La gente honesta: 03


Escena II

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DICHOS - Una SIRVIENTA.


SIRVIENTA.- Señora, un cochero trae esta carta para el señor don Ernesto.

LUISA.- (Tomándola.) Está bien.

SIRVIENTA.- ¿No hay contestación?

LUISA.- Ya lo veremos, digo, no, no hay; vete no más. (Lee el sobre escrito y observa la carta a trasluz, como vacilando.) ¡Ah! ¡Pronto saldremos de dudas!

ADELA.- Luisita, supongo que no te atreverás...

LUISA.- ¿A abrirla? Ya lo creo que me atrevo. Ya verán. (Toma una cucharita y trata de introducir el cabo por una de las puntas del sobre cuidando no romperlo.)

M. EMILIA.- Mujer, eso es muy feo.

LUISA.- Cosas más feas hace Ernesto, y sin embargo ustedes lo defienden. De cualquier modo, si se trata de cosas que no me interesan le diré a Ernesto que su mujercita, creyendo que fuera algo urgente se permitió... ¡pero casi ya está abierta! Mozos diablos para cerrar cartas. A ver, a ver (lee ávidamente y de repente estruja el papel y comienza a pasearse). ¡Ah pillos! ¡Pillo! ¡Pillo! Bien lo decía yo. ¡Infame! Y ustedes que todavía lo están defendiendo.

M. EMILIA.- ¿Pero qué pasa?

ADELA.- ¿Qué dice esa carta?

LUISA.- (Irónica.) ¡Nada! ¡Nada! ¿Qué ha de decir? ¡Negocios! (Sigue paseándose.) ¡Ah, pero me la pagará! ¡Engañar a una mujer como yo, buena, cariñosa, linda!

ADELA.- Vamos, preciosura, ¿se puede saber?

LUISA.- (Metiéndole la carta por los ojos.) Sí: cómo no, tomen, tomen. ¡Lean, vean, qué monada de marido tengo!

ADELA.- No seas grosera, muchacha. (Toma la carta y lee fuerte.) «Mi querido Ernesto: Gran bolada, las dos gallegas del Casino aceptan. A las siete comeremos en lo de Quiqui. Le he avisado al tuerto Pérez, al Cordobés y al Ñato. Dile a Adolfo que se traiga a la gringuita. Gran pasegiata por el lago y después gran cena en el cotorro. Tuyo: Pancho.»

LUISA.- ¿Eh? ¿Qué les parece mi maridito? ¿Qué piensan de mi maridito? ¡Qué dicen de mi maridito?... ¡Ah!, se callan. ¿Han visto cómo tenía razón? Y tú, Adela, que estabas tan cocorita, ahí lo tienes a tu novio con una gringa, la gringuita de Adolfo. Defiendan ahora a Ernesto... ¡Ah, señor marido!; ya vamos a ajustar las cuentas, y bien ajustadas. (Se pasea de nuevo.) Infame, infame, dejar a su mujercita por unas gallegas desorejadas; a su mujercita que tanto lo ha querido. Abandonarme para irse a cenar al cotorro, al cotorro, tan luego con amigotes y mujerzuelas. ¡Oh, pero me las pagará! (resuelta). De hoy en adelante él por su lado y yo por el mío.

M. EMILIA.- Pero muchacha, ¿qué estás diciendo?

LUISA.- Que estoy dispuesta a no tolerar más a mi marido. Manda llamar en seguida al doctor López, pero en seguida, ¿eh?

ADELA.- ¿Y qué tiene que ver con esas cosas el doctor López?

LUISA.- Mucho, porque quiero divorciarme.

ADELA.- Adiosito; se alborotó la pajarera.

LUISA.- Sí, señor. Aquí están las pruebas. Presento en seguida el escrito y mañana mismo saldrá en los diarios. La distinguida señora N. N. ha entablado demanda de divorcio contra el señor N. N. ¡Oh, sí! Y pasado mañana ya podrá seguir farreando Ernesto a su gusto, que por mi parte no me quedaré atrás.

M. EMILIA.- ¡Hija, te has enloquecido!...

LUISA.- No, señora; estoy bien cuerda. Y me volveré a casar; buscaré un maridito decente, bueno, honesto y sumiso y con él iré al teatro, al boulevard, a todas partes donde Ernesto me pueda encontrar a cada rato para demostrarle que soy feliz, para refregarle mi dicha por los hocicos.

ADELA.- Pero muchacha, no digas sonceras. ¡Si la ley de divorcio no permite casarse de nuevo!

LUISA.- Mejor todavía.

M. EMILIA.- Qué temeridad.

ADELA.- Óyeme, Luisa. No te exaltes y escúchame, que aunque no soy casada, tengo bastante buen sentido para comprender las cosas.

LUISA.- Si pretendes disuadirme, trabajo inútil. Me divorcio, me divorcio y ¡me divorcio!

ADELA.- En primer término: ¿quién te ha dicho que Ernesto piensa asistir a la farra esa?

LUISA.- ¿Y si va?

ADELA.- ¿Y si no va? Y aun en el caso de que fuera crees tú que porque un hombre esté casado, tiene la obligación de taparse los ojos para no ver las cosas malas que hay en este mundo? Ernesto podría muy bien asistir a la fiesta sin faltar a sus deberes conyugales.

M. EMILIA.- Hablas como un libro, hija.

LUISA.- ¡Uf! ¡Qué sangre de horchata que tienen ustedes!

ADELA.- Piensa lo que quieras, pero yo te digo que tú no has dejado de querer a Ernesto y que no eres capaz de divorciarte. ¿A qué armar entonces el escándalo? Cálmate, confía en mí y cierra esa carta. Cuando venga Ernesto, que no ha de tardar, se la entregas como si nada hubiera pasado.

LUISA.- Pero...

ADELA.- Cálmate. Veremos lo que Carlos resuelva, y si asiste a la farra, cosa que no creo, nos largamos esta noche al Parque en un coche con mamá y buscaremos el medio de observar su conducta.

M. EMILIA.- ¡Conmigo no cuenten, hijitas! No estoy yo para esos trotes.

LUISA.- ¡Pero, mamá! No podemos andar dos muchachas solas por esos lados.

M. EMILIA.- ¿Y tú no eres una señora?

LUISA.- Jesús, pero no llevo a la vista las huellas del matrimonio.

ADELA.- Silencio, que ahí sube Ernesto. Cierra ese sobre.