo mío.

-Y el señor ermitaño me ha traído aquí.

-Y ¿le quieres?

-Mucho. Y le querría más si no me hiciera aprender la doctrina.

Ángela se echó a reír involuntariamente al oír la ingenuidad del niño.

-Y ¿te has quedado solito?

-Tengo un hermanillo.

-¿Mayor que tú?

-No; aún mama.

-Y ¿también está aquí?

-También. Le ha comprado nuestro señor una cabra.

Ángela comprendió que aquel niño era el testigo más verídico de la virtud del solitario.

-Mirad, señora -dijo el niño-; mirad, por allí baja.

Bajaba, en efecto, por una colina. Un hábito blanco le envolvía. Una barba tan blanca como su hábito le bajaba hasta la mitad del pecho. Apoyábase en un báculo; traía en sus brazos un niño, y llevaba tras sí una cabra, que iba saltando por todos los despeñaderos y montecillos. De sus hombros colgaban unas alforjas vacías. Sus ojos relumbraban en el fondo de la capucha, como esos fragmentos de cielo azul y sereno que algunas veces aparecen límpidos y claros entre las nubes. Su frente arrugada dejaba ver de una manera indudable los profundos surcos de una grande y profundísima idea. Su continente era severo, majestuoso, e indicaban su apostura y sus maneras, a pesar del disfraz, todas las trazas de un hombre de muy distinguida educación.

-Ya viene, ya viene -decía el niño saltando y palmoteando alegre con sus tiernas manecitas.

- Peppinno, Peppinno... -decía alegremente el ermitaño.

-¿Traes a mi hermanito?

-Sí le traigo.

-¿Llora?

-No. Está dormido.

-¿Y mi madre? -dijo el niño, olvidado de que su madre había muerto.

-Ya sabes que está en el cielo y que alguna vez bajará.

-No, no bajará -dijo el niño moviendo incrédulamente la cabeza y casi llorando.

-Toma -dijo el anciano. Y le arrojó en una pequeña pradera una hermosa naranja.

-¡Qué hermosa, qué hermosa! -exclamó el niño. Y echó a correr alegre y contento tras ella, dejando en libertad al jilguerillo, que comenzó a cantar al extender sus ligeras alas en el cielo.

-Mira, ha venido una señora -dijo el niño.

-¡Ah! Ya la veo.

-Se parece a la Virgen.

-¡Picaruelo!

Y el ermitaño, después de besar al niño, se dirigió a Ángela.

-Dios os guarde, señorita.

-Venía a buscaros.

-Estoy a vuestras órdenes. Esperad un instante. Se ha muerto la madre de estos niños; se han quedado en el mundo pobres y desamparados; pero Dios, que no abandona al pajarillo, no abandona tampoco al pequeñuelo. Mirad.

Y como el niño llorase, gritó el anciano:

-¡Flor! ¡Flor!

No bien hubo gritado, cuando se apareció brincando la cabra. Se había entrado en un bosque, y traía entre su blanco pelo algunas hojas de rosa, y entrelazada entre sus cuernos una verde y brillante rama de hiedra. Aquel animal tan móvil, saltón y ligero, que al pasar de un lado a otro, de un montecillo a otro montecillo, de un precipicio a otro precipicio, parecía que volaba, tal era su agilidad, así que le mostró el ermitaño el pobre niño, se quedó plantada, sin moverse, balando dulcemente, como si quisiera acariciarlo, y el niño, a su vez, cogió instintivamente las cargadas tetas del pobre animal, y poco a poco se quedó tranquilo y dormido, con ese sueño dulce y hermoso que sólo conocen la niñez y la inocencia. Luego que se quedó tranquilo y dormido, dijo el ermitaño:

-Vete.

Y la cabra volvió a saltar y a retozar por el campo.

-Dispensadme, señorita. Voy a dejar en su cuna al niño.

-Sí, sí. No os incomodéis por mí.

-Señora, los pobrecitos no tienen madre.

-Pero la han vuelto a encontrar en vuestro amor.

-¡Peppinno!

-¿Qué? -dijo el niño, que apenas podía contestar, pues se estaba comiendo a dos carrillos su naranja.

-Ven, ven conmigo.

Y el ermitaño y los dos niños entraron en la ermita.

Después de cortos instantes salió el buen ermitaño, e inclinando profundamente la cabeza, le dijo:

-Señorita, ¿qué tenéis que mandarme?

-Dispensad a una desgraciada que acuda a vos; el dolor tiene eco en vuestro corazón, y el dolor os busca, y sobre todo el dolor moral, que es el más triste de todos los dolores.

-Señorita, he consagrado mi vida al hombre. Convencido de que no debemos vivir para nosotros mismos, sino para nuestros hermanos, he abandonado cuanto pudiera halagarme, y he seguido esta senda, que empecé con repugnancia y concluiré con amor porque está sembrada de flores.

-Por eso yo he venido a veros, señor; a veros. El mundo no quiere presenciar el dolor: le da asco. Quiere que se oculten los males del alma como se ocultan las llagas del leproso.

-Y, sin embargo, hija mía, el dolor es la fuente más pura de la ciencia, del arte, de todo lo que engrandece la humanidad. Todas las notas de esos cánticos divinos que han suspendido a los hombres, que repiten las generaciones, son lágrimas, suspiros, quejidos del corazón.

-Mi dolor es tan grande, que temo llegue algún día a secar mi vida.

-No lo temáis. Acordaos de que el dolor suele ser el signo de la elección que Dios hace de un alma. Los espíritus superficiales o pequeños, que han nacido para vivir apegados a la tierra, se contentan con el espectáculo que a sus ojos ofrece la Naturaleza, la sociedad, el hombre; pero las almas grandes, las que sueñan con ideas superiores a la realidad, las que anhelan por otro mundo mejor que este mundo, por otra humanidad más elevada, más hermosa; las almas que tienen sed y hambre de justicia, de verdad, padecen mucho en el mundo, y viven esta pasajera vida entre dolores, aguardando la santa hora de otra vida más en armonía con su pensamiento, vida que llene el abismo de sus purísimos deseos.

-Y, sin embargo, no es ese mi dolor. Yo, padre mío, yo era feliz cuando un lazo me ataba al mundo, cuando... perdonadme -dijo Ángela balbuciente y sonrojándose-; cuando el amor de un hombre lucía en mi vida; y desde que ese amor me falta, ¡ay, señor! soy muy desgraciada.

-Os oponíais a mi pensamiento, y lo estáis, sin embargo, confirmando. Erais feliz cuando un objeto pequeño llenaba todo vuestro corazón, y desde que ese objeto pequeño os falta sois desdichada, y a pesar de eso, no os conozco y lo digo, sois más grande, sois más virtuosa.

-Señor, señor. Es verdad, pienso más en Dios, pienso más en mis hermanos.

-¿No os lo decía yo? ¿Creéis vos que sólo se puede amar a un ser? No. El que limita su vida a sí mismo, el que se contenta sólo con la felicidad propia, el que no sale de su concha como el pólipo, como los seres inferiores de la creación, ése no vive, pasa sus días pegado a la materia; es inútil en la vida, y muere sin dejar en el mundo ni una huella de su alma.

-Pues he ahí, señor, el deseo que ha sobrecogido mi alma. Sola, aislada, me ahogo en esta vida triste. Pasa un día, pasa otro día, y me pregunto: ¿De qué sirvo en el mundo?¿Qué ser me necesita? La vida inútil se corta. Yo respiro un aire que pertenece a otro ser; yo ocupo un lugar en el espacio que otro ser debe ocupar.

-¡Desgraciada! Esas ideas son hijas de la enfermedad de vuestra alma. El grano de arena perdido en el desierto sirve a toda la creación; y ¿no ha de servir el hombre libre que quiere emplear su vida en provecho de sus semejantes, no ha de servir a toda la humanidad? Esas ideas son delirios que pasan, como la tempestad pasa rápida por la atmósfera. Algún día, sola con vuestra conciencia, os avergonzaréis de haber tenido esas ideas.

-¡Vivir sin amar! -exclamó con acento desgarrador Ángela, cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Vivir sin amar! Y ¿quién os ha dicho que vais a vivir sin amar? Pues qué, ¿no hay ya humanidad? ¿No hay ya mundo? El alma exaltada finge un ser, y ama a ese ser; y cuando le falta, cree que todo falta, y se engaña.

-¡Amar otra vez ¡Oh! No, padre mío, no.

-Seguramente no me habéis comprendido. He querido decir: aún hay desgraciados a quienes consolar, enfermos que curar, seres que proteger, almas desgraciadas que salvar, inteligencias obscurecidas que esclarecer; aún puede vivir en vuestro corazón un amor más grande, más intenso, más divino que el amor que habéis perdido.

Ángela movió la cabeza como con incredulidad y con dolor.

-Mirad este espectáculo maravilloso que os rodea. Esa onda que palpita y se estrella mansamente, con su ruido alaba al Creador. Esa estrella que aparece entre los arreboles del cielo, alaba a Dios. Esa flor que abre sus pétalos al húmedo beso de la noche, aguardando una gota de rocío, tiene en sus hojas, en su tallo, algo de amor a Dios. Ese ruiseñor que a la luz de la luna, cuando reina el misterioso silencio en la creación, lo interrumpe con arpados cánticos de amor, que suben como una oración a los aires, alaba sin conciencia a Dios, como el sol cuando se levanta por el Oriente, como la mariposa cuando rompe su larva, como toda la creación, que entona siempre en sus ecos, en sus rumores, un cántico al Eterno.

-Sí, sí -decía Ángela, entusiasmada con aquella mística elocuencia.

-Y el alma del hombre, Ángela; el alma del hombre, más intensa que el universo, más luminosa que el sol, más llena de ideas, de pensamientos, que la naturaleza de seres; el alma del hombre, más duradera que todos esos mundos, los cuales morirán, se apagarán como las luciérnagas, mientras nuestra alma vivirá siempre eternamente; ¡ah! el alma del hombre, creación en que Dios extremó su poder, ¿no unirá su voz al concierto de tantas alabanzas?

-Sí, sí -decía Ángela transfigurada; Ángela, que no se atrevía a respirar por no perder una de las palabras del ermitaño.

-Y entonces, ¿cómo decís que os falta amor? ¡Amor! ¡Cuántas veces el sentido lo profana! ¡Cuántas veces el beso impuro de los impuros labios lo mancha! Pero ese amor divino, que se convierte en una fuente de bien para los hombres, es la única verdad de su vida. Todos los demás amores son fantasmas, sombras, nada.

-Tenéis razón, padre mío; yo he faltado a Dios; yo me he faltado a mí misma. El hombre que yo amé con amor puro, intensísimo, no merecía, no, ese amor. Y mi grave falta, la falta de que yo no me puedo, no, absolver, es haberle amado; ¿qué digo haberle amado? amarle aún con toda mi alma. Algunas veces, atenaceado el corazón por el dolor, y la conciencia por el remordimiento, me he dicho a mi misma: «Ángela, si te amara, ¿le amarías así?» Y he creído que este amor tan grande, tan profundo, era un castigo tal vez de mi orgullo, sí, de mi orgullo; porque yo, allá, cuando tenía menos edad, en mis ensueños, en mis delirios, me había imaginado tan perfecta y superior a los hombres, que creía que estaba destinada acaso a amar a un ángel. ¡Horrible orgullo, que Dios ha herido despeñándome en un infierno!

-No lloréis tanto, hija mía. Conviene tener la fuente del bien. Importa poco que hayáis despreciado grandes tesoros. El arroyo que nace en una peña, corre largo espacio entre piedras, purifica su linfa, y cuando llega al llano es más cristalino y más puro, y templa la sed del hombre y de las aves del cielo. El amor que vuestro corazón posee ha podido ser hasta aquí estéril, desgraciado; pero desde hoy, convirtiéndolo en bien de vuestros semejantes, derramándolo como un bautismo sobre la frente de los que lloran y padecen, podéis prometeros que será eterno manantial de puros goces para vuestra alma, que sin duda Dios destina a que alumbre su gloria allá en el cielo.

-Vuestra voz me anima para el combate. Me parece que cobro aliento, que puedo ya batallar contra el mal, que voy a desvanecer todos estos velos que encubren mi destino, y voy a ser feliz.

-Siempre al fin de la vida el alma grande alaba a Dios, porque Dios ha comprendido mejor que ella misma su destino. Suele la Providencia abrir grandes heridas a esas almas, privarlas de goces sin los cuales no se concibe la vida; aislarlas en la soledad, sin amor, sin esperanza; y entonces esas liras divinas producen sus más admirables sonidos, sus más hermosos cantares. No os dejéis llevar en la corriente que arrastra a los demás hombres. La onda del río, que llega hasta el mar, confunde sus dulces caudales con las amargas aguas del Océano; al paso que la gota que se prende a los juncos y a las espadañas de la orilla, y que parece perdida, se evapora en el cielo.

-Habladme más, padre mío, habladme. No podéis imaginar el bien que derraman vuestras palabras en mi alma, el aliento que dan al corazón.

-No os conozco, y en vuestros ojos he visto pasar vuestra alma. No os conozco, y en vuestra palabra he oído latir el corazón. Os sobra alma, os sobra vida. Y cuando sobra alma, no debe guardarse en el cerebro, donde rebosa y estalla; y cuando sobra vida, no debe encerrarse en el corazón, donde rebosa y se pierde; esa alma, esa vida, pertenece al mundo, pertenece al que está falto de ella; que Dios, por la comunicación de las almas grandes con las pequeñas, ha establecido el equilibrio de su justicia.

Ángela, en un rapto de entusiasmo, exclamó:

-Yo lucharé: yo me venceré. Esta idea que turba mi cerebro, huirá; este dolor que esteriliza mi corazón, me alentará en la lucha; será el aguijón de mi conciencia y de mi vida. Yo pensaré que hay muchos seres que me necesitan. Yo creeré que cada día de mi vida es necesario para algo, para alguien. Este amor es el egoísmo del sentido; yo necesito el amor del alma, el amor ideal, que encienda mi alma como una llama pura, donde se pierdan todas las debilidades, donde huyan y desaparezcan todas mis manchas. ¡Oh! ¡Dios mío, piedad! ¡Dios mío, piedad!

-Sí, levantad a Dios el alma, que Dios no desoye jamás a su criatura. Al ave le da alas para que corte los aires; al pez le da escamas para que viva en las aguas; y ¿no le ha de dar también al espíritu, al corazón, lo necesario a su vida?

-Yo necesito paz.

-La tendréis. Cuando vuestro pensamiento se haya levantado de la esfera en que hoy se agita a otra más luminosa, veréis cómo cesa esa gran batalla en que os halláis empeñada: la vida, lejos de ser una lucha, será una divina armonía.

-Yo creí que el arte podría calmar mi angustia.

-¿Sois artista? -preguntó el ermitaño.

-Lo soy.

-Lo había adivinado.

-No sé si hasta aquí habrán llegado los ecos de mi nombre.

-Ángela os habéis llamado antes...

-Sí.

-Ya os conozco.

-¿Me conocéis?

-Ya hasta aquí ha venido el eco de vuestra voz.

-¡Hasta aquí!

-O, mejor dicho, os he oído, sí, os he oído con arrobamiento.

-¡Padre! -dijo Ángela ruborizada.

-Recordad una tarde que cantasteis en una iglesia.

-Es cierto.

-Yo estaba allí.

-Es verdad.

-Yo os vi.

-Por cierto, padre, que allí tuve noticias de vos.

-Dejemos eso, que importa poco.

-¡Ah!

-Yo os oí, y dije: «¡Ese es un ángel destinado para el cielo!»

-¡Si os oyera Dios!

-No se da nunca ese poder inútilmente en la tierra. Cuando Dios elige a uno de esos seres, y le da esa voz divina, esa inspiración, es, sin duda, para que derrame mucho bien, mucho, en las almas.

-Me alentáis, me alentáis mucho.

-¿No habéis meditado lo que es el arte?

-No.

-Pues meditadlo bien.

-Habladme del arte, padre mío.

-Tú, hija mía, posees en tu corazón un tesoro inmenso de bienes. Dios, comprendiendo cuán larga y escabrosa es la vida del hombre, ha hecho levantar en el espacio algunos seres que hermoseen su camino, que le alienten, para que no caiga en el abatimiento y en la desesperación. La llama que Dios quiere conservar en el fondo de nuestra vida, la pura llama que todo lo purifica, es la esperanza, sin la cual nos sería imposible atravesar este desierto. ¿Cómo habíamos de sufrir esta sed de amor, este anhelo inmenso, infinito, de verdad, de bien, que un día y otro día nos aqueja, nos posee, si allá, al fin de nuestra peligrosa senda, no alcanzáramos a ver la fuente de agua viva?

-Nunca he perdido la esperanza en Dios.

-Pues bien, hija mía; ese es el destino del arte. Para que el hombre no desfallezca, para que no se cierre su corazón a todo gran sentimiento, Dios ha puesto en el fondo de todos los hechos, en el seno de la sociedad, una armonía divina que se llama arte. Esta armonía es un reclamo del cielo; es como el aura bendecida de la patria, que el navegante respira y recoge antes de volver a su ribera; es como ese albor de luz que centellea en los astros, y que nos hace entrever todos los resplandores de la mansión divina.

-Así lo he comprendido yo siempre.

-Pues bien; mira, hija mía: el artista, que debe ejercer en el mundo un gran sacerdocio; que debe abrir a la esperanza las almas cerradas a todo sentimiento; que debe alentar al bien los corazones indecisos; el artista debe ser puro, debe ser inmaculado, debe ser virtuoso. Yo he conocido muchos artistas aquí en esta tierra del arte; he conocido a muchos. Dios les había dado alas para que volaran por el horizonte, y ellos se empeñaban en pasar esas alas por el lodo; Dios les había hecho para estrellas de su cielo, y ellos querían ser piedras del abismo; y Dios los castigó; y aquella fuente, que sólo brota pura cuando la mágica vara de la virtud la hiere, esa fuente se agotó en sus corazones, y dejó de regar sus ideas y su vida.

-Es cierto, es cierto. Yo por eso, porque hay mil asechanzas, he pensado en dejar mi vida de artista.

-No hagáis tal, hija mía; no hagáis tal. Puede parecer a veces que esa vida está rodeada de abismos. Pero nada hay tan bello como salvar los peligros. Además, no cerréis vuestros labios, no apaguéis vuestra voz. Dios os ha dado una voz para el hombre. ¿Os parecería bien que el ruiseñor se meciera tranquilo en la rama del árbol, mirara impasible su nido, y no regalara el viento con las dulces armonías de sus cánticos?

-No.

-Pues lo mismo que Dios ha dado el canto al ruiseñor para hermosear la Naturaleza, os ha dado la voz para hermosear el espíritu. No os creáis, pues, desgraciada. ¡Desgraciada una joven que posee ese tesoro de consuelos! ¡Oh, no lo creo, porque no puedo creerlo! Cuando el mal os persiga sañudo; cuando la duda se deslice en vuestra conciencia; cuando sintáis que se suspenden los latidos de vuestro corazón, volved a Dios los ojos, pedidle que os consienta realizar el bien, el amor verdadero, la virtud en la tierra, y salid a la calle en pos de alguna desgracia, consoladla, y os quedaréis tan serena y tranquila como si ningún dolor os atenaceare el alma.

-Lo haré, padre mío.

En esto la campana de la ermita llamó al anciano. Ángela se despidió de él con tristeza, pero con el corazón más aliviado. El ermitaño la bendijo con toda la efusión de su alma, y entró en la ermita. Ángela se acercó a la rejilla en que lucía la pequeña lámpara, y de rodillas rezó un Avemaría. La luna comenzó a levantarse en el horizonte; su hermoso disco inundó de luz la campiña, y reflejándose en las claras y celestes aguas del Mediterráneo, les daba un color tan suave y tan hermoso, que no parecía sino que el cielo mismo se había reclinado en el seno de la tierra.