La fontana de oro/XXXVI
Al oír Lázaro de boca de las dos esfinges la noticia de la expulsión de su antigua amiga, sintió deseos de coger por el moño a entrambas nobilísimas damas y darles allí el castigo de su crueldad. A pesar de su agravio, y de que no conocía las razones que habían tenido para echarla a la calle, un gran interés por aquella infeliz se despertó en su corazón. Indudablemente, a él le tocaba ampararla en aquel trance, apartarla del vicio a que su soledad podía conducirla, socorrerla, en fin, porque había sido su amiga, le había amado, y en tales casos es de corazones generosos y buenos olvidar las injurias y pagarlas con nobles acciones. Viendo que no le daban razón de su paradero, bajó y salió dispuesto a buscarla. Pero ¿dónde, dónde la iba a encontrar? Clara no conocía a nadie en Madrid. Sí: conocía a Bozmediano. Esta idea enfrió repentinamente la generosidad del joven. «Tal vez -pensaba-, se marchó, porque Bozmediano la indujo a ello; tal vez ya la tenía consigo». Esto avivó los celos y el rencor del estudiante, que resolvió no descansar hasta descubrir el misterio de aquella salida y pedir cuentas a Claudio de su grande traición.
Con esta idea se dirigió a casa de este, dispuesto a dar un escándalo en la casa si no le permitían verle. Lo probable, según él, era que Clara estuviera allí. Los celos le cegaban al pensar que aquella joven, que algunos meses antes se le había aparecido con todo el encanto de la sencillez y de la gracia, de la virtud doliente y de la tranquilidad doméstica, había cedido a las sugestiones de un libertino sin conciencia. Era preciso no dejar sin castigo aquella infamia. «Aún me interesa mucho -decía-; aún la quiero mucho para que perdone yo esta injuria, que me parece hecha a una persona mía; injuria que cae sobre mí, que iba a ser...».
Llegó a la casa de Bozmediano y esperó, paseando en la calle, a que avanzara el día. Cuando sintió las ocho, entró y preguntó al portero. Este, que ya le conocía de verle allí los días anteriores, no le puso tan mala cara como antes, porque recordó cierto diálogo que con su amo había tenido a propósito de aquella visita. Le había dicho que un joven vino a preguntar por él sesenta veces seguidas. Al amo picole la curiosidad, y quiso saber las señas; dióselas el portero con mucha exactitud, y sospechando Bozmediano que podía ser Lázaro, advirtió al doméstico que si volvía estando allí le introdujera inmediatamente. Claudio sospechaba a qué podía venir el joven, y lejos de rehuir la visita, la deseaba.
Pero el portero, a pesar de lo terminante de la orden, creyó que era un desacato recibir a aquella hora a un joven que no era militar, ni venía en coche, ni traía botas a la farolé. Hízole esperar un buen rato, y por fin le introdujo, después de avisar para que despertaran al señorito. Este tardó un cuarto de hora en salir de su cuarto.
«Ya debe usted suponer a lo que vengo -dijo Lázaro sin saludarle-: usted me conoce, usted me dio la libertad. Yo creía que desde entonces podía haber entre nosotros la amistad que a mí me imponía la gratitud; pero usted no ha querido; usted ha seducido y deshonrado a una pobre muchacha, a quien considero yo como mi hermana. Si usted me sacó de la cárcel por hacer más grande la injuria que he recibido, hizo usted bien, por mi parte, porque estoy libre para pedirle cuenta de su acción, que es la acción más infame que puede cometer un hombre».
-Yo no cometo acciones infames. No le dejo pronunciar una palabra más sin que antes se apresure a desdecirse. Sí, usted se desdirá. Todo eso es una calumnia. Yo no he seducido ni he deshonrado a joven alguna. Usted está ciego de furor y extraviado por la pasión. Le han engañado a usted, y sólo por saber que está usted engañado, tolero las palabras que he oído. Pero me será muy fácil sacarle a usted de su error.
-Eso es lo que quiero -dijo Lázaro-. Si usted me convenciera de lo contrario... Pero no podrá usted convencerme. Yo le he visto a usted, le he visto salir como un ladrón de la casa en que Clara estaba recogida. Usted ha entrado allí por ella, ha entrado llamado tal vez por ella.
-¡Oh, no! -exclamó Claudio, interrumpiéndole-. Siéntese usted; hablemos con calma. No anticipe usted juicios temerarios. Yo los voy a desvanecer.
-Hable usted. No habrá palabras, no habrá nada que pueda desvanecer el juicio que se forma al ver a un hombre que penetra a hurtadillas en la casa en que una joven está sola, y mucho más cuando estos juicios están formados después de antecedentes muy claros. Yo no he venido aquí a que usted me explique nada. No tengo duda, sino certidumbre, de la infamia que usted ha cometido. He venido tan sólo a tener el placer de decirle a usted que es un mal caballero y un hombre corrompido; a sufrir las consecuencias de esta acusación, porque yo no temo a adversario ninguno, por temible y fuerte que sea, cuando me creo obligado a vengar un agravio.
-Pues yo, que jamás he tratado de evadirme de las consecuencias de un asunto semejante -dijo Bozmediano con mucha energía-; yo, que no me dejo castigar de nadie, ni he permitido que jamás hombre alguno pronuncie contra mí una voz injuriosa, una reticencia, una alusión cualquiera, voy ahora a explicarme con usted en esta cuestión, esperando que se convenza y retire todo eso que ha dicho usted al entrar aquí. Todo lo comprendo, es natural: por lo mismo lo olvido hasta ver si, después de lo que yo digo, insiste usted en repetirlo.
-Hable usted; yo lo deseo.
-Yo no he visto a Clara más que tres veces -continuó Bozmediano-. Ella no sabe ni cómo me llamo, ni quién soy. Me ha visto poco, y le soy tan indiferente, que puedo asegurar que ocupo en su corazón el mismo lugar que una persona desconocida. Un día encontré a ese malhadado viejo fanático en la calle: le llevé a su casa, y vi a Clara por primera vez. Me habló; y con la sencillez propia de su carácter y la franqueza que da la necesidad de expansión y trato, me contó algunas cosas de aquella casa. No le negaré a usted que desde entonces me interesó muchísimo; que pensé en que nada podía satisfacerme tanto como sacarla de la prisión, darle alegría y librarla de la tutela de aquel hombre sombrío, capaz de poner triste a la misma felicidad.
Bozmediano contó después la segunda entrevista con Clara, recordando hasta algunas palabras de sus diálogos con ella. El otro joven oía con mucha atención aquel relato hecho con toda la veracidad posible.
«Yo seré franco y no ocultaré a usted mis sentimientos, mis primeras intenciones -continuó-, para que pueda usted juzgarme mejor. Al principio vi en Clara el objeto de una aventura; y a pesar de que me inspiraba mucha lástima y un verdadero interés, no podía menos de proceder con cierta ligereza en la formación de mis planes. No lo negaré: yo no pretendo desfigurar los hechos; esta confesión es igual a la que haría un moribundo ante un sacerdote. Pero o las circunstancias o ella torcieron mi plan primitivo. Ella tiene un carácter angelical. Llena de bondad y sencillez, es capaz de vencer las sugestiones de todo hombre que no sea un vil o un libertino. Le confieso a usted que, por último, fue tal la fuerza que en mí tomó el primer sentimiento afectuoso y compasivo que me había inspirado, que concluí por amarla. No puedo negar que, a pesar de haberme infundido este amor verdadero, yo persistía en mi propósito de sacarla de allí violentamente, de llevármela como una cosa mía. No consideraba esto como un agravio, y hubiera matado a cualquiera que, interpuesto entre ella y yo, me la hubiera quitado. Yo supe -no me lo dijo ella- que existía una persona a quien quería mucho. Esto me desconcertó. Supe que estaba usted en la cárcel, y no vacilé un momento. Comprendí que si ella le quería a usted verdaderamente, la mejor acción que en mí cabía era ponerle a usted en libertad, devolvérsele. ¡Qué complicación! De este modo pensaba yo ganar en su concepto. No se asombre usted: yo me he creído siempre práctico en estas cuestiones; y dado el carácter de Clara, es seguro que más le amaría a usted cuanto más durara su prisión. Pero yo no contaba con otros muchos tesoros de bondad de aquel carácter. Usted vivía con ella, y la vigilancia, la crueldad de tres señoras ridículas y de un viejo extravagante impedían que la viera, que la socorriera, librándola de tantos martirios. Usted vivía allí, y no le hablaba, no le consolaba, no aparentaba quererla. «He aquí mi ocasión -dije yo-. Lázaro aparece a sus ojos como un ingrato: ¿no será posible que ella le desprecie? Su situación en aquella casa fúnebre, la tristeza en que vive y se consume, ¿no serán causa de que desee libertad, vida, afectos, todo lo que allí no tiene, ni puede, ni sabe darle ese joven indiferente, ocupado por la pasión política?». Confiese usted que la situación era la más a propósito para que yo aspirara a merecer de ella algo más que gratitud. Resolví sacarla de allí, llevármela. Fui tan ciego, que no preví su resistencia, su fidelidad, su grande afecto al primer amigo; afecto más fuerte que todos los martirios y todas las privaciones. Dispuse entrar en la casa cuando estuviera sola, y entré por donde usted sabe. Ella, al verme, se asustó tanto que casi me arrepentí de haber dado aquel paso. Me suplicó que saliera, me lo pidió de rodillas; yo le dije que no esperara nada, que usted no podría ni sabría salvarla del poder de aquella gente cruel. Nada, no me oyó. Su propósito era inquebrantable. Conocí que su fidelidad era la más grande de sus virtudes, y creyendo que era imposible arrancarle la primera imagen, la imagen que nada puede borrar, desistí de mi intento. Ella no quería escucharme; se desesperaba al comprender cuánto podía comprometerla mi entrada en la casa; me pedía llorando que la dejara entregada a su tristeza, a su soledad. Confieso que nunca me he visto tan pequeño como entonces, en presencia de aquella criatura débil, incorruptible, no sólo a las promesas del amor de un joven, sino aun al soborno de la libertad, de la posición, de la felicidad. Al marcharme, sentí que alguien entraba en la casa. No sé quien era; yo huí por no comprometerla; huí aterrado por la idea de que, a pesar de mis precauciones, alguien de la casa había descubierto mi entrada».
-Era yo -dijo Lázaro-: yo le vi salir a usted por la buhardilla.
-Lo que he referido a usted -afirmó Bozmediano solemnemente-, es la pura verdad. No he omitido nada que me pudiera honrar, ni nada tampoco que me pudiera reprimir o ponerme en ridículo. Es la pura verdad; se lo juro a usted por la salvación de mi madre, cuyo retrato está allí, y siempre me parece que me está mirando.
Claudio señaló un retrato que había en la habitación; y al hacer su juramento, tenían sus palabras tal entonación de sinceridad, que Lázaro no pudo contestar lo que un momento antes pensaba.
«Sin embargo -dijo Lázaro, que creía que aquella declaración no podía satisfacerle-, yo quiero que usted me dé alguna prueba positiva. Usted comprenderá que en estos asuntos no basta, no puede bastar la palabra».
-¿Que no puede bastar la palabra? No basta, es cierto, para espíritus preocupados. Hay ciertas cosas que no se pueden certificar de otro modo. A veces la afirmación de una persona es suficiente para llevar al ánimo de otra la convicción más profunda. No puedo creer que usted, si hace a Clara la acusación que a mí me ha hecho; si ella, con la serenidad de la inocencia, le contesta a usted la verdad, no puedo figurarme de ningún modo que usted no la crea. Háblele usted; rompa el silencio de aquella casa; véala usted un momento; oiga su voz, y si ante las declaraciones que ella le haga persiste usted creerla culpable, no es digno, lo digo cien veces, no es digno de mirarla.
Lázaro no pudo resistir a la gran fuerza de estas palabras. Era imposible, según él pensó, que la ficción y la astucia de un hombre pudieran llegar a ocultar la verdad de aquel modo. Bozmediano no mentía.
«¡Oh, calle usted! -dijo Lázaro sin poderse contener-: o es usted el histrión más perfecto, o dice la verdad. Yo, que jamás he mentido, que no sé ni puedo fingir, siento una fuerte inclinación a creer lo que usted me ha dicho. Pero tiene el corazón unas susceptibilidades y escrúpulos de que la razón y la palabra no pueden librarle».
-Veamos a Clara -dijo Claudio con resolución.
-¿Dónde?
-En casa de esos demonios. Si es posible, acogotaremos a las tres viejas.
-Clara no está allí ya. La han despedido.
-¿Y por qué? ¿Dónde está?
-No lo sé -dijo Lázaro tristemente.
-Pero ¿a dónde ha ido?
-Esa es mi duda, mi angustia. ¿A dónde puede haber ido? No conoce a nadie. Encontrándose sola en la calle, ¿dónde estará? Yo creí... Francamente, creí que estuviera aquí.
-¡Aquí!
-Yo pensé que usted la había inducido a salir; que había venido en busca de usted, a quien conocía.
-¿Y aún cree usted que está aquí? -preguntó Bozmediano sonriendo.
-Ahora... no afirmo nada... dudo.
-Y si le pruebo a usted que no está aquí ni ha venido, ¿qué creerá usted?
-Aun así no será posible arrancar la última raíz de mi recelo; aún no lograré la evidencia que necesito; evidencia que nada ni nadie me podrá dar.
-La adquirirá usted por su propio sentimiento. Hay cosas que se creen por revelación, que nada ni nadie puede destruir. Hay cosas de que no se puede dudar, porque su evidencia está encarnada en nuestro ser, y dudar de ellas es algo semejante a la muerte. Vamos a buscarla.
-¿Dónde?
-Vamos a buscarla. Por lo mismo que no conoce a nadie, es más fácil encontrarla. Estoy seguro de que la encontraremos.
-Recorreremos todas las calles, preguntaremos a la policía, nos informaremos de todo el mundo -dijo Lázaro.
-Sí, sí: haremos todo eso.
-Iremos a los hospitales, a los asilos; entraremos, si es preciso, en todas las casas.
-Sí.
-Iremos a la antigua casa; preguntaremos a la portera, a los vecinos, al tendero más próximo.
-Eso es. Diga usted, ¿no había en aquella casa una criada?
-Sí, había una. No sé su nombre.
-¿Dónde estará? Si la encontramos, tal vez nos dé alguna luz. Puede ser que se haya dirigido a ella. Recuerdo que esa criada me dijo que iba a casarse con un tabernero, y que tendría una tienda. Si esa mujer tiene casa abierta y Clara sabía dónde está esa casa, es seguro, casi seguro que habrá ido allá.
-Efectivamente -dijo Lázaro-. Vamos a ver si averiguamos dónde está esa mujer.
Salieron y se encaminaron a la calle de Válgame Dios. Preguntaron a la portera de la antigua casa si se había alquilado de nuevo el cuarto segundo. Dijo la portera que no. Preguntáronle el nombre de la criada y si sabía su paradero.
«Se llama Pascuala -contestó-: está casada con un tabernero llamado Pascual; pero no sé dónde vive. El tabernero de la calle del Barquillo debe de saberlo, porque es compadre suyo».
Este hombre les dijo que los Pascuales vivían en la calle del Humilladero, y los dos jóvenes se dirigieron inmediatamente allá.