La guerra al malón: Capítulo 14

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 14


Al terminar la campaña de 1874, las tropas que se hallaban en Junín, y que procedían de los diversos campamentos avanzados de la frontera, se repartieron las numerosas caballadas que había recolectado la revolución en su marcha a través de la provincia de Buenos Aires.

El coronel Villegas, que sabía que el dominio sobre el bárbaro solo podía alcanzarse superándolo en elementos de movilidad, aprovechó la coyuntura para dar a su regimiento el mayor número posible de caballos.

Reunió, para su cuerpo, más de seis mil animales de silla; y, luego, seleccionado lo mejor de lo más bueno, formó un grupo de seiscientos caballos blancos, tordillos o bayos claros, destinados a servir de reserva o para el combate.

Y aquella masa que de lejos parecía una bandada misteriosa de fantasmas, llegó a obtener renombre en la frontera. Los blancos de Villegas infundían terror en el aduar del salvaje; y no hubo malón que se atreviese a desafiar la rapidez y el aguante de aquellos fletes insuperables. Cuando el "3º de fierro" se enhorquetaba en su reserva parecía una tropa de titanes volando en alas del huracán. Y al soplo gigantesco de aquella tromba las indiadas huían despavoridas, abandonando sin combate, sin amago de resistencia siquiera, el robo y los cautivos que llevaban.

¡Qué regimiento era el 3º, Dios mío! ¡Y qué pedazo de jefe el coronel que lo mandaba!

Los blancos pasaban mejor vida que el milico: Si hacía mucho frío y no había mantas, el soldado tenía la obligación de quedarse muy en cuerpo para tapar con el poncho a su caballo. Podría faltar, como faltaba seguido, galleta para la tropa; pero los mancarrones no carecían de forraje aunque hubiese que ir a buscarlo en la luna. Así estaban siempre gordos, lustrosos, cuidados y atendidos como no lo estaban los mismos oficiales de la división.

Después de terminado el consejo de guerra que había condenado a Verón, el comandante dispuso que la caballada blanca se tuviera durante la noche en un corral que había a pocas cuadras del campamento, a fin de que al día siguiente formase el regimiento en la ejecución. En la puerta del corral colocó una guardia de ocho soldados al mando del sargento Francisco Carranza.

La noche pasó tranquila, serena, sin una alarma, sin un indicio que pudiera acusar la menor sospecha de peligro. Al toque de diana los soldados de Carranza se despertaron y apenas aclaró vieron con terrible asombro que la caballada no estaba en el corral.

¿Qué diablos era aquello? ¿Cómo habían salido los caballos? ¿Quién los había sacado?

En el fondo del corral, la zanja estaba borrada; y por aquel portillo, la caballada perfectamente amadrinada había salido sin ruido, dejando burlados a sus cuidadores.

La rastrillada iba allí no más, en dirección al desierto, y se veía claramente que la arreaban unos cuantos jinetes, cuyas lanzas al arrastrarse en el terreno sin pasto dejaban impresa su huella conocida. No había dudas: los indios habían realizado un golpe maestro, jugando a los milicos de Villegas una partida soberbia.

El sargento Carranza, en cuanto se convenció de su desgracia, se dirigió sin vacilar a la comandancia para dar cuenta de lo ocurrido.

Sabía el viejo veterano que aquel descuido podía costarle la vida y, disciplinado hasta lo sublime, quiso afrontar todo el riesgo antes de agregar a su falta el crimen de deserción.

Villegas salía de su rancho en el momento preciso en que llegaba a él Carranza.

—¿Que hay de nuevo sargento? —preguntóle el Coronel.

—Ocurre, señor —repuso el milico cuadrándose rígidamente— que los indios me han llevado, durante la noche la caballada blanca.

—¿Que dice usted? —gritó Villegas echando mano a la cintura en busca del revolver.

—Que los indios se llevaron los blancos.

—¿Y cómo se ha salvado usted?

—Nos hemos salvado todos porque no hemos sentido nada.

El coronel miró largo rato al sargento sin despegar los labios. ¿Qué sentencia estaría elaborándose en aquel cerebro?, ¿qué sentimientos, qué impresiones agitarían aquel espíritu?

El sargento, pálido, pero rígido y estoico, aguardaba.

De repente, el coronel, con suave acento, casi amistoso, le dijo al sargento:

—Vaya a llamar al mayor Sosa.

El mayor Germán Sosa —valiente y cultísimo oficial— era el segundo jefe del 3º de caballería, cuyo mando desempeñaba accidentalmente por ocupar el coronel la jefatura de la frontera.

Cuando el sargento le manifestó lo que ocurría y agregó que el coronel lo llamaba, supuso que recibiría la orden de fusilar sin más tramite al viejo veterano que tenía allí delante, y como se trataba de un servidor lleno de méritos y de gloria; como se trataba de un soldado lleno de servicios y de campañas, no pudo contener una lágrima de pena. Secóse los ojos con el revés de la mano y seguido del pobre Carranza se dirigió al alojamiento del coronel.

Villegas se paseaba un tanto nervioso e inquieto delante de su rancho. Cuando vio llegar a su segundo se detuvo y le dijo:

—Mayor: esta buena pieza se ha dejado robar los blancos. Dentro de una hora tendrá usted aquí la caballada que viene del fortín Farias. Apronte cincuenta hombres del regimiento para que vayan en busca de nuestros caballos. En cuanto a éste, agregó mirando al sargento y haciendo una pausa espantosa, lo lleva con usted; y, si no borra la falta que ha cometido, conduciéndose como debe, le hace pegar cuatro tiros por la espalda —y añadió—: dentro de media hora estará formada la división para que se cumpla la sentencia del consejo de guerra.

Así fue. A las seis de la mañana estábamos en cuadro en las afueras del campamento, y minutos más tarde el infeliz Verón pagaba con su vida el tributo de sangre impuesto por las ordenanzas militares.

Cuando el pobre reo llegó al cuadro, después de escuchar arrodillado al pie de la bandera, la última lectura de la fatal sentencia, se levantó sereno, tranquilo y mirando a sus compañeros de tantos años de peligros y de fatigas, exclamó:

—¡Viva la patria!

Marchó al lugar del suplicio y una descarga selló el acto.

La vindicta militar quedaba satisfecha.