La fontana de oro/XXXIII
Mucho le asombró a Lázaro lo que pasó en la casa de la calle de Belén el día después de su excursión a la plazuela de Afligidos, que fue el día mismo de la sesión que hemos referido. Serían las tres de la tarde cuando entró su tío; las dos arpías se abalanzaron hacia él, y con la hiel propia de sus caracteres emponzoñados, le dijeron, disputándose a cuál hablaba primero:
«¡Ah, señor don Elías: no sabe usted lo incomodadas que nos tiene este mozalbete! ¿No sabe usted a qué hora entró anoche? ¿Lo creerá usted? ¡A las doce!... ¡Qué escándalo! ¡En una casa como esta, en una casa de paz, de decoro, de virtudes! A las doce entró este caballerito, que sin duda pasó la noche en alguno de esos clubes, como dicen, quizás alborotando y aprendiendo todas esas herejías que andan ahora por ahí. ¿Qué le parece a usted? ¿Pero no se irrita usted, señor don Elías? Y lo peor es que entró haciendo un ruido con esos taconazos... y dando unas voces... Porque como está Paulita tan mala, es el caso que se alteró con el ruido y quiso salirse de la cama. ¡Ay, qué hombre! Crea usted que ya nos tiene consumidas su sobrinito, señor don Elías, y es preciso que tome usted una determinación, porque esta casa... ya ve usted... esta casa...».
Todo lo dijo casi en su totalidad Paz, aunque a Salomé pertenecieron algunas palabras. Pero viendo las dos que la filípica no hacía efecto ninguno en Coletilla (y esto era lo que asombraba a Lázaro), tomó la palabra Salomé sola para decir:
«¿Y no sabe usted que este... joven es de lo más mal educado que he visto? Pues el otro día estuvimos en casa de don Silvestre Entrambasaguas, y se portó tan groseramente que nos dio vergüenza de ir en su compañía. Luego por la calle andaba con unas carreras... En fin, si usted no se decide a sacarlo de los clubes...».
(Advertimos, para que el lector no extrañe la singularidad de este plural, que la dama, para explicarla, aseguraba que no decía clubs, por lo mismo que no decía candils, ni fusils, en lo cual no andaba del todo descaminada.)
Lázaro sintió impulsos de agarrar por el moño a uno y otro basilisco, y dar allí un ejemplo del vejamen que podía sufrir la aristocracia histórica en la ilustre familia de los Porreños; pero su indignación se calmó al observar que su tío, lejos de escuchar con ira aquellas acusaciones, se sonrió, y pasándole la mano por el hombro casi cariñosamente, si es permitido usar esta palabra, dijo:
«No se incomoden ustedes por tan poca cosa. Si llegó tarde, fue sin duda porque tuvo alguna ocupación: eso no tiene nada de particular. Lázaro se porta bien: yo se lo aseguro a ustedes».
-¡Jesús, señor don Elías! -exclamó Salomé como si oyera una obscenidad-. ¡Jesús, señor don Elías: yo esperaba de usted algún miramiento para con nosotras!
-Pero, señoras, digo tan sólo que si mi sobrino llegó tarde, fue porque tuvo algo que hacer.
-No esperaba yo de usted semejantes palabras -indicó Paz, poniendo los ojos, la boca y la nariz en la misma disposición compungida que si fuera a llorar.
-No sé en qué podemos nosotras haber faltado -observó Salomé, poniéndose verde y haciendo también un gran esfuerzo para hacer creer que si no lloraba era por no faltar a las conveniencias sociales-. No sé en qué podemos nosotras haber faltado para que usted nos diga eso.
-Como está una en desgracia... -murmuró Paz bajando la cara para que se creyera que devoraba una humillación.
-Pero, señoras -dijo Coletilla con mucha seriedad-, yo no he agraviado a ustedes; he disculpado a mi sobrino solamente...
-Como está una en desgracia... -añadió la dama continuando la queja interrumpida-, ya no se nos guardan ciertas consideraciones, y se nos desmiente cuando afirmamos una cosa.
-¡Yo, señoras mías! -balbució Elías.
-En otro tiempo -dijo Salomé, respirando fuerte y acumulando en la mirada todo el desdén de su carácter-, en otro tiempo no pasaba así. Cada persona se mantenía en su lugar, y el que estaba obligado a acatarnos, no llegaba nunca hasta nosotros sino con el mayor respeto y cortesía. Hoy todo ha cambiado.
-¡Hoy todo ha cambiado! ¡Cómo ha de ser! -exclamó Paz, que después de incalculables esfuerzos consiguió su objeto, el cual consistía en que una lagrimita rodara por sus mejillas atomatadas.
-Adiós, señor don Elías -dijo Salomé, hecha un veneno porque el realista no se arrodilló a sus plantas como esperaba.
-Adiós, señor don Elías -repitió Paz, viendo que su lagrimita no ablandaba el duro corazón del antiguo mayordomo.
-Pero vengan ustedes acá, señoras...
Las dos volvieron rápidamente.
«Yo estoy confuso; no sé por qué toman ustedes ese tono. No sé en qué puedo haberlas ofendido. ¿Qué he dicho?».
-Ha dicho usted lo que no quiero recordar -dijo Paz, limpiándose la consabida lagrimita.
-Ha dicho usted que su sobrino se enmendará. ¡Oh!, no puedo creer que usted... -exclamó Salomé.
-Adiós, señor don Elías.
-Adiós, señor don Elías.
Se fueron. El fanático volvió pronto de su estupor, y después, dando poca importancia a aquel asunto, se dirigió a su sobrino y dijo:
«Vamos, Lázaro: esta noche se reúnen tus amigos en la Fontana. Hay gran sesión: no faltes. Yo no me opongo a que cada cual manifieste sus opiniones; tú tienes las tuyas: yo las respeto. Sé que tienes talento y quiero que te conozcan. Ve a la Fontana, ve esta noche».
Lázaro se quedó absorto, y apenas creía que lo dijera aquello el hombre intransigente que tantas recriminaciones le había hecho por sus ideas liberales; pero acostumbrado ya a las cosas raras e inverosímiles, no se preocupó mucho.
Llegó la hora de comer, y la santa ceremonia del pan de cada día fue tan silenciosa que aquella casa parecía de duelo. Baste decir que a Salomé se le olvidó pasarle los garbanzos a Lázaro, y que este, por no dar lugar a un nuevo conflicto, ni los pidió ni los tomó. Tampoco en la ración del realista estuvo muy pródiga doña Paz, pues se le olvidó ponerle carne, en lo cual aquel grande hombre, que sólo vivía de espíritu, no hizo alto. La otra vieja hizo cuanto en ser humano cabe para dar a entender que no tenía apetito; pero de todos los medios que se conocen para probar tal cosa dejó de emplear el mejor, que es no comer. A tanto no llegaron sus esfuerzos. Paz dio algunos suspiros entre bocado y bocado. El único suceso importante que turbó la calma de aquella comida melancólica y callada fue una ligera disputa suscitada entre las dos arpías, porque Salomé decía que el estofado se quemó por culpa de Paz, y esta aseguraba lo contrario. Al concluir, Elías dio tregua a sus meditaciones para preguntar:
«Pero ¿no está mejor doña Paulita? ¡Bah!, supongo que no será nada».
Salomé se apresuró a llevar a la boca una uva, que tenía entre sus delicados dedos para poder decir:
«¿Que no será nada? Crea usted que está bastante grave».
Al decir esto, los movimientos de la delgada piel y los huesos angulosos de su gaznate indicaron que la uva había pasado.
«¿Pero es cosa de gravedad?» dijo Elías.
-¿Qué, tanto le interesa a usted? -preguntó con mucha hinchazón María de la Paz, que sentía renacer en sí todas las fuerzas de su antigua habilidosa elocuencia de salón.
-¿Pues no me ha de interesar? -dijo Elías sintiendo herido su amor propio de mayordomo-. Pero voy, si ustedes me permiten, a verla.
-No puede usted ahora, porque está durmiendo.
-La va usted a molestar.
Las dos se sonrieron satisfechas de la humillación que creían arrojar sobre Elías retirándole momentáneamente su confianza.
«Pues si no puede ser, me retiro».
-Vaya usted con Dios.
-Si se ofrece algo, señoras... -dijo el realista.
Y contra lo que ellas esperaban, el realista se marchó, dejándolas muy contrariadas.
«¡Ay! -exclamó Salomé-, ¿será posible?».
-¿Qué? -dijo Paz alarmada.
-Que las ideas del día hayan también...
-¿Será posible?...
-¡También él!...
El ámbito del comedor resonó con la vibración de dos suspiros que eran dos poemas. Pero ningún suceso grave resultó de aquel singular estado de sus caracteres, a no ser que quiera considerarse como tal el gran puntapié que se llevó el perrito Batilo sin motivo serio que lo explicara.