La hermana de la Caridad/Capítulo XLVIII

Capítulo XLVIII

Un día estaba Margarita dormida. Angela oraba al pie de un Crucifijo. El sol, penetrando en la estancia, la inundaba de luz. Parecía que era como una aureola de santidad y de pureza. Los ojos de Angela, perdidos en la oración, se teñían con un tinte de lo infinito, con un resplandor de cielo. Parecía que la eternidad se dibujaba en su mirada, como el cielo se dibuja y refleja en el mar. La actitud de Angela, su rostro inundado de celeste felicidad, sus ojos perdidos en el cielo, sus labios perfumados por una religiosa plegaria, sus manos plegadas el resplandor del sol que la envolvía en un éter luminoso, todo esto la exaltaba como si, perdiendo su naturaleza humana, tomara una naturaleza más esplendorosa y más alta. Margarita abrió los ojos y exclamó:

-¡Ah! Os conozco.

Angela se cubrió el rostro con las manos.

-¿Me conocéis?

-Sí, sí.

-Perdonad -dijo Angela con dulce voz- que me haya ocultado á vos.

Margarita levantó los ojos al cielo, inundados de lágrimas.

-¡Oh! No sé lo que pasa por mí.

-Yo os lo contaré.

-Contádmelo, Angela; que en verdad habéis...

Un gran silencio siguió á estas palabras de las dos jóvenes. Angela bajó la cabeza; Margarita se cubrió el rostro con las manos. Por fin ésta interrumpió el silencio, y como arrepentida de su primer impulso generoso de gratitud, de reconocimiento, dijo con aspereza:

-¿Quién me ha traído aquí?

-Os trajeron unos marineros.

-¡Unos marineros!

-Sí; os habíais caído al mar.

-Me había caído, no; me había precipitado.

-Tenéis razón, os habíais precipitado.

-No, no he hablado con propiedad; me habíais precipitado vos, Angela.

-¡Yo! Una pobre mujer como yo.

-Sí, sí. Todo lo debéis oír, todo, absolutamente todo.

-Hablad, Margarita: os escucho.

-¿Tendréis paciencia para oirme?

-Ya os atiendo: hablad.

-¿Qué es de Eduardo?

-Eduardo está en Africa.

-No lo creo.

-Si no me habéis de creer excusáis preguntarme.

-Y ¿cómo sabéis que esta en Africa?

-Como lo sabe todo Nápoles.

-Pues bien: Eduardo se moría de amor un tiempo, y esto no lo negaréis, por vos.

-¡Un tiempo! Es verdad, es verdad; no lo niego.

-Y este amor, mal apagado, renació de sus cenizas.

-Creo poder aseguraros que fué agradecimiento, no amor, lo que sintió.

-¡Agradecimiento! ¿De qué?

-¿Ya no lo recordáis?

-No.

-Pues yo tampoco.

-¿Qué debía agradeceros?

-Hablaré para justificarle. ¿Vos recordáis una obscura prisión...?

-¡Oh! Sí.

-Recordáis que allí no respirabais apenas?

-Es verdad.

-¿Recordáis que el verdugo...

-Sí, sí. Justamente.

-¿Recordáis que en la hora suprema entré yo y quebrante vuestras cadenas?

-Sí, lo recuerdo. ¡Qué frío hacía en aquellos calabozos! Asquerosos insectos corrían por el suelo, negros murciélagos se anidaban en, en el techo.

-Pues bien: perdóneme Dios el recordar esto; Eduardo sintió agradecimiento.

-¡Sólo agradecimiento!

-Pudo sentir también amor...

-¡Y lo confesáis!

-Pudo sentirlo; pero en mi pecho no halló nunca, nunca correspondencia.

-No lo creo, no puedo creerlo.

-Margarita, Dios es mi testigo; Dios y mi conciencia.

Había tal solemnidad en las palabras de Angela, y tal eco de verdad en su acento, que Margarita no se atrevió a contradecirla. Sin embargo, después de algunos instantes dijo:

-Y ¿vos entonces no le amabais?

-¡Ay, Margarita! ¡Qué pregunta!

-¿No le amábais?

-Y ¿para qué, para qué anheláis saber eso?

-Quiero conocer vuestra ingenuidad.

-¡Mi ingenuidad! ¿No os acordáis de la pobre cantora que en vuestro jardín os dijo á vos la verdad?

-Me acuerdo.

-¿No os acordáis de la actriz, de la aplaudida actriz que nunca os quiso negar la verdad?

-Me acuerdo.

-Pues la pobre cantora, la actriz, no se desmiente bajo el manto de la Hermana de la Caridad.

-Decid la, verdad, decidla. ¿Le amabais?

-Vos lo sabéis.

-Yo no lo sé.

-¡Oh!

-¿Me queréis decir que no le amabais?

-No. De ninguna suerte.

-¿Por qué?

-Porque no podía deciros eso.

-Y ¿cómo no podíais decirme eso?

-No podía, porque le amaba entonces y le amo todavía con todo mi corazón.

-¡Angela!

-¡Margarita!

-Yo le amo también.

-Es vuestro esposo.

-Yo le amo aún.

-¡Amor santo!

-¿Y vos?

-Yo, no volváis á preguntarme nada.

-¿Vos le habíais amado, Angela?

-Sí. Fué el único sér á quien yo pude consagrar mi corazón.

-¡El único!

-Educado en la soledad mi corazón, en presencia de Eduardo se abrió el amor, ¡ay! amor infinito, que ha sido mi desgracia.

-Y ¿ahora no le amáis ya?

-¡Margarita! Toda aquella grande y exaltada pasión que fué mi vida, se ha tornado en amor por la humanidad.

-Y ¿qué placer os reporta este amor hacia la humanidad?

-Os empeñáis en parecer peor de lo que sois.

-No tal.

-Si no fuera así, no me haríais esa pregunta.

-Os lo pregunto porque, en mi humilde sentir, este amor es muy estéril...

-¡Estéril! No, no; amor fecundo en grandes bienes para el alma.

-¿Qué bienes?

-La tranquilidad de la conciencia, la esperanza en Dios.

Margarita se encogió de hombros.

-Y aunque eso no fuera, siempre la grandeza del deber...

-¡Deber! No veo que tengáis ese deber.

-Todo el que se siente con fuerzas para socorrer á sus hermanos, para asistirlos, para salvarlos, debe consagrarse á su bien, á su dicha.

-Y ¿vos gozáis mucho?

-Gozo, sí, viendo que puedo calmar el hambre del pobre, el dolor del enfermo, el triste desamparo del desvalido.

Margarita meditó un instante.

-Yo estaba agonizante, hundida en el mar, y me han traído aquí, y me habéis cuidado luego.

-Sacad vos misma la consecuencia.

-¡Oh! No, no.

Y Margarita se echó á reir fuertemente.

-No quiero que un ataque de nervios, una carcajada epiléptica, un instante de mal humor os arranque de ese estado en que os encontrabais, ni que hielen esa convulsión vuestros labios.

-¿Qué anheláis, pues?

Las dos jóvenes suspendieron por algunos instantes su conversación, hasta que Margarita exclamó:

-Y vos, Angela, ¿por qué habéis tomado por mí este gran interés?

-Porque mi corazón me dice que debo á todos mis hermanos protección y auxilio.

-¿Yo vuestra hermana?

-Vos.

-¡Yo, que debía ser vuestra rival!

-Ya sabéis que hace tiempo que para mí no podéis ser rival.

-¿Por qué?

-Porque desde el punto en que os vi esposa del hombre que yo había amado, ahogué en mi alma toda aspiración á ese amor y creí que solamente vos teníais derecho a su corazón en el mundo.

-¡Oh! Sois demasiado buena para ser creída.

-No me creáis.

-No puedo yo creer en tanta virtud.

-Esta no es virtud, o al menos no es virtud heroica.

-Pues ¿tan extraordinaria creéis la virtud que no apellidáis así á vuestra abnegación, á esa abnegación que me prestáis? dijo Margarita con cierta sonrisa escéptica y burlona.

-Padecéis de un grave mal, Margarita.

-¿De qué mal?

-De que la sociedad donde habéis vivido os ha infiltrado en las venas toda su ponzoña.

-¡Ja, ja, ja!...

Y Margarita se echó á reir.

-Sí, toda su ponzoña.

-Dura estáis al juzgar esa sociedad.

-No, sino muy blanda.

-Proseguid.

-Esa sociedad os ha dicho que la virtud es difícil.

-No me lo ha dicho; me lo ha manifestado con hechos evidentes.

-Más en mi favor. Os lo ha manifestado; convenidos.

-Y ¿qué?

-Que vuestra alma ha caído en el escepticismo.

-Piensa mal, y acertarás.

-Terrible palabra, que no es cierta.

-Es más fácil ver la luz que las manchas.

-No se ve más fácilmente la luz; se reparan más las manchas. La luz es natural, y las manchas son más raras. Por eso la virtud no nos maravilla, y sí el vicio.

-¿Aun queréis sacar de esto una doctrina en pro de vuestro ascetismo?

-Sea de ello lo que quiera, ¿no es verdad que de todo el mundo dudabais?

-Es cierto.

-¿No es verdad que la más leve acción la echabais á mala parte?

-Es verdad.

-Como el que tiene ictericia, que todo lo ve pálido.

-¡Angela!

-Y no hay nada más triste que esa creencia.

-Ya lo veo.

-Es el desencanto de la vida.

-Pero es buen sistema contra las ilusiones.

-¿Qué sería de nosotros sin la ilusión?

- ¿También defendéis la ilusión?

-Como la flor de la vida.

-Todo lo extraordinario y engañoso defendéis.

-No tal; todo lo que es cierto.

-¡Cierto eso!

-¿Os burláis?

-Tentada estaba de ello.

-Pues, sin embargo, no os estudiáis á vos misma.

-No hay en mí ni una ilusión.

-No puede ser.

-¿Por qué?

-Porque es imposible así la vida.

-¿Imposible la vida sin ilusiones?

-Sí.

-No atino con la razón.

-Pues sin duda es muy sencilla.

-Decidla.

-Porque vivimos más en el espíritu que en la naturaleza.

-Sobrado metafísica estáis.

-Me explicaré. El tosco sentimiento no puede engendrar el amor, que es hijo del espíritu.

Margarita se encogió de hombros.

-¡Oh! Margarita, creed en la virtud -dijo Angela.

-Es muy difícil tal creencia para un alma como la mía.

-Y ¿no podéis comprender que el bien es más hermoso que el mal?

-Es cierto.

-¿No esperáis que si alguna vez, de buena fe, seguís el camino de la virtud y la amáis, acaso podéis encontrar la más grande y grata de las dichas humanas, la paz del hogar doméstico?

-Esa paz tan monótona...

-Esa paz, que yo no puedo gozar.

-¡Oh! ¡Yo, yo, sin mi esposo!

-¿Quién sabe si la Providencia os lo deparará?

-A mí, no. Me aborrece.

-Acaso os ame mañana.

Margarita se sonrió tristemente.

-No puede ser -dijo.

-Esperad.

-Me cree muy mala.

-Pues hay un medio de combatir su creencia.

-¿Cuál?

-Ser muy buena.

-Ya no es posible. Mi corazón sólo vive para la venganza, para el odio.

-Os engañáis.

-Ahora mismo estoy maravillada de la calma de mis pasiones.

-¿Lo veis?

-¿Qué?

-Que la virtud se aprende también con la enseñanza práctica, positiva; con el ejemplo.

-No creo tal.

-En esta santa casa de caridad os encontráis más tranquila y más serena.

-Es verdad.

-No de otra suerte que se respira mejor en un jardín, en una selva, que en un lugar fétido y pantanoso.

-Mas creo que esta serenidad proviene de que el dolor y la enfermedad han embotado mi alma.

-No, no; proviene de que habéis visto que hay en el mundo seres que se interesan por sus hermanos, seres que os aman.

Margarita lanzó una carcajada epiléptica.

-Sí -prosiguió Angela-: habéis visto que la caridad existe, que existe la abnegación y el sacrificio; habéis visto que hay en la tierra aún muchos seres buenos; habéis visto que la Providencia reside en el cielo y dirige toda la vida. Eso lo habéis visto prácticamente, de una manera positiva, cierta, indudable, como veis ahora el rayo de luz que penetra por esa ventana. Dios, sí, os ha iluminado; Dios, que nunca abandona á sus criaturas; Dios, que vive y reside en la conciencia pura, en la conciencia límpida y serena que refleja el cielo.

-¿Venís á predicarme á mí? ¡Cómo os engañáis! ¡A predicar á quien tiene ya pasadas en cuenta todas esas cosas, y sube su valor; a quien alcanza lo que son esas gazmoñerías; á quien no se deja engañar de frases huecas ni de apariencias mentidas, que engañan ciertamente, no á mí, no, al vulgo que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye!

-Margarita, os comprendo. Queréis rebelaros contra el influjo de lo mismo que sentís en vos; queréis ahogar el germen de la virtud, próximo á brotar en vuestro corazón; queréis sumir vuestra alma en un mar espesísimo de tinieblas; queréis precipitar vuestra vida en su antigua cárcel, y ya es imposible, porque habéis visto el bien, y ha herido vuestros ojos, y ha cautivado vuestro corazón.

-¡Insensata arrogancia! ¿Creéis que cuatro palabras, cuatro mimos, las flores con que envolvéis el áspid, el brillo del puñal, pueden ocultarme la mordedura, pueden dorar la puñalada? No, no; destila sangre, ¡ay! sangre de mi corazón, sangre que salpica vuestra frente.

-Nunca lo hubiera creído, nunca, si no os escuchara.

-Creíais haberme ganado para el cielo, para ese cielo en que vos creéis albergaros; pues os engañáis.

-No me albergo en ningún cielo. Mísera mortal, vivo también aquí en la tierra sujeta á todas las debilidades de los mortales.

-Justo -exclamó Margarita con sardónica sonrisa-: hasta estáis sujeta á la debilidad de amar á mi marido.

Angela alzó al cielo las manos y los ojos. Una lágrima surcó su mejilla. Una nube de tristeza pasó por su frente; y después de mirar con gran compasión á Margarita, salió de la estancia, exclamando con un acento profundamente conmovido:

-La dejo abandonada á sus remordimientos. Ya debe tener remordimientos.