La hermana de la Caridad/Capítulo LVII

Capítulo LVII

El gran triunfo había costado un gran sacrificio. Millares de soldados yacían en el campo heridos. La desolación se había extendido por el mismo campo de los vencedores. Por todas partes se oían lamentos, gemidos, ayes que se escapaban al dolor. Doquier se volvían los ojos, encontraban heridos, marcando la pura sangre de sus venas, ó muertos que estaban aun calientes, como si conservaran un resto de vida. Había concluido por aquel instante el oficio del guerrero, y comenzaba en verdad el oficio de la Hermana de la Caridad. Angela, que tan afligida y angustiada se mostrara durante el rudo combate, desde el punto en que sólo se trata de reparar males cerrar heridas, enjugar lágrimas, irradia de su semblante y de sus ojos dulcísima aunque triste serenidad: que la mujer, si no tiene valor para combatir, lo tiene muy grande para consolar: fin más en armonía con los grandes y preclaros destinos á que la llamara el Eterno. Así es que á la luz de la luna, que baña con su dulce resplandor todo el campo, va curando los heridos, recogiendo á los muertos, rehaciendo la fuerza de los débiles, como un ángel enviado del cielo para verter la vida allí donde se había cebado con tanto horror la muerte.

Angela, secundada por sus Hermanas, obraba maravillas. Mas era tal el número de heridos, que no bastaban sus fuerzas á remediar tantos males, ni á correr el espacio por donde se encontraban diseminados los restos de este ejército de heridos. Angela recorría con una ansiedad infinita él campo. Nada sabía de Eduardo; no sabía si era vivo, muerto ó herido. Según noticias llegadas á sus oídos, el bravo oficial que había arrancado la bandera al africano enemigo, el valiente Eduardo, desmayado algunos instantes, más por la fuerza de sus emociones, que por el dolor de sus heridas, había vuelto al combate, haciendo inauditos prodigios de valor. Después había vuelto á preguntar por él, mas nadie le daba razón. Cuando más preocupada estaba con tal idea, vió un montón de cadáveres y oyó como un gemido. Aproximóse Angela al sitio de donde había procedido aquel clamor, y se quedó como embebida en contemplar aquellos troncos, al parecer inanimados. Mas pronto un nuevo gemido, más profundo y más amargo que el anterior, hirió sus oídos. Entonces dió un grito Angela, y volviéndose á un hombre que estaba tendido á algunos pasos de distancia, y que ella habla dejado creyendole muerto, exclamó:

-¡Ah! Este aun vive, aun vive, aun...

Inclinóse prontamente sobre el cuerpo que había exhalado aquel gemido, y puso la mano sobre su corazón, exclamando:

-¡Este aun vive aun vive sí sí!

De pronto sus ojos se fijaron en el rostro del moribundo, que un rayo de luna iluminaba el rostro y retroceder horrorizada, fué en Angela instantáneo. En efecto: era Eduardo, sí, Eduardo, herido, abandonado en aquella soledad, casi exánime, sin vida; Eduardo, el amor, sí, el eterno amor de Angela. En aquel instante triunfó de la Hermana de la Caridad la mujer, de la compasión el amor. Angela, al ver aquel rostro pálido, aquel cuerpo casi helado, aquellos ojos extraviados, sintió otra vez en su pecho el amor infinito que nunca la abandonó, como si hubiera sido el alma de su alma, aquel amor que de campesina la hizo artista, y de artista Hermana de la Caridad.

Angela, en los instantes en que veía feliz á Eduardo, casi se olvidaba de su amor. Aquella pasión, que era infinita, caía sobre la frente de sus hermanos. Mas cuando veía desgraciado á Eduardo, se acordaba de que él había inspirado la primer pasión á su alma, el primer amor á su corazón. Entonces aquel su pensamiento que se dilataba por los inmensos espacios, se detenía en un punto, el recuerdo de su amor, y aquel corazón que tanto amaba, se convertía en un solo objeto, á Eduardo. En su estado, en sus votos, en su santo ministerio, podía sentir aquel amor inmenso, infinito, porque no había en él nada que no fuese espiritual, que no fuese divino.

El fuego del dolor había purificado su alma. Todas las manchas de la materia se habían perdido en el crisol de sus desgracias. El cuerpo era en aquel sér, casi divino como la ligera gasa que cubría su alma para hacerla visible á los ojos de los mortales. Parecía la encarnación maravillosa de ese ideal con que todos soñamos y que nunca vemos realizado en la tierra, de ese ideal de amor y de ventura que seguimos anhelantes, como el niño la mariposa del campo, hasta el fondo mismo del sepulcro. Y su amor, ¡oh! su amor era como la atracción que sostiene á la estrella en los cielos, como el canto en el ave, como la inocencia en, el niño, como la oración en el alma; era el mensajero entre Dios y ella, entre su corazón y lo infinito. ¡Oh! Los que, postrados en el seno de la materia, sin más Dios que el oro, sin más pasión que el brutal instinto del sentido, hombres miserables, no creéis que hay aquí, en el cerebro, un cielo más inmenso que ese cielo que rueda sobre nuestras cabezas, y apagáis el espíritu, el soplo de Dios, la luz de la vida, sois, en verdad, dignos de compasión porque hay muchos más goces en el dolor que se siente en las pasiones puras, divinas, del alma, que en todos, los brutales placeres del sentido, pasajeros, fugaces, que sólo dejan nubes en la inteligencia y hastío en el corazón.

Mas prosigamos en nuestra narración. Angela se detuvo un instante turbada, como si la hubiera abandonado el sentido. Sus ojos se llenaron de lágrimas, su corazón latió fuertemente. Dudó algunos instantes si sería Eduardo; porque hay verdades, ó tan tristes ó tan plácidas, que no puede acostumbrarse á ellas ni la inteligencia ni el corazón. Mas por fin salió de su estupor, y con la celeridad del rayo se lanzó á prestar auxilios á Eduardo. Estaba herido en el pecho gravemente, herido en el brazo. Sus dos heridas chorreaban sangre, sí, sangre preciosa que Angela quería contener á toda costa. Este fué su primer pensamiento. Conforme Angela iba curando á Eduardo, sentíase renacer en éste la vida. Su respiración era menos fatigosa, su corazón latía con más libertad. El infeliz debía la vida á Angela. Contado ya entre los cadáveres, porque no había dado señal ninguna de existencia, si aquella noche la hubiera pasado en el campo, á la intemperie, acaso hubiera muerto. Como en el calabozo, en el campo de batalla le salvaba Angela, sí, la mujer que había desdeñado, el ideal que había desvanecido de su conciencia, el puro amor que había tan impíamente desterrado de su corazón.

¡Qué imagen tan verdadera de nuestra vida! Abandonamos la virtud, solemos desdeñarla, parécenos ingrata, y cuando en un amargo trance de la vida nos vemos, la virtud desdeñada nos salva, la virtud herida, nos consuela, y sólo la virtud nos hace venturosos. Porque, al fin, el mal engendra el mal, y el bien engendra el bien; que en él

Espíritu, en la Naturaleza, cada cosa engendra su semejante; y el mal nos parece hermoso cuando no es sino extremo de fealdad, y el bien feo cuando compendia toda hermosura. Por el amor de un instante solemos perder el eterno amor; por nuestro individuo de hoy, la eterna individualidad del alma, su eterna virtud. ¡Oh! Esto le había sucedido á Eduardo. Desdeñó en Angela toda la virtud, toda la hermosura, toda la gloria de su vida; y aquella virtud, aquella hermosura, aquella gloria que había desdeñado, en la hora suprema de morir, cuando no le quedaba ninguna esperanza, cuando la eternidad se abría como un abismo á sus plantas, aquella virtud le sonreía amorosa, derramaba su puro bálsamo en las heridas, su esencia divina en el sér ingrato que la había desconocido, que la había menospreciado.

Y, en efecto, los esfuerzos heroicos de Angela no fueron perdidos.

Al poco tiempo Eduardo abría los ojos y exclamaba:

-¿Dónde estoy?

-Salvo -contestaba Angela.

-¿Qué voz celeste hiere mis oídos?

Angela lloraba.

-¡Ah! Es una ilusión de mi agonía. Celeste ilusión, yo te saludo.

-Soy yo, yo, Eduardo.

-Sí, tú, tú; mi idea, mi idea perpetua, que ha tomado cuerpo para consolarme.

-¿No me conoces?

-¡Oh! Sí, sí; primero me olvidaría de mí mismo.

-Soy Angela.

-Eres el sentimiento que está aquí, en mi corazón, y en mi locura me pareces un sér real, verdadero.

-Y lo soy.

-No, no; tú no eres. Tú eres una ilusión bendita de mi alma.

-No soy sino realidad.

-La realidad es el combate, la sangre, las heridas.

-Todo ha pasado ya.

-Sí, como un sueño.

-Ahora ya estás mejor.

-No...; me muero... Quiero estarme muriendo.

-¿Por qué?

-Porque mi debilidad, mi dolor, mi agonía, finge en los espacios la imagen idolatrada de Angela, imagen de mi corazón, sueño de mi alma, idea que acaricio, pero idea bendita, salvadora, divina; que es mentira, porque no es, porque ya no existe,pero que me parece verdad y la estoy viendo.

-¡Ay! Delira.

-Delirio sublime, delirio divino; tú eres la vida, tú eres el amor. ¡Agonía, agonía, prolóngate hasta la eternidad!

-Mira, vamos á curarte.

-¡Curarme! No, no.

-¿Por qué?

-Porque si me curan no veré á Angela, no la veré. Si me curan se acabará esta fiebre que me hace soñar con ella, esta fiebre que le da cuerpo, que le da realidad; dura, dulce agonía, dura mucho tiempo.

Y Eduardo no apartaba los ojos de Angela.

-¿Tanto la amabas? -dijo Angela con dolor.

-¡Oh!

-¿Tanto la amabas?

-Mira, por ella amo esta agonía, por ella he buscado la muerte.

-¡La muerte!

-Sí, porque la he asesinado. ¿No es verdad, dulce ilusión mía, que la he asesinado? ¡Ah! El aire que baja de tus labios me vuelve la respiración. La luz de la luna que se refleja en tus lágrimas, te hace más hermosa, más divina. ¡Dura, mi agonía, dura por mi bien! ¡Que no se vaya esta ilusión, esta mentida, engañosa imagen!

-¡Eduardo!

-¿Me llamas?

-Sí.

-¡Cuántas veces ¡oh ilusión querida! el sér que representas, la verdadera Angela, me habrá llamado doliente por las riberas del mar, cuántas veces!

-Muchas.

-Y yo, en mi insensatez, la he asesinado.

-No, aun vive.

-Pero vive sin felicidad.

-No, es feliz porque puede salvarte de la muerte.

-Es verdad, ahora me acuerdo.

-¿De qué?

-De una noche.

-Habla.

-¡Noche terrible!

-¡Cielos!

-¡Noche angustiosa!

-¡Delira!

-El calabozo estaba frío como una tumba.

-¡Eduardo!

-El aire impregnado de miasmas...

-¡Calla!

-El verdugo se aparecía entre las tinieblas.

-¡Qué horror!

-Yo iba á morir.

-¡Eduardo!

-Porque yo, yo había matado á un hombre.

-No, no le mataste.

-Le quise matar. El delito está en la intención; yo debí morir. Y, en efecto, el verdugo estaba á la puerta.

-¿Por qué esos recuerdos?

-Ya caía sobre mi la noche de la eternidad.

-¡Eduardo!

-Ya iba á morir, cuando se apareció ella, tan hermosa como la luz del alba; ella, mi ilusión de hoy, mi amada de ayer, mi providencia de siempre.

-¡Abandona esos pensamientos, infeliz!

-Estos pensamientos, á la hora de morir, son toda mi vida. Dios me va á pedir cuenta de ellos. Me dirá: «Te mandé un ángel de mi cielo; ¿qué has hecho, infeliz, de ese ángel? ¿Dónde está, dónde?»

-Calma tus pasiones. Dios, en su misericordia, comprende y excusa las debilidades humanas.

-¡Oh! Mi debilidad fue tan grande que no puede tener excusa.

-Dios perdona hasta los crímenes.

-Pero no el nefando crimen de arrancar á un ángel su corona, cortarle las alas, ofrecerle acíbar y hiel, sepultarlo en una eterna desgracia, en cambio de la felicidad recibida.

-Pero en el corazón no manda la voluntad.

-Mi crimen fue mayor. Yo la amaba con todo mi corazón. En mi vida había sido como una estrella.

-¿La amabas, Eduardo, y la olvidaste?

-Sí. Un vértigo me arrastró, y fuí esclavo del vértigo. El sentido mató á la razón, el cuerpo encubrió completamente el espíritu. Yo fuí esclavo del sentido.

-¡Eduardo! Es necesario curarte.

-Déjame, dejame morir. Yo he buscado la muerte, y ya la tengo. Ven, muerte, ven á mis brazos. En medio del combate he invocado tu auxilio. Cuando he sentido mi primer herida, me he transportado de gozo, como el amante al recibir el primer beso de su amada.

-¡Qué horror!

-Porque yo no puedo, porque yo no debo vivir. Mi alma, como una planta maldita, ha dado muerte á cuantos han ido á guarecerse á su sombra. Muera yo ahora.

-¡No, vive, vive!

-¿Para quién?

-Vive para ti.

-El sér que sólo es necesario para sí mismo, es un sér inútil.

-Vive para Dios.

-Para Dios se vive mejor en la muerte, allí, desligados de esta cárcel, de estos hierros.

-Vive para tu esposa, para Margarita.

-¿Qué has dicho? ¿Qué palabra has pronunciado? ¿Quieres matarme? ¿Te complaces, sombra querida, en evocar el genio de mi mal? Mi esposa herida... La deshonra... La muerte... Infame... Por ti, por ti...

Y Eduardo, que en medio de su delirio conservaba una intuición y una claridad de inteligencia admirables, perdió completamente la razón.

-Veo un monte erizado de espinas. Un ángel que baja del cielo, me trae una flor celeste y una estrella en la mano. Sus labios entreabiertos se sonríen con la felicidad de la bienaventuranza. Ven, sigueme; te llevaré á la gloria, á Dios. Y yo le abandono, y por un beso, por un instante de placer que me ofrece un asqueroso esqueleto cubierto de carne, me hundo en una cueva negra, espantosa, terrible, que me hiela de espanto, que me mata: ¡infeliz, infeliz! Más me valiera no haber nacido. Adiós, vida. Adiós, mundo. ¡Oh! ¡Me llenáis de horror! ¡El universo hiede como cadáver descompuesto y podrido!

-¡Infeliz Eduardo!

-Yo allí, en la honda cueva, voy á buscar el esqueleto que me ha seducido, que me ha alejado del cielo, creyéndolo encontrar hermoso. ¡Infeliz! ¿Qué hice? Era un montón de negros y carcomidos huesos. ¡Ja, ja, ja!

Y una risa horrible, sardónica, sacudía todo su cuerpo.

-Quise pedir, sacar vida de aquellos huesos. ¡Ay! Sólo me daban una descomposición fosfórica, fantástica, pálida, terrible, que me ensuciaba las manos, que teñía de un resplandor lívido mis ojos; y cuando ponía las manos en las paredes para libertarme de aquella luz, sólo escribía horrorizado esta palabra: ¡Maldición, maldición!

Angela se cubría el rostro con las manos y lloraba amargamente.

-Los huesos del esqueleto, cuando yo quería huir, corrían en pos de mí como los buitres sobre un cadáver. Yo huía y huía; pero el ruido de aquellos huesos en la tierra me helaba de frío, de terror, de espanto. Era como una cadena, como un fantasma, como la imagen viva de mis remordimientos.

-Vuelve, vuelve en ti.

-El remordimiento. Tu no sabes, ¡oh imagen de mi adorada! no sabes lo que es un remordimiento. Quiera el cielo que no lo sepas nunca. Es una víbora que se a garra á las entrañas, y da picaduras terribles y no mata.

-¡Desecha esas ideas!

-Si el remordimiento matara, yo no hubiera necesitado ir á un campo de batalla á buscar la muerte.

-No, la muerte no; aun eres muy joven.

-Pues un día vi al esqueleto envuelto en una gasa celeste, coronado de flores, teñido de color el rostro, vivos los ojos, cubierto de carnes, y me dijo: «Has de ser mi esposo.»

-Y yo le obedecí, porque yo era su esclavo, y le seguí á todas partes, y le rendí mi alma, y el esqueleto quiso devorarme, y me robó el cielo, la luz, el aire, la vida, haciéndome de su misma naturaleza, un cadaver ambulante, una hoja seca, una sombra ponzoñosa, nada, sí y nada; la muerte con todos sus horrores, el vicio en toda su fealdad.

-¡Suerte infeliz! -exclamó Angela.

-Sí, infeliz. El viento me arrebató la corona de mis ilusiones, apagó el fuego de mi corazón, ahogó el cántico del cielo en mi garganta, la esperanza de otra vida mejor; me arrastró como una rama seca por el suelo, me llevó á un abismo, y en el abismo estoy suspendido como una fría y asquerosa telaraña, ensuciando la tierra de donde Dios debe sacarme, para limpiar al menos de inmundicia su preciosa obra.

-¡Y el arrepentimiento, y el dolor!...

-¡Ah! Yo no creía en nada, en nada, después de esta vida tan triste; ¡yo, que antes había sido tan creyente! Mi amor á Dios se apagó como un carbón encendido que cae en el agua. Mi amor al hombre se desvaneció como una ligera sombra. Mi deseo por la libertad de los pueblos, por la santa causa de las nacionalidades, se desvaneció también por completo. Yo no amé ni á la humanidad, ni á la patria. Yo fuí como una máquina. Yo, yo, por todo esto, seré ahora, ahora, maldito. ¡Maldecidme, Dios mío, y que pague con una pena eterna, infinita, la enormidad de mi negro crimen; sí, Dios justiciero, sí!

El gran esfuerzo hecho por Eduardo para decir, en medio de su debilidad, todo lo que decía, tan sin conciencia, le postró de suerte, que después de estas palabras quedó como aletargado, ó, mejor dicho, como muerto. Angela, con la resignación heroica, principal mérito entre todos sus méritos, volvió á ver de volverle las desmayadas fuerzas. Angela no quería que en semejante estado de atroz delirio fuese transportado á su tienda, temerosa de que revelara que él había sido su amante, y la malicia pública interpretara mal su abnegación y su heroísmo. Mas al verse sola con un herido tan en peligro como Eduardo, dió de mano á todas estas aprensiones y se decidió á pedir socorro.

En efecto: vió á lo lejos una como procesión iluminada por antorchas. Más de cincuenta de estas luminarias arrojaban una luz tal, que competían, aun desde lejos, con la luz brillante de la luna llena. Entre las gentes que componían aquella procesión, no había quien no estuviese triste. No parecía sino que la victoria había sido de los enemigos. Aquella procesión, en que se veía todo lo más granado del ejército cristiano, iba en pos del cuerpo de Eduardo, el valiente oficial que había rescatado del enemigo la bandera cristiana rescatando al mismo tiempo la honra de aquel sin par ejército. El bravo oficial era muerto, según voz que corría muy acreditada en el campamento; era muerto, buscando la gloria y el triunfo de sus tropas. En todos había producido triste impresión aquella temprana muerte, é iban á buscar los restos del valiente para darle la debida sepultura y rendirle los honores correspondientes á su decidido heroísmo. Sus hermanos de armas sentían doblemente esta muerte, que arrebataba un tierno amigo á su corazón, un gran soldado á su ejército. Cuando andaban casi á la ventura, oyeron los lamentos de Angela que los llamaba, y encaminándose hacía allí, encontraron á Eduardo exánime, y á Angela de rodillas, con una mano puesta sobre el pecho de aquel que parecía cadáver, y los ojos en el cielo, como si buscaran el vuelo de aquella alma.

-Caballeros, caballeros -dijo Angela cuando los vió acercarse-, auxiliadme á llevar este herido á una tienda.

-Buscamos -dijeron algunos- el cadáver de Eduardo, el capitán que arrebató nuestra bandera al enemigo.

-Aquí le tenéis, aunque no es cadáver aún.

-¿No? -preguntaron todos maravillados.

-No. Yo he curado sus heridas, y, aunque son profundas y peligrosas, no renuncio á la esperanza de volverle la vida.

-¡Oh! ¡Gracias á Dios! -gritaron todos á una-: acaso podamos aún salvarle.

-Yo -dijo Angela- lloro su desgracia, pero no la creo irremediable.

Un médico que había entre los que iban á recoger el cuerpo de Eduardo, tomó el pulso del joven y dijo:

-Aun vive; tenéis razón, hermana, aun vive.

-Y acaso vivirá, acaso se salvará.

-No conozco las heridas.

-Por lo que yo alcanzo, sólo una muy profunda, que tiene en el pecho, puede ofrecer algún cuidado.

-¡Cielos! Si fuera posible salvarle, ¡cuánto nos alegraríamos -dijo un militar amigo de Eduardo.

-Ha militado como un valiente bajo nuestras banderas -dijeron otros.

El médico se inclinó á registrar la herida abierta en el pecho; pero Angela le detuvo, diciendo:

-Notad, doctor, que es muy tarde. La noche comienza á tornarse fría, á pesar del gran calor que hemos sufrido. Y esto puede dañar mucho á sus heridas.

-En efecto: recojámosle.

Y varios soldados le recogieron y colocaron en una camilla.

-Puesto que vos habéis sido la que felizmente habéis encontrado á Eduardo, y necesitando de un particular esmero su curación, quedaréis exclusivamente á su cuidado.

-Como queráis -dijo Angela-. Pero el cuidarle á él no me priva de cuidar á todos los que como él me necesiten; que la vida de todos los hombres nos debe ser igualmente preciosa.

-Como queráis -dijo el médico.

-Pues bien: llevémosle ahora á la tienda, y hacedle prontamente la primera cura.

-¿Qué habéis notado en él?

-Un lamento me avisó dónde estaba.

-¿Se encontraba en su cabal juicio?

-No.

-¡Malo!

-Se conoce que le poseía una idea, y todo cuanto decía estaba rigurosamente acorde con aquella idea -dijo Angela-. Mas en su mirada errante y en su indecisa palabra se veía que deliraba.

-Y ¿qué idea fija tenía en su memoria?

-Una gran pasión.

-¿La gloria?

-No.

-¿La ambición?

-No.

-¿El amor?

-Sí.

-¡Malo! -dijo el médico.

-¿Hasta eso puede influir en su curación?

-¡Hasta eso, y mucho!

-Mas su naturaleza robusta

-Sin embargo, se conocía que estaba muy triste, muy debilitado.

-Sí, yo fío en Dios que habéis de salvarle.

-Yo también.

-Siquiera por su pobre mujer -dijo Angela con amargura.

-¿Tiene mujer?

-Sí.

-¿Hijos?

-No.

-¿Vos le conocéis?

-Es, como yo, de Italia.

-Es verdad.

-En efecto: debemos salvarle, y muy especialmente por ser un tan buen soldado.

-La herida del pecho...

-¿Es profunda?

-Mucho.

-¿Es de bala?

-Lo ignoro.

-¿Arrojaba mucha sangre?

-Poca.

-¿Qué tal respiraba?

-Bien. Su delirio tenía algo de elocuente.

-Y ¿hablaba con voz entera?

-Mucho.

-Hay esperanza.

-¡Quiéralo el cielo!.

-Sí, Dios lo querrá por nuestro bien

-Tal creo.

Y en esto llegaron á la puerta de la tienda donde Eduardo debía quedar para ser curado.