La fontana de oro/XVII
Cuando Lázaro vio cerrarse la puerta de su prisión y sintió perderse en la galería los pasos de su carcelero, miró en torno suyo, y se halló rodeado de la más profunda obscuridad. Luz entraba por una reja que en lo alto de la pared había; pero él, viniendo de la calle, estaba deslumbrado y no veía más que tinieblas. Por un momento le fue difícil darse cuenta de su situación. Aquello le parecía un sueño. ¿Su viaje a Madrid había sido cosa real o visión percibida en aquel calabozo?
Los pensamientos que en desorden y confusamente se agolparon en la mente del joven no son para referidos. El primer sentimiento que en él se manifestó, fue una gran compasión de sí mismo, que emanaba de la ridiculez con que los hechos anteriores le presentaban a sus propios ojos. Él había creído que cada paso dado en la Corte sería un paso dado hacia su futuro engrandecimiento e inmortalidad. El club patriótico más célebre de España le había abierto sus puertas, ofreciéndole una tribuna, un pedestal; la fortuna parecía haberle allanado todos los caminos, y después... Pero no podía acusar a la fortuna. Esta le había dado ocasión, sitio, auditorio; había puesto a su servicio un trastorno popular; había dispuesto sólo para él un inmenso grupo de oyentes trastornados y dispuestos a hacer la apoteosis del primer advenedizo. La fortuna había organizado para él una manifestación popular, pronta a improvisar un héroe en cada calle. La fortuna no debía ser acusada: él tenía la culpa, él, que había nacido para una vida obscura tal vez, para ser un buen artesano, un buen labrador, y nada más. Y aquel saber presuntuoso, aquellos conatos de pueril elocuencia, aquella vanidad prematura de grande hombre, eran quizás tan sólo fenómenos nacidos de esa serie de fantasmagorías que acompañan siempre a la juventud hasta dejarla a las puertas de la virilidad.
Después de pensar estas cosas, se fijó en su situación. Estaba preso. Le formarían causa por alterador del orden público. ¿Qué sería de él? Además había cometido una gran falta en no visitar inmediatamente a su tío. ¿Qué pensaría Clara?
Al verse sumergido en una especie de sepulcro, su imaginación principió a divagar. Estaba débil y muy fatigado. En cuarenta y ocho horas había dormido apenas cinco; además la falta de alimento le extenuaba. Cediendo al cansancio, empezó a dormitar; mas no durmió con ese sueño que da reposo al cuerpo y al espíritu, porque su excitación le impedía un descanso profundo. Dormía con el letargo doloroso e indeciso que representa todas las visiones de la vigilia anterior de un modo incoherente y monstruoso.
En su sueño creía escuchar lamentos que resonaban en las bóvedas de la cárcel. La antigua Cárcel de Villa era un mal buhardillón, dividido en celdas donde los presos no tenían comodidad ni estaban seguros. La prisión no tenía aquel horror majestuoso con que los poetas nos han pintado todos los calabozos. Pero a Lázaro antojábasele un sombrío edificio, gigantesco sepulcro de vivos, de altísimas y negras paredes, de gruesos e inaccesibles torreones, con un gran foso lleno de aguas cenagosas y verdes, con largas filas de mazmorras, de las cuales la más lóbrega y subterránea era la suya. Se le figuraba estar muchos pies bajo tierra; creía que aquella reja daba a algún conducto misterioso, y que detrás de los muros habría una presa de agua. En su sueño creyó sentir el ruido de un torrente: el agua entraba con lentitud; enormes ratas corrían buscando entre los pies del preso refugio contra el naufragio. Todo se le representaba según las siniestras relaciones de las cárceles de la Inquisición que había leído en sus libros.
Después le parecía que los muros se apartaban: se encontraba en el interior de una gran sala, cuyas paredes estaban tendidas de negro; en el fondo había una mesa con un crucifijo y dos velas amarillas, y sentados alrededor de esta mesa cinco hombres de espantosa mirada, cinco inquisidores vestidos con la siniestra librea del Santo Oficio. Aquellos hombres le hacían preguntas a que no podía contestar. Después se acercaban a él cuatro sayones, le desnudaban, le ataban a la rueda de una máquina horrible, la movían, rechinaban los ejes, crujían sus huesos. Él lanzaba gritos de dolor, es decir, ponía en ejercicio sus órganos vocales; pero el sonido no se oía.
Después la decoración y las figuras cambiaban: se le representaban dos filas de hombres cubiertos con capuchón negro y agujereado en la cara en el lugar de los ojos. Por el fondo venían los mismos que le interrogaron, y uno de ellos traía enarbolado el mismo Santo Cristo que presidió al tormento. Cantaban con voz lúgubre una salmodia que parecía salir de lo más profundo de la tierra, y avanzaban todos, él también, en pausada procesión. Gentío inmenso le contemplaba impasible y frío: un fraile, también impasible, iba a su lado, pronunciando a su oído palabras santas que él no pudo comprender. Le hablaba de la otra vida y del alma.
Después le pareció que la comitiva se detenía. Frente a frente vio una claridad extraña, como toda claridad que brilla durante el día. Aquella claridad se convirtió en llama, que brotaba de un montón de leña. La llama crecía, crecía hasta llegar a una altura enorme; crujían los leños, saltaban chispas; una columna de humo negro subía hasta tocar el cielo. Después algunos hombres feroces, vestidos también con diabólico uniforme, le ataban fuertemente de pies y manos, le acercaban a la hoguera, le echaban en ella. En un momento de súbito e indescriptible horror sintió arder rechinando sus cabellos, consumidos en un segundo; sus ropas en otro segundo. Rechinó tenuemente el vello de toda su piel; hirvió su carne con el chirrido intenso y discorde de todo cuerpo húmedo que cae en el fuego. Respiró fuego, bebió fuego, se convirtió en fuego sensible y animado con los dolores de su propia combustión. Quiso gritar: la llama no conduce el sonido. Quiso huir: no tenía movimiento, no tenía cuerpo, no era más que una mecha. Quiso orar: no tenía pensamiento; no era ya más que una pavesa, una masa de ceniza. El viento le desmoronaba: se sentía difundirse en el espacio ardiente, se quemaba ya quemado. No era más que humo: se consideraba subiendo en espiral renegrida, y siempre quemándose, siempre quemándose y consumiéndose; difundido ya, aniquilado, evaporado, acabado... hasta que al fin despertó, cubierto todo con el sudor de la agonía.
Despertó, porque un ruido de voces resonaba a su lado. La puerta de la prisión se había abierto. Era la caída de la tarde. Un carcelero, que traía una linterna, alumbraba y guiaba a otro hombre que venía a visitar al preso. Este hombre era Coletilla.