La fontana de oro/X
Lázaro era un poco retórico en la augusta cátedra del club democrático de Zaragoza. Parece que allí tenían buena acogida ciertas fórmulas del decir que nuestro joven había aprendido con su maestro de Humanidades de Tudela, varón docto de la escuela pura de Luzán. El joven tenía, sin embargo, el instinto de la elocuencia tribunicia seca, rotunda, incisiva, desnuda. La Fontana, por desgracia, en aquella ocasión, era enemiga declarada de la retórica, y más enemiga aún de las frases hechas, de los lugares comunes y de esos preámbulos oficiosos, neciamente corteses y en extremo fastidiosos de la oratoria académica.
Lázaro tuvo la mala tentación (porque tentación del demonio fue sin duda) de empezar con aquello de su pequeñez en presencia de tantos grandes hombres, y lo escogido e ilustrado del auditorio, siguiendo después lo de su confusión y su necesidad de indulgencia, sus escasas fuerzas, etc., etc. El exordio fue largo: otra desventura. Algunas voces dijeron: «Al grano, al grano».
Pero a Lázaro le fue un poco difícil dar con el grano, lo cual no es de extrañar, porque no estaba preparado, ni había vuelto aún de la sorpresa. En vano hizo una sinécdoque de las más expresivas; en vano quiso dominar al público con cuatro lítotes y dos o tres metonimias: no era aquel su camino. Dijo algunas generalidades que a él le parecían muy nuevas, pero que en realidad eran viejísimas, y concluyó un párrafo con dos o tres sentencias plutarquianas, que a él le parecían encajar como de molde, pero que no produjeron sensación ninguna. Él esperaba un aplauso: nadie aplaudió.
Lázaro estaba acostumbrado a oír aplausos desde el principio: esto le daba estímulo. La frialdad que notaba en el auditorio en aquella ocasión, le desanimó. Quiso pensar en esto, y casi estuvo a punto de no saber qué decir. Y, sin embargo, él tenía fijos en la imaginación algunos magníficos pensamientos; pero ¡cosa singular!, no los podía decir. Le parecía verlos escritos delante; pero por un misterio, natural en aquellos momentos, no encontraba la forma oratoria para expresarlos. ¡Qué contrariedad! Poco a poco, hasta la voz se le enronqueció. Sin duda había en el espíritu de nuestro amigo una influencia maligna. Hablaba con frialdad unas veces; notábalo él mismo, y al querer corregirlo, gritaba demasiado. Las ideas le faltaban, las imágenes se le desvanecían, las palabras se le atropellaban en la boca.
¡Ah! ¿Dónde estaban aquellas peroraciones internas, llenas de vida, de vehemencia, persuasivas como una voz divina? ¿Dónde aquella lógica terrible, que en la profundidad de sus deliquios oratorios hervía en su cerebro, el cual parecía pequeño para tantas ideas? ¿Dónde estaban los pensamientos sublimes, la facundia descriptiva, la facultad pintoresca, la sentencia concisa y profunda? Sí: él sentía bullir todo esto allá dentro; dentro de aquel Lázaro solitario y apasionado que hablaba de la Naturaleza en el silencio de la noche, que hablaba a la Sociedad en lo profundo de un sueño. Las ideas, las formas, el lenguaje, todo lo tenía, todo lo sentía dentro de sí; pero no podía, no podía de ningún modo expresarlo.
En todo orador hay dos entidades: el orador, propiamente dicho, y el hombre. Cuando el primero se dirige a la multitud, el segundo queda atrás, dentro, mejor dicho, hablando también. Dos peroraciones simultáneas son producidas por un mismo cerebro. Una es verbal y sonora: dejémosla al público. Otra es profunda y muda: examinémosla. Lázaro describía, apostrofaba, rebatía, exponía, declamaba. Interiormente, la otra voz parecía decir esto: «¡Qué mal lo estoy haciendo! ¡No me aplauden! ¿Qué debo decir ahora?... ¿Trataré este punto?... No lo trato... ¿Y aquella idea que antes me ocurrió?... ¡Se me ha escapado!...». Y al mismo tiempo no interrumpía su oración; continuaba defendiendo el club de Zaragoza, explanaba su sistema democrático, y hacía además una breve historia de la República. Pero la voz de dentro seguía de este modo: «No sé qué hacer... ¿Por qué no me aplauden?... No me conozco... Yo tenía tantos argumentos... ¿Dónde están?... ¡Ah! Voy a emitir esta gran idea... Ya la he dicho... No ha hecho efecto... Procuraré ser esmerado en la frase... Esta oración va bien... ¿Cómo la terminaré?... ¡Qué apuro!... No doy con el adjetivo... ¡Demonio de adjetivo!... ¡Ah!, terminaré con un apóstrofe... allá va... No ha hecho efecto... no me aplauden».
Así hablaba el alma atribulada de Lázaro, mientras con los medios exteriores se dirigía al auditorio en un discurso, confuso, tortuoso, desigual y falto de lógica.
Empezaron las toses. Dicen los oradores que al oír las toses en las pausas de sus discursos, se les hiela la sangre. Lázaro las oyó repetidas y comunicadas a todo el auditorio, y resonaron en su corazón como siniestros ecos. Él tosió también. ¡Ah!, la tos le concedió cuatro segundos de descanso: hizo un esfuerzo desesperado, tomó algunas ideas en aquel depósito que tenía en la mente, se apoderó de ellas con firmeza y prosiguió hablando:
«Allá va eso, decía la lengua interior; allá van... las expondré de este modo... no... mejor de este otro... no... mejor del otro... de cualquier modo... ¡Oh!, hay allí uno que se está riendo... Y otro que cuchichea. Pero qué tos les ha entrado... No les gusta lo que digo ahora... ni esto tampoco... ánimo... Concluiré este párrafo con una cita... allá va... ¡Ah!, tampoco ha hecho efecto...».
Compréndase bien que estas frases que nadie oye y el discurso que oyen todos, guardan perfecto paralelismo.
¡Ah, qué misterios hay en la inteligencia humana, y qué fenómenos tan extraños en sus relaciones con la palabra humana!
¿Por qué fracasó el discurso del aragonés? ¿Fracasó por la reunión diabólica de mil accidentes, ajenos a la naturaleza de su notable ingenio y de su fácil palabra? ¿De quién fue la culpa, de él o del público? Aquí hay otro gran misterio. El público y el orador tienden a fascinarse mutuamente. El primero mira y oye: no sabemos lo que es más terrible, si la mirada o el oído. Las miles de pupilas dan vértigo. La atención de tanta gente dirigida a una sola voz confunde y anonada. El orador, por su parte, ve y oye: ve la serenidad anhelante o desdeñosa, y oye toser. Por eso Lázaro hubiera deseado en algunos momentos de aquella noche ser sordo y ciego. Pero el orador tiene sobre el público una ventaja; tiene un arma, además de la palabra: el gesto. Él también fascina, él también lleva en sus ojos aquel vértigo que confunde y anonada; él generalmente mira hacia abajo para ver al público; puede mover sus brazos y su cabeza cuando el público está como atado de pies y manos, inmóvil y viviendo sólo de atención.
Aquella noche fatal, Lázaro y el público se fascinaron mutuamente, no se impusieron el uno al otro, no se comunicaron. Ni Lázaro persuadió al público, ni este aplaudió al orador. Un público no persuadido y un orador no aplaudido se rechazan, se repelen con energía. «Es preciso que calles», hay que decir a este. «Es preciso que te marches», hay que decir a aquel.
El joven aragonés había tenido la peor de las tentaciones: la tentación de ser largo y difuso. Un segundo más de lo regular basta a concluir la paciencia de un auditorio y a trocar su interés en hastío. Lázaro vio pasar este segundo sin notarlo. Indudablemente no se comprendieron el uno al otro. ¿Se despreciaron mutuamente? ¿Se temieron mutuamente? Tal vez empezaron por temerse; pero es lo cierto que acabaron por despreciarse.
Lo singular es que si se hubiera preguntado a cualquiera particularmente su opinión sobre el discurso, habría dado tal vez una opinión no desfavorable; pero la opinión de un público no es la suma de las opiniones de los individuos que lo forman, no; en la opinión colectiva de aquel hay algo fatal, algo no comprendido en las leyes del sentido humano. Decididamente, Lázaro fracasaba.
Veinte veces se le ocurrió que era preciso concluir. ¿Pero cómo? No se atrevía. Iba a concluir mal. ¡Qué horror! Y para terminar mal, valía más no terminar, seguir hablando, siempre, siempre, siempre. Buscaba el final y no podía encontrarlo. ¡Y el final es tan importante! Podía rehabilitarse en un momento de inspiración. ¡Oh!, la idea de concluir sin un aplauso le daba horror. Por eso temía el final y lo evitaba. Pero era preciso acabar: a las toses siguieron los bostezos, a los cuchicheos los murmullos. Buscaba sin cesar el remate; daba vueltas alrededor del asunto, procurando una salida airosa; pero no encontraba escapatoria; la palabra se deslizaba de su boca, y afluía continua, sin solución, infinita.
«Es preciso concluir», decía la voz interior. «¿Concluir? No hallo el fin, y el fin ha de ser bueno... ¡Dios mío, ampárame! Resumiré... recapitularé... pero ya no me acuerdo de lo que he dicho... ¿Pediré perdón al auditorio?... No: eso es rebajarme...». Al fin le ocurrió la oración final, y la empezó; pero al llegar al final, otra oración se enlazó con ella, y con ésta otra, y otra, y otra. Su discurso era una oscilación sin término; pero el público se impacientaba. Ni un minuto más: se apoderó del último período, resuelto a que fuera el último. Pronunció al fin el postrer substantivo; y después, alzando la voz, emitió con graduación los tres adjetivos que le acompañaban para darle fuerza, y calló.
La postrera palabra de aquel malhadado discurso vibró en el espacio, sola, seca, triste, con fúnebre resonancia. Ni un aplauso ni una exclamación satisfactoria la recogió. Su voz había caído en el abismo sin producir un eco. Parecíale que no había hablado, que su discurso había sido una de aquellas mudas, aunque elocuentes manifestaciones internas de su genio oratorio. Estaba en un desierto; rodeábale una noche. ¿Qué había dicho? Nada. Y había hablado mucho. Aquello fue como si diera golpes en el vacío, como si hiriera en una sombra creyéndola cuerpo humano, como si hubiera encendido un sol en un mundo de ciegos. Bajó con el alma atribulada, oprimido el corazón, ardiente y turbada la cabeza, bañado el rostro en sudor frío.
En vano Javier quiso rehabilitarle dando algunas palmadas tardías. El público, animal implacable, le mandó callar. Lázaro tuvo la presencia de espíritu suficiente para contemplar cara a cara aquellas cien bocas que bostezaban. Robespierre se desperezaba en el mostrador con suprema expresión de fastidio.
«Lo he hecho muy mal» dijo tristemente el orador al oído de su amigo.
-Ya lo harás mejor otro día. Eres un gran hombre; pero no has tocado en el quid. Con una lección mía estarás al corriente. Otro va a hablar: atiende ahora.
-No: yo me voy a casa de mi tío. No puedo estar aquí más tiempo. Me ahogo.
-Espera a ver lo que este va a decir.
Un segundo orador subió a la tribuna a disipar el fastidio que la peroración de Lázaro había causado. Mientras la multitud celebraba con aplausos maquinales las frases de su orador favorito, el otro se iba sumergiendo lentamente en profunda melancolía. Nada es más terrible que estos momentos de desencanto en que el alma yace atormentada por los dolores de la caída: el tormento de esta situación consiste en cierta ridiculez que rodea todos los recuerdos de las pasadas ilusiones. Todas las frases de íntimo elogio, de profundo orgullo con que antes se regaló la imaginación, resuenan con eco de burla en la pobre alma abatida, llena de vergüenza.
«Pero es preciso intentar una rehabilitación -decía Lázaro para sí-. ¿Y cómo? Todos murmuran de mí, y si mañana se ofrece hablar de mi discurso, dirán todos que fue detestable, malísimo. Correrá de boca en boca, llegará a oídos de todas las personas que me interesan. Ella lo sabrá, se reirá tal vez de mí. Todos se reirán ahora».
Lo más particular es que desde que bajó de la tribuna empezaron a ocurrirle grandes pensamientos, magníficos recursos de elocuencia, soberbios golpes de efecto, citas oportunísimas; y estaba seguro de que, diciendo aquello, arrancaría grandes aplausos. Pero ya era tarde: estaba allí mudo y perplejo, cubierto su espíritu de una nube sombría.
Entre tanto, el nuevo orador divagaba a sus anchas por el campo de la historia y de la política, y, por último, expuso la necesidad de la manifestación preparada para el siguiente día. Todos se levantaron unánimes gritando: «¡Sí!» Todos prometieron concurrir, y tres o cuatro, encargados del ceremonial, dieron cuenta del arreglo de la procesión; se fijó la hora, se designó el punto de reunión. Los bravos sucedieron a los aplausos, y los aplausos a los bravos, y al fin la sesión terminó.
Los socios comenzaron a salir; pero aquella fracción ignorante y turbulenta, que ocupaba siempre uno de los rincones del café, no creyó conveniente salir sin decir algo. Calleja subió a una silla y gritó, dirigiéndose a los suyos:
«¡Señores, serenata a Morillo!».
La idea fue acogida con estrépito. Morillo era el Capitán general de Castilla la Nueva. Enemigo de asonadas tumultuosas, había tomado sus medidas para impedir la procesión. Una parte del pueblo se agolpó junto a su casa en la noche del 17, atronando toda la calle con espantosa cencerrada.
«¡Serenata a Morillo!» dijo Calleja saliendo de la Fontana y reuniendo toda la gente dispuesta para el caso que por allí pasaba.
No sabemos por dónde vino; pero allí estaba Tres Pesetas. Nuestros tres amigos y Lázaro salieron de los últimos, y se acercaron por curiosidad al grupo que Calleja había formado.
Entre tanto, el barbero pasó en dos zancajos a la otra acera, y se acercó a la puerta de su casa. Su mujer salió a encontrarle.
«Ciudadano, ¿has hablado?» le dijo.
-No, ciudadanita mía. No pudo ser esta noche; pero lo que es mañana, o hablo o me corto la lengua. Ya tengo estudiado el principio, y no se me olvidará una letra. Cuando hable, me los como.
-Estoy por no dejarte entrar -le contestó gravemente su mujer-. Si yo llevara calzones, ya me habían de oír. Así y todo, si me pusiera a ello, los volvía locos... Si yo tuviera calzones, andaba por esos clubes a qué quieres boca. Porque tengo más verdades aquí en el buche...
-Ya verás mañana a la noche si hablo o no. Es que cuando voy a empezar me hace unas cosquillas la lengua... y me trabo. Pero no tengas cuidado, que los voy a dejar aturrullados.
-¡Serenata a Morillo! -dijeron cien voces.
-Señores -exclamó uno de los más célebres oradores de la Fontana-, váyase cada uno a su casa, que estos desórdenes nos van a desacreditar. Cada uno en paz a su casa; nada de gritos.
Estos discretos consejos fueron saludados con murmullo prolongado de reprobación.
«¿Quién es ese servilón?» dijo una voz aguardentosa, que no era otra que la del sin par Chaleco.
-A casa de Morillo -repitió Calleja-. Mujer, tráeme el almirez.
El gentío aumentaba con nuevas remesas enviadas de la plazuela de la Cebada y del barrio del Salitre. Los socios de la Fontana se habían marchado, cerrose el club y sólo quedaron en la calle los tres amigos y Lázaro, que se despedía para ir a casa de su tío.
«Espera un instante para ver lo que sale de aquí» le dijo Javier deteniéndole.
A la sazón una persona daba fuertes golpes a la puerta de Calleja.
«¿Qué hay?» dijo este acercándose e interrumpiendo una patriótica y barberil alocución que había comenzado.
-Que vaya usted en seguida a sangrar a don Liborio, que está muy malito.
-Demonio de enfermo: mañana le sangraré.
-No puede esperar: vaya usted pronto -exclamó el criado.
-Señores, ¿qué hago? -preguntó el barbero a sus amigos.
-No vayas, Calleja; que se sangre él solo. Esta no es noche de sangrías. ¡A casa de Morillo!
-Señores... yo quisiera cumplir... porque ya ven ustedes... mi profesión. La ciencia es lo primero.
-No vayas, Calleja.
-Señores, volveré en seguida. A ver -añadió abriendo la puerta de su casa-, ciudadana, tráeme las lancetas.
La ciudadana salió muy afligida, y le dijo:
«A ver cómo le ponemos una ayuda a Joaquinito, que está muy malo. ¡Si vieras qué vomitona le ha dado! ¿Se la pongo de malvas?».
-Póngasela de demonios cocidos, hermana -exclamó Tres Pesetas furibundo.
-Poco a poco, señores -contestó Calleja-. ¿De malvas o de aceite? Déjenme ustedes ver cómo se arregla eso; porque para mí... ¿por qué lo he de negar?, la ciencia es lo primero.
Lázaro insistía en dejar a sus tres amigos: tan aburrido y melancólico estaba.
«Espera, hombre -le decía Javier deteniéndole aún-. Espera a ver lo que hacen estos bárbaros».
-¡Qué es eso de bárbaros! -exclamaron con furia los que más cerca estaban, volviéndose hacia los amigos con tanto interés, que hasta el mismo Calleja dejó la ciencia para salir en defensa de la corporación-. ¿Qué es eso de bárbaros, caballeritos?
-¿Quiénes son esos pelandingues? -dijo uno.
-Este es el aragonés que nos rezó el rosario esta noche. ¡Qué modo de hablar!
-Si parecía un sermón de Viernes Santo...
-El diablo me lleve si no les acaricio las muelas a esos catacaldos -dijo Tres Pesetas, dispuesto a hacer lo que decía.
Javier, el Doctrino, el poeta clásico, vieron una tempestad sobre sus cabezas; pero el poeta clásico, que era el mismo enemigo, no se acobardó y tuvo el antojo de llamar rapista al grandioso Calleja. La chispa saltó, y la lucha era inminente; pero tan desigual, que los cuatro mozos no quisieron arriesgarse a ella, volvieron las espaldas y apretaron a correr, unidos siempre, dirigiéndose a la calle de la Victoria. Muchos de los contrarios les siguieron dando voces y arrojándoles piedras; pero los fugitivos andaban muy ligeros y lograron refugiarse en la calle de la Gorguera, metiéndose en el portal de la casa en que uno de ellos vivía. Cerraron cuidadosamente por dentro. Un enorme canto, lanzado por las robustas manos de Tres Pesetas, chocó en la puerta tan fuertemente, que si hubiera cogido a alguno le hace añicos. Felizmente los jóvenes estaban seguros, y los de fuera, al ver que la presa se les había escapado, retrocedieron, marchándose todos a dar una armoniosa cencerrada al Capitán general de Madrid.