La gañanía : 01
Capítulo I
Es la noche; noche marceña de ventisca que empuja por la atmósfera partículas de la nieve acaperuzada sobre los cabezos serranos. El viento gruñe entre los matorrales. Son gruñidos amenazadores los suyos, como de alimaña salvaje pronta al mordisco y al garrazo. La deshelada hízose torrente, y baja, revolviendo espumas, por las peñas. Romeros y cantuesos llenan el espacio de fragancias. El chaparro se yergue en la obscuridad con atlética rechonchez; la encina abre a las tinieblas sus brazos; en ellos lucen como joyería topaciesca los ojos de los búhos. Lejos aúlla el lobo las canciones de su hambre. Los mastines respóndenlas con su ladrido, escarbando la tierra y sacudiendo las carlancas.
Pájaros de la noche aletean brujescamente bajo el cielo que las nubes entoldan. Abrense éstas de raro en raro, para descubrir cachos azules claveteados con estrellas. A las veces se oye un golpe sordo; ecos suyos vibran por la negrura: es piedra, desprendida de lo alto, que busca fondo en los abismos. Otras veces suena algo así como un quejido: rama es que se desgajó en el amoroso robledal.
Al abrigo de unos peñotes se alzan los chozos pastoriles, afachados con piedras y encubertados con recia trabazón de ramaje.
Los gañanes duermen dentro de ellos, sobre incurtidas pieles, haciendo de los zurrones cabezal y de las mantas cobertura. A su alcance, pronta contra el embite de las fieras -sean ellas hombres o lobos- está la cayada, endurecida al fuego, hecha lanza por el regatón.
Los apriscos se tienden cerca de los chozos. En torno a ellos van y vienen los canes, venteando el tufo del lobo con sus narizotas de par en par abiertas.
Cubeto, el decano de la hueste perruna, vela junto al chozo del rabadán. Con el hocico sobre las patas delanteras y las pupilas rayeantes, preside la centinela de los otros mastines. Inmóvil está. Cuando el lobo aúlla en los cabezos, un estremecimiento sacude su piel, pero su quietud no se altera. Aúlla lejos el lobo, y Cubeto no es amigo de perder su tiempo en bravatas.
Si el lobo anduviera cerca del rebaño; si bajara de los cabezos al logro de una presa, ningún mastín aventajaría a Cubeto en afrontarse con el robador. Probado lo tiene. Ejecutorias de heroísmo son las cicatrices que le tatúan; cédula de combate reciente, el desgarrón, aun sanguinolento, que mal encubre su carlanca.
Allí se agarró el lobo. Precisa fue toda la potencia muscular del mastín para sacudírselo. Volteando cayó con la remordida carne en los dientes. Antes de incorporarse tenía las manos del mastín en el pecho, y sentía el cruce de los colmillos en la gola. Luego un zamarrazo, uno solo, y un ladrón menos en la sierra.
Bravo animal Cubeto. Como a pedazo suyo quiérelo el rabadán. Se llevan y comprenden a maravilla. El refunfuño del amo y el gruñido del perro pertenecen a un mismo idioma...
Rey en la tribu de gañanes es el anciano Roque; aquel pedazo de la sierra, donde las criaturas del llano llegan pocas veces, indisputado feudo suyo.
Allí vive Roque; allí pasa horas de soledad escuchando el canto de las aves, el monótono correr de las fuentes, los murmullos del aire al quebrarse contra las ramas, el balar melancólico del ganado... las mil voces ásperas y tristes de la sierra.
La aurora encuéntrale despierto, el crepúsculo de la tarde a punto de dormir. Calor y frío tocan, sin penetrarlo, su cutis; una canción de salvaje ritmo brota a las veces por su boca. Sus ojos sólo destellan alegrías cuando el gañán en turno vuelve de la aldea con la provisión quincenal de panes o con los salarios de la grey.
No tiene mujer, ni hijos, ni familia. Amigos, uno: el perro, que le ayuda a comer los mendrugos y a defenderse de los lobos.
Roque ve a su amo cuando éste sube a la montaña. Sólo si el amo le habla, cruza la palabra con él.
Durante el esquileo, mientras ganaderos y marchantes platican, échase a un lado y los contempla de reojo.
Cuando toma asiento en las rocas y se confunden con las rocas las entonaciones pardas de su traje, y con el traje las morenas entonaciones de su cutis, estatua es tallada en piedra viva. La misma estatua, puesta en movimiento, cuando embraza el cayado y echa a andar, animando a sus ovejas con un ¡Ohé!... y a su mastín con un silbido.
Los otros pastores le respetan como si fuese un dios. Juzga sus diferencias, cura sus males, aconseja a los vivos y reza la oración de los muertos.
Nadie mejor que él conoce los atajos de la serranía, la hondura de los despeñaderos, los misterios verdes de los bosques y la leyenda alba de las cumbres.
Como ninguno, sabe en qué tomillar han de ponerse los lazos aprisionadores de conejos y cuál sendero de perdices es más a propósito para la colocación de las perchas. Donde sus manos dejen cepo, quebrarase el lobo las patas. Donde el pico suyo haga trampa, caerá por seguro la zorra.
Lleva en la memoria los nombres de todo el herbazal montañés, y es mago en aplicar las virtudes suyas al remedio de enfermedades y accidentes. También entiende de sus daños.
Tal planta, estrujada contra dos piedras y mezclada a yesca reardida, sana el mordisco de la víbora y el uñazo del alacrán; tal otra se exprime, y su jugo es milagro contra la tarántula. Las raíces de ésta se cuecen para matar la calentura; las hojas de aquélla dan narcótico, a cuyos efectos no hay insomnio que resista y dolor que perdure.
Háilas que matan, y él las sabe encontrar; háilas que enloquecen, y también las encontrarla entre mil. Nunca pastarán sus ganados en los altos, donde las hierbas mortíferas arraigan.
Observa los ponientes del sol, y advierte a los pastores con breves profecías, siempre realizadas:
«Mañana soplará ventisca y arrancará nieve a los cabezos. No acercarse a ellos, que es de cierto el alud.»
«Puesta de sol roja, vendaval en las cumbres. Huidlas.»
« La luna marca su creciente con cerco. Lluvia habrá de largo. Mal hará quien se aventure por las torrenteras.»
Así habla el rabadán, en sentencias, casi en versículos, como un patriarca de la Biblia. Como sus deudos a los bíblicos patriarcas, escuchan a su rabadán los hombres de la gañanía. Es la palabra suya mandato que se cumple sin réplica.
Hace años, muchos años -él propio ha perdido la cuenta- no baja al llano el rabadán. Al decir suyo, «no más bajará mientras viva.»
Si alguien le pregunta por qué, encoge los hombros, aprieta los puños, y una ancha arruga vertical se marca como camino de odio en la división de sus cejales.
En el interior del chozo duerme esta noche Roque con la manta rebozada en los hombros y las blancas greñas caídas sobre su semblante cetrino.
Un amistoso ladrido le despierta. Alzase, y se pone de un brinco en la explanada. Cubeto salta meneando la cola frente a un asno cargado y un hombre vestido a usanza gañanesca.
El hombre es Juanillo, que vuelve de la aldea con el avío quincenal para los gañanes.
-¡Hola, Juan! -dice Roque-. A tiempo llegan las hogazas para cortar las migas. Ya se nos amanece.
Y el viejo señala hacia el fondo del horizonte, donde una franja violeta pregona el advenimiento del sol.