La guerra al malón: Capítulo 3

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 3


La mensajería —uno de esos viejos armatostes de los cuales apenas queda el recuerdo en nuestra campaña— se hallaba prodigiosamente atalajada en cuanto al número de las bestias que debían arrastrarla: cuatro yeguas en el tronco — dos en la lanza y los laderos— y tres yeguas en las cuartas dirigidas cada una por un postillón.

Íbamos todos armados hasta los dientes; y digo todos armados porque a mí se me entregó una carabina de la policía y ochenta tiros.

El capataz de don Ataliva Roca llevaba un magnífico wínchester, el galleguito fondero un trabuco y los demás —oficial, postillones, mayoral y milicos— carabinas, facones, boleadoras, revólveres y... hasta una lanza, que debíamos entregarle en Junín al teniente Maza, viejo cautivo que revistaba como oficial de baquianos en el célebre y valeroso escuadrón de indios junineros.

A una orden del alférez Requejo —quien por pronta maniobra había dispuesto que se le pusiera al alcance de la mano un frasco de ginebra—, subimos a la mensajería. El mayoral en el pescante, en la berlina el alférez con el capataz de Roca y adentro del vehículo los soldados, el galleguito y yo.

Sintióse un toque prolongado de corneta, dado por el mayoral, y en marcha. Los tiros, estimulados por el látigo y los gritos de los conductores, salieron a toda furia y pocos minutos después corríamos en pleno desierto.

Entonces empezó la charla; el alférez Requejo y el capataz de Roca, se le dormían al chascarrillo y al frasco; nosotros... tiene la palabra el sargento Acevedo. Pero antes de que hable el sargento, permítaseme presentar a él y a su camarada, el cabo Rivas.

Acevedo era un hombre de estatura mediana; pero robusto, eso sí, achinado, de ojos pequeños y penetrantes; bigote ralo y cerdoso; pelo duro y cortado al rape; cincuenta y siete años de edad y cuarenta de servicios.

Estaba en el regimiento desde la época del coronel Granada. Lo destinaron porque un día —era un muchachón encelado y travieso—, alegando en Las Flores con un policiano, éste, al verlo chico, le dio un rebencazo. Entonces él —vean ustedes lo que es la desgracia— sacó el cuchillo para hacer la parada no más, pero el milico se resbaló y quiso su mala suerte que se ensartara. El pobre murió porque descuidaron la curación —no porque el tajo fuese malo—, y a él lo metieron en la cárcel y luego lo echaron a la frontera. La condena fue por tres años: pero cuando la cumplió lo llamó el capitán de su compañía y le dijo: —Vos has cumplido, ¿no? Pero cumplir no es tener la baja. Te conviene tomar enganche, quedarte cuatro años en el cuerpo y salir de cabo. Si no te gusta, peor para vos. El gobierno necesita gente guapa y hacés falta aquí. Ahora elegí. Si te enganchás te asciendo y te entrego la cuota; de lo contrario, si te vas, ni te asciendo, ni tenés cuota, pero puede que ligués una marimba de palos como para vos solo.

Y Acevedo no vaciló. Se enganchó y lo hicieron cabo. Después vino la de Caseros, y —ya se sabe— en tiempo de guerra no hay más baja que para el otro mundo...

Detrás de Caseros vinieron cien mil barullos, y cuando el hombre pudo reclamar su licencia estaba aquerenciado.

El regimiento era su familia, su oficio era pelear; su destino, sufrir. Por otra parte, ¿adonde iba a ir... que más valiese?

En Cepeda —y eso que fue de los primeros en apretarse el gorro— lo hicieron sargento. Vino Pavón, no disparó y no le hicieron nada. De aquí dedujo un principio que suele ser exacto en la mayoría de estos casos: "Si se quiere ascender y ser notable, lo mejor es hacer punta en las derrotas, pero a condición de correr revoleando el sable y gritando de manera que todos lo oigan:"¡No disparen, maulas!, ¡hagan frente!"

Después de Pavón, las guerras del interior, y luego la campaña del Paraguay, la de Entre Ríos... la mar de revueltas y de bochinches.

Ahora era sargento primero en la escolta del coronel, y cuando concluyese la expedición recibiría la baja, para entrar de vigilante en Buenos Aires y obtener su jubilación.

El coronel se lo tenía prometido y no había qué hacer.

El cabo Rivas —también de la escolta— era un hombre joven, simpático, entrerriano, destinado al regimiento como prisionero de guerra en el año 73 y acreditado por las pruebas de arrojo que diera en diversas ocasiones.

Encargado de los caballos del coronel, debía esperar en Junín la vuelta de su jefe para acompañarlo a Trenque Lauquen.

El galleguito, nuestro compañero, era cualquier cosa. lba de fondero como podía ir de sacristán a cualquier iglesia de campaña. Llegó a Chacabuco sin despegar los labios. Jamás volví a saber nada de su persona.