Cuentos del hogar
La guerra civil

de Antonio Trueba


La guerra civil

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Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.

-¿Qué es guerra?- había preguntado a mi madre.

Y ésta me había contestado:

-Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros.

-Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.

Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.

Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.

Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo, por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la portalada.

Pues a pesar de esto, y a pesar de lo que me decía mi madre cuando le preguntaba qué era la guerra, la curiosidad infantil podía en mí tanto, que sentía no conocer la guerra más que de oídas. Esto que a primera vista parece inexplicable siendo yo tan collón como decían los otros chicos de la aldea, tenía una explicación muy sencilla: para mi madre podía ser la guerra matarse los hombres unos a otros, pero para mí era ir por la aldea muchos soldados con fusiles y sables muy relucientes y uniformes muy hermosos, y embobarme viendo sus formaciones y ejercicios y oyendo sus tambores y cornetas. ¡Ahí era nada todo esto para los chicos de una aldea por donde casi nunca parecía un soldado, y cuando por casualidad pasaba alguno le íbamos siguiendo hasta más allá de las últimas casas, y no nos cansábamos de hablar de él en muchas semanas!


Mi madre tenía entrañable cariño a su aldeíta natal, que estaba en la vertiente opuesta del valle, e iba a ella muchos días festivos, llevándome en su compañía. Un domingo de verano oímos misa primera y emprendimos mi madre y yo aquel viajecillo de una legua antes que calentase el sol demasiado.

El señor cura, que había dicho la misa primera, llevaba el mismo camino para ir a su casa, y nos acompañó en el corto camino que separaba a ésta de la parroquia.

Era hacia el año 1830, y el señor cura nos dijo que algunos españoles emigrados en el Extranjero habían hecho en la frontera francesa alguna tentativa para entrar violentamente en España.

-¡Si tendremos guerra!- exclamó mi madre asustada.

-¡No lo quiera Dios! -dijo el señor cura-. Quela guerra civil es la peor de las guerras.

Llegamos frente a casa del señor cura; éste se quedó allí y nosotros continuamos nuestro camino.

-Madre -pregunté a la mía-, ¿qué es guerra civil?

-Guerra civil es la que no es con extranjeros, sino entre gente de una misma nación.

-¿Y por qué ha dicho el señor cura que esa es la peor de todas las guerras?

-¡Ya ves tú, pelear españoles con españoles, que es, como quien dice, pelear hermanos con hermanos, porque la tierra donde nacimos es nuestra madre!

-Pues a mí me parece que si los que pelean son todos españoles, es mejor que si fueran españoles y extranjeros, porque se entenderán mejor, harán menos daño a España, que es su madre y harán más fácilmente las paces.

-Hijo, eso parece que debiera suceder; pero sucede todo lo contrario.

Mi madre trató de darme más claras explicaciones de lo que era la guerra civil; pero la pobre, aunque era de claro entendimiento y de sabio corazón, juzgó aquella empresa superior a su elocuencia y renunció a ella, de modo que a mitad de camino todavía la iba yo moliendo con preguntas dirigidas a saber por qué era la guerra civil la peor de las guerras.

Para subir del valle a la aldeíta de mi madre había una cuesta muy pendiente y larga, que no bastaban a hacer grata ni los multiplicados rodeos del camino, ni la fresca sombra de los castaños, ni aun la alegría que mi madre y yo sentíamos siempre al terminarla viéndonos entre parientes y amigos, que corrían alborozados a nuestro encuentro. Al pie de aquella cuesta había una casa donde vivía una viuda con dos hijos mozos, y allí, a la sombra de unos hermosos nogales que amenizaban la portalada de la casa, nos sentamos a descansar antes de emprender la subida de la cuesta.


Martina, que así se llamaba la viuda, salió a saludarnos en cuanto nos vio llegar, y después de obsequiarme con pan y fruta, se sentó a nuestro lado en uno de los maderos labrados que había en la portalada.

Mi madre le preguntó por sus hijos Pepe y Agustín.

-Buenos, a Dios gracias -contestó-. No tardarán en venir, pues han ido a misa primera para quedarse en casa mientras yo voy a la mayor, y cuidar de que los ganados no entren en las heredades y hagan algún destrozo en la borona, que este año está muy hermosa.

-¡No tiene usted poca fortuna con lo buenos que le han salido esos chicos!

-Es verdad que la tengo, y no me canso de dar gracias a Dios por ello. No porque yo lo diga, pero son unos muchachos que más trabajadores, más hábiles para todo, de mejor conducta, y sobre todo más amantes de su madre, no los hay en toda Vizcaya. Ellos, sí, tienen también su pero, como todos le tenemos en este mundo...

-Mujer, ¿qué pero han de tener esos chicos?

-Sí que le tienen; y sino por eso, crea usted que viviríamos en la gloria; y pocas casas estarían más desahogadas que la nuestra; pero ya sabe usted lo que es andar siempre con pleitos y cuestiones de justicia... Por más que les predico a estos muchachos: «Es necesario, hijos, que dominéis ese pícaro genio y no seáis tan quisquillosos y tercos, pues vuestras terquedades nos cuestan un sentido, y el mejor día vamos a tener por ellas algún disgusto que me quite u os quite la vida»; por más que les digo esto, no puedo con ellos; pues por la cosa más tonta y sin sustancia arman una disputa entre sí o con el primero que llega, y tenemos la de Dios es Cristo. Yo no sé a quién han salido esos muchachos. Su padre, que esté en gloria, es verdad que no sabía leer y ellos han aprendido buena escuela y no pasan día sin leer algo en algún libro o en algún periódico; pero en cambio era un bendita a quien no se le oía una voz más alta que otra. ¿Que Fulano pensaba negro y él pensaba blanco? Pues le dejaba pensar como quisiera, y anda con Dios. ¿Que Mengano no se había portado bien con él? ¡Cómo ha de ser! Seamos indulgentes para que lo sean con nosotros, que en este mundo nadie es impecable. ¡Váyales usted con eso a estos chicos! Pero, señor, ¿será posible que cuanto más saben las gentes han de ser más quisquillosas y guerreras, como les sucede a estos chicos míos?

-Ea, ahí los tiene usted.

-Y altercando, como de costumbre.


En efecto, los hijos de Martina llegaban disputando entre sí y acompañados de otros de aquellas cercanías, que también venían de misa primera y tomaban parte en la disputa, unos dando la razón a Pepe y otros dándosela a Agustín.

Nos saludaron todas afectuosamente, y sentándose en los maderos, Pepe y Agustín volvieron a la disputa que al llegar habían suspendido para saludarnos.

-¡Pero hijos -les dijo Martina-, que siempre habéis de estar como el gato y el perro!

-Es que éste se empeña en llevarme siempre la contraria.

-Quien se empeña en llevármela a mí eres tú.

-Hijos, dejáos de disputas...

-Yo maldita la gana tengo de ellas si no me provocaran.

-Quien provoca eres tú.

-Tiene razón Agustín -dijeron algunos mozos.

-Quien la tiene es Pepe -replicaron los demás, excepto uno que no atribuía la razón a uno ni otro, y procuraba en vano hablar.

-Pero ¿por qué es la disputa? Por alguna tontería, ¿no es verdad?

-Sí señora, por una tontería de este terco.

-La tontería y la terquedad son tuyas.

-¡Vamos, hijos, no hay medio de entrar en razón con vosotros!-dijo Martina.

Y añadió, dirigiéndose al mozo que se había abstenido de dar la razón a uno ni otro:

-Prudencio, ¿qué es lo que ocurre?

-Yo se lo diré a usted, Martina: lo que ocurre es que ni Agustín ni Pepe tienen razón, y yo se lo hubiera probado inmediatamente si me hubieran dejado hablar...

-No te hemos dejado hablar -interrumpió Agustín a Prudencio - porque tú eres un pastelero, que siempre quieres quedar bien con Dios y con el diablo.

-Esa es la verdad -asintieron los de uno y otro bando.

-Pues ahora no tenéis derecho a hacerme callar, porque no hablo con vosotros. Alcancé a éstos al empezar la bajada de la cuesta, y ya venían disputando sobre quién era un caballero que anda de caza en los rebollares del otro lado del río. Pepe decía que era don Juan de Orrantia, el de Balmaseda, y Agustín que era don Pedro de Agüera, el de Castro; y unos dando la razón a Pepe, y otros dándosela a Agustín, estaban ya tan ciegos y acalorados que les faltaba poco para venir a las manos. Me entero del motivo de la disputa, les digo que unos y otros están equivocados, y sin querer oír más se ponen furiosos contra mí, continúan la disputa, y esta es la hora en que aún no me han dejado meter baza para probarles en cuatro palabras que tan equivocados están unos como otros.

-Yo no estoy equivocado.

-El que no lo está soy yo.

-Tiene razón Pepe.

-La tiene Agustín.

-Sois unos indecentes.

-Los indecentes sois vosotros.

Entre Pepe y Agustín y sus respectivos parciales se armó tal barullo, y la irritación, los denuestos y las amenazas eran tales, que todo presagiaba una catástrofe, por más que Martina, mi madre, Prudencio y hasta yo mismo tratábamos de apaciguar a los contendientes.

Al fin Pepe dio una bofetada a Agustín, éste contestó con otra, y la lucha a bofetadas y a palos se hizo general.


Mi madre y yo nos separamos un poco del campo de batalla asustados y no sin haber experimentado algún daño. Únicamente esperábamos que Martina y Prudencio, que tenían más influencia que nosotros sobre los contendientes, y continuaban esforzándose por apaciguarlos, consiguieran poner término a la lucha; pero pronto se desvanecieron nuestras esperanzas cuando vimos a Prudencio vacilar de un garrotazo que le alcanzaron y los de un bando, y caer de otro con que le secundaron los del bando contrario.

Ya sólo Martina continuaba haciendo heroicos esfuerzos por restablecer la paz, pero no tardamos en verla también caer, si no de un garrotazo, de un empellón involuntario, y dar con la cabeza en los maderos tan terrible golpe que perdió el sentido, sin que en su ceguedad lo notasen los contendientes.

Mi madre y yo también, a pesar de mi collonería, corrimos en su auxilio y el de Prudencio, y los vendamos a ambos la cabeza con pañuelos, pues ambos la tenían rota.

Cuando el combate estaba a punto de terminar, no porque los combatientes se hubiesen convencido de su sinrazón, sino porque estaban agotadas sus fuerzas, Prudencio recobró el sentido y aun nos ayudó a llevar a Martina a casa.

-¡Qué terquedad la de estos hombres!-exclamó mi madre.

-¿Terquedad?- contestó Prudencio-. Aún no lo sabe usted bien. La disputa ha sido sobre si el cazador es don Juan o es don Pedro, y ni don Pedro ni don Juan pueden ser, pues los dos murieron, hace algunos meses.

Poco después mi madre y yo emprendimos la subida de la cuesta y vimos que unas vacas habían entrado durante la reyerta en una hermosa heredad habían arrasado el maíz.

-Mira, hijo mío, lo que ha sucedido- me dijo mi madre-: sin tener ninguno razón, y creyendo todos tenerla, han disputado, se han odiado y han peleado como Caínes. Ellos han perdido, pero más han perdido los que ninguna culpa tenían, que eran Martina y Prudencio, en quienes estaban el amor y la prudencia. ¡Las vacas han destruido un sembrado de borona, pero la reyerta le ha reemplazado con otro de odio! Hijo, ¿no querías saber lo que era la guerra civil?

-Sí, madre.

-Pues la guerra civil viene a ser eso.

-¡Maldita sea esa guerra! -exclamé. Y aquella maldición aún se escapa de mis labios, rebosando espanto e indignación.