La gaviota (Caballero)/Parte primera/Capítulo XII

Capítulo XII

Convencida la tía María de que ningún apoyo ni ayuda alguna tenía que aguardar del hombre de influencia, al cual había querido asociarse en su empresa matrimonial, se determinó a llevarla a cabo por sí y ante sí, segura de vencer las objeciones de María y las que pudiese poner don Federico, como Sansón a los filisteos. Nada le arredraba, ni el despego de María, ni la inmovilidad de Stein; porque el amor es perseverante como una hermana de la caridad y arrojado como un héroe; y el amor era el gran móvil de todo lo que hacía aquella buenísima mujer. Así fue que sin más ni mas, le dijo un día a Stein:

-¿Sabe usted, don Federico, que días atrás estuvo aquí Marisalada, y nos dijo muy clarito, y con esa gracia que Dios le ha dado, que no venía aquí sino por usted? ¿Qué le parece a usted la franqueza?

-Que a ser cierto, sería una ingratitud y que mi ruiseñor no es capaz de ella; habrá sido una broma.

-Ello es, don Federico, que barbas mayores quitan menores y el primer lugar compete a quien compete. ¿Tan mal le sabrá a usted que le quieran, señor mío?

-No por cierto, que estamos de acuerdo en aquel axioma que usted tanto repite, amor no dice basta. Pero... tía María, en querer siempre he sido mejor donador, que no recaudador.

-Eso no habla conmigo -exclamó con viveza la buena mujer.

-No por cierto, mi querida tía María -respondió Stein tomando y estrechando entre las suyas la mano de la anciana-. En sentimientos, estamos en cuenta corriente y pagada; pero en pruebas he quedado muy atrás; ¡ojalá pudiese dar a usted alguna de mi cariño y de mi gratitud!

-Pues fácil es, don Federico, y voy a pedírsela a usted.

-Desde luego, mi querida tía María, ¿y cuál es esa prueba? Decidlo pronto.

-Que se quede con nosotros, y para eso, que se case usted, don Federico; de esta suerte se nos quitaría el continuo sobresalto en que vivimos, de que se nos quiera usted ir a su país, porque, como dice el refrán: ¿Cuál es tu tierra? La de mi mujer.

Stein se sonrió.

-¿Que me case? -dijo-; pero ¿con quién, mi buena tía María?

-¿Con quién?, ¿con quién había de ser?, con su ruiseñor; así tendrá usted eterna primavera en el corazón. ¡Es tan guapa, tan sandunguera, está tan amoldada a sus mañas de usted, que ni ella puede vivir sin usted ni usted sin ella! ¡Si se están ustedes queriendo como dos tortolillos!, que eso salta a la cara.

-Soy viejo para ella, tía María -respondió Stein suspirando y sonrojándose al darse cuenta de que en cuanto a él, llevaba razón la buena mujer-; soy viejo -repitió-, para una niña de dieciséis años y mi corazón es un inválido a quien deseo hacer la vida dulce y tranquila y no exponerlo a nuevas heridas.

-¡Viejo! -exclamó la tía María-, ¡qué disparate! ¡Pues si apenas tiene usted treinta años! Vamos, que eso es una razón de pie de banco, don Federico.

-¿Qué más desearía yo -replicó Stein- que disfrutar con una inocente joven de la dulce y santa felicidad doméstica, que es la verdadera, la perfecta, la sólida que puede disfrutar el hombre y que Dios bendice, porque es la que nos ha trazado? Pero tía María, ella no me puede querer a mí.

-¡Esta es otra que mejor baila! Delicadita de gusto había de ser, a fe mía, la que a usted le hiciese fo, don Federico. ¡Jesús!, no diga usted lo contrario, que parece burla. Pues si la mujer que usted quiera, ha de ser la más feliz del mundo entero. -¿Lo cree usted así, mi buena tía María?

-Como me he de salvar, don Federico; y la que no lo fuese, era preciso asparla viva.

A la mañana siguiente, cuando llegó Marisalada, al entrar en el patio, se dio de frente con Momo, que sentado sobre una piedra de molino, almorzaba pan y sardinas.

-¿Ya estás ahí, Gaviota? -este fue el suave recibimiento que le hizo Momo-; ¡sobre que un día te hemos de hallar en la olla del potaje! ¿No tienes nada que hacer en tu casa?

-Todo lo dejo yo -respondió María- por venir a ver esa cara tuya, que me tiene hechizada, y esas orejas que te envidia Golondrina. Oyes, ¿sabes por qué tenéis vosotros las orejas tan largas? Cuando padre Adán se halló en el paraíso con tanto animal, les dio a cada cual su nombre; a los de tu especie los nombró borricos. Unos días después, los juntó y les fue preguntando a cada cual su nombre; todos respondieron, menos los de tu casta, que ni su nombre sabían. Diole tal rabia a padre Adán, que cogiendo al desmemoriado por las orejas, se puso a gritar a la par que tiraba desaforadamente de ellas; te llamas borriicooo.

Diciendo y haciendo, había cogido María las orejas a Momo, ya se las tiraba de manera de arrancárselas.

Fue la suerte de María, que al primer berrido que dio Momo, con toda la fuerza de sus anchos pulmones, se le atravesó un bocado de pan y sardina, lo que le ocasionó tal golpe de tos, que ella, ligera como buena gaviota, pudo escaparse del buitre.

-Buenos días, mi ruiseñor -dijo Stein, que al oírla había salido al patio.

-Por vía del ruiseñor, ¡ehe, ehe, ehe, ehe! -gruñía y tosía Momo-, ¡ruiseñor y es la chicharra más cansada que ha criado el estío!, ¡ehe, ehe, ehe, ehe!

-Ven, María -prosiguió Stein-, ven a escribir y a leer los versos que traduje ayer. ¿No te gustaron?

-No me acuerdo de ellos -respondió María-; ¿eran aquellos del país donde florecen los naranjos? Esos no pegan aquí, donde se han secado por no bastar a su riego las lágrimas de fray Gabriel. Déjese usted de versos, don Federico, y tóqueme usted el Nocturno de Weber cuyas palabras son: «¡Escucha, escucha, amada mía! ¡Se oye el canto del ruiseñor; en cada rama, florece una flor; antes que aquel calle y estas se ajen, escucha, escucha, amada mía!»

-¡Los terminachos que ha aprendido esa Gaviota! -murmuraba Momo-, y que le sientan como confites a un ajo molinero.

-Después que leas, tocaré la serenata de Carl de Weber -dijo Stein, que sólo a favor de esta recompensa podía obligar a María a aprender lo que quería enseñarle. María tomó con mal gesto el papel que le presentaba Stein, y leyó corrientemente, aunque de mala gana:


AL RETIRO


Traducido del poeta alemán Salis

En la suave sombra del retiro hallé la paz, la paz que a un mismo tiempo nos ablanda y fortalece, y que mira tranquila los golpes de la suerte como el santo mira los sepulcros.

¡Dulce olvido de la marcha del tiempo, suave alejamiento de los hombres, que llevas a amarlos más que su trato!, tú sacas blandamente de la herida el dardo que en el alma clavó la injusticia.

Aquel que tolera y aprecia, aquel que exige mucho de sí mismo y poco de los demás, para este brotan las más suaves hojas del olivo, con las que coronará la moderación su frente.

En cuanto a mí, corono a mis Penates con loto, y los cuidados por el porvenir no se acercan a mis umbrales, pues el hombre cuerdo concreta su felicidad a un estrecho círculo.

-María -dijo Stein cuando esta hubo acabado la lectura-, tú, que no conoces al mundo, no puedes graduar cuánta y qué profunda verdad hay en estos versos y cuánta filosofía. ¿Te acuerdas que te expliqué lo que era filosofía?

-Sí, señor -respondió María-, la ciencia de ser feliz. Pero en eso, señor, no hay reglas ni ciencia que valga; cada cual entiende el modo de serlo a su manera. Don Modesto, en que le pongan cañones a su fuerte, tan ruinoso como él. Fray Gabriel, en que le vuelvan su convento, su prior y sus campanas; tía María, en que usted no se vaya; mi padre en coger una corbina, y Momo, en hacer todo el mal que pueda.

Stein se echó a reír, y poniendo cariñosamente su mano sobre el hombro de María:

-¿Y tú -le dijo- en qué la haces consistir?

María vaciló un momento sobre lo que había de contestar, levantó sus grandes ojos, miró a Stein, los volvió a bajar, miró de soslayo a Momo, se sonrió en sus adentros al verle las orejas más coloradas que un tomate y contestó al fin.

-¿Y usted, don Federico, en qué la haría consistir?, ¿en irse a su tierra?

-No -respondió Stein.

-¿Pues en qué? -prosiguió preguntando María.

-Yo te lo diré, ruiseñor mío -respondió Stein-; pero antes dime tú en qué harías consistir la tuya.

-En oír siempre tocar a usted -respondió María con sinceridad.

En este momento, salió la tía María de la cocina con la buena intención de meter el palo en candela; sucediéndole lo que a muchos, que por un exceso de celo entorpecen las mismas cosas que desean.

-¿No ve usted, don Federico -le dijo-, qué guapa moza está Marisalada y qué corpachón ha echado?

Momo, al oír a su abuela, murmuró guillotinando una sardina:

-¡Idéntica a la caña de pescar de su padre!, con unas piernas y brazos que le dan el garbo de un cigarrón, tan alta y tan seca, que haría buena tranca para mi puerta, ¡jui!

-Anda, desaborido, rechoncho, que pareces una col sin troncho -repuso la Gaviota a media voz.

-Sí, sí -respondió Stein a la tía María-; es bella, sus ojos son el tipo de los tan nombrados de los árabes.

-Parecen dos erizos y cada mirada una púa -gruñó Momo.

-¿Y esta boca tan hermosa que canta como un serafín? -prosiguió la tía María, tomando la cara a su protegida.

-¡Vea usted! -dijo Momo-, una boca como una espuerta, que echa fuera sapos y culebras.

-¿Y tu jeta? -dijo María con una rabia, que esta vez no pudo contener-, ¿y tu jeta espantosa, que no ha llegado de oreja a oreja, porque tu cara es tan ancha que se cansó a medio camino?

Momo, en respuesta, cantó en tres tonos diferentes.

-¡Gaviota! ¡Gaviota! ¡Gaviota!

-¡Romo! ¡Romo! ¡Romo!, chato, nariz de rabadilla de pato -cantó María con su magnífica voz.

-¿Es posible, Mariquita -le dijo Stein-, que hagas caso de lo que dice Momo sólo por molerte? Son sus bromas tontas y groseras, pero sin malicia.

-Alguna de la que a él le sobra, le hace falta a usted, don Federico -respondió María-. Y para que usted lo sepa, no me da la gana de aguantar a ese zopenco, más rudo que un canto, más bronco que un escambrón y más áspero que un cuero sin curtir. Así, me voy.

Diciendo esto, se salió la Gaviota y Stein la siguió.

-Eres un desvergonzado -dijo la tía María a su nieto-; tienes más hiel en tu corazón, que buena sangre en tus venas: ¡a las faldas se las respeta, ganso! Pero en todo el lugar hay otro más díscolo ni más desamoretado que tú.

-¡Como está usted hecha a la finura de esa pilla de playa -respondió Momo-, que me ha puesto las orejas como usted las ve, le parecen a usted los demás bastos! El demonio que acierte de qué hechizo se ha valido esa agua-mala para cortarle a usted y a don Federico el ombligo. ¡Mire usted una gaviota leía y escribía!... ¿Quién ha visto eso? Así es que esa gran jaragana, que no se cuida de otra cosa en todo el día, sino de hacer gorgoritos como el agua al fuego, ni le guisa la comida a su padre, que tiene que guisársela él mismo, ni le cuida la ropa; de manera que tiene usted que cuidársela. Pero su padre, don Federico, y usted no saben dónde ponerla, y querían que Su Santidad la santificara. ¡Ella dará el pago!, ¡ella dará el pago!, y si no, ¡al tiempo! Cría cuervos...

Stein había alcanzado a Marisalada y le decía:

-¿De qué sirve, Mariquita, cuanto he procurado ilustrar tu entendimiento, si no has llegado siquiera a adquirir la poca superioridad necesaria para sobreponerte a necedades sin valor ni importancia?

-Oiga usted, don Federico -contestó María-, yo entiendo que la superioridad me ha de valer para que por ella me tengan en más, y no en menos.

-Válgame Dios, María, ¿es posible que así trueques los frenos? La superioridad enseña cabalmente a no engreírse con lauros y a no rebelarse contra injusticias. Pero esas son -añadió riéndose- cosas de tu edad casi infantil y de tu efervescente sangre meridional. Tú habrás aprendido, cuando tengas canas como yo, el poco valor de esas cosas. ¿Has notado que tengo canas, María?

-Sí -respondió esta.

-Pues mira, bien joven soy; pero el sufrir madura pronto la cabeza. Mi corazón ha quedado joven, María; y te ofrecería flores de primavera si no temiese te asustasen las tristes señales de invierno que ciñen mi frente.

-Verdad es -respondió María (que no pudo contener su natural impulso)- que un novio con canas, no pega.

-¡Bien lo pensé así! -dijo Stein con tristeza-; mi corazón es leal y la tía María se engañó cuando al asegurarme posible la felicidad, hizo nacer en él esperanzas, como nace la flor del aire, sin raíces y sólo al soplo de la brisa.

María, que echó de ver que había rechazado con su aspereza a un alma demasiado delicada para insistir y a un hombre bastante modesto para persuadirse de que aquella sola objeción bastaba para anular sus demás ventajas, dijo precipitadamente:

-Si un novio con canas no pega, un marido con canas no asusta.

Stein quedó sumamente sorprendido de esta brusca salida, y aún más, de la decisión e impasibilidad con que se hacía. Luego, se sonrió y la dijo:

-¿Te casarías, pues, conmigo, bella hija de la naturaleza?

-¿Por qué no? -respondió la Gaviota.

-María -dijo conmovido Stein-, la que admite a un hombre para marido y se aviene a unirse a él para toda la vida, o mejor dicho, a hacer de dos vidas una, como en una antorcha dos pábilos forman una misma llama, le favorece más, que la que le acoge por amante.

-¿Y para qué sirven -dijo María con mezcla de inocencia y de indiferencia- los peladeros de pava en la reja?, ¿a qué sirven los guitarreos, si tocan y cantan mal, sino para ahuyentar los gatos?

Habían llegado a la playa y Stein suplicó a María se sentase a su lado, sobre unas rocas. Callaron largo rato: Stein estaba profundamente conmovido; María, aburrida, había tomado una varita y dibujaba con ella figuras en la arena.

-¡Cómo habla la naturaleza al corazón del hombre! -dijo al fin Stein-; ¡qué simpatía une a todo lo que Dios ha creado! Una vida pura es como un día sereno; una vida de pasiones desenfrenadas es como un día de tormenta. Mira esas nubes, que llegan lentas y oscuras, a interponerse entre el sol y la tierra: son como el deber, que se interpone entre el corazón y un amor ilícito, dejando caer sobre el primero sus frías pero claras y puras emanaciones. ¡Dichoso el terreno sobre el que no resbalan! Pero nuestra felicidad será inalterable como el cielo de mayo, porque tú me querrás siempre, ¿no es verdad, María?

María, en cuya alma tosca y áspera no experimentaba la poesía ni hacia los sentimientos ascéticos de Stein, no tenía ganas de responder; pero como tampoco podía dejar de hacerlo, escribió en la arena con la varita, con que distraía su ocio, la palabra «¡Siempre!»

Stein tomó el fastidio por modestia y prosiguió conmovido:

-Mira la mar: ¿oyes cómo murmuran sus olas con una voz tan llena de encanto y de terror? Parecen murmurar graves secretos en una lengua desconocida. Las olas son, María, aquellas sirenas seductoras y terribles, en cuya creación fantástica las personificó la florida imaginación de los griegos: seres bellos y sin corazón, tan seductores como terribles, que atraían al hombre con tan dulces voces para perderle. Pero tú, María, no atraes con tu dulce voz, para pagar con ingratitud; no: tú serás la sirena en la atracción, pero no en la perfidia. ¿No es verdad, María, que nunca serás ingrata?

«¡Nunca!», escribió María en la arena; y las olas se divertían en borrar las palabras que escribía María, como para parodiar el poder de los días, olas del tiempo, que van borrando en el corazón, cual ellas en la arena, lo que se asegura tener grabado en él para siempre.

-¿Por qué no me respondes con tu dulce voz? -dijo Stein a María.

-¿Qué quiere usted, don Federico? -contestó esta-. Se me anuda la garganta para decirle a un hombre que lo quiero. Soy seca y descastada, como dice la tía María, que no por eso deja de quererme; cada uno es como Dios lo ha hecho. Soy como mi padre; palabras, pocas.

-Pues si eres como tu padre, nada más deseo, porque el buen tío Pedro -diré mi padre, María- tiene el corazón más amante que abrigó pecho humano. Corazones como el suyo sólo laten en los diáfanos pechos de los ángeles y en los de los hombres selectos.

«¡Selecto mi padre! -dijo para sí María, pudiendo apenas contener una sonrisa burlona-. ¡Anda con Dios!, más vale que así le parezca.»

-Mira, María -dijo Stein acercándose a ella-; ofrezcamos a Dios nuestro amor puro y santo; prometámosle hacerlo grato con la fidelidad en el cumplimiento de todos los deberes que impone, cuando está consagrado en sus aras; y deja que te abrace como a mi mujer y a mi compañera.

-¡Eso no! -dijo María dando un rápido salto atrás y arrugando el entrecejo-, ¡a mí no me toca nadie!

-Bien está, mi bella esquiva -repuso Stein con dulzura-; respeto todas las delicadezas y me someto a todas tus voluntades. ¿No es acaso, como dice uno de vuestros antiguos y divinos poetas, la mayor de las felicidades la de obedecer amando?