La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo VI
Capítulo VI
María, dirigida en su tocador por los consejos de su patrona, se presentó malísimamente pergeñada. Un vestido de foular demasiado corto, y matizado de los más extravagantes colores; un peinado sin gracia, adornado con cintas encarnadas muy tiesas; una mantilla de tul blanco y azulado guarnecida de encaje catalán, que la hacía parecer más morena: tal era el adorno de su persona, que necesariamente debía causar, y causó, mal efecto.
La condesa dio algunos pasos para salir a su encuentro. Al pasar junto a Rafael, este le dijo al oído, aplicando las palabras de la fábula del cuervo de De la Fontaine:
-Si el gorjeo es como la pluma, es el fénix de estas selvas.
-¡Cuánto tenemos que agradeceros -dijo la condesa a María- vuestra bondad en venir a satisfacer el deseo que teníamos de oíros! ¡El duque os ha celebrado tanto!
María, sin responder una palabra, se dejó conducir por la condesa a un sillón colocado entre el piano y el sofá.
Rita, para estar más cerca de ella, había dejado su puesto ordinario y colocádose junto a Eloísa.
-¡Jesús! -dijo al ver a María-, si es más negra que una morcilla extremeña.
-No parece -añadió Eloísa- sino que la ha vestido el mismísimo enemigo. Parece un Judas de Sábado Santo. ¿Qué os parece, Rafael?
-Aquella arruga que tiene en el entrecejo -respondió Arias- le da todo el aspecto de un unicornio.
Entre tanto, María no descubrió el menor síntoma de cortedad ni de encogimiento en presencia de una reunión tan numerosa y tan lucida; ni se desmintieron un solo instante su inalterable calma y aplomo. Con la ojeada investigadora y penetrante, con la comprensión viva y con el tino exacto de las españolas, diez minutos le bastaron para observar y juzgarlo todo.
«Ya estoy -decía en sus adentros y dándose cuenta de sus observaciones-. La condesa es buena y desea que me luzca. Las jóvenes elegantes se burlan de mí y de mi compostura, que debe ser espantosa. Para los extranjeros, que me están echando el lente con desdén, soy una Doña Simplicia de aldea; para los viejos, soy cero. Los otros se quedan neutrales, tanto por consideración al duque que es mi patrón, y lo entiende, como para lanzarse después a la alabanza o la censura, según la opinión se pronuncie en pro o en contra.»
Durante todo este tiempo, la buena y amable condesa, hacía cuantos esfuerzos le eran posibles para ligar conversación con María; pero el laconismo de sus respuestas frustraba sus buenas intenciones.
-¿Os gusta mucho Sevilla? -le preguntó la condesa.
-Bastante -respondió María.
-¿Y qué os parece la catedral?
-Demasiado grande.
-¿Y nuestros hermosos paseos?
-Demasiado chicos.
-Entonces, ¿qué es lo que más os ha gustado?
-Los toros.
Aquí se paró la conversación.
Al cabo de diez minutos de silencio, la condesa le dijo:
-¿Me permitís que ruegue a vuestro marido que se ponga al piano?
-Cuando gustéis -respondió María.
Stein se sentó al piano. María se puso en pie a su lado, habiéndola llevado por la mano el duque.
-¿Tiemblas, María? -le preguntó Stein.
-¿Y por qué he de temblar yo? -contestó María.
Todos callaron.
Observábanse diversas impresiones en las fisonomías de los concurrentes. En la mayor parte, la curiosidad y la sorpresa; en la condesa, un interés bondadoso; en las mesas de juego, o, como decía Rafael, en la cámara alta, la más completa indiferencia.
El príncipe se sonreía con desdén.
El mayor abría los ojos, como si pudiera oír por ellos.
El barón cerraba los suyos.
El coronel bostezaba.
Sir John se aprovechó de aquel intervalo para quitarse el lente y frotarlo con el pañuelo.
Rafael se escapó al jardín para echar un cigarro.
Stein tocó sin floreos ni afectación el ritornelo de Casta Diva. Pero apenas se alzó la voz de María, pura, tranquila, suave y poderosa, cuando pareció que la vara de un conjurador había tocado a todos los concurrentes. En todos los rostros se pintó y se fijó una expresión de admiración y de sorpresa.
El príncipe lanzó involuntariamente una exclamación.
Cuando acabó de cantar, una borrasca de aplausos estalló unánimemente en toda la tertulia. La condesa dio el ejemplo, palmoteando con sus delicadas manos,
-¡Válgame Dios! -exclamó el general, tapándose los oídos-. No parece sino que estamos en la plaza de toros.
-Déjalos, León -dijo la marquesa-; déjalos que se diviertan. Peor fuera que estuvieran murmurando del prójimo.
Stein hacía cortesías hacia todos lados. María volvió a su asiento, tan fría, tan impasible como de él se había levantado.
Cantó después unas variaciones verdaderamente diabólicas, en que la melodía quedaba oscurecida en medio de una intrincada y difícil complicación de floreos, trinos y volatas. Las desempeñó con admirable facilidad, sin esfuerzo, sin violencia, y causando cada vez más admiración.
-Condesa -dijo el duque-, el príncipe desea oír algunas canciones españolas, que le han celebrado mucho. María sobresale en este género. ¿Queréis proporcionarle una guitarra?
-Con mucho gusto -respondió la condesa.
Al punto fue satisfecho su deseo.
Rafael se había colocado junto a Rita, habiendo instalado al mayor al lado de Eloísa. Esta procuraba persuadir al inglés de que las españolas se iban poniendo al nivel de las extranjeras, en cuanto a tierna afectación y artificio, porque ya se sabe que los que imitan servilmente, lo que copian siempre mejor son los defectos.
-¡Qué ojos tiene! -decía Rafael a su prima-. ¡Qué bien guarnecidos de grandes y negras pestañas! Tienen el color y el atractivo del imán.
-Tú sí que eres un imán para los extranjeros -respondió Rita-. ¿Por qué has colocado al mayor cerca de Eloísa? Escucha las simplezas que le está diciendo. Te advierto, primo, que vas adquiriendo la facha y el garbo de un Diccionario.
-¡Dale y más dale! -exclamó Rafael, descargando un golpe a puño cerrado en el brazo del sillón-. No se trata de eso, Rita; se trata del amor que te tengo y que durará eternamente. Ningún hombre ama en toda su vida más que a una mujer, en efectivo. Las otras se aman en papel.
-Ya lo sé -dijo Rita-. Bastantes veces me lo ha repetido Luis. Pero ¿sabes lo que digo? Que te vas volviendo un cansadísimo reloj de repetición.
-¿Qué significa esto? -gritó Eloísa, viendo que traían la guitarra.
-Parece que vamos a tener canciones españolas -dijo Rita-, y me alegro infinito. Esas sí que animan y divierten.
-¡Canciones españolas! -clamó Eloísa, indignada-. ¡Qué horror! Eso es bueno para el pueblo; no para una sociedad de buen tono. ¿En qué está pensando Gracia? Ved por qué los extranjeros dicen con tanta razón que estamos atrasados: porque no queremos amoldar nuestros modales y nuestras aficiones a las suyas; porque nos hemos empestillado en comer a las tres y no queremos persuadirnos, que todo lo español es ganso a nativitate.
-Pero -dijo el mayor en mal español-, creo que hacen muy bien, indeed, en ser lo que son.
-Si es esto un cumplimiento -respondió enfáticamente Eloísa-, es tan exagerado que más bien parece burla.
-Ese señor italiano -dijo Rita- es el que ha pedido canciones españolas. Es aficionado y lo entiende; conque es prueba de que merecen ser oídas.
-Eloísa -añadió Rafael-, las barcarolas, las tirolesas, el ranz des vaches, son canciones populares de otros países. ¿Por qué no han de tener nuestras boleras y otras tonadas del país el privilegio de entrar en la sociedad de la gente decente?
-Porque son más vulgares -contestó Eloísa.
Rafael se encogió de hombros; Rita soltó una de sus carcajadas; el mayor se quedó en ayunas.
Eloísa se levantó, pretextó una jaqueca y se salió acompañada de su madre, a quien iba diciendo:
-Sépase a lo menos que hay señoritas en España bastante finas y delicadas para huir de semejantes chocarrerías.
-¡Qué desgraciado será el Abelardo de esa Eloísa! -dijo Rafael al verla salir.
María, además de su hermosa voz y de su excelente método, tenía, como hija del pueblo, la ciencia infusa de los cantos andaluces, y aquella gracia que no puede comprender y de que no puede gozar un extranjero, sino después de una larga residencia en España y sólo identificándose, por decirlo así, con la índole nacional. En esta música, así como en los bailes, hay una abundancia de inspiración, un atractivo tan poderoso, tal serie de sorpresas, quejas, estallidos de gozo, desfallecimientos, muestras de despego y atracción; una cierta cosa que se entiende y no se explica; y todo esto tan determinado, tan arreglado al compás, tan arrullado, si es lícito decirlo así, por la voz en el canto y por los movimientos en el baile; la exaltación y la languidez se suceden tan rápidamente, que suspenden, embriagan y cautivan al auditorio.
Así es que, cuando María tomó la guitarra y se puso a cantar:
Si me pierdo, que me busquen
al lado del Mediodía,
donde nacen las morenas,
y donde la sal se cría,
la admiración se convirtió en entusiasmo. La gente joven llevaba el compás con palmadas, repitiendo bien, bien, como para animar a la cantaora. Los naipes se cayeron de las manos de los formales jugadores; el mayor quiso imitar el ejemplo general, y se puso también a palmotear sin ton ni son. Sir John afirmó que aquello era mejor que el God save the Queen. Pero el gran triunfo de la música nacional fue que el entrecejo del general se desarrugó.
-¿Te acuerdas, hermano -le preguntó la marquesa sonriéndose-, cuando cantábamos el zorongo y el trípoli?
-¿Qué cosas son zorongo y trípoli? -preguntó el barón a Rafael.
-Son -respondió- los progenitores del sereni, de la cachucha, y abuelos de la jaca de terciopelo, del vito y de otras canciones del día.
Esas peculiaridades del canto y del baile nacional de que hemos hablado, podrían parecer de mal gusto y lo serían ciertamente en otros países. Para entregarse sin reserva a las impresiones que llevan consigo nuestras tonadas y nuestros bailes, es preciso un carácter como el nuestro; es preciso que la grosería y la vulgaridad sean, como lo son en este país, dos cosas desconocidas; dos cosas que no existen. Un español puede ser insolente; pero rara vez grosero, porque es contra su natural. Vive siempre a sus anchas, siguiendo su inspiración, que suele ser acertada y fina. He aquí lo que da al español, aunque su educación se haya descuidado, esa naturalidad fina, esa elegante franqueza que hace tan agradable su trato.
María salió de casa de la condesa tan pálida e impasible como en ella había entrado.
Cuando la condesa quedó sola con los suyos, dijo con aire de triunfo a Rafael:
-Y ahora, ¿qué dices, mi querido primo?
-Digo -contestó Rafael- que el gorjeo es mejor que la pluma.
-¡Qué ojos! -exclamó la condesa.
-Parecen -dijo Rafael- dos brillantes negros en un estuche de cuero de Rusia.
-Es grave -dijo la condesa-; pero no engreída.
-Y tímida -siguió Rafael-, como una manola del Avapies.
-Pero ¡qué voz! -añadió la condesa-. ¡Qué divina voz!
-Será preciso -dijo Rafael- grabar en su tumba el epitafio que los portugueses hicieron para su célebre cantor Madureira.
Aqui yaz ó senhor de Madureira,
O melhor cantor do mundo:
Que morreu porque Deus quiseira,
Que si non quiseira naon morreira;
E por que lo necesitó nasua capella,
Díjole Deus: canta. ¡Cantou cosa bella!
Dijo Deus á os anjos: id vos á pradeira,
Que melhor canta ó senhor de Madureira.
-Rafael -dijo la condesa-, mofador eterno, ¿quién se escapa de tus tijeras? Voy a mandar hacer tu retrato en figura de pájaro burlón, como se ha hecho el de Paul de Kock en forma de gallo.
-De esa suerte -repuso Rafael al irse- haré una Arpía masculina, lo cual tendrá la ventaja de que se pueda propagar la casta.