La fuerza del amor
María de Zayas y Sotomayor: La fuerza del amor (1637)
En Nápoles, insigne y famosa ciudad de Italia por su riqueza, hermosura y agradable sitio, nobles ciudadanos y gallardos edificios, coronados de jardines y adornados de cristalinas fuentes, hermosas damas y gallardos caballeros, nació Laura, peregrino y nuevo milagro de naturaleza, tanto que entre las más gallardas y hermosas fue tenida por celestial extremo; pues habiendo escogido los curiosos ojos de la ciudad entre todas ellas once, y de estas once tres, fue Laura de las once una, y de las tres una. Fue tercera en el nacer, pues gozó del mundo después de haber nacido en él dos hermanos, tan nobles y virtuosos como ella hermosa. Murió su madre del parto de Laura, quedando su padre por gobierno y amparo de los tres gallardos hijos, que si bien sin madre, la discreción del padre suplió medianamente esta falta.
Era don Antonio, que éste es el nombre de su padre, del linaje y apellido de Garrafa, deudo de los Duques de Nochera y Señor de Piedra Blanca, lugar que tiene su asiento cuatro millas de Nápoles, si bien su casa y estancia la tenía en dicha ciudad.
Criáronse don Alejandro, don Carlos y Laura con la grandeza y cuidado que su estado pedía, poniendo su noble padre en esto el cuidado que requerían su estado y riqueza, enseñando los hijos en las buenas costumbres y ejercicios que dos caballeros y una tan hermosa dama merecían, viviendo la bella Laura con el recato y honestidad que a mujer tan rica y principal era justo, siendo los ojos de su padre y hermanos, y la alabanza de la ciudad.
Quien más se señalaba en querer a Laura era don Carlos, el menor de los dos hermanos, que la amaba tan tierno que se olvidaba de sí por quererla; y no era mucho, que las gracias de Laura, su belleza, su discreción, su recato, y sobre todo su honestidad, obligaban no sólo a los que tan cercano deudo tenían con ella, mas a los que más apartados estaban de su vista.
No hacía falta su madre en su recogimiento, demás de ser padre y hermanos vigilantes guardas de su hermosura; y quien más cuidadosamente velaba esta señora eran sus honestos y recatados pensamientos, si bien cuando llegó a la edad de discreción no pudo negar su compañía a las principales señoras, sus deudas, para que Laura pagase a la desdicha lo que le debe la hermosura.
Es uso y costumbre en Nápoles ir las doncellas a los saraos y festines que en los palacios del virrey y casas particulares de caballeros se hacen, aunque en algunas tierras de Italia no lo aprueban por acertado, pues en las más de ellas se les niega hasta el ir a misa, sin que basten a derogar esta ley, que ha puesto en ellas la costumbre, las penas que los ministros eclesiásticos y seglares les ponen.
Salió, en fin, Laura a ver y ser vista, tan acompañada de hermosura como de honestidad, aunque, al acordarse de Dina no se fiara de su recato. Fueron sus bellos ojos basiliscos de las almas, su gallardía monstruo de las vidas, y su riqueza y nobles partes cebo de los deseos de mil gallardos y nobles mancebos de la ciudad, pretendiendo por medio del casamiento gozar de tanta hermosura.
Entre los que pretendían servir a Laura se aventajó don Diego Pinatelo de la noble casa de los Duques de Monteleón, caballero rico y galán discreto, y de tanta envidia de partes que no hiciera mucho que, fiado en ellas, se prometiera las de la bella Laura, y dar codicia a su padre para desear tan noble marido para su hija, pues entre los muchos pretendientes de su hermosa prenda llevaba don Diego la victoria. Vio, en fin, a Laura, y rindióle el alma con tal fuerza que casi no la acompañaba, sino sólo por no desamparar la vida, tal es la hermosura mirada en ocasión. Túvola don Diego en un festín que se hacía en casa de un príncipe de los de aquella ciudad, no sólo para verla sino para amarla, y después de amarla, darla a entender su amor, tan grande en aquel punto como si hubiera mil años que la amaba.
Úsase en Nápoles llevar a los festines un maestro de ceremonias, el cual saca a danzar a las damas y las da al caballero que le parece. Valióse don Diego en esta ocasión del que en el festín asistía (¿quién duda que sería a costa de dineros?), pues apenas calentó con ellos las manos del maestro, cuando vio en las suyas las de la bella Laura el tiempo que duró el danzar una gallarda; mas no le sirvió de más que de arderse con aquella nieve, pues se atrevió a decir: «Señora mía, yo os adoro», cuando la hermosa dama, fingiendo justo impedimento, le dejó y se volvió a su asiento, dando que sospechar a los que miraban y que sentir a don Diego, el cual quedó tan triste como desesperado, pues en lo que quedaba del día no mereció que Laura le favoreciese siquiera con los ojos. No porque a los de la bella señora pareciese mal la gallardía de don Diego, sino por dar a su honestidad el lugar que siempre había tenido en su valor.
Llegó la noche, y bien triste para don Diego, pues con ella Laura se fue a su casa, y él a la suya, donde acostándose en su cama (común remedio de tristes, que luego consultan las almohadas, como si ellas les hubiesen de dar remedio), dando vueltas por ella, empezó a quejarse tan lastimosamente de su desdicha, si lo era haber visto la belleza que le tenía tan fuera de sí, que si en esta ocasión fuera oído de la causa de su pena, fuera más piadosa que había sido aquella tarde.
—¡ Ay —decía el lastimado mancebo— divina Laura, y con qué crueldad oíste aquella tan sola como desdichada palabra que te dije!, como si el saber que esta alma es más tuya que la misma que posees fuera afrenta para tu honestidad y linaje, pues es claro que si pretendo emplearla en tu servicio ha de ser haciéndote mi esposa, y en esto no pierdes opinión ninguna. ¿Es posible, amado dueño, que siendo la vista tan agradable sea el corazón tan cruel, pues no te deja ver que después que te vi no soy el que era primero? Ya vivo sin alma y siento sin sentido; y finalmente, todo cuanto soy he rendido a tu hermosura. Si en esto te agravio, culpa a ella sola, que los ojos que la miran no pueden ser tan cuerdos que se aparten, si una vez la ven, de desearla. ¿Mas, qué mayor cordura que amarte? Nunca más cuerdo y bien entendido, que después que me llamo esclavo tuyo. ¡Ay de mí, y qué sin causa me quejo!, pues fuera bien mirar que estaba Laura obligada a tratarme ásperamente, si pone los ojos en su honestidad y obligación, pues no fuera razón admitir mi deseo tan presto como nació, pues apenas fue criada la voluntad cuando fue dicha. Rico soy, mis padres en nobleza no deben nada a los suyos, pues ¿por qué me falta esperanza? Pidiéndola por mujer a su padre no me la ha de negar. ¡Animo, cobarde corazón!, que bien se ve que amas, pues tanto temes, que no ha de ser mi desdicha tan grande que no alcance lo que deseo.
En estos pensamientos pasó don Diego la noche, ya animado con la esperanza, y ya desesperado con el temor, condición natural de amor, mientras la hermosa Laura, tan ajena de sí cuanto propia de su cuidado, llevando en la vista la gallarda gentileza de don Diego y en la memoria el «yo os adoro» que le había oído, ya se determinaba a querer, y ya pidiéndose estrecha cuenta de su libertad y perdida opinión, como si en solo amor se hiciese yerro, arrepentida se reprendía a sí misma, pareciéndole que ponía en condición, si amaba, la obligación de su estado; y si aborrecía, se obligaba al mismo peligro. Estaba la mujer más confusa de la tierra, ya caminando adelante en sus deseos, y ya volviendo los pasos atrás que su amor daba adelante, y con tales pensamientos y cuidados, empezó a negarse a sí misma el gusto, y a la gente de su casa su conversación, deseando ocasiones para ver la causa de su cuidado.
Y dejando pasar los días, al parecer de don Diego, con tanto descuido que no se ocupaba en otra cosa sino en dar quejas contra el desdén de la enamorada señora, la cual no le daba, aunque lo estaba, más favores que los de su vista; y esto tan al descuido y con tanto desdén que no tenía lugar para decirle su pena, porque aunque la suya la pudiera obligar a dejarse pretender, el cuidado con que la encubría era tan grande que a sus más queridas criadas guardaba el secreto de su amor, aunque su tristeza no sólo les daba sospecha de alguna grande causa, mas ponía en temor a su padre y hermanos, y más a don Carlos que, como la amaba con más terneza, reparaba más en su disgusto. Y fiado en su amor la preguntaba muchas veces la causa de su tristeza, casi sospechando en ver los continuos paseos de don Diego, parte de su cuidado, si bien Laura, dando culpa a su poca salud, divertía el que podían tener fiados en su mucho recato y buen entendimiento, mas no tanto que no anduviesen hechos vigilantes espías de su honor.
Sucedió que una noche, de las muchas que a don Diego le amanecían a las puertas de Laura, viendo que no le daban lugar para decir su pasión, trajo a la calle un criado que con un instrumento fuese tercero de ella, por ser su dulce y agradable voz de las buenas que en la ciudad había, procurando declarar en un romance, que al propósito había hecho, su amor y los celos que le daba un caballero noble y rico que, por ser amigo muy querido de los hermanos de Laura, entraba muy a menudo en su casa, creyendo que los descuidos de Laura nacían de tener puesta la voluntad en él, afectos de un celoso levantar testimonios a los inocentes. En fin, el músico cantó así:
Si el dueño que elegiste,
altivo pensamiento,
reconoce obligado
otro dichoso dueño,
¿Por qué te andas perdido,
sus pisadas siguiendo,
sus acciones notando,
su vista pretendiendo?
¿De qué sirve que pidas
ni su favor al cielo,
ni al amor imposibles,
ni al tiempo sus efectos?
¿Por qué a los celos llamas,
si sabes que los celos
en favor de lo amado
imposibles ha n hecho?
Si a tu dueño deseas
ver ausente, eres necio;
que, por matar, matarte
no es pensamiento cuerdo.
Si a la discordia pides
que haga lance en su pecho,
bien ves que a los disgustos
los gustos vienen ciertos.
Si dices a los ojos
digan su sentimiento,
ya ves que alcanzan poco,
aunque más miren tiernos.
Si quien pudiera darte
en tus males remedio
que es amigo piadoso
siempre agradecimiento,
También preso le miras
en ese ángel soberbio,
¿cómo podrá ayudarte
en tu amoroso intento?
Pues si de tus cuidados,
que tuvieras por premio,
si tu dueño dijera:
—De ti lástima tengo.
Miras tu dueño y miras
sin amor a tu dueño,
y aun este desengaño
no te muda el intento.
A Tántalo pareces,
que el cristal lisonjero
casi en los labios mira,
y nunca llega a ellos.
¡Ay Dios!, si merecieras
por tanto sentimiento
algún fingido engaño,
porque tu muerte temo,
Fueran de purgatorio,
tus penas, pero veo
que son sin esperanzas
las penas del infierno.
Mas si elección hiciste,
morir es buen remedio,
que volver las espaldas
será cobarde hecho.
Escuchando estaba Laura la música desde los principios de ella por una menuda celosía, y determinó a volver por su opinión, viendo que la perdía en que don Diego, por sospechas falsas, como en sus versos mostraba, se la quitaba. Y así, lo que el amor no pudo hacer, hizo este temor de perder su crédito, y aunque batallando su vergüenza con su amor, se resolvió a volver por sí, como lo hizo, pues abriendo la ventana le dijo, viéndole cerca, con la voz baja por no ser sentida: —Milagro fuera, señor don Diego, que siendo amante no fuerais celoso, pues jamás se halló amor sin celos ni celos sin amor; mas son los que tenéis tan falsos que me han obligado a lo que jamás pensé, porque siento mucho ver mi fama en lenguas de la poesía y en las cuerdas de ese laúd; y lo que peor es, en la boca de ese músico que, siendo criado, será fuerza ser enemigo. Yo no os olvido por nadie, que si alguno en el mundo ha merecido mis cuidados sois vos, y seréis el que me habéis de merecer, si por ello aventurase la vida. Disculpe vuestro amor mi desenvoltura y el verme ultrajar mi atrevimiento, y tenedle desde hoy para llamaros mío, que yo me tengo por dichosa en ser vuestra. Y creedme que no dijera esto, si la noche con su oscuro manto no me excusara la vergüenza y colores que tengo en decir estas verdades, engendradas desde el día que os vi, y nacidas en esta ocasión, donde han estado desde entonces, sin haberlas oído ninguno sino vos; porque me pesara que nadie fuera testigo de ellas, sino el mismo que me obliga a decirlas.
Pidiendo licencia a su turbación, el más alegre de la tierra quiso responder y agradecer a la hermosa Laura el enamorado don Diego, cuando sintió abrir las puertas de la propia casa y saltearse tan brevemente de dos espadas, que, a no estar prevenido y sacar el criado la suya, pudiera ser que no le dieran lugar para llevar sus deseos amorosos adelante. Laura, que vio el suceso y conoció a sus dos hermanos, temerosa de ser sentida, cerró lo más paso que pudo la ventana y se retiró a su aposento, acostándose más por disimular que por desear tener reposo, pues mal le podía tener viendo su alma por tantas partes en peligro.
Fue el caso que como don Alejandro y don Carlos oyesen la música, se levantaron a toda prisa y salieron, como he dicho, con las espadas en las manos, las cuales fueron, si no más valientes que las de don Diego y su criado, a lo menos más dichosas; pues saliendo herido de la pendencia, hubo de retirarse, quejándose de su desdicha, aunque más justo fuera llamarla ventura, pues fue fuerza que supiesen sus padres la causa. Y viendo lo que su hijo granjeaba con tan noble casamiento, sabiendo que era éste su deseo, pusieron terceros que lo tratasen con su padre de Laura. Y cuando pensó la hermosa Laura que las enemistades serían causa de eternas discordias, se halló esposa de don Diego, con tanto gusto de todos, particularmente de los amantes, que sería locura querer reducirlo a esta breve suma.
¿Quién verá este dichoso suceso y considerare el amor de don Diego, sus lágrimas, sus quejas y los ardientes deseos de su corazón, que no tenga a Laura por muy dichosa? Quién duda que dirán los que tienen en esperanzas sus pensamientos: «¡Oh, quién fuera tan venturoso que mis cosas tuviesen tan dichoso fin como el de esta noble dama!» Y más las mujeres, que no miran más inconvenientes que su gusto. Y de la misma suerte, ¿quién verá a don Diego gozar en Laura un asombro de hermosura, un extremo de riqueza, un colmo de entendimiento y un milagro de amor, que no diga que no crió otro más dichoso el cielo? Pues, por lo menos, estando las partes en todo tan iguales, ¿no será difícil de creer que este amor había de ser eterno? Y lo fuera si Laura no fuera como hermosa, desdichada, y don Diego como hombre, mudable, pues a él no le sirvió el amor contra el olvido ni la nobleza contra el apetito; ni a ella le valió la riqueza contra la desgracia, la hermosura contra el desprecio, la discreción contra el desdén ni el amor contra la ingratitud; bienes que en esta edad cuestan mucho y se estiman en poco. ¿Qué le faltaba a Laura para ser dichosa? Nada, sino haberse fiado de amor y creer que era poderoso para vencer los mayores imposibles, que harto lo era pedir a un hombre firmeza, y más si posee; estime y déla por aborrecida, aunque sea más bella que Venus. Fue el caso que don Diego, antes que amase a Laura, había empleado sus cuidados en Nise, gallarda dama de Nápoles, si no de lo mejor de ella, por lo menos no era de lo peor, ni sus partes tan faltas de bienes de naturaleza y fortuna que no la diese muy levantados pensamientos. Mas, aunque noble, de lo que su calidad merecía, pues los tuvo de ser mujer de don Diego, y a ese título le había dado todos los favores que pudo, y él quiso. Pues como los primeros días y aun meses de casado se descuidase de Nise, procuró con las veras posibles saber la causa, y dióse en eso tal modo en saberla que no faltó quien se lo dijo todo; demás que como la boda había sido pública, y don Diego no pensaba ser su marido, no se recató de nada. Sintió Nise con grandísimo extremo ver casado a don Diego, mas, al fin, era mujer, y con amor, que siempre olvidan agravios, aunque sea a costa de su opinión. Procuró gozar de don Diego, ya que no como marido, a lo menos como amante, pareciéndole no poder vivir sin él. Y para conseguir su propósito, solicitó con papeles, obligó con lágrimas y finalmente alcanzó con ruegos que don Diego volviese a su casa, que fue la perdición de Laura, porque Nise supo con tantos regalos enamorarle de nuevo que ya empezó Laura a ser enfadosa como propia, cansada como celosa, y olvidada como aborrecida; porque don Diego amante, don Diego solícito, don Diego porfiado y, finalmente, don Diego, que decía a los principios ser el más dichoso del mundo, no sólo negó todo esto, mas se negó a sí mismo lo que se debía; pues los hombres que desprecian tan a las claras están dando alas al agravio, y llegando un hombre a esto, cerca está de perder el honor. Empezó a ser ingrato, faltando a la cama y mesa, libre en no sentir los pesares que daba a su esposa, desdeñoso en no estimar sus favores y su desprecio en decir libertades, pues es más cordura negar lo que se hace que decir lo que no se piensa. ¿Qué espera un hombre que hace tales desaciertos? No sé si diga que su afrenta.
Pues como Laura conoció tantas novedades en su esposo, empezó con lágrimas a mostrar sus pesares y con palabras a sentir sus desprecios; y en dándose una mujer por sentida de los desconciertos de su marido, dése por perdida; pues como era fuerza decir su sentimiento, daba causa a don Diego para no sólo tratarla mal de palabra, mas a poner las manos en ella, sin mirar que es infamia. Sólo por cumplimiento iba a su casa la vez que iba, tanto la aborrecía y desestimaba, pues le era el verla más penoso que la muerte.
Quiso Laura saber la causa de estas cosas, y no faltó quien le dio larga cuenta de ellas, porque a los criados no es menester darles tormento para que digan las faltas de sus amos, y no sólo verdades, pues saben también componer mentiras; y así los llama un curioso «poetas en prosa», común desdicha de los que no se pueden servir a sí mismos. Lo que remedió Laura en saber las suyas fue el sentirlas; mas viéndolas sin remedio, pues no le hay cuando las voluntades dan traspié, que por eso dice el proverbio moral: «Ni voluntad, si se trueca, que vuelva a su ser primero»; pues si el remedio no viene de la parte que hace el daño, no hay cura en tan grande mal, y por la mayor parte los enfermos de amor pocos o ningunos desean ser sanos. Lo que ganó Laura en darse por entendida de las libertades de don Diego fue darle ocasión para perder más la vergüenza e irse más desenfrenadamente tras sus deseos, que no tiene más recato el vicioso que hasta que es su vicio público.
Vio Laura a Nise en una iglesia, y con lágrimas le pidió desistiese de su pretensión, pues en ella no aventuraba más que perder la honra y ser causa de que ella pasase mala vida. Nise, rematada de todo punto como mujer que ya no estimaba su fama ni temía caer en más bajeza que en la que estaba, respondió a Laura tan desabridamente que, con lo mismo que pensó la pobre dama remediar su mal y obligarla, con eso le dejó más sin remedio y más resuelta a seguir su amor con más publicidad. Perdió de todo punto el respeto a Dios y al mundo, y si hasta allí con recato enviaba a don Diego papeles, regalos y otras cosas, ya sin él, ella y sus criadas le buscaban, siendo estas libertades para Laura nuevos tormentos y fierísimas pasiones pues ya veía en sus desventuras menos remedio que primero. Pasaba sin esperanzas la más desconsolada que decirse puede. Tenía, en fin, celos, ¿qué milagro como si dijésemos rabiosa enfermedad?
Notaban su padre y hermanos su tristeza y deslucimiento y viendo la perdida hermosura de Laura, si bien ella encubría su disgusto lo más que le era posible, temerosa de algún mal suceso, vinieron a rastrear lo que pasaba, y los malos pasos en que andaba don Diego, y tuvieron sobre el caso muchas rencillas y grandes disgustos.
De esta suerte pasó la hermosa y triste Laura algunos días, siendo, mientras más pasaban, más las libertades de su marido y menos su paciencia. Como no siempre se pueden llorar las desdichas, quiso una noche, que la tenían bien desvelada sus cuidados y la tardanza de don Diego, cantando divertirlas, si se puede creer que se divierten (que yo pienso que se aumentan), y no dudando que estaría don Diego en los brazos de Nise, tomó un arpa en que las señoras italianas son muy diestras, y unas veces llorando y otras cantando, disimulando el nombre de don Diego con el de Albano, cantó así:
¿Por qué, tirano Albano,
si a Nise reverencias,
y a su hermosura ofreces
de tu amor las finezas;
Por qué, si de sus ojos
está tu alma presa
y a los tuyos su cara
es imagen tan bella;
Por qué, si en sus cabellos
la voluntad enredas,
y ella a ti agradecida
con voluntad te premia;
Por qué, si de su boca,
caja de hermosas perlas,
gustos de amor escuchas,
con que tu gusto aumentas;
A mí, que por quererte
padezco inmensas penas,
con deslealtad y engaños
me pagas mis firmezas?
¿Y por qué, si a tu Nise
das del alma las veras,
a mí, que me aborreces,
no me das muerte fiera?
Y ya que me fingiste
amorosas ternezas,
dejárasme vivir
en mi engaño siquiera.
Emplearas tu gusto,
tu memoria y potencias
en adorarla, ingrato,
y no me lo dijeras.
¿No ves que no es razón
acertada ni cuerda
despertar a quien duerme,
y más, si amando, pena?
¡Ay de mí, desdichada!,
¿qué remedio me queda,
para que el alma mía
a este su cuerpo vuelva?
¡Dame el alma, tirano!
mas, ¡ay!, no me la vuelvas,
que más vale que el cuerpo
por esta causa muera.
Mas, ¡ay!, que si en tu pecho
la de tu Nise encuentra,
aunque inmortal, es cierto
que se quedara muerta.
¡Piedad, cielos, que muero,
mis celos me atormentan,
hielo que abrasa el alma,
fuego que el alma hiela!
¡Malhaya, amén, mil veces,
Celio tirano, aquélla
que en prisiones de amor
prender su alma deja!
Lloremos, ojos míos,
tantas lágrimas tiernas,
que del profundo mar
se cubran las arenas.
Y al son de aquestos celos,
instrumento de quejas,
cantaremos llorando
lastimosas endechas.
Oíd atentamente,
nevadas y altas peñas,
y vuestros ecos claros
me sirvan de respuesta.
Escuchad, bellas aves,
y con arpadas lenguas
ayudaréis mis celos
con dulces cantilenas.
Mi Albano adora a Nise
y a mí penar me deja;
éstas sí son pasiones,
aquestas sí son penas.
Su hermosura divina
amoroso celebra,
y por cielos adora
papeles de su letra.
¿Qué dirás, Ariadna,
que lloras y lamentas
de tu amante desvíos,
sinrazones y ausencias?
¿Y tú, afligido Feníceo?,
aunque tus carnes veas
con tal rigor comidas
por el águila fiera;
Y si atado al Cáucaso
padeces, no le sientas,
que mayor es mi daño,
más fuertes mis sospechas.
Desdichado Exión,
no sientas de la rueda
el penoso ruido,
porque mis penas sientas.
Tántalo, que a las aguas,
sin que gustarlas puedas,
llegas y no la alcanzas,
pues huye si te acercas;
Vuestras penas son pocas,
aunque más se encarezcan,
pues no hay dolor que valga
si no es que celos sean.
Ingrato, ¡plegué al cielo
que con celos te veas,
rabiando como rabio,
y que cual yo padezcas!
¡Y esa enemiga mía
tantos te dé que seas
un Midas de cuidados,
como el de las riquezas!
¿A quién no enterneciera Laura con quejas tan dulces y bien sentidas, si no a don Diego, que se preciaba de ingrato? El cual, entrando al tiempo que ella llegaba con sus endechas a este punto, y las oyese y entendiese el motivo de ellas, desobligado con lo que pudiera obligarse y enojado de lo que fuera justo agradecer y estimar, empezó a maltratar a Laura de palabra, diciéndolas tales y tan pesadas que la obligó a que, vertiendo cristalinas corrientes por su divino rostro, perlas que las estimara el alba para bordar las flores de los amenos prados en los dos floridos meses de abril y mayo, le dijese:
—¿Qué es esto, ingrato? ¿Cómo das tan largas alas a la libertad de tu mala vida que, sin temor del cielo ni respeto, te enfades de lo que fuera justo alabar? Córrete de que el mundo entienda y la ciudad murmure tus vicios, tan sin rienda que parece que estás despertando con ellos tu afrenta y mis deseos. Si te pesa de que me queje de ti, quítame la causa que tengo para hacerlo, o acaba con mi cansada vida, ofendida de tus maldades. ¿Así tratas mi amor? ¿Así estimas mis cuidados? ¿Así agradeces mis sufrimientos? Haces bien, pues no tomo a la causa de estas cosas, y la hago entre mis manos pedazos. ¡Ay de mí, que a tal desdicha he venido! Y digo mal en decir ¡ay de mí!, pues fuera más acertado decir ¡ay de ti!, que vas con tus maldades despertando la venganza que el cielo te ha de dar y abriendo camino ancho para tu perdición, pues Dios se ha de cansar de sufrirte y el mundo de tenerte, y la misma que idolatras te ha de dar el pago. Tomen escarmiento en mí las mujeres que se dejan engañar de promesas de hombres, pues pueden considerar que, si han de ser como tú, que más se ponen a padecer que a vivir. ¿Qué espera un marido que hace lo que tú, sino que su mujer, olvidando la obligación de su honor, se le quite? No porque yo lo he de hacer, aunque más ocasiones me des, que el ser quien soy, y el grande amor que por mi desdicha te tengo, no me darán lugar. Mas temo que has de darlo a los viciosos como tú para que pretendan lo que tú desprecias, y a los maldicientes y murmuradores para que lo imaginen y digan. Pues ¿quién verá una mujer como yo, y un hombre como tú, que no tenga tanto atrevimiento como tú descuido?
Palabras eran éstas para que don Diego, abriendo los ojos del alma y del cuerpo, viese la razón de Laura; pero como tenía tan llena el alma de Nise, como desierta de su obligación, acercándose más a ella y encendido en una infernal cólera, le empezó a maltratar de manos, tanto que las perlas de sus dientes presto tomaron forma de corales, bañados en la sangre que empezó a sacar en las crueles manos. Y no contento con esto, sacó la daga para salir con ella de yugo tan pesado como el suyo, a cuya acción las criadas, que estaban procurando apartarle de su señora, alzaron las voces dando gritos, llamando a su padre y hermanos que, desatinados y coléricos, subieron al cuarto de Laura. Y viendo el desatino de don Diego y a la dama bañada en sangre, que de la boca le salía, creyendo don Carlos que la había herido, con un dolor increíble arremetió a don Diego; y quitándole la daga de la mano, se la iba a meter por el corazón, si el arriscado mozo, viendo su manifiesto peligro, no se abrazara con don Carlos, y a este tiempo Laura haciendo lo mismo, le pidiera que se reportase, diciendo:
—¡Ay hermano mío, mira que en esa vida está la de tu triste hermana!
Reportóse don Carlos, y metiéndose su padre por medio apaciguó la pendencia, y volviéndose a sus aposentos, temiendo don Antonio que si cada día había de haber aquellas ocasiones, sería para perderse, se determinó no ver por sus ojos tratar mal una hija tan querida como Laura. Y así otro día, tomando su casa, hijos y hacienda, se fue a Piedra Blanca, dejando a la pobre Laura en su desdichada vida, tan triste y tierna de verlos ir que le faltó muy poco para perderla. Causa para que en oyendo decir que en aquella tierra había mujeres que obligaban con fuerzas de hechizos a que hubiese amor, viendo cada día el de su marido en menoscabo, pensando remediarse por este camino, encargó que le trajesen una, común engaño de personas apasionadas.
Hay en Nápoles, en estos enredos y supersticiones, tanta libertad que públicamente usan sus invenciones, haciendo tantas y con tales apariencias de verdades que casi obligan a ser creídas. Y aunque los confesores y el virrey andan en esto solícitos, como no hay el freno de la Inquisición y los demás castigos, no les amedrentan, porque en Italia lo más ordinario es castigar la bolsa.
No fue perezoso el tercero, a quien Laura encomendó que le trajese la embustera, que sin duda sería alguna amiga, que de unas a otras se comunican estas cosas. Vino la mujer a quien la hermosa Laura, después de obligarla con dádivas, sed de semejantes mujeres, enterneció con lágrimas y animó con promesas, contándole sus desdichas.
En tales razones le pidió lo que deseaba:
—Amiga, si tú haces que mi marido aborrezca a Nise y vuelva a tenerme el amor que al principio de mi casamiento me tuvo, cuando él era más leal y yo más dichosa, tú verás en mi agradecimiento y satisfacción de la manera que estimo tal bien, pues será darte la mitad de mi hacienda. Y cuando esto no baste, mide tu gusto con mi necesidad y señálate tú misma la paga, que si lo que poseo es poco, me venderé para satisfacerte.
La mujer, asegurando a Laura de su saber, contando milagros en sucesos ajenos, facilitó tanto su petición que ya Laura se tenía por segura, a la cual la mujer dijo que había menester para ciertas cosas que había de aderezar, para traer consigo en una bolsilla, barbas, cabellos y dientes de un ahorcado, las cuales reliquias, con las demás cosas, harían que don Diego mudase la condición, de suerte que se espantaría; y que la paga no quería que fuese de más valor que conforme a lo que le sucediese. —Y creed, señora —decía la falsa enredadora—, que no bastan hermosuras ni riquezas a hacer dichosas, sin ayudarse de cosas semejantes a éstas, que si supieses las mujeres que tienen paz con sus maridos por mi causa, desde luego te tendrías por dichosa y asegurarías tus temores.
Confusa estaba Laura, viendo que le pedía una cosa tan difícil para ella, pues no sabía el modo cómo viniese a sus manos; y así, dándole cien escudos en oro, le dijo que el dinero todo lo alcanzaba, que los diese a quien le trajese aquellas cosas, a lo cual replicó la taimada hechicera (que con esto quería entretener la cura para sangrar la bolsa de la dama y encubrir su enredo) que ella no tenía de quién fiarse, demás que estaba la virtud en que ella lo buscase y se lo diese. Y con esto, dejando a Laura en la tristeza y confusión que se puede pensar, se fue.
Pensando estaba Laura en cómo podía buscar lo que la mujer pedía, y hallando por todas partes mil montes de dificultades, el remedio que halló fue hacer dos ríos caudalosos sus hermosos ojos, no hallando de quién fiarse, porque le parecía que era afrenta que una mujer como ella anduviese en tan civiles cosas. De sus criados temía su poco secreto y, sobre todo, temía que don Diego viniese a entenderlo. Con estos pensamientos no hacía sino llorar, y hablando consigo misma, decía, asidas sus manos una con otra:
—¡Desdichada de ti, Laura, y cómo fueras más venturosa si como le costó tu nacimiento la vida a tu madre, fuera también la tuya sacrificio de la muerte! ¡Oh amor, enemigo mortal de las gentes! Y qué de males han venido por ti al mundo, y más a las mujeres que, como en todo somos las más perdidosas y las más fáciles de engañar, parece que sólo contra ellas tienes el poder, o por mejor decir, el enojo. No sé para qué el cielo me crió hermosa, noble y rica, si todo había de tener tan poco valor contra la desdicha, sin que tantos dotes de naturaleza y fortuna me quitasen la mala estrella en que nací. O, ya que lo soy, ¿para qué me guarda la vida?, pues tenerla un desdichado más es agravio que ventura. ¿A quién contaré mis penas que me las remedie? ¿Quién oirá mis quejas que se enternezca? ¿Y quién verá mis lágrimas que me las enjugue? Nadie por cierto, pues mi padre y hermanos, por no oírlas me han desamparado, y hasta el cielo, consuelo de los afligidos, se hace sordo por no dármele. ¡Ay don Diego, y quién lo pensara! Mas sí debiera pensar, si mirara que eres hombre, cuyos engaños quitan el poder a los mismos demonios y hacen ellos lo que los ministros de maldades dejan de hacer. ¿Dónde se hallará un hombre verdadero? ¿En cuál dura la voluntad un día, y más si se ven queridos?, que parece que al pa soque conocen el amor, crece su libertad y aborrecimiento. ¡Malhaya la mujer que en ellos cree, pues al cabo hallará el pago de su amor, como yo le hallo! ¿Quién es la necia que desea casarse, viendo tantos y tan lastimosos ejemplos?, pues la que más piensa que acierta, más yerra. ¿Cómo es mi ánimo tan poco, mi valor tan afeminado y mi cobardía tanta que no quito la vida, no sólo a la enemiga de mi sosiego, sino al ingrato que me trata con tanto rigor? ¡Mas, ay, que tengo amor! Y en lo uno temo perderle, y en lo otro enojarle. ¿Por qué, vanos legisladores del mundo, atáis nuestras manos para las venganzas, imposibilitando nuestras fuerzas con vuestras falsas opiniones, pues nos negáis letras y armas? ¿El alma no es la misma que la de los hombres? Pues si ella es la que da valor al cuerpo, ¿quién obliga a los nuestros a tanta cobardía? Yo aseguro que si entendierais que también había en nosotras valor y fortaleza, no os burlarais como os burláis. Y así, por tenernos sujetas desde que nacemos, vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra, y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas, y por libros almohadillas. ¡Mas triste de mí! ¿De qué me sirven estos pensamientos, pues ya no sirven para remediar cosas tan sin remedio? Lo que ahora importa es pensar cómo daré a esta mujer lo que pide.
Diciendo esto se ponía a pensar qué haría, y luego volvía de nuevo a sus quejas. Quien oyere las que está dando Laura, dirá que la fuerza de amor está en su punto, mas aún faltabaotro extremo mayor. Y fue que viendo cerrar la noche, y viendo ser la más oscura y tenebrosa que en todo aquel invierno había hecho, proponiendo a su pretensión su opinión, sin mirar a lo que se ponía y lo que aventuraba si don Diego venía y la hallaba fuera, diciendo a sus criadas que si venía le dijesen que estaba en casa de alguna de las muchas señoras que había en Nápoles. Poniéndose un manto de una de ellas, con una pequeña linternilla, sin más compañía que la de sus cuidados, se puso en la calle con más ánimo que sus pocos años pedían, y se fue a buscar lo que ella pensaba había de ser su remedio, donde ahora diré, que sólo en pensarlo da miedo. ¡Oh don Diego, causa de tantos males, no te pida Dios cuenta de tantos desaciertos, pues has dado ocasión para que tu mujer no tema el lugar do va, la sospecha que deja en sus criadas y lo que perderá si la hallan en tal ocasión. ¡Oh cuánto le debes si lo miras!
Hay en Nápoles, como una milla apartada de la ciudad, camino de Nuestra Señora del Arca, imagen muy devota de aquel reino, y el mismo por donde se va a Piedra Blanca, como un tiro de piedra del camino real, a un lado de él, un humilladero de cincuenta pies de largo y otros tantos de ancho, la puerta del cual está hacia el camino, y enfrente de ella un altar con una imagen pintada en la misma pared. Tiene el humilladero estado y medio de alto, el suelo es una fosa de más de cuatro en hondura, que coge toda la dicha capilla; sólo queda alrededor un poyo de media vara de ancho, por el cual se anda todo el humilladero. A estado de hombre, y menos, hay puestos por las paredes garfios de hierro, en los cuales, después de haber ahorcado en la plaza los hombres que mueren por justicia, los llevan allá y cuelgan en aquellos garfios; y como los tales se van deshaciendo, caen los huesos en aquel hoyo que, como está sagrado, les sirve de sepultura. Pues a esta parte tan espantosa guió sus pasos la hermosa Laura, donde a la sazón había seis hombres que por salteadores habían ajusticiado pocos días había; la cual, llegando a él con ánimo increíble, que se lo daba amor, entró dentro, tan olvidada del peligro cuanto acordada de sus fortunas, pues no temía, cuando no la gente con quien iba a negociar, el caer dentro de aquella profundidad, donde si tal fuera, jamás se supieran nuevas de ella. Gran valor en tanta flaqueza y delicadas fuerzas, y más que, o por permisión de Dios o por poca destreza, con estar tan bajos que llegaba con las manos a la cara de los miserables hombres, jamás consiguió su deseo, desde las diez que serían cuando llegó allí, hasta la una; y más que sucedió lo que ahora diré.
Ya he contado cómo su padre y hermanos de Laura, por no verla maltratar y ponerse en ocasiones de perderse con su cuñado, se habían retirado a Piedra Blanca, donde vivían, si no olvidados de ella, a lo menos desviados de verla. Estando don Carlos acostado en su cama al tiempo que llegó Laura al humilladero, despertó con riguroso y cruel sobresalto, dando tales voces que parecía se le acababa la vida. Alborotóse la casa, vino su padre y acudieron sus criados, todos confusos y turbados. Solemnizando su dolor con lágrimas, le preguntaban la causa de su mal, la cual estaba escondida, aun al mismo que padecía. El cual, vuelto más en sí, levantándose de la cama y diciendo: «En algún peligro está mi hermana», se comenzó a vestir muy aprisa, dándola para que le ensillasen un caballo, el cual apercibido saltó en él, y sin esperar a ningún criado, a todo correr de él, partió la vía de Nápoles con tanta prisa que a la una se halló enfrente del humilladero, donde paró el caballo de la misma suerte que si fuera de bronce o piedra. Procuraba don Carlos pasar adelante, mas era porfiar en la misma porfía, porque atrás ni adelante era imposible volverle; antes, como arrimándole la espuela quería que caminase, el caballo daba unos bufidos que espantaba. Viendo don Carlos tal cosa, y acordándose del humilladero, volvió a mirarle, y como vio luz que salía de la linterna que su hermana tenía, pensó que alguna hechicera le detenía, y deseando saberlo de cierto, probó si el caballo quería caminar hacia allá, y apenas hizo la acción cuando el caballo, sin premio ninguno, hizo la voluntad de su dueño; y llegando a la puerta con la espada en la mano, dijo, viendo que quien estaba dentro, luego que le sintió, mató la luz y se arrimó a una pared:
—Quienquiera que sea quien está ahí dentro, salga luego fuera, que si no lo hace, por vida del rey que no me he de ir de aquí hasta que con la luz del día vea quién es y qué hace en tal lugar.
Laura, que en la voz conoció a su hermano, pensando que se iría y mudando cuanto pudo la suya, le respondió:
—Yo soy una pobre mujer, que por cierto caso estoy en este lugar, pues no os importa el saber quién soy, por amor de Dios que os vais, y creed, señor caballero, que si porfiáis en aguardar, me arrojaré en esta sepultura, aunque piense perder la vida y el alma.
No disimuló Laura tanto el habla que su hermano, que no la tenía tan olvidada como ella pensó, dando una gran voz, acompañada con un gran suspiro, dijo:
—¡Ay hermana, grande mal hay, pues tú estás aquí, sal fuera, que no en vano me decía mi corazón este suceso! Pues viendo Laura que ya su hermano la había conocido, con el mayor tiento que pudo, por no caer en la fosa, salió arrimándose a las paredes, y tal vez a los mismos ahorcados; y llegando donde su hermano lleno de mil pesares la aguardaba, y no sin lágrimas, se arrojó en sus brazos. ¿Quién duda que la recibiría don Carlos con el amor que la tenía, bien lastimado? Y apartándose a una parte supo de Laura en breves razones la ocasión que había tenido para venir allí, y ella de él, la que le había traído a tal tiempo. Y el remedio que don Carlos tomó fue ponerla sobre su caballo, y subiendo asimismo él, dar la vuelta a Piedra Blanca, teniendo por milagrosa su venida. Y lo mismo sintió Laura, mirándose arrepentida de lo que había hecho.
Cerca de la mañana llegaron a Piedra Blanca, donde sabido de su padre el suceso, haciendo poner un coche y metiéndose en él con sus hijos y hija, se vino a Nápoles, y derecho al palacio del virrey, que lo era en aquella ocasión don Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos, nobilísimo, sabio y piadoso príncipe, cuyas raras virtudes y excelencias no son para escritas en papeles, sino en láminas de bronce y en las lenguas de la fama.
Llegó, como digo, don Antonio, y a los pies de este excelentísimo señor, arrodillado le dijo que, para contar un caso portentoso que había sucedido, le suplicaba mandase venir allí a don Diego Pinatelo, su yerno, porque importaba a su autoridad y sosiego. Su excelencia, que conocía la calidad y valor de don Antonio, envió luego al capitán de su guardia por don Diego, al que hallaron desesperado y su casa alborotada, los criados huidos y las criadas encerradas, temiendo su furor! Y era la causa que, como vino a su casa y no halló en ella a Laura, hecho un león, la quería poner fuego, creyendo que la noble dama era ida, o huyendo de él o a quitarle la honra. Pues como le dijesen que venían de parte del virrey, con turbado y airado semblante fue con los que traían orden de llevarle; que como llegase a la sala y hallase en ella a su suegro, cuñados y mujer, quedó absorto, y más cuando Laura en su presencia contó al virrey lo que en este caso queda escrito, acabando la plática con decir que ella estaba desengañada de lo que era el mundo y los hombres, y que así no quería más batallar con ellos, porque cuando pensaba lo que había hecho y donde se había visto, no acababa de admirarse. Y que supuesto esto, ella se quería entrar en un monasterio, sagrado poderoso para valerse de las miserias a que las mujeres están sujetas.
Oyendo don Diego esto, y llegándole al alma el ser causa de tanto mal, en fin como hombre bien entendido, estimando en aquel punto a Laura más que nunca, y temiendo que ejecutase su determinación, no esperando él por sí alcanzar de ella cosa ninguna, según estaba agraviada, tomó por medio al virrey, suplicándole pidiese a Laura que volviese con él, prometiendo la enmienda de allí adelante, pues ya estaba enterado de la fuerza de su amor. Y que para asegurar a Laura del suyo, pondría en manos de su excelencia a Nise, causa de tantas desventuras, para que la metiese en un convento, porque apartado de ella y agradeciendo a Laura los extremos de su amor, la adorase y sirviese eternamente.
Bien estuvo el virrey con esto, y lo mismo don Antonio y sus hijos. Mas Laura, temerosa de lo pasado, no fue posible que lo aceptase. Antes más firme en su propósito, dijo que era cansarse en vano, que ella quería hacer por Dios, que era amante más agradecido, lo que por un ingrato había hecho. Y ese mismo día se entró en la Concepción, convento noble, rico y santo, sin que pudiera el mismo virrey obligarla a que le dijese quién era la mujer que le había pedido aquellos embustes para castigarla por ellos.
Don Diego, desesperado, se fue a su casa, y tomando las joyas y dineros que halló, se partió sin despedirse de nadie de la ciudad, donde a pocos meses se supo que en la guerra que la Majestad de Felipe III, Rey de España, tenía con el Duque de Saboya, le voló una mina. Laura, viéndose del todo libre, tomó el hábito de religiosa, y a su tiempo profesó, donde hoy vive santísimamente, tan arrepentida de su atrevida determinación que, cuando se acuerda, tiembla, acordándose donde estuvo. Yo supe este caso de su misma boca, y así le cuento por verdadero para que todos conozcan hasta dónde se extiende La fuerza del amor y nueva maravilla de su poder.
Con grandes admiraciones oyeron todos la discreta maravilla que la hermosa Nise había referido, cual exagerando el amor de Laura, cual su entendimiento, y todos su atrevimiento; confirmándose de un parecer, diciendo que entre ellos no hubiera ninguno que se atreviera a ir al lugar que ella fue, dando es a esto motivo el afirmar Nise que era verdad todo cuanto había dicho.
Pues viendo Lisis que ya la hermosa Filis se disponía para contar la suya, acompañada de los músicos, cantó estos burlescos madrigales:
Entremos, pulga hermana,
en cuenta vos y yo: ¿quién os ha dado
condición tan tirana,
valor tan fuerte y ánimo alentado,
que no exceptáis persona?
(Por qué sois la que a nadie no perdona?
Y una cosa tan chica
muerda más que un poeta, ¡brava cosa!
En todo estado pica,
como puede decirlo alguna hermosa,
que lo que habrá negado
a más de dos, la pulga lo ha gozado.
Cuando tu progenie miro,
y tu prosapia humilde considero,
de tu poder me admiro,
y así murmurador llamarte quiero,
que nacido quizá en caballeriza,
a todo el mundo pica y martiriza.
Sastre de carne humana,
que a los nacidos cuidadosos tienes,
pues por tarde y mañana,
echando por do vas o por do vienes,
jueces criminales
sois, el amor y tú, de los mortales.
¡Oh comisario altivo!
¡Oh juez de la mesta riguroso! ¡Oh alcalde vengativo!
¡Oh alguacil sin piedad y malicioso!
¡Oh tramposo escribano,
que matar y dar vida está en tu mano!
De mi amistad te obliga,
pues te dejo picar algunas veces;
pica, y serás mi amiga,
con sal, gracia y donaire a los jueces,
que el premio señalado
me le den, que le tengo ya alquilado.
Notable gusto dieron a los oyentes las bien cantadas liras, conociendo, como era la verdad, ser hechas para algún certamen, y dieron por ello muchas gracias a la divina Lisis, y más don Diego, que con cada verso que la hermosa dama cantaba, añadía muchas prisiones a su libertad, dando a don Juan mil celosos pesares, porque, aunque dio nombre a su desafío diferente, dando a entender que por haberle dicho que le temía como a poeta y no como alentado, que cierto era que quería a Lisarda y no aborrecía a Lisis, no querría que se quedase sin la una y la otra, pues a hombre tan mudable una celda sola le conviene.
Mientras Lisis oía mil alabanzas, y todo aquel ilustre auditorio se las daba, trocaron asientos Nise y Filis, la cual, estando todos atentos, dijo así:
—Ya que la hermosa Nise ha declarado en su maravilla cuánta es la fuerza del amor, por seguir su estilo quiero en la mía probar cuánta es la fuerza de la virtud, dando premio a una dama a quien el desengaño de otra dio méritos para merecerle; para que los hombres entiendan que hay mujeres virtuosas, y que no es razón que por las malas pierdan las buenas, pues no todas merecen un lugar ni una opinión, y sin apartarme de la verdad, empiezo así: