La gallina y la perdiz

Fábulas argentinas
La gallina y la perdiz​
 de Godofredo Daireaux


Fuera del cerco de la quinta, como para tomarle, siquiera una vez por casualidad, el olor a la libertad del campo abierto, andaba la gallina. No sin un pequeño recelo al zorro, lo justito para aguzar el gusto, escarbaba la tierra virgen, gozando el raro placer, en medio de su vida abundante, de arrancar con mucho trabajo el escaso alimento que puede proporcionar el suelo sin cultivo: algún pequeño grano de hierba silvestre y amarga, algún insecto flaco, de más cáscara que carne.

No muy lejos del palenque, atreviéndose casi en el dominio del hombre cruel y de los perros sin piedad, en la esperanza de lograr algunos de esos productos ricos del trabajo humano, un grano de maíz, trigo o cebada, o algunos de estos insectos gordos y repletos, de pura carne blanda y sabrosa que sólo se crían en tierra bien abonada y que el arado saca al sol, andaba la perdiz, temerosa, sabiendo que al dejarse llevar así por el hambre, arriesgaba la vida en medio de mil peligros.

Ambas se encontraron, y después de pasado el período de las miradas filiadoras y más bien malévolas, que nunca faltan entre gente desconocida, empezaron a conversar, haciéndose primero preguntas y bien pronto confidencias.

La gallina le contó a la perdiz como desgracia sin igual, que una comadreja le había llevado un pollo; pero la perdiz le dijo que esto era poca cosa, pues ella más de una vez había perdido, robados por el zorro y demás bandidos de la misma laya, no un pichón, sino todos; y esto sin contar los huevos que desaparecían del nido a cada rato.

La gallina insistió en que su desgracia era mayor, ya que el mismo hombre le quitaba los huevos, los pollos y hasta la vida, a veces; pero la perdiz le contestó que siquiera le daba algo en cambio, y no la mataba sin necesidad mientras que de ella hacía hecatombes, por puro gusto.

La gallina se quejó amargamente de que en el gallinero donde la encerraban de noche, faltaba un vidrio; pero la perdiz le dijo que por allí no entraría más que un chiflón, mientras que en el campo raso donde vivía ella, no era nada el viento mientras no alcanzaba a huracán. -«Es cierto, dijo riéndose, que por mucho que sople, nunca podrá voltear el techo de mi casa».

Algo enfadada, la gallina le declaró a la perdiz que un chiflón era más peligroso para la salud que cualquier viento fuerte y la prueba es, agregó, que este invierno estuve a punto de morir de una pulmonía.

-Pero la cuidaron, ¿no? -contestó la perdiz-, y la curaron. Pues nosotras cuando caemos enfermas, nos tenemos que cuidar solas y a la de Dios es grande.

-Tengo hambre -interrumpió la gallina, deseosa ya de cortar la conversación-; y me voy para la casa a ver en qué piensa esa gente, pues han dejado pasar ya la hora del almuerzo.

-No se queje, señora -le dijo la perdiz-, no se queje por tan poca cosa; mire que sin sufrir un poco en este mundo, no hay gozo; sin el hambre, la sed y el cansancio, ¿qué valdrían el comer, el beber y el dormir?