La gaviota (Caballero)/Parte primera/Capítulo XV

Capítulo XV

Tres años habían transcurrido. Stein, que era de los pocos hombres que no exigen mucho de la vida, se creía feliz. Amaba a su mujer con ternura; se había apegado cada día más a su suegro, y a la excelente familia que le había acogido moribundo, y cuyo buen afecto no se había desmentido jamás. Su vida uniforme y campestre estaba en armonía con los gustos modestos y el temple suave y pacífico de su alma. Por otra parte, la monotonía no carece de atractivos. Una existencia siempre igual es como el hombre que duerme apaciblemente y sin soñar; como las melodías compuestas de pocas notas, que nos arrullan tan blandamente. Quizá no hay nada que deje tan gratos recuerdos, como lo monótono, ese encadenamiento sucesivo de días, ninguno de los cuales se distingue del que le sigue ni del que le precede.

¡Cuál no sería, pues, la sorpresa de los habitantes de la cabaña, cuando vieron venir una mañana a Momo, corriendo, azorado, y gritando a Stein que fuese, sin perder un instante, al convento!

-¿Ha caído enfermo alguno de la familia? -preguntó Stein asustado.

-No -respondió Momo-; es Usía que le dicen su Esencia, que estaba cazando en el coto jabalíes y venados, con sus amigos, y, al saltar un barranco, resbaló el caballo y los dos cayeron en él. El caballo reventó y la Esencia se ha quebrado cuantos huesos tiene su cuerpo. Le han llevado allá en unas parihuelas, y aquello se ha vuelto una Babilonia. Parece el día del juicio. Todos andan desatentados, como rebaño en que entra el lobo. El único que está cariparejo es el que dio el batacazo. Y un real mozo que es, por más señas. Allí andaban todos aturrullados sin saber qué hacer. Madre abuela les dijo que había aquí un cirujano de los pocos; mas ellos no lo querían creer. Pero como para traer uno de Cádiz, se necesitan dos días, y para traer uno de Sevilla, se necesitan otros tantos, dijo su Esencia que lo que quería era que fuese allá el recomendado de mi abuela; y para eso he tenido que venir yo, pues no me parece sino que ni en el mundo ni en la vida de Dios hay de quién echar mano sino de mí. Ahora le digo a usted mi verdad: si yo fuera que usted, ya que me habían despreciado, no iba ni a dos tirones.

-Aunque yo fuese capaz -respondió Stein- de infringir mi obligación de cristiano, y de profesor, necesitaría tener un corazón de bronce para ver padecer a uno de mis semejantes sin aliviar sus males pudiendo hacerlo. Además, que esos caballeros no pueden tener confianza en mí, sin conocerme; y esto no es ofensa, ni aun lo sería, si no la tuviesen, conociéndome.

Con esto llegaron al convento.

La tía María, que aguardaba a Stein con impaciencia, le llevó a donde estaba el desconocido. Habíanle puesto en la celda prioral, donde apresuradamente, y lo mejor que se pudo, se le había armado una cama. La tía María y Stein atravesaron la turbamulta de criados y cazadores que rodeaban al enfermo. Era este un joven de alta estatura. En torno de su hermoso rostro, pálido pero tranquilo caían los rizos de su negra cabellera. Apenas le hubo mirado Stein, lanzó un grito, y se arrojó hacia él temeroso de tocarle, se detuvo de pronto y, cruzando sus manos trémulas, exclamó:

-¡Dios mío, señor duque!

-¿Me conoce usted? -preguntó el duque; porque en efecto, la persona que Stein había reconocido era el duque de Almansa-. ¿Me conoce usted? -repitió alzando la cabeza, y fijando en Stein sus grandes ojos negros, sin poder caer en quién era el que le dirigía la palabra.

-¡No se acuerda de mí! -murmuró Stein, mientras que dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas-. No es extraño: las almas generosas olvidan el bien que hacen, como las agradecidas conservan eternamente en la memoria el que reciben.

-¡Mal principio! -dijo uno de los concurrentes-. Un cirujano que llora; ¡estamos bien!

-¡Qué desgraciada casualidad! -añadió otro.

-Señor doctor -dijo el duque a Stein-, en vuestras manos me pongo. Confío en Dios, en vos y en mi buena estrella. Manos a la obra, y no perdamos tiempo.

Al oír estas palabras, Stein levantó la cabeza; su rostro quedó perfectamente sereno, y con un ademán modesto, pero imperativo y firme, alejó a los circunstantes. En seguida examinó al paciente con mano hábil y práctica en este género de operaciones; todo con tanta seguridad y destreza, que todos callaron, y sólo se oía en la pieza el ruido de la agitada respiración del paciente.

-El señor duque -dijo el cirujano, después de haber concluido su examen- tiene el tobillo dislocado y la pierna rota, sin duda por haber cargado en ella todo el peso del caballo. Sin embargo, creo que puedo responder de la completa curación.

-¿Quedaré cojo? -preguntó el duque.

-Me parece que puedo asegurar que no.

-Hacedlo así -continuó el duque-, y diré que sois el primer cirujano del mundo.

Stein, sin alterarse, mandó llamar a Manuel, cuya fuerza y docilidad le eran conocidas, y de quien podía disponer con toda seguridad. Con su auxilio, empezó la cura, que fue ciertamente terrible; pero Stein parecía no hacer caso del dolor que padecía el enfermo, y que casi le embargaba el sentido. Al cabo de media hora, reposaba el duque, dolorido, pero sosegado. En lugar de muestras de desconfianza y recelo, Stein recibía de los amigos del personaje enhorabuenas cumplidas y pruebas de aprecio y admiración; y él, volviendo a su natural modesto y tímido, respondía a todos con cortesías. Pero quien se estaba bañando en agua rosada era la tía María.

-¿No lo decía yo? -repetía sin cesar a cada uno de los presentes-, ¿no lo decía yo?

Los amigos del duque, tranquilizados ya, a ruegos de este, se pusieron en camino de vuelta. El paciente había exigido que le dejasen solo, bajo la tutela de su hábil doctor, su antiguo amigo, como le llamaba, y aun despidió a casi todos sus criados.

Así él y su médico pudieron renovar conocimiento a sus anchas. El primero era uno de aquellos hombres elevados y poco materiales, en quienes no hacen mella el hábito ni la afición al bienestar físico; uno de los seres privilegiados, que se levantan sobre el nivel de las circunstancias, no en ímpetus repentinos y eventuales, sino constantemente, por energía característica, y en virtud de la inatacable coraza de hierro, que se simboliza en el ¿qué importa?; uno de aquellos corazones que palpitaban bajo las armaduras del siglo XV, y cuyos restos sólo se encuentran hoy en España.

Stein refirió al duque sus campañas, sus desventuras, su llegada al convento, sus amores y su casamiento. El duque lo oyó con mucho interés, y la narración le inspiró deseo de conocer a Marisalada, al pescador y la cabaña que Stein estimaba en más que un espléndido palacio. Así es que en la primera salida que hizo, en compañía de su médico, se dirigió a la orilla del mar. Empezaba el verano; y la fresca brisa, puro soplo del inmenso elemento, les proporcionó un goce suave en su romería. El fuerte de San Cristóbal parecía recién adornado con su verde corona, en honra del alto personaje, a cuyos ojos se ofrecía por primera vez. Las florecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de los jardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras, a guisa de doncellas tímidas que se confían al oído sus amores. La mar impulsaba blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, como para darle la bienvenida. Oíase el canto de la alondra, tan elevada que los ojos no alcanzaban a verla. El duque, algo fatigado, se sentó en una peña. Era poeta, y gozaba en silencio de aquella hermosa escena. De repente sonó una voz que cantaba una melodía sencilla y melancólica. Sorprendido el duque, miró a Stein, y este sonrió. La voz continuaba.

-Stein -dijo el duque-, ¿hay sirenas en estas olas, o ángeles en esta atmósfera?

En lugar de responder a esta pregunta, Stein sacó su flauta y repitió la misma melodía.

Entonces el duque vio que se les acercaba medio corriendo, medio saltando, una joven morena, la cual se detuvo de pronto al verle.

-Esta es mi mujer -dijo Stein-; mi María.

-Que tiene -dijo el duque entusiasmado- la voz más maravillosa del mundo. Señora, yo he asistido a todos los teatros de Europa, pero jamás han llegado a mis oídos acentos que más hayan excitado mi admiración.

Si el cutis moreno, inalterable y terso de María, hubiera podido revestirse de otro colorido, la púrpura del orgullo y de la satisfacción se habría hecho patente en sus mejillas, al escuchar estos exaltados elogios en boca de tan eminente personaje y competente juez. El duque prosiguió:

-Entre los dos poseéis cuanto es necesario para hacerse camino en el mundo. ¿Y queréis permanecer enterrados en la oscuridad y el olvido? No puede ser; el no hacer participar a la sociedad de vuestras ventajas, repito que no puede ser ni será.

-¡Somos aquí tan felices, señor duque! -respondió Stein-, que cualquier mudanza que hiciera en mi situación me parecería una ingratitud a la suerte.

-Stein -exclamó el duque-, ¿dónde está el firme y tranquilo denuedo que admiraba yo en vos, cuando navegábamos juntos a bordo del Royal Sovereign? ¿Qué se ha hecho de aquel amor a la ciencia, de aquel deseo de consagrarse a la humanidad afligida? ¿Os habéis dejado enervar por la felicidad? ¿Será cierto que la felicidad hace a los hombres egoístas?

Stein bajó la cabeza.

-Señora -continuó el duque-, a vuestra edad, y con esas dotes, ¿podéis decidiros a quedaros para siempre apegada a vuestra roca, como esas ruinas?

María, cuyo corazón palpitaba impulsado por intensa alegría y por seductoras esperanzas, respondió, sin embargo, con aparente frialdad:

-¿Qué más da?

-¿Y tu padre? -le preguntó su marido en tono de reconvención.

-Está pescando -respondió ella, fingiendo no entender el verdadero sentido de la pregunta.

El duque entró en seguida en una larga explicación de todas las ventajas a que podría conducir aquella admirable habilidad, que le labraría un trono y un caudal.

María lo escuchaba con avidez, mientras el duque admiraba el juego de aquella fisonomía sucesivamente fría y entusiasmada, helada y enérgica.

Cuando el duque se despidió, María habló al oído a Stein y le dijo con la mayor precipitación:

-Nos iremos; nos iremos. ¡Y qué! ¿La suerte me llama y me brinda coronas, y yo me haría sorda? ¡No, no!

Stein siguió tristemente al duque.

Cuando entraron en el convento, la tía María preguntó a este, que trataba con mucha bondad a su enfermera, ¿qué tal le había parecido su querida María?

-¿No es verdad -preguntó- que Marisalada es una linda criatura?

-Ciertamente -respondió el duque-. Sus ojos son de aquellos que sólo puede mirar frente a frente un águila, según la expresión de un poeta.

-¿Y su gracia? -prosiguió la buena anciana-, ¿y su voz?

-En cuanto a su voz -dijo el duque-, es demasiado buena para perderse en estas soledades. Bastante tenéis vosotros con vuestros ruiseñores y jilgueros. Es preciso que marido y mujer se vengan conmigo.

Un rayo que hubiese caído a los pies de la tía María no la habría aterrado, como lo hicieron aquellas palabras.

-¿Y quieren ellos?-exclamó asustada.

-Es preciso que quieran -respondió el duque, entrando en su departamento.

La tía María quedó consternada y confusa por algunos momentos. En seguida fue a buscar al hermano Gabriel.

-¡Se van! -le dijo bañada en lágrimas.

-¡Gracias a Dios! -repuso el hermano-. Bastante han echado a perder las losas de mármol de la celda prioral. ¿Qué dirá su reverencia cuando vuelva?

-No me ha entendido usted -dijo la tía María, interrumpiéndole-. Quienes se van son don Federico y su mujer.

-¿Que se van? -dijo fray Gabriel-; ¡no puede ser!

-¿Será verdad? -preguntó la tía María a Stein, que venía buscándola.

-¡Ella lo quiere! -respondió él con semblante abatido.

-Eso es lo que dice siempre su padre -continuó la tía María-; y con esa respuesta, la habría dejado morir si no hubiera sido por nosotros. ¡Ah don Federico!, ¡está usted tan bien aquí! ¿Va usted a ser como el español que, estando bueno, quiso estar mejor?

-No espero ni creo hallarme mejor en ninguna parte del mundo, mi buena tía María -dijo Stein.

-Algún día -repuso ella- se ha de arrepentir usted.

¡Y el pobre tío Pedro! ¡Dios mío! ¿Por qué ha llegado acá el barullo del mundo?

Don Modesto entró en aquel instante. Hacía algún tiempo que había escaseado sus visitas, no porque el duque no le hubiese recibido perfectamente, ni porque dejase de ejercer sobre el veterano la misma irresistible atracción que ejercía en todos los que se le acercaban. Pero como era regular, don Modesto se había impuesto la regla de no presentarse ante el duque, general y ex ministro de la Guerra, sino de rigurosa ceremonia. Rosa Mística, empero, le había dicho que su uniforme no se hallaba capaz de un servicio activo, y esta era la causa de escasear sus visitas. Cuando la tía María le notificó que el duque pensaba emprender la marcha dentro de dos días, don Modesto se retiró inmediatamente. Había formado un proyecto, y necesitaba tiempo para realizarlo.

Cuando Marisalada comunicó a su padre la resolución que había tomado de seguir el consejo que le diera el duque, el dolor del pobre anciano habría partido un corazón de piedra. Este dolor era, sin embargo, silencioso. Oyó los magníficos proyectos de su hija, sin censurarlos ni aplaudirlos, y sus promesas de volver a la choza, sin exigirlas ni rechazarlas. Consideraba a su hija como el ave a su polluelo, cuando se esfuerza a salir del nido, al cual no ha de volver jamás. El buen padre lloraba hacia dentro, si es lícito decirlo así.

Al día siguiente, llegaron los caballos, los criados y las acémilas que el duque había mandado venir para su partida. Los gritos, los votos y los preparativos del viaje resonaban en todos los ángulos del convento. El hermano Gabriel tuvo que irse a trabajar en sus espuertas bajo la yedra, a cuya sombra estaban en otro tiempo las norias.

Morrongo se subió al tejado más alto, y se recostó al sol, echando una mirada de desprecio al tumulto que había en el patio; Palomo ladró, gruñó y protestó tan enérgicamente contra la invasión extranjera, que Manuel mandó a Momo que le encerrase.

-No hay duda -decía Momo- que mi abuela, que es la más aferrada curandera que hay debajo de la capa del cielo, tiene imán para atraer enfermos a esta casa. Ya va de tres con este, ¡sobre que en el cielo se ha de poner su mercé a curar a San Lázaro!

Llegó el día de la partida. El duque estaba ya preparado en su aposento. Habían llegado Stein y María, seguidos del pobre pescador, el cual no alzaba los ojos del suelo, doblado el cuerpo con el peso del dolor. Este dolor le había envejecido más que los años y todas las borrascas del mar. Al llegar, se sentó en los escalones de la cruz de mármol.

En cuanto a don Modesto, también había acudido, pero con la consternación pintada en el rostro. Sus cejas formaban dos arcos de una elevación prodigiosa. La diminuta mecha de sus cabellos se inclinaba desfallecida hacia un lado. De su pecho se exhalaban hondos suspiros.

-¿Qué tiene usted, mi comandante? -le preguntó la tía María.

-Tía María -le respondió-, hoy somos 15 de junio, día de mi santo, día tristemente memorable en los fastos de mi vida. ¡Oh San Modesto! ¿Es posible que me trates así el mismo día en que la Iglesia te reza?

-Pero ¿qué novedad hay? -volvió a preguntar la tía María, con inquietud.

-Vea usted -dijo el veterano, levantando el brazo y descubriendo un gran desgarrón en su uniforme, por el cual se divisaba el forro blanco, que parecía la dentadura que se asoma por detrás de una risa burlona. Don Modesto estaba identificado con su uniforme; con él habría perdido el último vestigio de su profesión.

-¡Qué desgracia! -exclamó tristemente la tía María.

-Una jaqueca le cuesta a Rosita -prosiguió don Modesto.

-Su excelencia suplica al señor comandante que se sirva pasar a su habitación -dijo entonces un criado.

Don Modesto se puso muy erguido; tomó en su mano un pliego cuidadosamente doblado y sellado, apretó lo más que pudo al cuerpo el brazo, bajo el cual se hallaba la desventurada rotura, y presentándose ante el magnate, le saludó respetuosamente, colocándose en la estricta posición de ordenanza.

-Deseo a vuestra excelencia -dijo- un felicísimo viaje, y que encuentre a mi señora la duquesa y a toda su familia en la más cumplida salud; y me tomo la libertad de suplicar a vuestra excelencia se sirva poner en manos del señor ministro de Guerra esta representación relativa al fuerte que tengo la honra de mandar. Vuestra excelencia ha podido convencerse por sí mismo de cuán urgentes son los reparos que el castillo de San Cristóbal necesita, especialmente hablándose de guerra con el emperador de Marruecos.

-Mi querido don Modesto -contestó el duque-, no me atrevo a responder del éxito de esa solicitud, más bien le aconsejaría que pusiera una cruz en las almenas del fuerte, como se pone sobre una sepultura. Pero en cambio, prometo a usted conseguir que se le faciliten algunas pagas atrasadas.

Esta agradable promesa no fue parte a borrar la triste impresión que había hecho en el comandante la especie de sentencia de muerte pronunciada por el duque sobre su fuerte.

-Entre tanto -continuó el duque-, suplico a usted que acepte como recuerdo de un amigo...

Y diciendo esto, indicó una silla inmediata.

¿Cuál no sería la sorpresa de aquel excelente hombre al ver expuesto sobre una silla un uniforme completo, nuevo, brillante, con unas charreteras dignas de adornar los hombros del primer capitán del siglo? Don Modesto, como era natural, quedó confuso, atónito, deslumbrado al ver tanto esplendor y tanta magnificencia.

-Espero -dijo el duque-, señor comandante, que viva usted bastantes años, para que le dure ese uniforme otro tanto, cuando menos, como su predecesor.

-¡Ah! señor excelentísimo -contestó don Modesto, recobrando poco a poco el uso de la palabra-; ¡esto es demasiado para mí!

-Nada de eso, nada de eso -respondió el duque-. ¡Cuántos hay que usan uniformes más lujosos que ese sin merecerlo tanto! Sé, además -continuó-, que tiene usted una amiga, una excelente patrona, y que no le pesaría llevarle un recuerdo. Hágame el favor de poner en sus manos esta fineza.

Era un rosario de filigrana de oro y coral.

En seguida, sin dar tiempo a don Modesto para volver en sí de su asombro, el duque se dirigió a la familia, a quien había mandado convocar, con el objeto de acreditarle su gratitud, y dejarles una memoria. El duque no hacía el bien con la indiferencia y dadivosidad desdeñosa, y tal vez ofensiva, con que lo hacen generalmente los ricos, sino que lo verificaba como lo practican los que no lo son, es decir, estudiando las necesidades y gustos de cada cual. Así es que todos los habitantes del convento recibieron lo que más falta les hacía o lo que más podía agradarles. Manuel, una capa y un buen reloj; Momo, un vestido completo, una faja de seda amarilla y una escopeta; las mujeres y los niños, telas para trajes y juguetes; Anís, un barrilete, o cometa de tan vastas dimensiones, que cubierto con él desaparecía su diminuta persona, como un ratón detrás del escudo de Aquiles. A la tía María, a la infatigable enfermera del ilustre huésped, a la diestra fabricante de caldos sustanciosos, señaló el duque una pensión vitalicia.

En cuanto al pobre fray Gabriel, se quedó sin nada. Hacía tan poco ruido en el mundo, y se había ocultado tanto a los ojos del duque, que este no le había echado de ver.

La tía María, sin que nadie la observase, cortó algunas varas de una de las piezas de crea, que el duque le había regalado, y dos pañuelos de algodón, y fue a buscar a su protegido.

-Aquí tiene usted, fray Gabriel -le dijo-, un regalito que le hace el señor duque. Yo me encargo de hacerle la camisa.

El pobrecillo se quedó todavía más aturdido que el comandante. Fray Gabriel era más que modesto: ¡era humilde!

Estando todo dispuesto para el viaje, el duque se presentó en el patio.

-Adiós, Romo, honra de Villamar -le dijo Marisalada-; si te vide, no me acuerdo.

-Adiós, Gaviota -respondió este-; si todos sintieran tu ida como el hijo de mi madre, se habían de echar las campanas al vuelo.

El tío Pedro se mantenía sentado en los escalones de mármol. La tía María estaba a su lado, llorando a lágrima viva.

-No parece -dijo Marisalada- sino que me voy a la China, y que ya no nos hemos de ver más en la vida. Cuando les digo a ustedes que he de volver. ¡Vaya, que esto parece un duelo de gitanos! ¡Si se han empeñado ustedes en aguarme el gusto de ir a la ciudad!

-Madre -decía Manuel, conmovido al presenciar el llanto de la buena mujer-, si llora usted ahora a jarrillas, ¿qué haría si me muriera yo?

-No lloraría, hijo de mi corazón -respondió la madre, sonriendo en medio de su llanto-. No tendría tiempo para llorar tu muerte.

Vinieron las caballerías. Stein se arrojó en los brazos de la tía María.

-No nos eche usted en olvido, don Federico -dijo sollozando la buena anciana-. ¡Vuelva usted!

-Si no vuelvo -respondió este-, será porque habré muerto.

El duque había dispuesto que Marisalada montase apresuradamente en la mula que se le había destinado, a fin de sustraerla a tan penosa despedida. El animal rompió al trote; siguiéronla los otros, y toda la comitiva desapareció muy en breve detrás del ángulo del convento.

El pobre padre tenía los brazos extendidos hacia su hija.

-¡No la veré más! -gritó sofocado, dejando caer el rostro en las gradas de la cruz.

Los viajeros proseguían apresurando el trote. Stein, al llegar al Calvario, desahogó la aflicción que le oprimía, dirigiendo una ferviente oración al Señor del Socorro, cuyo benigno influjo se esparcía en toda aquella comarca como la luz en torno del astro que la dispensa.

Rosa Mística estaba en su ventana cuando los viajeros atravesaron la plaza del pueblo.

-¡Dios me perdone! -exclamó al ver a Marisalada cabalgando al lado del duque-; ni siquiera me saluda, ni siquiera me mira. ¡Vaya si ha soplado ya en su corazón el demonio del orgullo! Apuesto -añadió, asomando la cabeza a la reja- que tampoco saluda al señor cura, que está en los porches de la iglesia. Sí, pero es porque ya le da ejemplo el duque. ¡Hola!, y se detiene para hablarle..., y le pone una bolsa en las manos, ¡que será para los pobres!... Es un señor muy bueno y muy dadivoso. Ha hecho mucho bien. ¡Dios se lo remunere!

Rosa Mística no sabía todavía la doble sorpresa que le aguardaba.

Al pasar Stein, la saludó tristemente con la mano.

-¡Vaya usted con Dios! -dijo Rosa, meneando un pañuelo-. ¡Más buen hombre! Ayer al despedirse de mí lloraba como un niño. ¡Qué lástima que no se quede en el lugar! Y se quedaría, si no fuera por esa loca de Gaviota, como le dice muy bien Momo.

La comitiva había llegado a una colina, y empezó a bajarla. Las casas de Villamar desaparecieron muy en breve a los ojos de Stein, quien no podía arrancarse de un sitio en que había vivido tan tranquilo y feliz.

El duque, entre tanto, se tomaba el inútil trabajo de consolar a María, pintándole lisonjeros proyectos para el porvenir. ¡Stein no tenía ojos sino para contemplar las escenas de que se alejaba!

La cruz del Calvario y la capilla del Señor del Socorro desaparecieron a su vez. Después, la gran masa del convento pareció poco a poco hundirse en la tierra. Al fin, de todo aquel tranquilo rincón del mundo, no percibió más que las ruinas del fuerte, dibujando sus masas sombrías en el fondo azul del firmamento, y la torre, que, según la expresión de un poeta, como un dedo, señalaba el cielo con muda elocuencia.

Por último, toda aquella perspectiva se desvaneció. Stein ocultó sus lágrimas, cubriéndose con las manos el rostro.


Fin de la primera parte