La gran jornada
de Luis Arcos Ferrand

Todo hombre nacido en esta tierra, que con el pensamiento o con el corazón se acerque al acontecimiento legendario de la Cruzada, ha de sentir en su espíritu y hasta en su cuerpo, la conmoción que sigue a toda extraordinaria revelación. Si a la visión simple y escueta del hecho inaudito se agrega la de su real significado, la conmoción alcanzará a remover, por misteriosas e instintivas repercusiones, todas las raíces de su ser.
A la naturaleza parece reservado el poder de provocar en nosotros estas hondas y perdurables sensaciones, pero los hombres, mejor aún, algunos hombres, suelen poner de tal manera en los hechos y en las cosas el sello de su influjo, que llegamos a sentir su obra con la misma intensidad que nos sobrecoge y nos desconcierta frente a las representaciones más acabadas de la naturaleza. Reproduciendo a nuestros ojos, con no sospechada fidelidad, la obra del gran artífice, aparecen los hombres dirigiendo a los hechos. Y entonces nosotros los vemos agrandados, enormes, imponentes, sublimes, porque los vemos en los hechos, en las cosas, en el ambiente, abarcándolo y llenándolo todo.
Los hombres de 1825 son así. Empeñosos, han cultivado día a día el espíritu de sus hermanos de infortunio y han visto multiplicarse el número de sus prosélitos; recios y sufridos, han predicado la buena nueva de la libertad, y la santidad de su causa ha encontrado junto con el aliento del desinterés, la pasividad del egoísmo; tocados por el destino para ser los ejecutores de un plan providencial, desproporcionado a sus medios, a él entregan vidas y haciendas sin tasa ni medida; y cuando llega el momento de sofocar su vocación guerrera para dar comienzo a la obra duradera de la paz, del orden, del límite a la arbitrariedad, estos hombres extraordinarios bajan sus espadas en señal de acatamiento al gobierno incipiente.
Símbolo son de las ideas democráticas que vienen a implantar. Son hijos del pueblo, con arraigo en el pueblo, y su única esperanza y su única fe, es también el pueblo. Jamás usarán de la fuerza sino como un medio imprescindible para aniquilar a una fuerza contraria y opresora. Fieles intérpretes del hermoso postulado que encarnan, será su finalidad esencial edificar sobre las ruinas.
Si desde el punto de vista patriótico son grandes estos raros ejemplares de valor y desinterés, también son grandes desde un punto de vista puramente humano. Grandes, porque vienen a libertar a sus hermanos de la fuerza que los oprime y de la rapacidad que los aniquila; grandes, porque repudian los halagos y los premios ganados al bajo precio de la sumisión y del renunciamiento; grandes, porque se mueven y reaccionan al influjo de ideales desinteresados. La patria es la obsesión de todas sus horas.
Cuando pisan el arenal y se hace el silencio solemne, y en él se destacan y ruedan las palabras del gallardo paladín, algo más que la proximidad de los cuerpos acerca y ata a los treinta y tres hombres allí congregados; es el pasado que revive en aquella escena; es la lucha incruenta, cruel y siempre renovada para alcanzar la ansiada libertad; es el pasado que vuelve, inexorable, a consumar el designio providencial; y los recuerdos se agolpan a la memoria, y los corazones laten con violencia inusitada, y el milagro empieza a consumarse.
Cuando Artigas, al decidir su retirada al Paraguay, después de sus últimas derrotas, mandó a Lavalleja, que se hallaba prisionero en la Isla das Cobras, aquel simbólico auxilio de 4.000 pesos, debió tener una anticipada visión de este inconfundible pronunciamiento.


Volvamos a tomar el hilo de los hechos.
Dice don Luis Ceferino de la Torre, que dispuestas las cosas y prontos para arrojarse a la empresa, partieron nuevamente de Buenos Aires, "Manuel Lavalleja, Sierra y Freire con una docena de compañeros, conduciendo el armamento a depositarlo en la Isla Brazo Largo, punto de reunión acordado, que estando cerca de la costa y de la estancia de Tomás Gómez, debían combinar con éste el día que les arrimase caballos a los expedicionarios".[1] Spikerman, en su diario, declara que el 1° de abril se embarcaron a las 12 de la noche, en la costa de San Isidro, en un lanchón, los nueve primeros individuos de la expedición, desembarcando y acampando en una isla formada por un ramal del Paraná, llamada Brazo Largo. Los nueve individuos eran: don Manuel Oribe, don Manuel Freire, don Manuel Lavalleja, don Atanasio Sierra, don Juan Spikerman, don Carmelo Colman, Sargento Areguati, don José Leguizamón (a) Palomo y baqueano Manuel Cheveste.[2]
De María incluye también en este primer contingente a Dionisio Oribe, criado de don Manuel Oribe.[3]
"Este primer grupo era portador de cantidad de armas, pertrechos y equipos recolectados en Buenos Aires".[4] Dice Spikerman que el primer grupo de cruzados permaneció quince días a la espera de los compañeros que debían venir con Lavalleja; y De María asegura que durante la estada de aquellos en la isla, "pasaron de oculto a la costa oriental, Oribe, Lavalleja (Manuel) y el baqueano Cheveste, con el objeto de hablar con Gómez (don Tomás) y convenir el día y punto en que debía esperar con caballada a los expedicionarios". Vueltos a la isla de Brazo Largo, aguardaron el arribo de la segunda expedición unos diez días más, al cabo de los cuales "don Manuel Lavalleja y don Manuel Oribe, genios impacientes y movedizos, determinaron irse con Cheveste a inquirir la causa de aquel silencio y buscar qué comer, que por lo pronto era la primera necesidad que había que satisfacer. Al llegar a tierra la noche era oscura, y casi a tientas dieron con una carbonería, cuyo dueño los llevó a la inmediata estancia de los Ruiz, quienes les explicaron que don Tomás Gómez había sido descubierto, teniendo que escaparse para Buenos Aires, y que las caballadas de la costa habían sido recogidas e internadas. Cuando Ruiz concluyó su narración, Oribe le contestó resueltamente: pues, amigo, nosotros vamos a desembarcar, aunque sea para marchar a pie; mientras tanto, vean de darnos un poco de carne, porque nos morimos de hambre en la isla. Vista por los hermanos Ruiz la decisión de los expedicionarios, convinieron en favorecer resueltamente sus intentos, en hacer las señales de aproximación, en aprontar los caballos, en hablar con algunos amigos y en evitar cualquier choque extemporáneo con aquel terrible Tornero que guardaba la costa".[5]
Volviendo a los demás expedicionarios y respecto de las incidencias de su travesía, es interesante la versión de Luis Sacarello, que vino como marinero en los lanchones de la segunda expedición. "Hallábase Sacarello el año 25 en Barracas, entregado a sus faenas de carpintero de ribera, cuando en la tarde del 15 de abril fue tomado por un carpintero Manuel, de la partida, y sin permitirle hablar, embarcólo en un lanchón". "Poco antes de ponerse el Sol partió el lanchón en dirección al Paraná de las Palmas, pero atracando a la costa de San Isidro recibió en esa noche a su bordo al General Lavalleja, siete oficiales y varios otros individuos". Y agrega el relato: "En el resto de la noche remontamos el Canal del Chaná, hasta la boca del Miní, en donde nos acercamos a una isla y continuamos la noche siguiente, del 17, hasta la boca del Guazú, y nos escondimos en la isla que está frente a Punta Gorda; a la noche siguiente, del 18, se nos dio la voz de silencio y palabra seca, por el temor que había a la vigilancia de los cruceros brasileños, y en cuanto llegamos a la Punta Gorda bajaron a tierra dos hombres, que volvieron pronto. Empezamos a costear río arriba hasta Punta Chaparro, en donde bajaron los dos hombres; seguimos a Casa Blanca (estancia), y allí también bajaron; continuamos hasta la Punta del Arenal Grande, y allí bajaron y hablaron los dos hombres con un austriaco que tenía inmediato a la costa un rancho, quien dio la noticia de que la gente que buscábamos se hallaba en el Rincón, entre el monte, y entonces fuimos hasta la Punta de Amarillo, que es la de San Salvador, en donde desembarcaron todos a las tres de la mañana del 19. Parece que allí encontraron gente reunida y entonces se internaron y nosotros nos volvimos para Buenos Aires".[6] La versión transcrita no armoniza con lo declarado por Spikerman, en cuanto éste atribuye le demora de Lavalleja a un temporal que habría obligado a los expedicionarios a detenerse para no perecer; y al mismo tiempo pone en evidencia la inquietud que dominaba a los Cruzados, que en todas partes hacían alto y a la que no sería ajeno el temor por la suerte de sus compañeros. Con Lavalleja venían don Pablo Zufriategui y 20 individuos más.
Reunidos todos los expedicionarios, "nos embarcamos en dos lanchones y navegamos toda la noche hasta ponernos a la vista de la costa oriental, a fin de hacer la travesía del Uruguay en la noche del 19. El río estaba cruzado por lanchas de guerra imperiales, y por consiguiente emprendimos marcha en esa noche. A las siete, habiendo navegado como dos horas, nos encontramos entre dos buques enemigos, uno a babor y otro a estribor; veíamos sus faroles a muy poca distancia; el viento era Sur, muy lento, y tuvimos que hacer uso de los remos".[7]
La noche anterior, "una fogata encendida en una quebrada indicaba el punto a que debían dirigirse en la ribera; pero, como la noche fuese muy oscura y el viento contrariase la dirección de las velas, Ruiz cambió el punto en que debían aproximarse, que era en el Sauce, por otro de más favorable corriente, encendiendo otra fogata fugitiva en la embocadura de un arroyo llamado Gutiérrez, de la jurisdicción de la Agraciada". En el sitio elegido para el desembarco, "los hermanos Ruiz y algunos orientales más esperaban allí con setenta caballos escondidos en unas breñas inmediatas".[8] Contradicen esta afirmación el relato de Spikerman, las memorias del general Lavalleja y la opinión de la mayoría de los historiadores, según se verá en seguida.
Rezan las crónicas de la epopeya, que cuando los cruzados pisaron el suelo de la patria, no pudieron reprimir un impulso que los llevó a besarlo. La escena, de por sí solemne, debió cobrar entonces toda su intensidad. No constituía este hermoso gesto de honda emoción, una nota discordante ni extraña a la modalidad de aquellos hombres de sencillo corazón.
Si bien se mira, su obra entera era más que nada una obra de sentimiento. El cálculo o las ventajas jamás dan resultados tan sorprendentes. Las convicciones doctrinarias, por sí solas, podrán hacer legistas, pero nunca héroes. Estas grandes e inauditas empresas han de partir del corazón. Y el corazón había sido el único regulador en la vida abnegada y altruista de estos héroes auténticos. Hacían bien en besar el suelo de la patria; tenían derecho a hacerlo.
Ya están los emigrados en la orilla deseada. Son treinta y tres hombres, los mismos que desde 1822 recorrieron en incansable peregrinaje el territorio de las Provincias Unidas, y levantaron en Montevideo la bandera de la rebelión. De sus malhadadas andanzas no traen más que el cansancio del camino y un poco menos de fe en la solidaridad humana. Están solos, como entonces estaban. Abandonados a si mismos por todos aquellos a quienes llamaron en su ayuda, parece que buscaron lo imposible. Nadie tiene fe en ellos, y ellos la siguen teniendo en sus principios. Parecen iniciados en una religión que nadie entiende ni quiere entender. Ellos, empero, avanzan sin vacilaciones, como si marcharan sobre un surco abierto de antemano o sobre los rastros de una huella.
Refiere un cronista de los hechos, que tomada tierra por los expedicionarios y escondidas las chalanas en el arroyo de Gutiérrez, volvióse Lavalleja a sus compañeros y con voz conmovida les dijo: "Amigos, estamos en nuestra patria; Dios ayudará nuestros esfuerzos, y si hemos de morir, moriremos como buenos orientales en nuestra propia tierra". Agrega el mismo cronista que inmediatamente se ensillaron los caballos,[9] se hicieron los cargueros, y la expedición se internó en el bosque, buscando un punto más secreto y franco para despachar bomberos y chasques y ordenar el plan de campaña".[10]
Veamos ahora cómo relataba la heroica hazaña "La Gaceta Mercantil", de Buenos Airea, en su número del 30 de abril: "Banda Oriental. — En este momento acabamos de recibir la plausible noticia del desembarco de los Bravos Orientales en su país, y del buen éxito de su primer encuentro con las fuerzas del Brasil (Argentino extraordinario de ayer). Don Juan Antonio Lavalleja, don Manuel Oribe y otros varios oficiales y vecinos de la Banda Oriental que salieron de Buenos Aires decididos a libertar su provincia del yugo ominoso y degradante del Brasil, supieron el jueves 21 (es noticia traída por uno de los individuos que salieron en tan heroica empresa) que algunos de los individuos de quienes esperaban caballos y otros recursos en el momento de su desembarco habíanse visto precisados a fugar...[11] Por su parte, "El Argos", del 14 de mayo, decía: "Los sucesos que hoy tienen lugar en la Banda Oriental del Río de la Plata merecen llamar la atención de los críticos públicos, por la importancia y trascendencia que ellos traen consigo. Es bien sabido ya que unos beneméritos patriotas decididos a sacrificar su inquietud, su bienestar y hasta su vida o redimir a su patria de la opresión y servidumbre en que está hace algunos años, concibieron el atrevido proyecto de presentarse ante sus compatriotas y de moverlos en masa para que los auxiliasen en la ejecución de su plan. Aquél se ha ejecutado de un modo que excede las esperanzas que se habían formado al combinarlo, y que promete resultados los más prósperos a la conclusión de la guerra de la independencia por todas partes, y al establecimiento de una completa libertad en todos los puntos del continente americano". Y agregaba haberse "sentido en todos los puntos de la Banda Oriental un sentimiento uniforme y decidido por sacudir su esclavitud y romper violentamente los vínculos que la ligaban a un gobierno extranjero".[12]
El programa de los patriotas es claro y terminante como la firme resolución que los mueve. Son éstos sus términos: "Llegó en fin el momento de redimir nuestra amada patria de la ignominiosa esclavitud con que ha gemido por tantos años y elevarla con nuestro esfuerzo al puesto eminente que le reserva el destino sobre los pueblos libres del nuevo mundo. El grito heroico de libertad retumba ya por nuestros dilatados campos con el estrépito belicoso de la guerra. El negro pabellón de la venganza se ha desplegado, y el exterminio de los tiranos es indudable. ¡Argentinos, Orientales! Aquellos compatriotas nuestros, en cuyos pechos arde inexhausto el fuego sagrado del amor patrio, y de que más de uno ha dado relevantes pruebas de su entusiasmo y su valor, no han podido mirar con indiferencia el triste cuadro que ofrece nuestro desdichado país, bajo el yugo ominoso del déspota del Brasil. Unidos por su patriotismo, guiados por su magnanimidad, han emprendido el noble designio de libertadores. Decididos a arrostrar con frente serena toda clase de peligros se han lanzado al campo de Marte con la firme resolución de sacrificarse en aras de la patria o reconquistar su libertad, sus derechos, su tranquilidad y su gloria.
Vosotros que os habéis distinguido siempre por vuestra decisión y energía, por vuestro entusiasmo y bravura, ¿consentiréis aún en oprobio vuestro el infame yugo de un cobarde usurpador? ¿Seréis insensibles al eco dolorido de la patria, que implora vuestro auxilio? ¿Miraréis con indiferencia el rol degradante que ocupamos entre los pueblos? ¿No os conmoverá vuestra misma infeliz situación, vuestro abatimiento, vuestra deshonra? No, compatriotas; los libres os hacen la justicia de creer que vuestro patriotismo y valor no se han extinguido, y que vuestra indignación se inflama al ver la Provincia Oriental como un conjunto de seres esclavos sin gobierno, sin nada propio más que sus deshonras y sus desgracias. Cesen ya, pues, nuestros sufrimientos. Empuñemos la espada, corramos al combate y mostremos al mundo entero que merecemos ser libres. Venguemos nuestra patria; venguemos nuestro honor, y purifiquemos nuestro suelo con sangre de traidores y tiranos. Tiemble el déspota del Brasil de nuestra justa venganza. Su cetro tiránico será convertido en polvo, y nuestra cara patria verá brillar en sus sienes el laurel augusto de una gloria inmortal. Argentinos Orientales: las Provincias hermanas sólo esperan vuestro pronunciamiento para protegeros en la heroica empresa de reconquistar vuestros derechos. La gran nación argentina, de que sois parte, tiene gran interés de que seáis libres, y el Congreso que rige sus destinos no trepidará en asegurar los vuestros. Decidios, pues, y que el árbol de la libertad, fecundizado con sangre, vuelva a aclimatarse para siempre en la Provincia Oriental. Compatriotas: Vuestros libertadores confían en vuestra cooperación a la honrosa empresa que han principiado.
Colocado por voto unánime a la cabeza de estos héroes, yo tengo el honor de protestaros en su nombre y en el mío propio, que nuestras aspiraciones sólo llevan por objeto la felicidad de nuestro país, adquirirle su libertad. Constituir la provincia bajo el régimen representativo republicano, en uniformidad a las demás de la antigua unión. Estrechar con ellas los dulces vínculos que antes la ligaban. Preservarla de la horrible plaga de la anarquía y fundar el imperio de la ley. He aquí nuestros votos. Retirados a nuestros hogares después de terminar la guerra, nuestra más digna recompensa será la gratitud de nuestros conciudadanos. Argentinos - Orientales: El mundo ha fijado sobre vosotros su atención. La guerra va a sellar nuestros destinos. Combatid, pues, y reconquistad el hecho más precioso del hombre digno de serlo.
Campo volante, abril de 1825. — Juan A. Lavalleja."


  1. Memorias citadas. En el mismo sentido, Domingo Ordoñana. Conferencias Sociales y Económicas.
  2. Juan Spikerman, La primera quincena de los Treinta y Tres.
  3. De María, op. cit.
  4. De María, op. cit.
  5. Domingo Ordoñana, op. cit. Tornero era un jefe brasileño que vigilaba la costa del Uruguay.
  6. La revolución de los Treinta y Tres. Benigno T. Martínez, Revista de la Sociedad Universitaria.
  7. Spikerman. op. cit.
  8. Domingo Ordoñana, op. cit.
  9. Contra lo qua Ordañana declara en párrafo antes transcrito, el 20 de abril encontró a los cruzados "a pie en la espesura del monte talar que los encubría con la esperanza de poder montar a caballo. A su amparo hicieron la descubierta y no habiendo novedad divisaron un rancho al cual se dirigió don Manuel Lavalleja con el baqueano Cheveste, con los frenos en la mano en busca de caballos. En esa choza de un austríaco, encontraron un caballo atado. Lo toman, montan en él enancados Lavalleja y al baqueano. Por fin, a eso de las siete de la mañana divisaron a cierta distancia tres jinetes conduciendo una tropilla de caballos. Eran los hermanos Manuel y Laureano Ruiz, que con el peón Mariano Buján venían con caballada". De María, op. cit.
  10. Ordoñana, op. cit.
  11. La Gaceta Mercantil, Nº 457. Biblioteca Nacional, Buenos Aires.
  12. El Argos N.° 150, Biblioteca Nacional, Buenos Aires.