La gaviota (Caballero)/Parte primera/Capítulo IX

Capítulo IX

Un mes después de las escenas que acabamos de referir, Marisalada se hallaba con notable alivio y no demostraba el menor deseo de volverse con su padre.

Stein estaba completamente restablecido. Su índole benévola, sus modestas inclinaciones, sus naturales simpatías le apegaban cada día más al pacífico círculo de gentes buenas, sencillas y generosas en que vivía. Disipábase gradualmente su amargo desaliento y su alma revivía y se reconciliaba cordialmente con la existencia y con los hombres.

Una tarde, apoyado en el ángulo del convento que hacía frente al mar, observaba el grandioso espectáculo de uno de los temporales que suelen inaugurar el invierno. Una triple capa de nubes pasaba por cima de él, rápidamente impelida por el vendaval. Las más bajas, negras y pesadas parecían la vetusta cúpula de una ruinosa catedral que amenazase desplomarse. Cuando caían al suelo desgajándose en agua, veíase la segunda capa, menos sombría y más ligera, que era la que desafiaba en rapidez al viento que la desgarraba, descubriéndose por sus aberturas otras nubes más altas y más blancas que corrían aún más deprisa, como si temiesen mancillar su albo ropaje al rozarse con las otras. Daban paso estos intersticios a unas súbitas ráfagas de claridad, que unas veces caían sobre las olas y otras sobre el campo, desapareciendo en breve, reemplazadas por la sombra de otras mustias nubes, cuyas alternativas de luz y de sombra daban extraordinaria animación al paisaje. Todo ser viviente había buscado un refugio contra el furor de los elementos y no se oía sino el lúgubre dúo del mugir de las olas y del bramido del huracán. Las plantas de la dehesa doblaban sus ásperas cimas a la violencia del viento, que después de azotarlas, iba a perderse a lo lejos con sordas amenazas. La mar agitada formaba esas enormes olas, que gradualmente, se «hinchan, vacilan y revientan mugientes y espumosas», según la expresión de Goethe, cuando las compara en su Torcuato Tasso con la ira en el pecho del hombre. La reventazón rompía con tal furor en las rocas del fuerte de San Cristóbal, que salpicaba de copos de blanca espuma las hojas secas y amarillentas de las higueras, árbol del estío, que no se place sino a los rayos de un sol ardiente, y cuyas hojas, a pesar de su tosco exterior, no resisten al primer golpe frío que las hiere.

-¿Es usted un aljibe, don Federico, para querer recoger toda el agua que cae del cielo? -preguntó a Stein el pastor José-; colemos adentro, que los tejados se hicieron para estas noches. Algo darían mis pobres ovejas por el amparo de unas tejas.

Entraron ambos, en efecto, hallando a la familia de Alerza reunida a la lumbre.

A la izquierda de la chimenea, Dolores, sentada en una silla baja, sostenía en el brazo al niño depecho, el cual, vuelto de espaldas a su madre, se apoyaba en el brazo que le rodeaba y sostenía, como en el barandal de un balcón, moviendo sin cesar sus piernecitas y sus bracitos desnudos, con risas y chillidos de alegría, dirigidos a su hermano Anís; este, muy gravemente sentado en el borde de una maceta vacía, frente al fuego, se mantenía tieso e inmóvil, temeroso de que su parte posterior perdiese el equilibrio y se hundiese en el tiesto, percance que su madre le había vaticinado.

La tía María estaba hilando al lado derecho de la chimenea; sus dos nietecitas, sentadas sobre troncos de pita secos, que son excelentes asientos, ligeros, sólidos y seguros. Casi debajo de la campana de la chimenea, dormían el fornido Palomo y el grave Morrongo, tolerándose por necesidad, pero manteniéndose ambos recíprocamente a respetuosa distancia.

En medio de la habitación había una mesa pequeña y baja, en la que ardía un velón de cuatro mecheros; junto a la mesa estaban sentados el hermano Gabriel, haciendo sus espuertas de palma; Momo, que remendaba el aparejo de la buena Golondrina, y Manuel, que picaba tabaco. Hervía al fuego un perol lleno de batatas de Málaga, vino blanco, miel, canela y clavos; y la familia menuda aguardaba con impaciencia que la perfumada compota acabase de cocer.

-¡Adelante, adelante! -gritó la tía María al ver llegar a su huésped y al pastor-; ¿qué hacen ustedes ahí fuera, con un temporal como este, que parece se quiere tragar el mundo? Don Federico, aquí, aquí; junto al fuego, que está convidando. Sepa usted que la enferma ha cenado como una princesa y ahora está durmiendo como una reina. Va como la espuma su cura, ¿no es verdad, don Federico?

-Su mejoría sobrepuja mis esperanzas.

-Mis caldos -opinó con orgullo la tía María

-Y la leche de burra -añadió por lo bajo fray Gabriel.

-No hay duda -repuso Stein-, y debe seguir tomándola.

-No me opongo -dijo- la tía María-, porque la tal leche de burra es como el redaño; si no hace bien, no hace daño.

-¡Ah!, ¡qué bien se está aquí! -dijo Stein acariciando a los niños-; ¡si se pudiese vivir pensando sólo en el día de hoy, sin acordarse del de mañana!...

-Sí, sí, don Federico -exclamó alegremente Manuel-, «media vida es la candela; pan y vino, la otra media».

-¿Y qué necesidad tiene usted de pensar en ese mañana? -repuso la tía María-. ¿Es regular que el día de mañana nos amargue el de hoy? De lo que tenemos que cuidar es del hoy, para que no nos amargue el de mañana.

-El hombre es un viajero -dijo Stein- y tiene que mirar al camino.

-Cierto -dijo la tía María- que el hombre es un viajero; pero si llega a un lugar donde se encuentra bien, debe decir como Elías o como San Pedro, que no estoy cierta: «bien estamos aquí: armemos las tiendas».

-Si va usted a echarnos a perder la noche -dijo Dolores- con hablar de viaje, creeremos que le hemos ofendido o que no está aquí a gusto.

-¿Quién habla de viajes en mitad de diciembre? -preguntó Manuel-. ¿No ve usted, santo señor, los humos que tiene la mar? Escuche usted las seguidillas que está cantando el viento. Embárquese usted con este tiempo, como se embarcó en la guerra de Navarra, y saldrá con las manos en la cabeza, como salió entonces.

-Además -añadió la tía María-, que todavía no está enteramente curada la enferma.

-Madre -dijo Dolores, sitiada por los niños-, si no llama usted a esas criaturas, no se cocerán las batatas de aquí al día del juicio.

La abuela arrimó la rueca a un rincón y llamó a sus nietos.

-No vamos -respondieron a una voz- si no nos cuenta usted un cuento.

-Vamos, lo contaré -dijo la buena anciana.

Entonces los muchachos se le acercaron; Anís recobró su posición en el tiesto y ella tomó la palabra en los términos siguientes:


Medio-pollito

editar

Cuento


-Érase vez y vez una hermosa gallina, que vivía muy holgadamente en un cortijo, rodeada de su numerosa familia, entre la cual se distinguía un pollo deforme y estropeado. Pues este era justamente el que la madre quería más; que así hacen siempre las madres. El tal aborto había nacido de un huevo muy rechiquetetillo. No era más que un pollo a medias; y no parecía sino que la espada de Salomón había ejecutado en él la sentencia que en cierta ocasión pronunció aquel rey tan sabio. No tenía más que un ojo, un ala y una pata, y con todo eso, tenía más humos que su padre, el cual era el gallo más gallardo, más valiente y más galán que había en todos los corrales de veinte leguas a la redonda. Creíase el polluelo el fénix de su casa. Si los demás pollos se burlaban de él, pensaba que era por envidia; y si lo hacían las pollas, decía que era de rabia, por el poco caso que de ellas hacía.

Un día le dijo a su madre: «Oiga usted, madre. El campo me fastidia. Me he propuesto ir a la corte; quiero ver al rey y a la reina.»

La pobre madre se echó a temblar al oír aquellas palabras.

«Hijo -exclamó-, ¿quién te ha metido en la cabeza semejante desatino? Tu padre no salió jamás de su tierra, y ha sido la honra de su casta. ¿Dónde encontrarás un corral como el que tienes? ¿Dónde un montón de estiércol más soberbio? ¿Un alimento más sano y abundante, un gallinero tan abrigado cerca del andén, una familia que más te quiera?»

«Nego -dijo Medio-pollito en latín, pues la echaba de leído y escribido-, mis hermanos y mis primos son unos ignorantes y unos palurdos.»

«Pero hijo mío -repuso la madre-, ¿no te has mirado al espejo? ¿No te ves con una pata y con un ojo de menos?»

«Ya que me sale usted por ese registro -replicó Medio-pollito-, diré que debía usted caerse muerta de vergüenza al verme en este estado. Usted tiene la culpa, y nadie más. ¿De qué huevo he salido yo al mundo? ¿A que fue del de un gallo viejo?»

«No, hijo mío -dijo la madre-; de esos huevos no salen más que basiliscos. Naciste del último huevo que yo puse; y saliste débil e imperfecto, porque aquel era el último de la overa. No ha sido, por cierto, culpa mía.»

«Puede ser -dijo Medio-pollito con la cresta encendida como la grama-, puede ser que encuentre un cirujano diestro que me ponga los miembros que me faltan. Conque, no hay remedio; me marcho.»

-Cuando la pobre madre vio que no había forma de disuadirle de su intento, le dijo:

«Escucha a lo menos, hijo mío, los consejos prudentes de una buena madre. Procura no pasar por las iglesias donde está la imagen de San Pedro: el santo no es muy aficionado a gallos, y mucho menos a su canto. Huye también de ciertos hombres que hay en el mundo, llamados cocineros, los cuales son enemigos mortales nuestros y nos tuercen el cuello en un santiamén. Y ahora, hijo mío, Dios te guíe y San Rafael Bendito, que es abogado de los caminantes. Anda y pídele a tu padre su bendición.»

-Medio-pollito se acercó al respetable autor de sus días, bajó la cabeza para besarle la pata y le pidió la bendición. El venerable pollo se la dio con más dignidad que ternura, porque no le quería, en vista de su carácter díscolo. La madre se enterneció, en términos de tener que enjugarse las lágrimas con una hoja seca.

Medio-pollito tomó el portante, batió el ala, y cantó tres veces, en señal de despedida. Al llegar a las orillas de un arroyo casi seco, porque era verano, se encontró con que el escaso hilo de agua se hallaba detenido por unas ramas. El arroyo al ver al caminante, le dijo:

«Ya ves, amigo, qué débil estoy: apenas puedo dar un paso ni tengo fuerzas bastantes para empujar esas ramillas incómodas que embarazan mi senda. Tampoco puedo dar un rodeo para evitarlas, porque me fatigaría demasiado. Tú puedes fácilmente sacarme de este apuro, apartándolas con tu pico. En cambio, no sólo puedes apaciguar tu sed en mi corriente, sino contar con mis servicios cuando el agua del cielo haya restablecido mis fuerzas.»

-El pollito le respondió:

«Puedo, pero no quiero. ¿Acaso tengo yo cara de criado de arroyos pobres y sucios?»

«¡Ya te acordarás de mí cuando menos lo pienses!», murmuró con voz debilitada el arroyo.

«¡Pues no faltaba más que la echaras de buche! -dijo Medio-pollito con socarronería-. No parece sino que te has sacado un terno a la lotería, o que cuentas de seguro con las aguas del diluvio.»

-Un poco más lejos encontró al viento, que estaba tendido y casi exánime en el suelo:

«Querido Medio-pollito -le dijo-, en este mundo todos tenemos necesidad unos de otros. Acércate y mírame. ¿Ves cómo me ha puesto el calor del estío; a mí, tan fuerte, tan poderoso; a mí, que levanto las olas, que arraso los campos, que no hallo resistencia a mi empuje? Este día de canícula me ha matado; me dormí embriagado con la fragancia de las flores con que jugaba, y aquí me tienes desfallecido. Si tú quisieras levantarme dos dedos del suelo con el pico y abanicarme con tu ala, con esto tendría bastante para tomar vuelo y dirigirme a mi caverna, donde mi madre y mis hermanas, las tormentas, se emplean en remendar unas nubes viejas que yo desgarré. Allí me darán unas sopitas y cobraré nuevos bríos.»

«Caballero -respondió el malvado pollito-: hartas veces se ha divertido usted conmigo, empujándome por detrás y abriéndome la cola, a guisa de abanico, para que se mofaran de mí todos los que me veían. No, amigo; a cada puerco le llega su San Martín; y a más ver, señor farsante.»

-Esto dijo, cantó tres veces con voz clara, y pavoneándose muy hueco, siguió su camino.

En medio de un campo segado, al que habían pegado fuego los labradores, se alzaba una columnita de humo. Medio-pollito se acercó y vio una chispa diminuta, que se iba apagando por instantes entre las cenizas.

«Amado Medio-pollito -le dijo la chispa al verle-: a buena hora vienes para salvarme la vida. Por falta de alimento estoy en el último trance. No sé dónde se ha metido mi primo el viento, que es quien siempre me socorre en estos lances. Tráeme unas pajitas para reanimarme.»

«¿Qué tengo yo que ver con la jura del rey? -le contestó el pollito-. Revienta si te da gana, que maldita la falta que me haces.»

«¿Quién sabe si te haré falta algún día? -repuso la chispa-. Nadie puede decir de este agua no beberé.»

«¡Hola! -dijo el perverso animal-. ¿Con que todavía echas plantas? Pues tómate esa.»

-Y diciendo esto, le cubrió de cenizas; tras lo cual, se puso a cantar, según su costumbre, como si hubiera hecho una gran hazaña.

«Medio-pollito llegó a la capital; pasó por delante de una iglesia, que le dijeron era la de San Pedro; se puso enfrente de la puerta y allí se desgañitó cantando, no más que por hacer rabiar al santo y tener el gusto de desobedecer a su madre.

»Al acercarse a palacio, donde quiso entrar para ver al rey y a la reina, los centinelas le gritaron: «¡Atrás!» Entonces dio la vuelta y penetró por una puerta trasera en una pieza muy grande, donde vio entrar y salir mucha gente. Preguntó quiénes eran y supo que eran los cocineros de su majestad. En lugar de huir, como se lo había prevenido su madre, entró muy erguido de cresta y cola; pero uno de los galopines le echó el guante y le torció el pescuezo en un abrir y cerrar de ojos.

«Vamos -dijo-, venga agua para desplumar a este penitente.»

«¡Agua, mi querida doña Cristalina! -dijo el pollito-, hazme el favor de no escaldarme. ¡Ten piedad de mí!»

«¿La tuviste tú de mí, cuando te pedí socorro, mal engendro?», le respondió el agua, hirviendo de cólera; y le inundó de arriba abajo, mientras los galopines le dejaban sin una pluma para un remedio.

Paca, que estaba arrodillada junto a su abuela, se puso colorada y muy triste.

-El cocinero entonces -continuó la tía María-, agarró a Medio-pollito y le puso en el asador.

«¡Fuego, brillante fuego! -gritó el infeliz-, tú, que eres tan poderoso y tan resplandeciente, duélete de mi situación; reprime tu ardor, apaga tus llamas, no me quemes.»

«¡Bribonazo! -respondió el fuego-; ¿cómo tienes valor para acudir a mí, después de haberme ahogado, bajo el pretexto de no necesitar nunca de mis auxilios? Acércate y verás lo que es bueno.»

-Y en efecto, no se contentó con dorarle, sino que le abrasó hasta ponerle como un carbón.

Al oír esto, los ojos de Paca se llenaron de lágrimas.

-Cuando el cocinero le vio en tal estado -continuó la abuela-, le agarró por la pata y le tiró por la ventana. Entonces el viento se apoderó de él.

«Viento -gritó Medio-pollito-, mi querido, mi venerable viento, tú, que reinas sobre todo y a nadie obedeces, poderoso entre los poderosos, ten compasión de mí, déjame tranquilo en ese montón de estiércol.»

«¡Dejarte! -rugió el viento arrebatándole en un torbellino y volteándole en el aire como un trompo-; no en mis días.»

Las lágrimas que se asomaron a los ojos de Paca, corrían ya por sus mejillas.

-El viento -siguió la abuela- depositó a Medio-pollito en lo alto de un campanario. San Pedro extendió la mano y lo clavó allí de firme. Desde entonces ocupa aquel puesto, negro, flaco y desplumado, azotado por la lluvia y empujado por el viento, del que guarda siempre la cola. Ya no se llama Medio-pollito, sino veleta; pero sépanse ustedes que allí está pagando sus culpas y pecados; su desobediencia, su orgullo y su maldad.

-Madre abuela -dijo Pepa-, vea usted a Paca que está llorando por Medio-pollito. ¿No es verdad que todo lo que usted nos ha contado no es mas que un cuento?

-Por supuesto -saltó Momo- que nada de esto es verdad; pero aunque lo fuera, ¿no es una tontería llorar por un bribón que llevó el castigo merecido?

-Cuando yo estuve en Cádiz hace treinta años -contestó la tía María-, vi una cosa que se me ha quedado bien impresa. Voy a referírtela, Momo, y quiera Dios que no se te borre de la memoria, como no se ha borrado de la mía. Era un letrero dorado, que está sobre la puerta de la cárcel, y dice así:


ODIA EL DELITO Y COMPADECE AL DELINCUENTE

-¿No es verdad, don Federico, que parece una sentencia del Evangelio?

-Si no son las mismas palabras -respondió Stein-, el espíritu es el mismo.

-Pero es que Paca tiene siempre las lágrimas pegadas a los ojos -dijo Momo.

-¿Acaso es malo llorar? -preguntó la niña a su abuela.

-No, hija, al contrario; con lágrimas de compasión y de arrepentimiento, hace su diadema la Reina de los ángeles.

-Momo -dijo el pastor-, si dices una palabra más que pueda incomodar a mi ahijada, te retuerzo el pescuezo, como hizo el cocinero con Medio-pollito.

-Mira si es bueno tener padrino -dijo Momo dirigiéndose a Paca.

-No es malo tampoco tener una ahijada -repuso Paca muy oronda.

-¿De veras? -preguntó el pastor-. ¿Y por qué lo dices?

Entonces Paca se acercó a su padrino, el cual la sentó en sus rodillas con grandes muestras de cariño, y ella empezó la siguiente relación, torciendo su cabecita para mirarle.

-Érase una vez un pobre, tan pobre, que no tenía con qué vestir al octavo hijo, que iba a traerle la cigüeña, ni que dar de comer a los otros siete. Un día se salió de su casa, porque le partía el corazón oírlos llorar y pedirle pan. Echó a andar, sin saber adónde, y después de haber estado andando, andando, todo el día, se encontró por la noche..., ¿a que no acierta usted dónde, padrino? Pues se encontró a la entrada de una cueva de ladrones. El capitán salió a la puerta; ¡más feróstico era! «¿Quién eres? ¿Qué quieres?», le preguntó con una voz de trueno. «Señor -respondió el pobrecillo hincándose de rodillas-; soy un infeliz que no hago mal a nadie y me he salido de mi casa por no oír a mis pobres hijos pidiéndome pan, que no puedo darles.» El capitán tuvo compasión del pobrecito; y habiéndole dado de comer, y regalándole una bolsa de dinero y un caballo, «vete -le dijo-, y cuando la cigüeña te traiga el otro hijo, avísame y seré su padrino».

-Ahora viene lo bueno -dijo el pastor.

-Aguarde usted, aguarde usted -continuó la niña y verá lo que sucedió. Pues señor, el hombre se volvió a su casa tan contento, que no le cabía el corazón en el pecho. «¡Qué holgorio van a tener mis hijos!», decía.

-Cuando llegó, ya la cigüeña había traído al niño, el cual estaba en la cama con su madre. Entonces se fue a la cueva y le dijo al bandolero lo que había sucedido, y el capitán le prometió que aquella noche estaría en la iglesia y cumpliría su palabra. Así lo hizo, y tuvo al niño en la pila y le regaló un saco lleno de oro.

«Pero a poco tiempo el niño se murió y se fue al cielo. San Pedro, que estaba a la puerta, le dijo que colara; pero él respondió: «Yo no entro si no entra mi padrino conmigo.»

«¿Y quién es tu padrino?», preguntó el santo.

«Un capitán de bandoleros», respondió el niño.

«Pues, hijo -continuó San Pedro-, tú puedes entrar; pero tu padrino, no.»

-El niño se sentó a la puerta, muy triste y con la mano puesta en la mejilla. Acertó a pasar por allí la Virgen y le dijo:

«¿Por qué no entras, hijo mío?»

-El niño respondió que no quería entrar si no entraba su padrino, y San Pedro dijo que eso era pedir imposibles. Pero el niño se puso de rodillas, cruzó sus manecitas y lloró tanto que la Virgen, que es Madre de la misericordia, se compadeció de su dolor. La Virgen se fue y volvió con una copita de oro en las manos; se la dio al niño y le dijo:

«Ve a buscar a tu padrino y dile que llene esta copa de lágrimas de contrición, y entonces podrá entrar contigo en el cielo. Toma estas alas de plata y echa a volar.»

-El ladrón estaba durmiendo en una peña, con el trabuco en una mano y un puñal en la otra. Al despertar, vio enfrente de sí, sentado en una mata de alhucema, a un hermoso niño desnudo, con unas alas de plata que relumbraban al sol y una copa de oro en la mano.

»El ladrón se refregó los ojos creyendo que estaba soñando; pero el niño le dijo: «No, no creas que estás soñando. Yo soy tu ahijado.» Y le contó todo lo que había ocurrido. Entonces el corazón del ladrón se abrió como una granada y sus ojos vertían agua como una fuente. Su dolor fue tan agudo, y tan vivo su arrepentimiento, que le penetraron el pecho como dos puñales y se murió. Entonces el niño tomó la copa llena de lágrimas y voló con el alma de su padrino al cielo, donde entraron y donde quiera Dios que entremos todos.

-Y ahora, padrino -continuó la niña torciendo su cabecita y mirando de frente al pastor-, ya ve usted lo bueno que es tener ahijados.

Apenas acababa la niña de referir su ejemplo, cuando se oyó un gran estrépito: el perro se levantó, aguzó las orejas, apercibido a la defensa; el gato, erizado el pelo, asombrados los ojos, se aprestó a la fuga, pero bien pronto al susto sucedieron alegres risas. Era el caso que Anís se había quedado dormido durante la narración que había hecho su hermana; de lo que resultó que perdiendo el equilibrio, cumplió el vaticinio de su madre, cayendo en lo interior del tiesto, en el que quedó hundida toda su diminuta persona, a excepción de sus pies y piernas, que se alzaban del interior de la maceta, como una planta de nueva especie. Impaciente su madre, le agarró con una mano por el cuello de la chaqueta, le sacó de aquella profundidad y, a pesar de su resistencia, le tuvo algún tiempo suspenso en el aire, de manera que parecía uno de esos muñecos de cartón que cuelgan de un hilo, y que tirándoles de otro, mueven desaforadamente brazos y piernas.

Como su madre le regañaba y todos se reían, Anís, que tenía el genio fuerte, como dicen que lo tienen todos los chicos (lo que no quita que lo tengan también los altos), reventó en un estrepitoso llanto de coraje.

-No llores, Anís -le dijo Paca-, no llores y te daré dos castañas que tengo en la faltriquera.

-¿De verdad? -preguntó Anís.

Paca sacó las castañas y se las dio; y en lugar de lágrimas se vieron tan luego brillar a la luz de la llama dos hileras de blancos dientecitos en el rostro de Anís.

-Hermano Gabriel -dijo la tía María, dirigiéndose a este-, ¿no me ha dicho usted que le duelen los ojos? ¿A qué trabaja usted de noche?

-Me dolían -contestó fray Gabriel-; pero don Federico me ha dado un remedio que me ha curado.

-Bien puede don Federico saber muchos remedios para los ojos, pero no sabe su merced el que no marra -dijo el pastor.

-Si usted lo sabe, le agradecería que me lo comunicase -le dijo Stein.

-No puedo decirlo -repuso el pastor-, porque aunque sé que lo hay, no lo conozco.

-¿Quién lo conoce, pues? -preguntó Stein.

-Las golondrinas -contestó el pastor.

-¿Las golondrinas?

-Pues sí, señor -prosiguió el pastor-; es una hierba que se llama pito-real, pero que nadie ve ni conoce sino las golondrinas: si se le sacan los ojos a sus polluelos, van y se los restriegan con un pito-real, y vuelven a recobrar la vista. Esta yerba tiene también la virtud de quebrar el hierro, no más que con tocarla; y así cuando a los segadores o a los podadores se les rompe la herramienta en las manos sin poder atinar por qué, es porque tocaron al pito-real. Pero por más que la han buscado, nadie la ha visto; y es una providencia de Dios que así sea, pues si toparan con ella, poca tracamundana se armaría en el mundo, puesto que no quedarían a vida ni cerraduras, ni cerrojos, ni cadenas, ni aldabas.

-¡Las cosazas que se engulle José, que tiene unas tragaderas como un tiburón! -dijo riéndose Manuel- Don Federico, ¿sabe usted otra que dice y que se cree como artículo de fe?, que las culebras no se mueren nunca.

-Pues ya se ve que las culebras no se mueren nunca -repuso el pastor-. Cuando ven que la muerte se les acerca, sueltan el pellejo y arrancan a correr. Con los años se hacen serpientes; entonces, poco a poco, van criando escamas y alas, hasta que se hacen dragones y se vuelan al desierto. Pero tú, Manuel, nada quieres creer: ¿si querrás negar también que el lagarto es enemigo de la mujer y amigo del hombre? Si no lo quieres creer, pregúntaselo a tío Miguel.

-¿Ese lo sabe?

-¡Toma!, por lo que a él mismo le pasó.

-¿Y qué fue? -preguntó Stein.

-Estando durmiendo en el campo -contestó José-, se le vino acercando una culebra; pero apenas la vio venir un lagarto, que estaba en el vallado, salió a defender al tío Miguel y empezaron a pelearse la culebra y el lagarto, que era tamaño y tan grande. Pero como el tío Miguel, ni por esas despertaba, el lagarto le metió la punta del rabo por las narices. Con eso despertó el tío Miguel y echó a correr como si tuviese chispas en los pies. El lagarto es un bicho bueno y bien inclinado; nunca se recoge a puestas de sol sin bajarse por las paredes y venir a besar la tierra.

Cuando había empezado esta conversación tratando de las golondrinas, Paca había dicho a Anís, que sentado en el suelo entre sus hermanas con las piernas cruzadas parecía el Gran Turco en miniatura.

-Anís, ¿sabes tú lo que dicen las golondrinas?

-Yo no; no me jan jablao.

-Pues atiende: dicen -remedando la niña el gorgeo de las golondrinas, se puso a decir con celeridad:


Comer y beber:
buscar emprestado,
y si te quieen prender
¡por no haber pagado,
huir, huir, huir, huiiiir,
comadre Beatriiiiz.


-¿Por eso se van? -preguntó Anís.

-Por eso -afirmó su hermana.

-¡Yo las quiero más...! -dijo Pepa.

-¿Por qué? -preguntó Anís.

-Porque has de saber -respondió la niña:


Que en el monte Calvario
las golondrinas
le quitaron a Cristo
las cinco espinas.
En el monte Calvario
los jilgueritos
le quitaron a Cristo
los tres clavitos.


-Y los gorriones, ¿qué hacían? -preguntó Anís.

-Los gorriones -respondió su hermana-, nunca he sabido que hicieran más que comer y pelearse.

Entre tanto, Dolores, llevando a su niño dormido en un brazo, había puesto con la mano que le quedaba libre, la mesa y colocado en medio las batatas, y distribuido a cada cual su parte. En su propio plato comían los niños; y Stein observó que Dolores ni aún probaba el manjar que con tanto esmero había confeccionado.

-Usted no come, Dolores -le dijo.

-¿No sabe usted -respondió esta riendo- el refrán «el que tiene hijos al lado, no morirá ahitado»? Don Federico, lo que ellos comen, me engorda a mí.

Momo, que estaba al lado de este grupo, retiraba su plato, para que no cayesen sus hermanos en tentación de pedirle de lo que contenía.

Su padre que lo notó, le dijo:

-No seas ansioso, que es vicio de ruines; ni avariento, que es vicio de villanos. Sabrás que una vez se cayó un avariento en un río. Un paisano que vio se le llevaba la corriente, alargó el brazo y le gritó: «Déme la mano.» ¡Qué había de dar!, ¡dar!, antes de dar nada, dejó que se le llevase la corriente. Fue su suerte que le arrastró el agua cerca de un pescador, que le dijo: «Hombre, tome usted esta mano.» Conforme se trató de tomar, estuvo mi hombre muy pronto, y se salvó.

-No es ese chascarrillo el que debías contar a tu hijo, Manuel -dijo la tía María-, sino ponerle por ejemplo lo que acaeció a aquel rico miserable que no quiso socorrer a un pobre desfallecido, ni con un pedazo de pan, ni con un trago de agua. «Permita Dios -le dijo el pobre que todo cuanto toquéis, se convierta en ese oro y esa plata a que tanto apegado estáis.» Y así fue. Todo cuando en la casa del avaro había, se convirtió en aquellos metales tan duros como su corazón. Atormentado por el hambre y la sed, salió al campo, y habiendo visto una fuente de agua cristalina, se arrojó con ansia a ella; pero al tocarla con los labios, el agua se cuajó y convirtió en plata. Fue a tomar una naranja del árbol, y al tocarla se convirtió en oro; y así murió rabiando y maldiciendo aquello mismo por lo que ansiado había.

Manuel, el espíritu fuerte de aquel círculo, meneó la cabeza.

-¡Lo ve usted, tía María -dijo José-; Manuel no lo quiere creer! Tampoco cree que el día de la Asunción, en el momento de alzar en la misa mayor, todas las hojas de los árboles se unen de dos en dos para formar una cruz; las altas se doblan, las bajas se empinan, sin que ni una sola deje de hacerlo. Ni cree que el diez de agosto, día del martirio de San Lorenzo, que fue quemado en unas parrillas, en cavando la tierra, se halla carbón por todas partes.

-Cuando llegue ese día -dijo Manuel-, he de cavar un hoyo delante de ti, José, y veremos si te convenzo de que no hay tal.

-¿Y qué pica en Flandes habrás puesto, si no hallas carbón? -le dijo su madre-. ¿Acaso crees que lo hallarás si lo buscas sin creerlo? Pero Manuel, tú te has figurado que todo lo que no sea artículo de fe, no se ha de creer, y que la credulidad es cosa de bobos; cuando no es, hijo mío, sino cosa de sanos.

-Pero madre -repuso Manuel-, entre correr y estar parado, hay un medio.

-¿Y para qué -dijo la buena anciana- escatimar tanto la fe, que al fin es la primera de las virtudes? ¿Qué te parecería, hijo de mis entrañas, si yo te dijese: te parí, te crié, te puse en camino; cumplí pues, con mi obligación?, ¿si sólo como obligación mirase al amor de madre?

-Que no era usted buena madre, señora.

-Pues hijo, aplica esto a lo otro; el que no cree, sino por obligación, y sólo aquello que no puede dejar de creer, sin ser renegado, es mal cristiano: como sería yo mala madre si sólo te quisiese por obligación.

-Hermano Gabriel -dijo Dolores-, ¿cómo es que no quiere usted probar mis batatas?

-Es día de ayuno para nosotros -respondió fray Gabriel.

-¡Qué!, ya no hay conventos, reglas ni ayunos -dijo campechanamente Manuel, para animar al pobre anciano a que participase del regalo general-. Además, usted ha cumplido cuanto ha los sesenta años; con que así, fuera escrúpulos y a comer las batatas, que no se ha de condenar usted por eso.

-Usted me ha de perdonar -repuso fray Gabriel-; pero yo no dejo de ayunar, como antes, mientras no me lo dispense el padre prior.

-Bien hecho, hermano Gabriel -dijo la tía María-. Manuel, no te metas a diablo tentador, con su espíritu de rebeldía y sus incitativos a la gula.

Con esto, la buena anciana se levantó y guardó en una alacena el plato que Dolores había servido al lego, diciéndole:

-Aquí se lo guardo a usted para mañana, hermano Gabriel.

Concluida la cena dieron gracias, quitándose los hombres los sombreros que siempre conservan puestos dentro de casa.

Después del padrenuestro, dijo la tía María:


Bendito sea el Señor,
que nos da de comer
sin merecerlo. Amén.
Como nos da sus bienes,
nos dé su gloria. Amén.
Dios se lo dé
al pobrecito que no lo tiene. Amén.


Anís, al acabar, dio un salto a pie juntillas tan espontáneo, derecho y repentino, como lo dan los peces en el agua.