La gran querella de los barberos


(A Emilio Gutiérrez de Quintanilla)


Barbero de Lima con su excomunión encima, era refrán corriente entre las viejas de esta coronada ciudad de los reyes, y a no pocas se lo oí, allá en mis mocedades. También recuerdo haberles oído este otro: «médico viejo, cirujano mozo y barbero que le apunte el bozo».

Sin esta pícara afición mía a revolver papeles viejos y respirar polvo y polilla, de fijo que me habría quedado sin saber por qué los barberos de mi tierra cargan con el mochuelo que, con caridad tan poca, les colgaban las abuelitas, que no eran hembras de dar puntadas sin nudo, y que para tratarlos de excomulgados tendrían justificado motivo. Entremos, pues, en materia, y tradición al canto.


Un domingo de agosto del año 1626, hallábase agolpado gran concurso de gente a la puerta de la catedral de Lima, templo que apenas llevaba diez meses de consagrado, leyendo un cartelón o edicto, de cuya parte considerativa quiero hacer gracia al lector, limitándome a copiar sólo la dispositiva, que a la letra dice:

«Mandamos que, de aquí en adelante, sea bien guardado el domingo, día del Señor; que no se abran las tiendas en día de fiesta; ni afeiten los barberos; ni se venda en el lugar que llaman Baratillo; ni los panaderos amasen en estos días; ni de las haciendas del campo se traiga alfalfa; porque todas estas fatigas se pueden prevenir la víspera, y dejar siquiera un día de alivio a la multitud de esclavos que no miran posible otro descanso que en su muerte.- Gonzalo, arzobispo de los Reyes.- Ante mí, licenciado Diego de Córdova».

Como todo tiene su razón de ser, hay que considerar que el arzobispo de Campo (muchos cronistas le llaman de Ocampo) pretendió con este edicto aliviar la desventurada condición de los negros esclavos y de los indios mitayas o sujetos a las antiguas encomiendas, a quienes amos y encomenderos avarientos obligaban a trabajar con brutal exceso. Así se explica uno la abundancia de días festivos y de media fiesta, como llamaban a aquellos en los que sólo era forzoso trabajar hasta las doce de la mañana. Los españoles, que ponían orejas de mercader a las reales órdenes sobre la materia, se quedaban tamañitos ante la más ligera imposición de la autoridad eclesiástica. Resultó de aquí que de los trescientos sesenta y cinco días del año, la mitad fuesen de huelga, más o menos completa. A mi juicio, el edicto de su ilustrísima tanto era político como evangélico.

Sepan ustedes que sólo del contrato ajustado en julio de 1696 entre el Consejo de Indias y la compañía real de Guinea para la introducción en América de treinta mil negros, correspondieron al Perú doce mil esclavos, que se vendieron en el Callao desde 300 hasta 400 pesos ensayados cada uno. La sexta parte quedó en el servicio doméstico, y fue la menos desdichada; pero el resto pasó a las rudas faenas agrícolas, donde el látigo, esgrimido por feroz caporal, andaba a nalga qué quieres. Adivinar se deja que el edicto archiepiscopal fue acogido con entusiasta aplauso por siervos y servidores, y visto de mal ojo por la gente rica y acomodada; pero los barberos, cuya condición era excepcional, pusieron el grito en el quinto cielo.

A ciencia cierta, nadie sabe desde cuándo hubo barberos y navajas sobre la tierra. Los judíos, contemporáneos de Cristo, se afeitaban con una especie de piedra pómez, y los griegos y romanos se aplicaban a la barba un líquido corrosivo que con frecuencia les ocasionaba enfermedades de la piel. Sólo desde los tiempos de Nerón, tan hábil para inventar suplicios, empieza la historia a ocuparse de los barberos, dándoles renombre de charlatanes y murmuradores; y tanto que uno de ellos, que por primera vez iba a palacio, le preguntó al rey:

-¿Cómo quiere vuestra majestad que le afeite?

-Sin chistar palabra -contestó el monarca.

La historia cuenta que los barberos se han entrometido algunas veces en la política, pero siempre con pícara estrella. A Pedro Labrosse, barbero de Felipe el Atrevido, y a Oliverio el Gamo, barbero de Luis XI, los afeitó en toda regla el verdugo; y si Bejarano, barbero del tirano Francia del Paraguay, no tuvo idéntico final, por lo menos le arrimaron doscientos zurriagazos en plena plaza de la Asunción. Escarmentados en aquellos tres ejemplos, los barberos de mi tierra no pasan, en política, de graciosos zurcidores de bolas, y su opinión es siempre la de la barba que jabonan. Ni quitan ni ponen rey. Con un parroquiano son más gobiernistas que el ministerio, y con otro más revolucionarios que la demagogia: con éste jesuitas e intolerantes, y con aquél masones y liberales hasta la pared del frente. Los barberos son como el maná de los israelitas: se acomodan a todo paladar.

La historia contemporánea sólo nos habla de dos barberos afortunados: el del rey don Miguel de Portugal, que por la suavidad de su navaja y otras habilidades, mereció del soberano el título de marqués de Queluz, y el famoso Jazmín, tan eximio poeta como habilidoso peluquero, cuyos versos arrancaron a la pluma de Carlos Nodier los más entusiastas elogios.

Decididamente, los barberos en nuestro siglo del vapor y la luz eléctrica están en vía de rehabilitación. Me alegro por los pericotes.


Volvamos al atrio de la catedral.

Casi los treinta que en ese año componían el gremio de filos desuellacaras, estaban allí reunidos leyendo, releyendo y comentando el cartelón, hasta que el más letrado de entre ellos, llamado Pepe Ortiz, tomó la palabra y dijo:

-Señores, si el abad de lo que canta yanta, el barbero manduca de la barba que retruca, y entre Pupa y Pupajor, Dios escoja lo mejor. Creo que discurro con lógica... ¿Digo mal o digo bien?

-¡Sí, sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

-Entonces, prosigo. Si trabajando a destajo no nos cunde el trabajo, y todo es hora chiquita con sol y sombrita, acatando el edicto vamos a colocarnos en la condición del asnillo de Gil García, que cada día menos comía. Probemos, pues, que el viento que corre muda la veleta, mas no la torre, y sin más gori-gori reclamemos del edicto.

El palmoteo y los vítores fueron estrepitosos. Dos o tres abrazaron al orador, y otros le apretaron la mano diciéndole: «Pepe, eres todo un hombre, y como tú hay pocos».

Restablecida la calma, uno, que probablemente era el Celso Bazán de aquel siglo, alzó el brazo, como quien pide venia para hablar, y dijo:

-Compañero, bien pensado y mejor hablado; bien mascado y mejor remojado. Se dice que, por trabajar en domingo, logramos medros, y no saben que en este mundo mezquino, donde hay para pan no hay para tocino, y que el barbero no es fraile cucarro que deja la misa por el jarro. Somos como los hijos de Medinilla, que nunca salieron de papilla, y lo de que con un mucho y dos poquitos se hacen ricos infinitos..., ¡mamola!...; eso y el queso empacha, y que se lo cuenten al abate Cucaracha. Conque, como dice Pepe, Dios sea con nosotros, y a protestar, muchachos.

El entusiasmo llegó a su colmo, y unas mocitas con más sal que las salinas de Huacho, que estaban de espectadoras, casi se comieron a besos al orador, diciéndole:

    Turroncito de alfeñique,
 botón de pitiminí,
 si no estás enamorado
 enamórate de mí.
    El alma me has robado,
       dame la tuya,
 que el ladrón es preciso
       que restituya.


-Alto ahí, camandulense, y mientras descansas maja estas granzas -saltó un viejo con opalanda y birrete, fértil de orejas, viudo del ojo izquierdo y tartamudo de la pierna derecha, a quien llamaban Cuzcurrita y que diz que era el barbero de los canónigos y de la curia, un pobre hombre que de a legua exhalaba olor a vinajeras de sacristía. Sabedlo, coles, que espinacas hay en la olla y que es herejía luterana rezongar contra lo que mandan los ministros de la Iglesia. Por eso dijo San Ambrosio..., no..., no..., que fue San Agustín..., tampoco..., en fin, alguien lo dijo y yo lo repito..., nácenle alas a la hormiga para que se pierda más aína. Conque comed y no gimades, soberbios de Lucifer, o gemid y no comades. He dicho. Pajas al pajar y barberos a rapar.

-Hombre -replicó Pepe Ortiz-, para mujer de a dos reales, marido de a dos migajas. Para las barbas que tú desuellas, bien te estás con ellas, que sólo un cristiano dejado de Dios y de Santa María se pone en manos de barbero zahorí que tiene un Cristo negro pintado en el cielo de la boca.

-Aguilucho sin agallas -insistió Cuzcurrita, rojo de cólera ante tamaña injuria-, no seré yo, brujo y zahorí, como me apodas, el que por el alabado deje el conocido y véame perdido. Excomunión con usarcedes y no conmigo, que no pecaré de novedoso ni de...

Aquí se acabó la paciencia de los del gremio, y a los gritos de «¡Basta! ¡Fuera! ¡Mantear el monigote! ¡Cáscale las liendres! ¡Aflójale su sepan cuantos!», se escurrió Cuzcurrita en dirección al sagrario.


Y alejado el único defensor del cartelón, veintiocho barberos firmaron un largo memorial que, mitad en latín y mitad en castellano y por su respectivo cuanto vos contribuisteis (una onza de oro), les redactó el abogado de más campanillas que en Lima comía pan.

Rechazados por el arzobispo, apelaron ante el juez apostólico de Guamanga, y negada también la apelación, los rapabarbas, lejos de amilanarse con una excomunión en perspectiva, cobraron bríos y fuéronse a la Real Audiencia con un... (parece mentira tamaño coraje), con un... (hasta la mano me tiembla), con un... (¡Avemaría purísima!) recurso de fuerza. Sí, señores, como ustedes lo oyen, recurso de fuerza. ¡Cómo! ¿Creían ustedes que los barberos eran gente de volverse atrás por excomunión más o menos?

Y mientras el fiscal y el promotor andaban al morro con los Cánones y las Pandectas, y las Decretales, y el Fuero Juzgo, y las Partidas, y el Patronato y la gurrumina, el Celso Bazán se llenaba la boca exclamando:

-¡Ahora va a saber el arzobispito con quién casó Cañahueca!

¡Recurso de fuerza! ¿Y contra quién? Contra el más engreído de los arzobispos que el Perú tuvo hasta entonces. Contra un arzobispo que traía en la cartera el título de virrey, para el caso de que falleciese el marqués de Guadalcázar. ¡Contra un arzobispo a quien Felipe IV llamaba su ojito derecho, y que era el niño mimado de Su Santidad Gregorio IX!

Pero como ni el virrey, ni los oidores, ni los cabildantes y demás gente de copete pudieran conformarse con lucir el domingo barba trasnochada o de la víspera, sucedió (maravíllense ustedes, que yo ya me he maravillado) que la Real Audiencia fallara que el arzobispo hacía fuerza.

¡Victoria por los barberos!

Verdad es también que la sentencia se pronunció veinticuatro horas antes de que fuera pública en Lima la noticia de que el arzobispo don Gonzalo de Campo había fallecido en Recuay el 1.º de diciembre, envenenado por un cacique a quien desde el púlpito amonestara de lo lindo porque vivía amancebado.

Si alambicamos bien el suceso, algo de complicidad en la muerte de Su Ilustrísima les cae encima a los barberos; porque llamado el de Recuay para aplicar una sangría al moribundo, anduvo retrechero con las excusas de si era o no era domingo y de si el edicto callaba o no callaba en este caso, cuando vencidos sus escrúpulos se decidió a acudir, empleó un cuarto de hora en buscar lanceta y a la postre fue llevando una lanceta roma. Cuando él entró en el dormitorio hacía ya minuto y medio que era don Gonzalo alma de la otra vida.

Desde entonces los barberos de Lima disfrutan del privilegio de trabajar en domingo, gracias a su ñeque y circunstanflaucia, como diría Celso Bazán, mi barbero.