La hermana de la Caridad/Capítulo XLII

Capítulo XLII

Era una hermosa mañana. A la puerta de la iglesia de Nápoles se reunía gran multitud, que aguardaba un extraordinario acontecimiento. Muchos coches, ricamente engalanados, llenaban las avenidas, mostrando con su lujo y sus preseas que todas las clases igualmente se interesaban en aquella religiosa ceremonia. La curiosidad se pintaba en todos los semblantes, afecto que se trasluce y transparenta de una manera admirable. Y en verdad, el acontecimiento no era para menos. La mujer cuya voz había sido la delicia de la corte, el ángel del arte, la reina de la moda en Nápoles, había menospreciado sus triunfos, había desoído sus aplausos, había roto sus refulgentes coronas, y se abrazaba á la Cruz, y hacia el gran sacrificio de condenarse á arrastrar su gloriosa vida por los hospitales, por los campos de batalla, por las chozas de los enfermos, por todos los tristes hogares donde llora y sufre la triste humanidad.

Era ésta una gran lección dada al mundo, un gran ejemplo dado á la sociedad. Las que andan tras los adoradores, las mujeres que sólo viven oyendo el engañoso rumor de la lisonja, veían una mujer, de tantos idolatrada, abrazarse á su única tabla en el gran naufragio de la vida, á la virtud, al sacrificio. Los seres que sólo gustan de los aplausos, que viven respirando ese aroma que pasa y se desvanece y se disipa como el humo, velan á la mujer aplaudida, a la mujer coronada, hollar sus coronas, y en vez del grito de entusiasmo escapado del pecho herido por el arte, buscar el ¡ay! desgarrador del moribundo y del enfermo. Los que no creen en la virtud, seres desgraciados que imaginan la sociedad un centro de vicios y el corazón humano sepulcro lleno de miserias, en aquella mujer ideal veían un ángel que llevaba en sus sienes la aureola más preciada que puede alcanzarse en la tierra, la rica aureola de la perfección moral. Así, nunca el triunfo de Angela había sido más grande, más esplendoroso; nunca su voz le había granjeado tantos aplausos; nunca en el teatro, vestida deslumbradoramente, llena de perlas y diamantes, se había mostrado tan hermosa como en aquel supremo día de su vida, cuando iba á vestir el tosco sayal y la humilde toca.

Sin duda reconoce el mundo, ese mundo tan injustamente tratado por muchos moralistas, que la belleza más bella, y la sublimidad más sublime, es la virtud; reconoce el mundo que la perfección moral se refleja con un tinte sonrosado en el rostro, y hermosea todo nuestro ser, y lo engrandece, y lo exalta, y lo transfigura, pues siempre el mundo tiene para la virtud gloria y respeto.

Así es que toda aquella muchedumbre que se agolpaba á la puerta, que iba allí á ver á la mujer extraordinaria, en realidad, de aquel espectáculo aprendía una enseñanza moral mucho más alta y provechosa que las pláticas de muchos libros y de muchos sermones de muy severos y graves moralistas. No hay ideal de virtud tan bello como el que ven los ojos; no hay enseñanza tan grande como la enseñanza práctica. Así, el ser virtuoso es á un tiempo mismo la idea Y el hecho, la lección y el ejemplo, la teoría y la práctica, la enseñanza y el modelo, la voz que excita la virtud y la fuerza que separa los grandes obstáculos de que el camino de la virtud se halla sembrado, mostrando en la hermosura de su vida y en la grandeza de su alma nortes á do convertir la mirada en las grandes tempestades y en los amargos trances á que esta sujeta nuestra dolorosa existencia. Por eso Angela se presentaba en esta ocasión tan grande, y ninguno de sus triunfos igualaba á este triunfo, y ninguna de sus glorias igualaba á esta gloria. Después de todo, el arte más difícil es el arte que consiste en hermosear nuestra vida; el objeto más bello á que podemos consagrarnos, es á iluminar con la virtud nuestra alma. La virtud es un deber; pero es un deber muy hermoso, muy grato. El camino de la virtud está sembrado de flores. La tranquilidad del ánimo, la luz en la conciencia, la esperanza en el corazón, son dones riquísimos del cielo, dones que no apreciamos en todo su valor sino cuando no los tenemos, cuando nos aflige el agudo y penoso remordimiento.

La iglesia se presentaba como para una fiesta. El altar mayor está cuajado de flores y de luces. La Virgen, Madre de Dios, se levanta en el ara, cubierta de rosas. Los ángeles la rodean, y la miran como arrebatados de amor. El incienso sube en espirales al cielo; el canto sagrado resuena solemne y acompasadamente bajo las sagradas bóvedas. La gran cantora, el ornamento del teatro, va á ceñir el tosco sayal de Hermana de la Caridad. A un lado del altar se ven las damas de la corte, cargadas de pedrería: el mundo que va á dejar Angela. A otro lado del altar se ven las Hermanas de la Caridad con sus toscos sayales: el mundo que va á elegir Angela. Allí se ve bien manifiestamente lo que es la vida, lo que es la virtud. Aunque unas aparecen más lujosas, las otras llevan sobre su frente una aureola más preciada, más luminosa. Todos los concurrentes, sin embargo, se entregan á profundas meditaciones. ¡Qué enseñanzas tan sublimes no dan los grandes hechos que pasan á nuestra vista!

Aquella pobre muchacha que anduvo un día cantando Por las calles de Nápoles, fué realzada á reina de los salones y de la moda por la corte. Aquella mujer, desde el alto asiento á que la alzara la Providencia, va á ser, por su propia elección, Hermana de la Caridad. Muchas, la mayor parte de aquellas, damas, no pueden comprender, ni explicar. el sacrificio de Angela. Una mujer que abandona ricos brocados por un sayal, los salones por los hospitales, á la mayor parte de aquella frívola gente de corte le parecía asunto más para una novela que para la vida real.

Angela es el único sér que no se maravilla. Su acción le parece tan natural, que ni siquiera la extraña, ni siquiera considera el trance en que se encuentra. Va á abrazarse á la Cruz, a seguirla en el mundo. Desde lo alto de aquella Cruz sabe que puede, transformada, bendecida, regenerada, levantarse como un hermoso ángel á los cielos.

Así, Angela no miraba, ni aquellas cabezas que se apiñaban para contemplarla, ni aquellos preparativos, ni el mundo que tras de sí iba a dejar. Sólo miraba con verdadero entusiasmo aquellas sus hermanas, sencillamente religiosas, con las señales de su martirio, de sus luchas, de sus sacrificios, en la frente, como estrellas que guían á la eternidad.

Sus amigas la abrazaban, y en algunos instantes sentía abandonarlas. Mas cuando algún asomo de duda ó de incertidumbre pasaba por su animo, volvía los ojos á sus hermanas, á sus compañeras en el sacrificio, y sentía un nuevo aliento en su pecho, una nueva y más esplendida inspiración en su conciencia.

Llegó el instante de separarse de su anciana madre. En tan supremo instante se le partía el corazón en mil pedazos. Su valor era sombrío, triste, como esas tempestades que nunca pueden resolverse en lluvia. Un gemido sordo se escapó de su pecho; sus rodillas temblaban y cayó de hinojos, y su madre la dió su bendición, que la animó para proseguir en su calvario.

Angela dejaba á su madre muy bien, con grandes rentas para vivir en compañía de unos parientes á quienes ella amaba mucho. Mas la separación era dolorosa y triste; y como se prolongase mucho aquella escena de angustia y de dolor, se levantó, y fué despidiendose una á una de todas sus amigas, de todas las que le habían acompañado en la corte de Nápoles. Por fin, parecía que era aquel ya el último tránsito de una vida á otra vida, el adiós de un mundo á otro mundo, el abandono completo de la sociedad, y la exaltación a otra sociedad, donde el dolor es el mayor timbre, la mejor prenda del alma, donde se mide la vida por sus buenas acciones, por sus buenas obras.

En un momento, el recuerdo del mundo que dejaba se apareció á los ojos de Angela. Cuando llegaba en su despedida al grupo donde estaban sus amigos, salió de entre ellos el Conde.

-¡Angela!

-Adiós.

-Mi última plegaria.

-No es oída.

-¡Por Dios!

-Dios me llama al cielo.

-El amor.

-Sólo el amor de Dios me llama.

-Oidme.

-No puede ser.

-La ingratitud

-Conde... adiós.

-Angela, me matáis.

-Fío en Dios que os ha de consolar.

-Hoy mismo salgo para mi retiro.

-Que seáis feliz.

-¡Angela!

-No puedo oiros.

En esto volvió á presencia de su madre.

Todos los espectadores respetaban aquella escena y aquel dolor sublime.

-¡Hija mía!

-¡Madre!

Un prolongado sollozo volvió á interrumpir sus palabras.

-Me parece cada momento más triste nuestra separación.

-¡Madre mía!

-Piensa bien, Angela, lo que vas á hacer.

-Lo he pensado.

-Los dolores que te aguardan.

-Hemos nacido para padecer.

-Las tristezas que han de rodearte.

-Esas tristezas no serán tan grandes como la que yo llevo dentro del pecho.

-Las fuerzas que necesitas.

-Hasta la muerte puedo llevar mis fuerzas.

-Los grandes males y las grandes miserias...

-¡Oh! Males y miserias que me abrirán el camino á otra vida mejor.

-Tu madre, tu anciana madre...

Angela no pudo sufrir esta elocuente palabra, y cayó á los pies de su madre anegada en lágrimas.

-No me necesitáis...

-Una madre necesita siempre de sus hijos.

Y la pobre mujer se ahogaba de angustia, de pesar.

Angela conoció que necesitaba consolarla.

-¿Nos veremos todos los días?...

-Sí, sí, madre.

-¿Nos veremos?

-Todos los días, madre mía.

Y Angela, no pudiendo sufrir más, se levantó y siguió por aquella larga calle de amargura. En un lado encontró el ermitaño á quien fué á ver en cierta ocasión para comunicarle sus grandes angustias y dolores.

-¿Me conocéis? -le dijo.

-Sí.

-¿Os acordáis de mí?

-Me acuerdo.

-¿Os habéis decidido á este gran sacrificio?

-Con todo mi corazón.

-¡Infeliz!

-¿Me compadecéis?

-Sí.

-Me creí digna de envidia.

-Os compadezco, porque quizá nadie de los que os rodean os comprende.

-¿Y vos?

-Yo comprendo que vos habéis nacido para la sociedad.

-Es cierto.

-Que vos amabais la gloria.

-Es verdad.

-Que vos habéis deseado mil veces los goces tranquilos de la familia.

-Sí, sí.

-Que vos habéis amado mucho.

-Mucho.

-Y que, sin embargo, os decidís á este cruento sacrificio.

-Sacrificio que es mi única salvación.

-Pero sacrificio en cuya ara habéis derramado todas vuestras lagrimas, toda la sangre de vuestro corazón.

-Sí, sí.

-Mártir del Señor, entrad por las puertas eternales de su gloria.

Angela se levantó transfigurada y se acercó al hermoso altar.

Angela oyó una breve plática de labios del sacerdote. Éste le pintó lo escabroso de la senda que iba á recorrer, y lo grande é inmenso de las fuerzas que necesitaba para recorrerla; el aliento que un pecho femenil había menester para lanzarse en ese mar de dolores. «El enfermo, le decía, huele mal; en sus delirios suele olvidar hasta las leyes de la decencia; en sus males suele renegar hasta de lo más santo; vuestra caridad ha de ser tan pura, tan desinteresada, que sabiendo todo esto, y aun mucho más, que de triste ofrece la negra y fría realidad, ha de seguir al enfermo hasta el pie mismo de su sepulcro si muere, y hasta su completa convalecencia si sana.

»No han de repugnaros, ni las llagas, ni la lepra, ni las mil asquerosas enfermedades á que la humanidad está sujeta, decía el sacerdote. Cuando la muerte extienda sus negras alas sobre un campo de batalla, entonces debéis aparecer allí vos, interponiéndoos entre enemigo y enemigo curando á todos los heridos, aun á los que hayan caído por causa contraria á la de vuestra patria ó á la de vuestra fe. Ni el clima ardiente ni el clima frío debe impresionaros, ni detener vuestro paso las olas del mar, ni impedir vuestra obligación sagrada los lazos de la familia, de la amistad ó del sentimiento. Vuestro hogar, desde hoy, va á ser el pobre tugurio donde habita el pobre enfermo, la choza, el hospital; vuestra familia, todos los que sufren, todos los que lloran, todos los que padecen. Muchas veces encontrareis la ingratitud; el mismo corazón que habéis socorrido, la misma sangre que habéis restañado, se sublevará contra vos, olvidará vuestros sacrificios, vuestros desvelos y vuestras angustias. No debe importaros. Vos debéis hacer el bien por ser bien. Dios, que vive en medio del dolor y de la desgracia, agradecerá siempre vuestro sacrificio. La sangre que restañéis, es como su sangre; la herida que cerréis, como si fuera su herida. Lo dijo en su Evangelio, en esa palabra divina que permanecerá siempre aun cuando se apague el sol y se caiga el cielo, y lo que en su Evangelio dijo se cumplirá.

»Ya veis cuántos caracteres divinos tiene una religión que comienza por haceros ver en un enfermo, á pesar de su palidez, de su dolor y de su miseria, al mismo Dios, que resplandece con gloria inmortal sobre miríadas y miríadas de mundos y soles. Meditadle, bien, hija mía: si el mundo que abandonáis, los aplausos que oís, las mil adulaciones que en la vida os han tributado, han de aparecer á vuestros ojos después turbando vuestro reposo, abierto tenéis el camino; aun está abierto; podéis volveros; podéis elegir en tan supremo instante entre las obras del arte y las obras de caridad; entre el enfermo y el desvalido y la corte; entre el hospital y el teatro.

»Pensad lo que allí dejáis y lo que aquí venís á recoger. Allí dejáis un público que oye frenético vuestra voz; triunfos, aplausos, coronas, todo el falso ruido de que está acompañada la gloria del mundo; aquí venís á recoger lágrimas, suspiros; aquí no oiréis más aplausos que el quejido del moribundo; aquí no aguardéis más recompensa que la tranquilidad de vuestra conciencia y la esperanza en Dios. Este es el mundo que venís á abrazar, y ese el mundo que vais á dejar. Miradlos surgir á los dos; miradlos con los ojos del alma; elegid aquel á que más se inclina vuestra voluntad, la voluntad, que siempre se inclina, por su desgracia, al placer. Meditad, meditad. Que Dios ilumine vuestra conciencia.»

Un silencio augusto y solemne siguió á estas palabras. Todo el mundo detenía el aliento para escuchar. La voz del orador, resonando augusta en el seno del templo, había mostrado á los ojos de Angela todos los halagos y encantos de la vida que dejaba, todas las penalidades y tristezas de la nueva vida en que iba á entrar. Angela no quiso contestar en el mismo instante en que fué de aquella manera invocada la rectitud de su corazón y de su conciencia. Si hubiera contestado confusamente, hubiéramos dicho que, irreflexiva y apasionada, se arrojaba en aquel estado y vida, como el infeliz desesperado que cierra los ojos y en un vértigo se arroja y se despeña en una sima. Así, el silencio de la joven parecía una tregua; su prolongación, una retirada. Todos se miraban, todos. A todos les parecía que iba á dar de mano á todas las ideas que la habían llevado al pie del ara, á levantarse y á volver á dotar al mundo con los acentos de su divina voz. Los mil apasionados que tenía, apasionados de su genio, apasionados de su voz, apasionados de aquella estrella del arte, que relucía en la memoria de las gentes sobre todos los genios que habían hasta entonces brillado en la escena, recobraban alguna esperanza. Mas bien pronto se disiparon estas dudas, cesó esta incertidumbre. Angela, con voz firme, inteligible y clara, dijo:

-Quiero ser para siempre Hermana de la Caridad.

Y prestó su juramento e hizo su voto.

Un inmenso agudo grito de dolor salió de todos los pechos, de todos los corazones. Unos veían irse, desaparecer, la gran cantora; otros la inolvidable amiga; todos sentían y admiraban á un tiempo aquel desenlace de una vida tan grande, tan virtuosa, tan sublime, tan heroica; vida que había sido un continuo sacrificio, que se remataba por un grandioso sacrificio también. El conde Asthur, apoyado en una columna, pálido, fuera de sí, miraba con ojos desencajados aquella blanca y hermosa figura que se destacaba al pie del altar como un ángel enviado por Dios desde las alturas del cielo, como el hermoso ideal de la virtud y del heroico sufrimiento.

Toda su esperanza huía, toda. Es tan loco el deseo humano, que no se da por vencido ni aun delante de la fría invencible realidad. El Conde, hasta aquel instante, como si las palabras de Angela hubieran sido inventadas, sentía algún consuelo, algún alivio á su imponderable dolor, á su aflicción sin límites; pero desde que la oyó jurar, cayó como negra espesísima noche sobre su triste conturbado espíritu. Sus ojos se nublaron de lágrimas; el corazón se le quería salir del pecho; le faltaba la respiración, y hasta la tierra huía bajo sus plantas: que no hay enfermedad tan aguda y tan triste como la honda, la profunda enfermedad moral del corazón.

Angela se retiró. Fué á desceñirse los vestidos que llevaba y á vestir el saco de Hermana de la Caridad. Los pliegues de su traje, muy ceñido, dibujaban, como las vestiduras de las estatuas griegas, sus esbeltas formas; su blanca pura toca parecía como una alba nube del cielo, que circundaba de inmaculada pureza sus sienes.