La hermana de la Caridad/Capítulo XI

Capítulo XI

Mientras pasaban estos sentimientos por el corazón y estas ideas por la mente de Eduardo y Margarita, Ángela rogaba a su padre que se apercibiese a partir de Nápoles, porque ya era imposible que por más tiempo permaneciesen allí.

-Has llorado mucho -la dijo el padre-. Veo en tus mejillas las huellas de las lágrimas.

-¿Por qué negarlo? He llorado mucho.

-Hija mía, deposita tus penas en el corazón de tu padre.

-¡Ay! Son tan grandes...

-Habla, habla. ¿Dudas de mí?

-Vámonos, vámonos de Nápoles. Yo no puedo respirar aquí.

-Ángela, sí, nos iremos.

-Vámonos a nuestro campo, a nuestra casita; a ver a mi madre.

-¿No te decía yo que no debíamos haber salido de allí? No queréis nunca creer a vuestros padres...

-Tenéis razón. He faltado mucho a vuestro amor, el único que hay permanente en la tierra; por eso Dios me castiga.

-Hija mía, nosotros miramos la vida de una manera limitada. No podemos abarcarla toda. Creemos que la satisfacción de un deseo justo es nuestra felicidad, nuestra ventura. Dios, que abarca la vida en su conjunto; Dios, que conoce el fin último de todas nuestras acciones, el resultado de todas nuestras obras, saca del mal de hoy la felicidad de mañana.

-¡Feliz yo sin él! ¿Lo creéis posible? Esa pasión es la sangre de mi corazón. Yo no tengo la culpa de haberla sentido tan extraordinaria, tan profunda; conozco que se lleva tras sí mi vida.

-Haz frente a tu corazón. La vida es una perpetua lucha. Tú sabes que he caído desde la más alta grandeza a este mi hoy triste abatimiento. Y, sin embargo, cuando recuerdo que a veces ha sonreído en mi humilde cabaña de hoy una ventura no conocida en mi gran palacio de ayer, me postro y bendigo la bondad de Dios.

-Yo no puedo ser feliz. Este gran amor que brotaba como pura fuente de mi alma, va a perderse en el estéril olvido. Este corazón que latía con tanta fuerza, se esteriliza y queda como seco. Vivir así es vivir de la muerte.

-Te comprendo, hija mía. Crees que tu vida no podía tener más objeto que hermosear la vida de un hombre. Crees que tu hermosura, tu voz, tu imaginación, tus virtudes, son un depósito que Dios te confía para que las entregues mañana a un hombre.

-Sí, sí. ¿De qué sirve la vida si no va dar savia a otra vida? ¿De qué sirve el corazón si no tiene objeto?¿Qué son todas las virtudes en la soledad, sino flores nacidas en desierto?

-Y ¿crees que la flor del desierto no es más provechosa a la gran obra de Dios, que la flor nacida en el jardín? Ésta suele servir para secarse en un baile, para regalar con sus aromas la vanidad o el lujo. Aquélla, desconocida, ignorada, purifica con sus aromas el aire y da tranquila a la tierra su semilla, de que después brotan nuevos frutos que alimentan al peregrino extraviado, a las aves del cielo.

-Por más que vuelvo la vista a todas partes, nada veo, nada más que el abandono. Yo, en su pensamiento, volaba al cielo. Su alma era como el ángel que en sus alas lleva la oración a Dios.

-Ángela, cúrate de esa debilidad. Algún día te avergonzarás de ti misma. No busques nunca la felicidad fuera de ti.

-¡Oh, padre mío! Yo creía que Eduardo había sido creado para mí. Cuando le vi por vez primera, me quedé suspensa. Habló, y el eco de su voz resonó siempre en mis oídos; eco más dulce que el gorjeo de las aves. Volví a verle, y alcancé a comprender que había nacido para amar. Nunca la Naturaleza me pareció más bella. Nunca he respirado con más desahogo. Nunca he plegado mis manos ni me he dirigido a Dios con más fe. Me parecía que mi vista traspasaba el cielo y traslucía ya la gloria. Me parecía que mi ser se transformaba, que a mi alma se prendían nuevas alas. Por la noche, ¡con qué placer recibía en mi frente el amoroso rayo de la luna! Por la mañana, ¡con qué alborozo saludaba el naciente sol! Y ahora, ¿de qué me sirven las galas de la Naturaleza? No quiero ya ni el pensamiento, ni la memoria, ni el corazón, ni la vida; no la quiero sin él. ¡Oh! ¡La muerte, la muerte!

-Ángela, no insultes a Dios; no te presentes a sus ojos como no eres, como no puedes ser. Sal de ese estrecho círculo que te oprime. Vuela, vuela por más altas esferas. Recuerda que existe, no sólo el hombre, sino también la humanidad, y que todos a la humanidad nos debemos.

-Padre, no saquéis al insecto de la pequeña hoja a que vive apegado para lanzarlo en un mar de verdura, porque allí se morirá de hambre. No saquéis a la alondra de su nido para arrojarla a las nubes, porque en tan alto espacio se morirá de frío. No me digáis nada de humanidad a mí, porque creo que me faltaba amor para un solo hombre.

-¡Infeliz! ¡Y ese hombre te ha faltado!

Ángela se cubrió el rostro con las manos.

-¡Te ha faltado, hija mía! Le amabas demasiado; su amor absorbió tu alma. Da gracias a Dios porque ahora vuelves a recobrarla, porque ahora ya te perteneces, porque perteneces a tus padres; da gracias a Dios, Ángela.

-Y ¿no puedo libertarle del mal en que va a caer? Y ¿nada puedo hacer por él? ¡Oh! ¡Nada, nada!

-Volvámonos, hija mía, a nuestra cabaña. Allí recobrarás la salud del alma.

-Es verdad, es verdad. Veré la fuente, y le contaré que ya no me ama. Diréle su ingratitud a las palomas que bajaban a comer el trigo en mis manos. ¡Oh! ¡Y por todas partes he de encontrar huellas de mi amor! Imaginad que el mundo se desplomara bajo de nuestras plantas. Eso, eso me ha sucedido. El mundo se ha desplomado bajo mis pies. Yo no encuentro en él espacio.

Por más reflexiones que el pobre anciano hacía, le era imposible mitigar el dolor inmenso de Ángela. Por fin, se partieron de Nápoles. Yendo siempre a la orilla del mar, emprendieron, sin más compañía que sus lágrimas, el camino de la aldea. Ángela iba cantando siempre, a veces entre dientes, una canción a Eduardo. Cuando llegaban a algún caserío, a algún pequeño pueblo, se detenían, y Ángela cantaba, con gran admiración de todos cuantos la oían. La pequeña retribución de este divino canto les servía para comprar un poco de pan. Así iba aquel interesante grupo. Si un poeta les hubiera encontrado a la orilla del mar, bajo uno de esos antiguos árboles que levantan su copa sobre la inundación de los siglos, y hubiera visto el dolor del pobre anciano, la tristeza que se pintaba en la frente y en los ojos de la hermosa joven, hubiera creído ver a Antígona cuando iba por los caminos y los campos conduciendo a su padre, el desgraciado Edipo, y hubiera adorado en aquellos dos seres la resurrección del ensueño de Sófocles.

El dolor de Ángela iba tomando un tinte de resignación y de melancolía indefinible, que, sin quitarle su intensidad, le daban más reposo y más calma. Su primer impulso fue arrebatado. Después, el deber formó en su alma como una segunda naturaleza y entró en las leyes normales de su existencia. Pero todos estos cambios, todas estas grandes transformaciones, aumentaban la dulzura, la pureza, el encanto de su voz.

En la aldea fue celebrada con gran regocijo su venida. Su anciana madre salió a recibirla, no lejos del sitio donde se habían despedido anteriormente. Ángela se arrodilló al verla para recibir su bendición; después, acercándose trémula, cayó en sus brazos deshecha en lágrimas. Las jóvenes saltaban regocijadas en su alrededor, y Ángela, secando sus lágrimas, las recibía a todas en sus brazos con efusión. Los jóvenes dieron al vuelo las campanas de la iglesia en celebridad de su venida, y cubrieron de flores las calles por donde había de pasar. Aquella noche, cuando Ángela dormía, se oían en la calle las panderetas, y a la luz de la luna bailaban en celebridad de su venida la tarantela todas las más apuestas y hermosas jóvenes del pueblo. Rayó el alba en el horizonte, y con el alba el recuerdo de su amor en el alma de Ángela. Estaba hermosa y serena la mañana. Parecía que la Naturaleza se asociaba a la alegría del pueblo. Ángela abrió la ventana, y al primer rayo de luz vio la campiña más hermosa, aun cuando, iluminada por el crepúsculo, presenta la indecisión misteriosa de un templo. Las barcas del pescador comenzaban a mecerse en las ondas. Las puertas de todas las pequeñas casas se abrían. Las campanas saludaban a la Virgen, que parecían sonreír en las sonrosadas nubes que se descubrían en los límites del horizonte.

Era una mañana serena, como aquella en que abandonó su aldea. Entonces batallaba en la duda: la fría realidad dominaba ahora en su alma. «¿Será posible el olvido de Eduardo? pensaba Ángela. Y ¿cómo vivo yo? decía. ¡Oh! Yo no debo amarle, no, cuando vivo, o el dolor no mata.» Y pensando así bajó a la playa, y miró al sitio donde atracaba su barca. Las ondas dormidas reflejaban el cielo como el alma inocente del niño en su cuna. «¡Por qué venías, exclamaba Ángela, si habías de abandonarme!»

Subió a la pequeña colina donde aguardaba siempre la aparición de su barca. Al ver el mar tan sereno, olvidó por un instante Ángela su infortunio. Estaba tan alegre el mar, tan tranquilas sus aguas, las brisas apenas las rizaban, y el sol, pronto a subir centellante de gloria, les daba tan encantadores y vistosos reflejos, que Ángela creyó un instante que el mar se alegraba así por la presencia de Eduardo. Bien pronto huyó aquella ilusión, y prosiguió su camino. Acercóse a un árbol como atraída por un ciego instinto. ¡Oh dolor! En su tronco estaban los nombres de Eduardo y Ángela enlazados, y a su pie una cruz donde el joven había jurado eterno amor. Ángela se quedó un instante contemplando aquel juramento. «Más han vivido, decía, las flores de ese árbol que mi felicidad.» Y continuaba en aquella dolorosa peregrinación, visitando los lugares testigos de sus inocentes amores. ¡Ah! El hombre, como el árbol, suele ligarse al suelo, y cree que ciertas pasiones resucitan cuando pisa el lugar donde brotaron.

Ángela llegó a la fuente. Sus aguas corrían puras, deslizándose en grata y cadenciosa armonía. «Aún corren, decía, esas aguas en que tantas veces, cuando yo dudaba de sus palabras, me decía que mirara, para que notase que la paz de mi rostro hacía traición al recelo de mis labios.» La fuente corría, y su amor se había secado. ¡Quién podía creer que una peña había de ser más blanda que el corazón humano!

Cruzaban por todas partes y en todas direcciones las palomas, blancas como las ilusiones. ¡Oh! En la Naturaleza todo sobrevive, permanece. En el espíritu del hombre todo muere, todo cambia. Los árboles levantaban sus copas al cielo; el mar no había retrocedido ni una línea; el cielo conservaba sus arreboles, sus varios giros el aire, su grato murmullo la fuente, su canto los jilgueros, su vuelo las palomas, y el alma de Ángela había perdido su amor. Al hacer estas y otras reflexiones, la pobre joven se dio a llorar. Sintió un ligero ruido, volvió la cabeza, y vio al pescador a quien llamaban en el pueblo Jenaro.

-¿Lloras?

-Sí, sí -dijo Ángela.

-Yo también he llorado.

-Lo siento.

-Y he llorado por ti.

-¡No me lo digas! -exclamó Ángela juntando en actitud suplicante las manos.

-Yo seguía las huellas de tus pasos, besando donde recordaba que tú habías puesto el pie.

-No me martirices.

-Yo iba a la ermita sólo para ver el ramo que habías puesto al pie de la peana de la Virgen.

-¡Oh!

-Y eso que sabía que no habías puesto tal ofrenda por mí.

-¡Jenaro!...

-Yo también bajaba a la playa a mirar el sitio de donde tú mirabas el mar mientras yo miraba tus ojos. Y eso que sabía que no me mirabas a mí.

-¡Infeliz!

-Yo he suspirado al pie de esa fuente, donde tú suspirabas por tu amor. Y ahora, mientras tú lloras por él, yo estoy llorando por ti...

Y los sollozos ahogaron la voz del pobre pescador.

Ángela, demudada, pálida, delante de aquel hombre que tan sublimemente expresaba su pasión, levantó los brazos al cielo, exclamando:

-¡Señor, Señor! ¿Por qué hemos de ser todos tan desgraciados?

A los pocos momentos descendió silenciosamente de la colina con los ojos llenos de lágrimas y el corazón desgarrado por horribles e intensísimos dolores. Pero el dolor iba siendo ya en su alma como una segunda naturaleza. Así, aquella desesperación se fue transformando hasta convertirse en una melancolía, dulce sí, pero dolorosa. Poco a poco se fue connaturalizando con todo cuanto la rodeaba; poco a poco también el dolor fue siendo como el alma de su alma, como la ley y norma de su vida.