La flecha negra: Libro Segundo

La Flecha Negra
de Robert Louis Stevenson
Libro Segundo

Dick hace algunas preguntas

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El Castillo del Foso no se hallaba muy lejos del escabroso camino del bosque.

Exteriormente, era un macizo rectángulo de piedra roja, flanqueado en cada esquina por una torre redonda, con aspilleras para los arqueros y coronado de almenas. En su interior encerraba un reducido patio. El foso tendría unos cuatro metros de ancho y se hallaba cruzado por un solo puente levadizo. Lo abastecía de agua una zanja que iba a parar a una laguna del bosque y que, en toda su extensión, quedaba protegida y vigilada desde las almenas de las dos torres del lado sur. A excepción de uno o dos altos y gruesos árboles que se había permitido quedasen a medio tiro de ballesta de los muros, la casa estaba en buena situación para la defensa.

Dick halló en el patio a una parte de la guarnición, ocupada en los preparativos para rechazar el ataque y discutiendo con aire sombrío las probabilidades de verse sitiados. Unos construían flechas y otros afilaban sus espadas, largo tiempo en desuso; pero mientras trabajaban sacudían la cabeza con aire preocupado.

Doce de los hombres de armas de sir Daniel habían escapado de la batalla, cruzando, entre peligros continuos, el bosque y llegado con vida al Castillo del Foso. Pero de esta docena, tres fueron gravemente heridos; dos, en Risingham, en el desorden de la derrota, y el otro, por los tiradores de John Amend-all al cruzar el bosque. Esto elevaba la fuerza de la guarnición, contando a Hatch, sir Daniel y el joven Shelton, a veintidós hombres. Y continuamente se esperaba la llegada de más. No consistía, pues, el peligro en la falta de hombres.

Lo que a todos tenía con el corazón oprimido era el terror que inspiraban los de la Flecha Negra. Por sus francos y declarados enemigos del partido de York, en aquellos tiempos de incesantes cambios, no sentía más que cierta vaga inquietud. «Las cosas -como decían las gentes de aquella época- pueden cambiar una vez más», antes de sufrir daño. Pero sus vecinos del bosque sí que les hacían temblar. No era sir Daniel únicamente el blanco de su odio. Sus hombres, conscientes de su impunidad, se portaron cruelmente en toda la comarca. Las severas órdenes se ejecutaron con sumo rigor, y de la cuadrilla que charlaba sentada en el patio no había uno solo que no fuese culpable de algún acto de opresión o de barbarie. Pero ahora, por los azares de la guerra, sir Daniel se hallaba impotente para defender a los que eran sus instrumentos; ahora, a consecuencia de unas horas de combate, en el que muchos de ellos no estuvieron presentes, todos se habían convertido en traidores al estado, sin poder escudarse en la ley, diezmados y encerrados en una pobre fortaleza, casi indefendible, y expuestos al resentimiento de sus víctimas. No les habían faltado tampoco terribles anuncios de la suerte que les esperaba.

A diferentes horas de la tarde y de la noche, no menos de siete caballos sin jinete llegaron a la puerta de la fortaleza, relinchando aterrorizados. Dos pertenecían al destacamento de Selden; cinco a los hombres de armas que fueron con sir Daniel al campo de batalla. Últimamente, poco antes de rayar el alba, había llegado tambaleándose, hasta el borde del foso, un lancero, herido de tres flechazos. Al conducirle para prestarle auxilio, entregó a Dios su alma; pero por las palabras que pronunció en su agonía, comprendieron que era el único superviviente de una considerable compañía.

Hasta el mismo Hatch, bajo su tez curtida por el sol, descubría la palidez de su ansiedad, y cuando, llevándose a Dick a un lado, supo la suerte de Selden, se dejó caer sobre un banco de piedra y lloró amargamente. Los otros, desde las banquetas y los umbrales donde se hallaban sentados tomando el sol, le miraron tan sorprendidos como alarmados; pero ninguno se aventuró a inquirir la causa de su dolor.

-¿Qué os dije yo, master Shelton? -exclamó Hatch al fin-. ¿Qué os dije yo? Así desapareceremos todos; Selden, un hombre hábil, para mí era como un hermano. ¡Pues bien: ha sido el segundo que ha partido y tras él iremos todos! Porque ¿qué decían aquellos malditos versos? «Una flecha negra por cada maldad.» ¿No era esto lo que decían? Appleyard, Selden, Smith y el viejo Humphrey se nos han ido, y allá está el pobre John Carter, pidiendo a gritos un confesor, el desdichado pecador.

Dick se puso a escuchar. Desde una ventana baja, muy cerca de donde estaban hablando ellos, llegaban a su oído gemidos y susurros.

-¿Está ahí? -preguntó.

-Sí, en el cuarto de la segunda guardia -contestó Hatch-. No pudimos llevarle más lejos; tan mal estaba ya, en cuerpo y alma. A cada escalón que le subíamos, creía morirse. Mas ahora creo yo que es su alma la que sufre. Pide, sin cesar, un cura, y sir Oliver, no sé por qué, no llega todavía. Larga va a ser su confesión, pero Appleyard y Selden, los pobres, murieron sin ella.

Dick se asomó a la ventana y miró hacia el interior. La reducida celda era baja de techo y sombría; sin embargo, distinguió al soldado herido sobre el mísero lecho.

-Carter, amigo mío, ¿cómo estás? -le preguntó.

-Master Shelton -respondió el hombre muy bajo y con gran excitación-: ¡Por la divina luz del cielo, traed al cura! ¡Ay de mí... me voy a toda prisa... me siento sin fuerzas... mis heridas son de muerte! ¡Ya no tendréis que prestarme otro servicio, éste será el último! Por el bien de mi alma y como caballero leal, id pronto; mirad que tengo un peso sobre mi conciencia que me arrastrará a los infiernos.

Lanzó algunos gemidos y Dick le oyó rechinar los dientes, bien fuera de dolor o de miedo.

En aquel momento apareció sir Daniel en el umbral de la habitación. En la mano llevaba una carta.

-Muchachos -dijo-: hemos sufrido un desagradable contratiempo; hemos sufrido un revés, ¿a qué negarlo? Pero precisamente por ello aprestémonos a ensillar de nuevo. Ese viejo Enrique VI se ha llevado la peor parte. Lavémonos, pues, las manos de él. Tengo un buen amigo que goza de gran influencia cerca del duque, el lord de Wensleydale. Pues bien: he escrito a mi amigo rogándole a su señoría su intercesión y ofreciéndole grandes satisfacciones por el pasado y razonables seguridades para el futuro. No cabe duda de que nos atenderá. Pero las súplicas sin dádivas son como canciones sin música; por eso le colmo de promesas, muchachos..., sin regatearle ninguna. ¿Qué falta, pues? ¡Ah! Una cosa importante... ¿para qué engañarnos?, una cosa importante y bastante difícil: un mensajero que la lleve. Los bosques... bien lo sabéis..., están llenos de enemigos nuestros. Muy necesaria es la rapidez; pero sin astucia y cautela de nada nos serviría. ¿Quién hay, pues, en esta compañía, que quiera llevar esta carta, entregarla a su señoría de Wensleydale y traerme la respuesta?

Se levantó al instante uno de aquellos hombres.

-Yo iré, si os place -dijo-. No me importa arriesgar el pellejo.

-No, Dick Bowyer, no irás -repuso el caballero-. No me place. Astuto eres, pero no rápido. Siempre fuiste un perezoso.

-Si es así, sir Daniel, aquí estoy yo -gritó otro.

-¡No quiera el cielo! -exclamó el caballero-. Tú eres rápido, pero nada astuto. Tú cometerías el disparate de meterte de cabeza en el campamento de John Amend-all. A los dos os doy gracias por vuestro valor, pero, verdaderamente, no puede ser.

Se ofreció entonces Hatch y también fue rechazado.

-A ti te necesito aquí, amigo Bennet; tú eres mi mano derecha -repuso el caballero.

Se adelantaron varios en grupo, y sir Daniel, al cabo, eligió uno y le dio la carta.

-Ahora -dijo el caballero-, ten presente que de tu rapidez y discreción dependemos todos. Tráeme una respuesta favorable y antes de tres meses habré limpiado mis bosques de esos vagabundos que nos desafían en nuestras propias barbas. Pero óyelo bien, Throgmorton: la tarea no tiene nada de fácil. Has de partir de noche y deslizarte como un zorro. Cómo podrás cruzar el río Till, lo ignoro, pero no será por el puente ni por el vado.

-Sé nadar -replicó Throgmorton-. No temáis; llegaré sano y salvo.

-Bien, amigo; marcha entonces a la despensa -respondió sir Daniel-, que, antes que nada, habrás de nadar en cerveza negra. -Y con estas palabras, le volvió la espalda y entró en la sala.

-¡Qué lengua tan sabia la de sir Daniel! -dijo Hatch a Dick en voz baja-. Fíjate, si no, en cómo donde otros hombres de menor calibre hubieran andado buscando paliativos, él va derecho al asunto y habla claro a toda la compañía. Éste es el peligro, les dijo, y ésta la dificultad, y todo en tono de broma. ¡Ah, por santa Bárbara, ése es un buen capitán! ¡No ha quedado un hombre que no se haya animado al oírle! ¡Mira con qué ardor se han puesto todos a trabajar de nuevo!

Este elogio de sir Daniel suscitó una idea en la mente del muchacho.

-Dime, Bennet -dijo-: ¿cómo murió mi padre?

-No me preguntes esto -respondió el otro-. Yo no tuve arte ni parte en ello; además, he de guardar silencio, master Dick. Porque, mira: de las cosas propias puede hablar un hombre, pero de rumores y habladurías no. Pregúntaselo a sir Oliver... o a Carter, si quieres; pero no a mí.

Y con el pretexto de ir a realizar la ronda, Hatch se marchó, dejando a Dick absorto en sus cavilaciones.

¿Por qué no querrá decírmelo? -pensó el muchacho-. ¿Y por qué nombró a Carter? Carter..., ¿será que éste participó en el asesinato?

Penetró en la casa y, recorriendo un pasillo, llegó a la puerta de la celda, donde yacía, gimiendo, el herido. Al verle entrar, Carter le preguntó con ansiedad:

-¿Habéis traído al cura?

-Todavía no -contestó Dick-. Antes tienes que decirme una cosa. ¿Cómo murió mi padre, Harry Shelton?

A Carter se le alteró el rostro.

-No lo sé -respondió, hosco.

-Sí lo sabes -repuso Dick-. No intentes engañarme.

-Os digo que no lo sé -repitió Carter.

-Entonces morirás sin confesión -exclamó Dick-. Aquí me quedaré. No tendrás a tu lado ningún cura; te lo aseguro. ¿De qué te serviría la penitencia, si no tienes el propósito de reparar los males en que hayas participado? Y sin arrepentimiento, la confesión no resulta más que una burla.

-Decís lo que no tenéis intención de hacer, master Dick -exclamó Carter con toda calma-. Mal está amenazar a un moribundo y, en verdad, mal os sienta. Pero si poco habla en vuestro favor, de menos os servirá. Quedaos, si gustáis. Condenaréis mi alma... ¡pero no averiguaréis nada! Esto es todo cuanto he de deciros.

Y el herido se volvió del otro lado.

Verdaderamente, Dick había hablado con precipitación y se sentía avergonzado de su amenaza. Pero intentó un último esfuerzo.

-Carter -exclamó-: no me has comprendido. Sé perfectamente que fuiste un instrumento en manos de otros; el vasallo ha de obedecer a su señor; no quiero culpar a nadie. Pero, por muchas partes, empiezo a saber que sobre mi juventud e ignorancia pesa el deber de vengar a mi padre. Por eso te suplico, amigo Carter, que olvides mis amenazas, y que con sinceridad y contrición me digas algo que pueda ayudarme.

Carter guardó silencio; por mucho que insistió Dick, no pudo arrancarle una sola palabra.

-Muy bien -exclamó Dick-. Voy a llamar al cura, como deseas; pues sean las que fueren tus deudas para conmigo o los míos, no quisiera yo tenerlas con nadie, y menos con quien se halla en el tránsito de la muerte.

Una vez más el viejo soldado permaneció silencioso; hasta sus gemidos había contenido; y, al volverse Dick y abandonar la estancia, no pudo menos de admirar aquella huraña fortaleza de ánimo. Sin embargo -pensó-, ¿de qué sirve el valor sin la inteligencia? Si sus manos no hubieran estado manchadas de sangre, habría hablado; su silencio ha confesado más claramente el secreto que todas las palabras que pudiera emplear. De todos lados llueven pruebas sobre mí. Sir Daniel, sea por propia mano o por la de sus hombres, es quien lo hizo todo.

Dick se detuvo un momento en medio del enlosado corredor, sintiendo el corazón oprimido. En aquella ocasión, cuando la suerte de sir Daniel estaba en decadencia, cuando sitiado por los arqueros de la Flecha Negra y proscrito por los victoriosos partidarios de York ¿iba a volverse él también contra el hombre que le había criado y educado, que si castigó con severidad sus faltas infantiles, habíale protegido infatigablemente en su juventud? Cruel necesidad sería ésta, si llegaba a ser ineludible su deber.

¡Quiera el cielo que sea inocente!, se dijo. Resonaron unos pasos sobre las losas, y vio acercarse gravemente a sir Oliver.

-Alguien os espera con ansiedad -dijo Dick.

-Precisamente allá voy, mi buen Richard -contestó el clérigo-. Es el pobre Carter... Desgraciadamente, no tiene remedio.

-Más enfermo del alma está que del cuerpo -repuso Dick.

-¿Le has visto? -preguntó sir Oliver con visible sobresalto.

-De allí vengo -respondió Dick.

-¿Qué te dijo?... ¿Qué te dijo? -exclamó el cura, con extraordinaria vehemencia y cierta acritud.

-No hizo más que llamaros de un modo que daba lástima, sir Oliver. Convendría que os dierais prisa, pues su estado es grave -replicó el muchacho.

-Voy enseguida. ¡Qué le vamos a hacer! Todos tenemos nuestros pecados. A todos nos llega nuestra hora, amigo Richard.

-Sí, sir Oliver, y ojalá que todos lleguemos a ella justa y honradamente.

Bajó el cura los ojos, y, murmurando una bendición que apenas pudo oírse, desapareció apresuradamente.


¡El también! -pensó Dick-. ¡Él, a quien debo mi educación religiosa! ¿Qué mundo es éste, si todos los que por mí se inquietan son culpables de la muerte de mi padre? ¡Venganza! ¡Ay! ¡Triste suerte la mía si he de verme obligado a vengarme de mis propios amigos!

Esta idea trajo a su memoria el recuerdo de Matcham.

Sonrió al pensar en su raro compañero, y le asaltó la curiosidad de saber dónde estaría. Desde que juntos llegaron a las puertas del Castillo del Foso, había desaparecido el jovenzuelo, y ya empezaba Dick a sentir el deseo de cruzar con él la palabra.

Cerca de una hora después, celebrada la misa rápidamente por sir Oliver, se reunió la compañía en la sala, disponiéndose para la comida. Era un largo y bajo aposento, cubierto de verdes juncos y ornadas sus paredes con tapices de Arras representando hombres salvajes y sabuesos siguiendo un rastro; aquí y allá colgaban lanzas, arcos y escudos. Ardía el fuego en la gran chimenea. En torno a la pared había bancos tapizados y, en el centro, la mesa, bien provista, esperaba la llegada de los comensales.

No se presentaron sir Daniel ni su esposa. El mismo sir Oliver estaba también ausente, y tampoco se sabía nada de Matcham.

Dick comenzó a alarmarse, recordando los tristes presentimientos de su compañero, y sospechando ya que algo malo le hubiera ocurrido a éste en aquella casa.

Después de la comida se encontró con Goody Hatch, que marchaba apresuradamente en busca de lady Brackley.

-Goody -le dijo-: por favor, ¿dónde está master Matcham? Cuando llegamos te vi entrar con él.

La vieja se echó a reír a carcajadas.

-¡Ah, master Dick! ¡Sin duda tenéis buenos ojos! -y volvió a reír.

-Bien, pero oye: ¿dónde está? -insistió Dick.

-No le veréis ya más -replicó la vieja-. Nunca más. Estad seguro de ello.

-Si no he de verle -respondió el muchacho-, habré de saber por qué razón. El no vino aquí por su propia voluntad; poco valgo, mas soy su mejor protector y cuidaré de que se le trate bien. ¡Son ya demasiados misterios y empiezo a estar cansado de ello!

Apenas acababa de hablar, cuando caía sobre su hombro una pesada mano. Era Bennet Hatch, que llegó por detrás, en silencio, y con un gesto del pulgar despidió a su mujer.

-Amigo Dick -le dijo tan pronto como estuvieron solos-: ¿estáis realmente loco? Si no dejáis en paz ciertas cosas, más os valiera estar en el mar salado que aquí en el Castillo del Foso. Me habéis venido a mí con preguntas, habéis estado atormentando a Carter, y al clericucho le habéis aterrorizado con insinuaciones. Tened más prudencia, no seáis necio, y sobre todo ahora, cuando sir Daniel os llame, ponedle buena cara, por discreción. Vais a sufrir un riguroso interrogatorio. Tened cuidado con lo que respondéis.

-Hatch -replicó Dick-: todo esto me huele a conciencia culpable.

-Y si no obráis con más prudencia, pronto os olerá a sangre -repuso Hatch-. No hago más que advertiros. Y ahí viene uno a llamaros. En efecto, en ese momento cruzaba el patio un hombre que venía en busca de Dick para decirle que sir Daniel le esperaba.


Los dos juramentos

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Sir Daniel se hallaba en la sala, paseando malhumorado ante la lumbre y esperando la llegada de Dick. Nadie más había en la estancia, a excepción de sir Oliver, y aun éste se mantenía discretamente sentado a cierta distancia, hojeando su breviario y musitando sus preces.

-¿Me habéis mandado llamar, sir Daniel? -preguntó el joven Shelton.

-En efecto, te he mandado llamar -respondió el caballero-. Porque... ¿qué ha llegado a mis oídos? ¿Tan mal tutor he sido para ti que te apresuras a difamarme? ¿O acaso porque me ves por el momento derrotado, piensas abandonar mi partido? ¡No era así tu padre! Cuando le tenía uno a su lado, allí podía estar seguro de que se quedaría, contra viento y marea. Pero tú, Dick, me parece que eres amigo de los buenos tiempos solamente y buscas ahora el medio de desembarazarte de tu fidelidad.

-Permitidme, sir Daniel: eso no es así -repuso Dick con firmeza-. Soy agradecido y fiel, hasta donde pueden llegar el agradecimiento y la fidelidad. Y antes de proseguir tengo que daros las gracias a vos y a sir Oliver; los dos tenéis derechos sobre mí... nadie con más derechos que vos, y sería un perro desagradecido si lo olvidase.

-Bien está eso -dijo sir Daniel. Pero mostrándose de pronto muy enojado, continuó-: Gratitud, fidelidad... palabras nada más son, Dick Shelton; yo quiero hechos. En esta hora de peligro para mí, cuando mi buen nombre está en entredicho, se confiscan mis tierras y cuando en mis bosques pululan los que anhelan destruirme, ¿de qué me sirve tu gratitud? ¿Qué valor tiene tu fidelidad? No me quedan más que unos cuantos de mis hombres... ¿Es gratitud o fidelidad envenenar sus almas con tus insidiosas murmuraciones? ¡Dios me libre de semejante gratitud! Pero, veamos, ¿qué deseas? Habla; aquí estamos para contestarte. Si algo tienes que decir contra mí, adelántate y dilo.

-Señor -contestó Dick-: mi padre murió siendo yo muy niño. Hasta mis oídos llegaron rumores de que fue vilmente asesinado. Hasta mí ha llegado... no he de ocultarlo, que vos tuvisteis parte en el crimen. Y en verdad os digo que no podré tener paz en mi espíritu ni decidirme a ayudaros hasta que se desvanezcan mis dudas.

Sir Daniel se sentó en un ancho escaño y, apoyando en una mano la barbilla, miró fijamente a Dick.

-¿Y crees tú -preguntó- que hubiera sido yo tutor del hijo de un hombre a quien asesiné?

-No -respondió Dick-; perdonadme si os contesto con rudeza: pero lo cierto es que sabéis perfectamente cuán productiva es una tutoría. Durante todos estos años, ¿no habéis estado disfrutando de mis rentas y capitaneando mis hombres? No sé lo que eso os pueda valer; pero sé que algo vale. Perdonadme de nuevo, pero si cometisteis la vileza de matar a un hombre que estaba bajo vuestra guarda, acaso tuvierais razones suficientes para cometer acciones menos viles.

-Cuando yo tenía tu edad, muchacho -replicó con severidad sir Daniel-, jamás atormentaron mi espíritu semejantes sospechas. Y en cuanto a sir Oliver, aquí presente - añadió-, ¿por qué había de ser él, un sacerdote, culpable de una acción semejante?

-No, sir Daniel -exclamó Dick-; el perro va donde su amo le ordena. Sabido es que este sacerdote no es más que vuestro instrumento. Hablo con franqueza; no están los tiempos para cortesías. Del mismo modo que hablo quisiera que se me contestara. ¡Y, sin embargo, no se me da una respuesta categórica! Vos no hacéis sino volver a interrogarme. Os aconsejo que tengáis cuidado, sir Daniel, porque por este camino aumentáis mis dudas en vez de disiparlas.

-Te contestaré con toda franqueza, master Richard -dijo el caballero-. Si pretendiera hacerte creer que no me enojan tus palabras, te engañaría. Seré justo, aun en mi cólera. Cuando seas un hombre hecho y derecho, y yo no sea tu tutor, y no pueda, por consiguiente, resentirme de ello, ven entonces con eso, y verás qué pronto te contesto como te mereces: con un puñetazo en la boca. Hasta entonces dos caminos tienes: tragarte esos insultos, tener quieta tu lengua y luchar entretanto por el hombre que te ha dado de comer y ha luchado por ti en la infancia, o si no... la puerta está abierta... de enemigos míos están llenos mis bosques... vete.

La energía con que fueron pronunciadas estas palabras, y las furiosas miradas que las acompañaron hicieron vacilar a Dick; sin embargo, no le privaron de observar que, después de todo, continuaba sin obtener respuesta.

-Nada hay que desee más ansiosamente, sir Daniel, que creeros -repuso-. Aseguradme que sois inocente de ello.

-¿Aceptarías mi palabra de honor, Dick?

-La aceptaría -contestó el muchacho.

-Pues te la doy -contestó sir Daniel-. Por mi honor, por la eterna salvación de mi alma, y tan cierto como he de responder de mis actos en el otro mundo, afirmo que no tuve arte ni parte en la muerte de tu padre.

Tendió su mano y Dick la estrechó con vehemencia. Ni uno ni otro se fijaron en el clérigo, quien, al oír pronunciar tan solemne como falso juramento, se levantó casi de su asiento en un paroxismo de horror y remordimiento.

-¡Ah! -exclamó Dick-. ¡Ahora es cuando debo apelar a la bondad de vuestro gran corazón para que me perdonéis! Me he portado como un verdadero insensato al dudar de vos. Pero os prometo que no volveré a dudar.

-Estás perdonado, Dick -repuso sir Daniel-. Tú no conoces el mundo ni su índole calumniosa.

-Tanto más culpable me reconozco -añadió el joven-, cuanto que la villana acusación iba dirigida no a vos, sino a sir Oliver.

Volvióse, al hablar, hacia el clérigo e hizo una pausa en medio de su última frase. Aquel hombre alto, colorado, corpulento, recio de miembros, parecía en ese momento como materialmente deshecho; perdido su color, flojos sus miembros, sus labios balbucían oraciones. Y en ese instante, cuando Dick puso de pronto sus ojos sobre él, dio un fuerte grito, que más bien parecía alarido de animal salvaje, y escondió su rostro entre las manos.

En dos zancadas acudió sir Daniel a su lado y le sacudió furiosamente, cogiéndole por un hombro. Inmediatamente sintió Dick renacer sus sospechas.

-¡Sí! -exclamó-. ¡También debe jurar sir Oliver! A él era a quien acusaban.

-¡Jurará! -dijo el caballero.

Sir Oliver, mudo de espanto, agitaba los brazos.

-¡Ah, sí! ¡Tenéis que jurar! -gritó sir Daniel fuera de sí-. Aquí, sobre este libro -añadió, recogiendo el breviario que había dejado caer el cura-. ¿Cómo? ¿No lo hacéis? ¡Me hacéis dudar! jurad, os digo, jurad! Pero el clérigo seguía sin hablar. El miedo que le infundía sir Daniel, mezclándose con su terror al perjurio, elevados al mismo grado, ahogaban su garganta.

En aquel preciso instante, a través de la alta vidriera de colores, que saltó en pedazos, penetró una flecha negra, que fue a clavarse en el centro de la larga mesa.

Dando un gran grito, sir Oliver cayó desvanecido sobre los juncos; mientras el caballero, seguido de Dick, se precipitaba hacia el patio y subía a las almenas por la más cercana escalera de caracol. Alerta estaban allí todos los centinelas. Brillaba plácidamente el sol sobre los verdes prados salpicados de árboles y sobre los poblados collados del bosque que limitaban el paisaje. No se descubría señal alguna de que alguien sitiara la casa.

-¿De dónde vino esa flecha? -preguntó el caballero.

-Del otro lado de aquel grupo de árboles, sir Daniel -contestó un centinela.

El caballero se quedó un rato pensativo. Luego, volviéndose hacia Dick, le dijo:

-Vigílame a esos hombres, Dick; a tu cargo los dejo. En cuanto al clérigo, habrá de justificarse, o sabré qué razón hay que se lo impida. Casi empiezo a participar de tus sospechas. Jurará, yo te lo aseguro, o de lo contrario le haremos confesarse culpable.

Dick le contestó con cierta frialdad y el caballero, dirigiéndole una penetrante mirada, se volvió precipitadamente a la sala. Lo primero que hizo fue examinar la flecha. Era la primera que había visto de aquella clase, y al volverla de uno y otro lado, su negro color le hizo sentir cierto miedo. También allí había algo escrito... una sola palabra: Enterrado.

-¡Ah! -exclamó-. Saben, pues, que he regresado a mi casa. ¡Enterrado! ¡Bueno, sí; pero no hay entre todos ellos un solo perro que sea capaz de desenterrarme!

Sir Oliver había vuelto en sí y se ponía en pie, no sin esfuerzos.

-¡Ay de mí, sir Daniel! -gimió-. ¡Qué espantoso juramento habéis hecho! ¡Estáis condenado para toda la eternidad!

-Sí -repuso el caballero-, es verdad que yo he pronunciado un juramento, cabeza de chorlito, pero el que vos vais a hacer será mayor. Juraréis sobre la bendita cruz de Holywood.

Fijaos bien y aprendeos las palabras, pues esta noche juraréis.

-¡Que el cielo os ilumine! -respondió el clérigo-. ¡Quiera el cielo apartar de vuestro corazón tamaña iniquidad!

-Mirad, buen padre -dijo sir Daniel-: si vais a inclinaros hacia el camino de la piedad, no os diré más sino que habéis empezado demasiado tarde. Mas si en cualquier sentido os inclináis a la prudencia, entonces escuchadme. Ese muchacho empieza ya a molestarme más que si fuera una avispa. Le necesito porque quisiera negociar su boda. Pero con toda claridad os digo que si continúa molestándome irá a reunirse con su padre. Voy a dar ahora mismo orden de que le trasladen a la cámara que está encima de la capilla. Si allí juráis que sois inocente con firme juramento y en actitud serena, ¡ todo irá bien; el muchacho vivirá en paz un poco y yo podré perdonarle la vida. Pero si tartamudeáis o palidecéis, o intentáis fingir o embrollar el juramento, no os creerá, y entonces, ¡os juro que morirá! Ya tenéis, pues, algo sobre qué meditar.

-¡La habitación que está encima de la capilla! -exclamó, sin aliento casi, el cura.

-La misma -replicó el caballero-. Por consiguiente, si queréis salvarle, salvadle; pero, si no queréis, ¡marchaos, os lo ruego, y dejadme en paz! Porque de haberme yo dejado llevar por un momento de arrebato, ya os hubiera atravesado con mi espada por vuestra intolerable cobardía y necedad. ¿Habéis escogido ya el camino que vais a seguir? ¡Hablad!

-Queda escogido -contestó el clérigo-. Que el cielo me perdone, pero voy a hacer un mal para evitar otro mayor. Juraré por salvar a ese muchacho.

-¡Es lo mejor! erijo sir Daniel-. Mandad a buscarle, pues, inmediatamente. Le veréis a solas. Sin embargo, yo os vigilaré. Estaré ahí, en la habitación forrada de madera.

El caballero levantó el tapiz y lo dejó caer tras él. Se oyó el ruido de un resorte que se abría, al que siguió el crujir de unos peldaños al subir alguien.

Al quedar solo, sir Oliver lanzó una medrosa mirada a la pared cubierta con el tapiz y se persignó con muestras de terror y contrición.

-Si es cierto que está en la habitación de la capilla- murmuró el cura-, aunque sea a costa de la condenación de mi alma he de salvarle.

Breves instantes después, Dick, llamado por otro mensajero, encontró a sir Oliver de pie junto a la mesa de la sala, pálido el rostro y en actitud resuelta.

-Richard Shelton -le dijo-: me has exigido un juramento. Podría quejarme de tu conducta, podría negártelo; pero el recuerdo del tiempo pasado influye en mi corazón y, por afecto, voy a complacerte. ¡Por la sagrada cruz de Holywood, te juro que yo no maté a tu padre!

-Sir Oliver -dijo Dick-: cuando por vez primera leí aquel papel de John Amend-all, yo estaba convencido de ello. Pero permitidme que os haga dos preguntas: vos no lo matasteis, concedido. Pero ¿tuvisteis parte en su muerte?

-Ninguna -contestó sir Oliver, y al mismo tiempo que esto decía comenzó a hacer gestos y señas con la boca y las cejas, como si quisiera advertirle de algo pero no se atreviera a pronunciar una sola palabra.

Dick le contempló asombrado y, volviéndose, lanzó una ojeada en torno de la sala vacía.

-¿Qué hacéis? -preguntó.

-¿Yo? Nada -replicó el clérigo, dominándose rápidamente hasta recobrar su anterior aspecto-. No hago nada; es que sufro, estoy enfermo... Yo... yo..., por favor, Dick..., debo marcharme. Por la sagrada cruz de Holywood, te juro que soy inocente, lo mismo de violencia que de traición. Conténtate con eso, buen muchacho. ¡Adiós!

Y escapó del cuarto con extraordinaria rapidez.

Dick se quedó como petrificado en su sitio, paseando sus miradas por la estancia y pintadas en su rostro las más variadas emociones: sorpresa, duda, recelo, y aun la impresión del lado cómico de aquella conducta. Gradualmente fue aclarándose su espíritu, las sospechas fueron imponiéndose a todo lo demás, y al fin quedaron convertidas en certidumbre de lo peor que cabía pensar. Alzó la cabeza y, al hacerlo, se sintió profundamente sobresaltado. En la parte superior de la pared, tejida en el tapiz, veíase la figura de un cazador salvaje. Con una mano se llevaba un cuerno a la boca; en la otra, blandía una gruesa lanza, y su rostro moreno representaba un africano.

Pues bien: esto fue lo que tan vivamente sobresaltó a Richard Shelton. El sol se había alejado ya de las ventanas de la sala, y al propio tiempo ardía el fuego de leña en grandes llamaradas en la amplia chimenea, lanzando cambiantes reflejos sobre el techo y las colgaduras. A aquella luz, la figura del cazador negro acababa de parpadear, moviendo un párpado que era blanco.

Continuó Dick mirando fijamente aquel ojo. La luz brillaba sobre él como sobre una gema; parecía líquido, transparente: estaba vivo. De nuevo el blanco párpado se cerró sobre el ojo durante una fracción de segundo, y un instante después había desaparecido.

No podía haber error: aquel ojo vivo, que había estado observándole a través del agujero abierto en el tapiz, había desaparecido. La luz del fuego no brillaba ya sobre la superficie reflectora.

Instantáneamente se despertó en Dick el terror de su situación. Las advertencias de Hatch, las mudas y raras señas del cura; aquel ojo que desde la pared le había espiado, todo se agolpó en su mente. Comprendió que se le había sometido a una prueba, que una vez más había revelado sus dudas, sus sospechas, y que, a menos que ocurriera un milagro, estaba perdido.

Si no logro salir de esta casa -pensó-, soy hombre muerto. Y también ese pobre Matcham... ¡a qué nido de basiliscos le he traído!

Aún estaba pensando en ello cuando llegó un hombre a toda prisa para ordenarle que le ayudase a trasladar sus armas, sus ropas y sus dos o tres libros a otra habitación.

-¿Otra habitación? -repitió él-. ¿Y por qué? ¿A qué habitación?

-A una que está encima de la capilla -contestó el mensajero.

-Ha estado vacía mucho tiempo -observó Dick, pensativo-. ¿Qué clase de cuarto es ése?

-¡Ah! Pues excelente... -contestó el hombre-. Pero... -añadió bajando la voz- le llaman el de los duendes.

-¿El de los duendes? -repitió Dick, estremeciéndose-. Nunca lo oí decir. Pero, decidme... ¿quiénes son esos duendes?

El mensajero miró a todos lados; luego, en voz baja, que parecía un murmullo, respondió:

-El sacristán de san Juan... Le pusieron a dormir allí una noche, y a la mañana siguiente... ¡uf!, había desaparecido. El diablo se lo llevó, según dicen; lo más significativo es que la noche antes estuvo bebiendo hasta muy tarde.

Siguió Dick a aquel hombre, llena el alma de los más negros presentimientos.


La habitación sobre la capilla

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Nada nuevo podía observarse desde las almenas. El sol iba al ocaso y, al fin, desapareció; pero ante los ojos ávidos de los centinelas no apareció alma viviente en las cercanías del castillo de Tunstall.

Cuando la noche estuvo bien avanzada, Thrognaorton fue conducido a una habitación que daba a un ángulo del foso. Desde allí le bajaron con todas las precauciones; se le oyó agitar el agua nadando brevísimo rato; después se vio cómo un bulto negro tomaba tierra, valiéndose de las ramas de un sauce y arrastrándose inmediatamente por la hierba. Durante media hora sir Daniel y Hatch permanecieron escuchando ansiosamente; pero todo permanecía en completo silencio. El mensajero había logrado alejarse sano y salvo.

Sir Daniel desarrugó el entrecejo y se volvió hacia Hatch.

-Bennet -le dijo-, como ves, ese John Amend-all no es más que un hombre como los demás; también duerme. ¡Ya daremos buen fin de él!

Toda la tarde estuvo Dick de un lado para otro recibiendo órdenes que se sucedían constantemente, hasta dejarle mareado el número y la urgencia de ellas. Durante todo ese tiempo nada supo de sir Oliver ni de Matcham; sin embargo, tanto el recuerdo del cura como el del joven acudían sin cesar a su mente. Ahora se proponía, principalmente, huir del Castillo del Foso tan pronto como pudiera; pero antes de partir deseaba poder cruzar unas palabras con ambos.

Al fin, alumbrándose con una lámpara, subió a su nueva habitación. Era amplia, baja de techo y algo oscura. La ventana daba al foso y, a pesar de hallarse muy alta, estaba defendida por gruesas rejas. La cama era lujosa, con una almohada de pluma y otra de espliego, ostentando un cubrecama rojo con rosas bordadas. En torno a las paredes había unos armarios cerrados con llave y candado, ocultos a la vista por oscuros tapices que de ellos colgaban. Lo escudriñó todo Dick levantando los tapices, dando golpecitos en los tableros y tratando inútilmente de abrirlos. Se aseguró de que la puerta era resistente y sólido el cerrojo; luego colocó su lámpara sobre una repisa y una vez más paseó la mirada en torno suyo. ¿Por qué le habían mandado a aquella habitación? Era mayor y más elegante que la suya. ¿No sería aquello más que una trampa en que le tendrían cogido? ¿Habría alguna entrada secreta? ¿Estaría, en verdad, poblada de duendes? La sangre se le heló en las venas al pensarlo.

Casi encima de él las fuertes pisadas de un centinela resonaban pesadamente. Sabía que debajo de él estaba la bóveda de la capilla y contigua a ésta se hallaba la sala. Indudablemente existiría un pasadizo secreto en dicha sala: el ojo que había estado observándole desde el tapiz era prueba de ello. ¿No era más que probable que el pasadizo llegara hasta la capilla y en tal caso que tuviese salida a su propia habitación?

Dormir en un lugar semejante, pensó, sería temerario. Preparó, pues, sus armas y se colocó en posición de usarlas, en un rincón del aposento, detrás de la puerta. Si algo tramaban contra él, vendería cara su vida.

Arriba, sobre el almenado techo, se oyó el rumor de numerosas pisadas, las voces del ¡quién vive! y del santo y seña: era el relevo de la guardia.

Y precisamente entonces oyó también un rumor sordo, como si arañaran la puerta del cuarto; el ruido se hizo un poco más perceptible, y enseguida oyó susurrar:

-¡Dick, Dick, soy yo!

Corrió Dick a la puerta, la abrió y entró Matcham. Estaba muy pálido y llevaba una lámpara en la mano y una daga en la otra.

-¡Cierra la puerta! -cuchicheó-. ¡Deprisa, Dick! Esta casa está llena de espías; los oigo seguirme por los corredores y respirar tras los tapices que guarnecen las paredes.

-Sosiégate -repuso Dick-; ya está cerrada. Por ahora estamos seguros, si es posible estarlo entre estas paredes. Pero me alegro mucho de verte, muchacho. ¡Creía que habías volado! ¿Dónde te escondiste?

-No importa eso -repuso Matcham-, puesto que estamos juntos; ya nada importa. Pero dime, Dick: ¿tienes los ojos bien abiertos? ¿Te han dicho lo que van a hacer mañana?

-No -respondió Dick-. ¿Qué van a hacer?

-Mañana o esta noche, no lo sé -añadió el otro-. Pero el hecho es que piensan atentar contra tu vida. Tengo pruebas de ello: les he oído hablar en voz baja, y es como si me lo hubieran dicho.

-¡Ah! -exclamó Dick-. ¿Se trata de eso? ¡Ya me lo figuraba!

Y Dick contó entonces a Matcham detalladamente lo ocurrido.

Una vez que hubo terminado, se alzó Matcham y a su vez comenzó a examinar la habitación.

-No -dijo-, no se ve ninguna entrada. Sin embargo, es absolutamente seguro que existe alguna. Dick, yo no me separo de tu lado, y si has de morir, moriré contigo... ¡Mira! He robado una daga. ¡Y haré todo lo que pueda! Entretanto, si sabes de alguna salida, de alguna puerta falsa que pudiéramos abrir o de alguna ventana desde la cual pudiéramos descolgarnos, estoy dispuesto a afrontar cualquier peligro para huir contigo.

-¡Jack! -exclamó Dick-. ¡Jack, eres el mejor corazón, el más fiel y más valiente de toda Inglaterra! Dame tu mano, Jack.

Y se la estrechó en silencio.

-Oye -continuó-: hay una ventana por la cual se descolgó el mensajero que vino; la cuerda debe de estar todavía en la habitación. Siempre es una esperanza.

-¡Chitón! -exclamó Matcham.

Ambos escucharon. Por debajo del suelo se percibía un ruido; cesó un instante y luego volvió a comenzar.

-Alguien anda en el cuarto de abajo -cuchicheó Matcham.

-No -repuso Dick-. Abajo no hay habitación; estamos sobre la capilla. Ése es el que viene a asesinarme, que pasa por el corredor secreto. Bien; déjale que venga. ¡Mal lo pasará! -dijo, y rechinó los dientes.

-Apaga las luces -dijo Matcham-. Tal vez él mismo se descubrirá.

Apagaron las luces y quedaron en un silencio de muerte. Las pisadas de debajo sonaban muy tenues; pero eran claramente perceptibles. Se oyeron varias idas y venidas, y, después, el chirrido de una llave girando en una mohosa cerradura, seguido de un prolongado silencio.

Enseguida comenzaron de nuevo los pasos: de pronto, apareció un rayo de luz sobre la entabladura del cuarto, en un rincón apartado. La grieta se ensanchó y se abrió una trampilla que dejó pasar un chorro de luz. Vieron ambos muchachos una recia mano que empujaba aquélla, y Dick se echó a la cara la ballesta, esperando que a la mano siguiera la cabeza del hombre.

Pero hubo entonces una inesperada interrupción. Procedentes de un remoto ángulo del Castillo del Foso empezaron a oírse gritos, primero uno y después varios, llamando a alguien por su nombre. Este ruido, evidentemente, desconcertó al asesino, pues la trampilla descendió en silencio a su primera posición y los pasos que retrocedían vertiginosamente resonaron una vez más debajo de donde estaban los dos jóvenes, y, al fin, se desvanecieron.

Hubo un momento de tregua. Dick exhaló un profundo suspiro; entonces, sólo entonces, se puso a escuchar el vocerío que acababa de interrumpir el cauteloso ataque del desconocido, y que más bien iba en aumento que otra cosa. Por todo el Castillo del Foso resonaban las carreras, el abrir y cerrar de puertas, y entre todo este bullicio descollaba la voz de sir Daniel, gritando: « ¡Joanna! ».

-Joanna! -repitió Dick-. ¿Quién diablos será? Aquí no hay ninguna Joanna ni la ha habido nunca. ¿Qué significa esto?

Guardaba silencio Matcham. Se había apartado de su compañero. Sólo la débil claridad de las estrellas penetraba por la ventana, y en el extremo rincón del aposento, donde se hallaban los dos, la oscuridad era completa.

-Jack -dijo Dick-; no sé dónde estuviste todo el día. ¿Viste tú a esa Joanna?

-No -respondió Matcham-. No la he visto.

-¿Ni has oído hablar de ella? -inquirió Dick.

El rumor de pasos iba aproximándose. Sir Daniel seguía llamando a Joanna desde el patio.

-¿Oíste hablar de ella? -repitió Dick.

-Sí, oí hablar.

-¡Cómo te tiembla la voz! -exclamó Dick-. ¿Qué te sucede? Ha sido una verdadera suerte el que busquen a esa Joanna; ella hará que se olviden de nosotros.

-¡Dick! -exclamó Matcham-. ¡Estoy perdido! ¡Estamos los dos perdidos! Huyamos, si aún es tiempo. No descansarán hasta que den conmigo. O si no, déjame ir delante, cuando me hayan encontrado, tú podrás huir. ¡Déjame salir, Dick, buen Dick, déjame salir! Buscaba a tientas el cerrojo, cuando, al fin, Dick comprendió lo que ocurría.

-¡Por la misa! ¡Tú no eres Jack, tú eres Joanna Sedley! -gritó-. ¡Tú eres la muchacha que no quería casarse conmigo!

La muchacha se detuvo y quedó muda e inmóvil. Tampoco pronunció palabra Dick por unos momentos, hasta que, al cabo, continuó:

-Joanna: me salvaste la vida y yo salvé la tuya; juntos hemos visto correr la sangre, y hemos sido amigos y enemigos... sí... y con mi cinto te amenacé con darte azotes, creyendo siempre que eras un hombre. Mas ahora que estoy en las garras de la muerte y se acerca mi hora, debo decirte antes de morir: eres la muchacha más noble y más valiente que existe bajo el cielo, y si escapase con vida me casaría contigo muy gozoso; y, viva o muerta, te amo.

Ella no respondió.

-Ven acá -siguió él-, habla, Jack. Acércate, sé buena chica y dime que me amas tú también.

-¿Para qué, Dick? -repuso ella-. ¿Estaría yo aquí, si no?

-Pues bien, mira -continuó Dick-: si de aquí salimos vivos, nos casaremos; y si hemos de morir, moriremos juntos, y todo habrá terminado. Pero ahora que recuerdo, ¿cómo encontraste mi cuarto?

-Pregunté a la señora Hatch -contestó ella.

-Bien, esa mujer es de fiar; no te descubrirá. Tenemos tiempo por delante.

Como para contradecir sus palabras, en ese mismo momento se oyeron pasos en el corredor y el violento golpear de un puño sobre la puerta.

-¡Eh! -gritó una voz-. ¡Abrid, master Dick, abrid!

Dick no se movió ni respondió.

-Todo está perdido -dijo la muchacha, echando sus brazos al cuello de Dick.

Llegaron más hombres que se agruparon en la puerta. Luego llegó el propio sir Daniel e instantáneamente cesó el ruido.

-Dick -gritó el caballero-. No seas borrico. Hasta los Siete Durmientes se hubieran despertado antes que tú. Sabemos que ella está ahí dentro. Abre la puerta, hombre. Dick continuó en silencio.

-¡Echad la puerta abajo! -ordenó sir Daniel.

Inmediatamente sus secuaces cayeron como furias sobre la puerta, a puñetazos y a patadas. Por muy sólida que fuese, por bien atrancada que estuviese, pronto habría cedido. Pero la fortuna, una vez más, vino en su ayuda. Entre la atronadora tormenta de golpes sobresalió el grito de un centinela; a éste siguió otro y por todas las almenas se levantó un tremendo vocerío, que fue contestado por otro desde el bosque. En los primeros momentos de alarma pareció como si los forajidos del bosque asaltaran el Castillo del Foso. Inmediatamente, sir Daniel y sus hombres desistieron del ataque contra el aposento de Dick y corrieron a la defensa de los muros exteriores.

-Ahora -exclamó Dick-, estamos salvados.

Con ambas manos se cogió al pesado y anticuado lecho y trató en vano de moverlo.

-¡Ayúdame, Jack! -gritó-. ¡Ayúdame con toda tu alma!

Haciendo un gran esfuerzo, entre los dos arrastraron la pesada armadura de roble a través de la habitación, apoyándola contra la puerta.

-No haces más que empeorar las cosas con esto -observó con tristeza Joanna-. Ahora entrarán por la trampa.

-No -replicó Dick-. Sir Daniel no se atrevería a revelar su secreto a tanta gente. Por la trampa es por donde huiremos nosotros, ¿oyes? El ataque a la casa ha terminado. ¡Quizá ni ataque ha habido!

Así era, en efecto: se trataba de la llegada de otro gran grupo de fugitivos de la derrota de Risingham, que vinieron a estorbar los propósitos de sir Daniel. Aprovechando la oscuridad llegaron hasta la gran puerta, y estaban ahora descabalgando en el patio, con gran ruido de cascos y chocar de armaduras.

-Pronto volverá -dijo Dick-. ¡Corramos a la trampa!

Encendió una lámpara y juntos corrieron al rincón del cuarto. Fácilmente descubrieron la grieta, por donde todavía penetraba alguna luz, y cogiendo una gruesa espada de su pequeña armería la introdujo Dick en la hendidura y se apoyó con fuerza en la empuñadura. La trampa se movió, entreabriéndose un poco, y al fin se levantó del todo. Cogiéndola a la vez ambos jóvenes, la dejaron abierta por completo. Vieron entonces unos cuantos escalones, y al pie de ellos, donde la dejara el hombre que se alejó sin cometer el crimen que se proponía, ardía una lámpara.

-Ahora -dijo Dick- ve tú primero y coge la lámpara. Yo te seguiré y cerraré la trampa.

Descendieron uno tras otro, y cuando Dick bajaba la trampa comenzaron a oírse de nuevo los golpes en la puerta del aposento.


El Pasadizo

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El pasadizo en el que se hallaron Dick y Joanna era estrecho, sucio y corto. En el extremo opuesto había una puerta entreabierta; la misma, sin duda, que antes oyeron abrir al hombre.

Espesas telarañas colgaban del techo, y el empedrado suelo sonaba a hueco al andar por él. Del otro lado de la puerta, se bifurcaba el pasadizo en ángulo recto. Tomó Dick, al azar, por una de las dos ramas, y corrió la pareja resonando sus pasos a lo largo del hueco formado por la bóveda de la capilla. La parte superior del arqueado techo se elevaba como el lomo de una ballena a la débil luz de la lámpara. De trecho en trecho había una especie de troneras, disimuladas del otro lado por la talla de las cornisas; y mirando a través de una de ellas vio Dick el empedrado suelo de la capilla... el altar con sus cirios encendidos, y ante él, tendido sobre los escalones, la figura de sir Oliver orando con las manos en alto.

Al otro extremo bajaron los fugitivos nuevos escalones. El pasadizo se estrechaba allí; la pared, en uno de sus lados, era de madera y a través de los intersticios llegaba el ruido de gente que hablaba y un débil temblor de luces. En ese momento llegaron ante un agujero redondo, que tendría el tamaño de un ojo humano, y Dick, mirando a través de él, contempló el interior de la sala, en la que, sentados a la mesa, media docena de hombres, con cotas de malla, bebían a grandes tragos y daban buena cuenta de un pastel de carne de ciervo.

-Por aquí no hay salvación -dijo Dick-. Intentemos retroceder.

-No -replicó Joanna-. Es posible que el pasadizo continúe.

Y siguió adelante. Pero a los pocos metros terminaba el pasadizo en el descansillo de una corta escalera; era evidente que mientras los soldados ocupasen la sala, sería imposible escapar por aquel lado.

Volvieron sobre sus pasos con la mayor rapidez imaginable y comenzaron a explorar la otra rama del corredor. Era ésta excesivamente estrecha, permitiendo apenas el paso de un hombre grueso, y les conducía continuamente ya hacia arriba, ya hacia abajo, por medio de pequeños y empinados escalones, hasta que Dick acabó por perder toda noción del lugar en que se hallaba.

Al final se hacía más angosto y bajo el pasadizo las escaleras seguían descendiendo; las paredes, a uno y otro lado, eran húmedas y viscosas al tacto; y frente a ellos, a lo lejos, oyeron chirridos y carreras de ratas.

-Debemos de estar en los calabozos -observó Dick.

-Y sin hallar salida por ninguna parte -añadió Joanna.

-Sin embargo, ¡una salida u otra debe haber!

Enseguida llegaron, en efecto, a un pronunciado ángulo, y allí terminaba el pasadizo en un tramo de escalones. En el rellano había una pesada losa a modo de trampa, y contra ella aplicaron la espalda, empujando para levantarla. No lograron moverla siquiera.

-Alguien la aguanta -indicó Joanna.

-No lo creo -repuso Dick-, pues aunque estuviera sujetándola un hombre con la fuerza de diez, algo tendría que ceder. Pero eso es un peso muerto, como el de una roca. Algún peso hay sobre la trampa. Por aquí no hay salida; ¡ah, Jack, tan prisioneros estamos como si tuviésemos grillos en los pies! Siéntate en el suelo y hablemos. Dentro de un rato volveremos, cuando acaso no nos vigilen ya tan cuidadosamente y... ¿quién sabe?, quizá podamos salir de aquí y probar fortuna. Pero, en mi pobre opinión, estamos perdidos.

-¡Dick! -exclamó la muchacha-, ¡qué día tan desgraciado aquel en que me viste por vez primera! Porque como la más desdichada y la más ingrata de las mueres, yo soy quien te ha traído a este trance.

-¡Ánimo! -repuso Dick-. Estaba escrito, y lo que escrito está, de grado o por fuerza ha de realizarse. Pero cuéntame qué clase de muchacha eres tú y cómo caíste en manos de sir Daniel; más valdrá eso que estar quejándote en vano de tu suerte o de la mía.

-Como tú -dijo Joanna-, soy huérfana de padre y madre, y, para mayor desgracia mía, y también tuya ahora, soy rica, un buen partido. Lord Foxham fue mi tutor; sin embargo, parece ser que sir Daniel compró al rey el derecho de casarme con quien quisiera y lo pagó a buen precio. Aquí me tienes, pues, a mí, pobre criatura, entre dos hombres ricos y poderosos que luchan por cuál de ellos deberá concertar mi casamiento, ¡y apenas si he salido de los brazos de mi nodriza! Mas las cosas cambiaron, vino un nuevo canciller y sir Daniel compró mi tutoría, hollando los derechos de lord Foxham. Volvió a cambiar la situación y entonces el lord compró mi boda, venciendo, a su vez, a sir Daniel. Desde entonces todo fue de mal en peor entre ellos... Sin embargo, lord Foxham me retuvo en su poder y se portó conmigo como magnánimo señor. Llegó, por fin, el día en que había de casarme... o venderme, para hablar con mayor propiedad. Lord Foxham recibiría por mí quinientas libras. Hamley se llamaba el novio, y mañana, Dick, precisamente mañana, debía ser el día de mis esponsales. Si no hubiese llegado a oídos de sir Daniel, me habrían casado, no hay duda... ¡y no te hubiera conocido, Dick... Dick querido!

Al decir esto ella le tomó la mano y la besó con gracia y delicadeza exquisitas; Dick atrajo la suya e hizo lo mismo.

-Pues bien -continuó ella-, sir Daniel se apoderó de mí por sorpresa en el jardín y me obligó a vestirme con este traje de hombre, pecado mortal para una mujer, y que, además, no me sienta bien. Me llevó a caballo a Kettley, como viste, diciéndome que tenía que casarme contigo; pero yo, en el fondo de mi corazón, juré que con quien me casaría, aun en contra de su voluntad, sería con Hamley.

-¿Sí? -exclamó Dick-. ¡Entonces tú querías a Hamley!

-¡No! -replicó Joanna-. Yo no le quería; pero odiaba a sir Daniel. Entonces, Dick, tú me auxiliaste, tú fuiste valiente y bondadoso, y, contra mi voluntad, te apoderaste de mi corazón. Ahora, si podemos lograrlo, me casaré gozosa contigo. Y si el destino cruel no lo permite, yo seguiría queriéndote. Mientras lata en el pecho mi corazón, te seré fiel.

-Y yo -repuso Dick-, a quien hasta ahora nunca importó un comino ninguna clase de mujer, me sentí atraído hacia ti que eras un hombre. Tenía lástima de ti sin saber por qué. Cuando quise azotarte me faltaron las fuerzas. Pero cuando confesaste que eras una muchacha, Jack..., porque Jack seguiré llamándote..., entonces sí que tuve la seguridad de que eras la mujer que había de ser mía. ¡Escucha! -dijo, interrumpiéndose-: alguien viene.

Fuertes pasos resonaban en el estrecho pasadizo, y al eco de los mismos volvió a oírse el rumor de las ratas que huían a bandadas.

Dick examinó su posición. El brusco recodo del corredor le daba evidente ventaja, ya que así podía disparar resguardado por la pared. Pero era indudable que la luz estaba demasiado cerca de él; avanzando unos pasos, colocó la lámpara en el centro del pasadizo y volvió a ponerse en acecho.

A poco, en el lejano extremo del pasadizo, apareció Bennet. Al parecer, iba solo, y llevaba en la mano una antorcha encendida que hacía de él un excelente blanco.

-¡Alto, Bennet! -le gritó Dick-. ¡Un paso más y eres hombre muerto!

-De modo que estáis ahí -repuso Hatch, escudriñando en la oscuridad-. No os veo. ¡Ajá! Habéis obrado con prudencia, Dick; habéis colocado la lámpara delante. ¡A fe que, aunque sólo haya sido para mejor apuntar a mi pobre cuerpo, me regocija ver que aprovechasteis mis lecciones! Pero, decidme: ¿qué hacéis? ¿Qué buscáis? ¿Por qué habéis de tirar contra vuestro viejo y buen amigo? ¿Tenéis ahí a la damisela?

-No, Bennet; soy yo quien ha de preguntar y tú quien ha de responder -repuso Dick-. ¿Por qué me hallo en peligro de muerte? ¿Por qué vienen los hombres a asesinarme en mi lecho? ¿Por qué tengo que huir en la fortaleza de mi propio tutor y de los amigos entre quienes he vivido y a quienes jamás hice daño alguno?

-Master Dick, master Dick -respondió Bennet ¿qué os dije? ¡Sois valiente; pero también el muchacho más imprudente que pueda imaginarse!

Hatch se quedó en silencio durante breve rato.

-Escuchad -continuó-: vuelvo atrás para ver a sir Daniel y decirle dónde estáis, y cómo os halláis apostado, pues, en verdad, para eso me mandó venir. Pero vos, si no sois tonto, haréis bien en marcharos antes de que vuelva.

-¡Marcharme! -repitió Dick-. ¡Ya me hubiera marchado si supiera cómo! No puedo levantar la trampa.

-Poned la mano en la esquina y ved lo que allí encontráis -contestó Bennet-. La cuerda de Throgmorton está todavía en la cámara oscura. Adiós.

Y girando sobre sus talones desapareció Hatch entre las vueltas y recodos del pasadizo. Recogió inmediatamente su lámpara Dick y procedió a obrar tal como le habían indicado. En una de las esquinas de la trampa había un hondo hueco en la pared. Metiendo su brazo por aquella abertura tropezó Dick con una barra de hierro, que empujó vigorosamente hacia arriba. Oyó entonces un chasquido e instantáneamente se movió sobre su asiento la gran losa.

Quedaba libre el paso. Tras un pequeño esfuerzo alzaron fácilmente la trampa y salieron a un cuarto abovedado que daba a un patio por uno de sus extremos y donde dos hombres, arremangados los brazos, limpiaban los caballos de los recién llegados. Dos antorchas, metidas en aros de hierro fijos a la pared, iluminaban la escena.


Cómo cambió Dick de Partido

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Dick apagó su lámpara para no llamar la atención, tomó escaleras arriba y traspasó el corredor. En la cámara oscura halló la cuerda atada a las patas de una pesadísima y muy antigua cama, que no habían cuidado aún de retirar. Cogiendo el rollo y llevándolo a la ventana, comenzó a bajar la cuerda, lenta y cautelosamente, en medio de la oscuridad de la noche.

Joanna estaba a su lado; pero a medida que se extendía la soga y Dick continuaba arriándola, comenzó a sentir que el ánimo le flaqueaba, dudando ya de poder cumplir su resolución.

-Dick -murmuró-: ¿tan hondo está? No puedo siquiera intentar bajar. Me caería, buen Dick.

Precisamente habló en el momento más delicado de la operación. Dick se sobresaltó, resbaló de sus manos el resto de la cuerda yendo a caer su extremo sobre el foso con estrépito.

Instantáneamente desde las almenas superiores gritó la voz de un centinela: «¿Quién va?»

-¡Qué desgracia! -exclamó Dick-. ¡Ahora sí que estamos arreglados! Baja tú... Coge la cuerda.

-No puedo -dijo ella retrocediendo.

-Pues si tú no puedes, menos podré yo -repuso Shelton-. ¿Cómo voy a pasar a nado el foso sin ti? ¿Me abandonas entonces?

-Dick -murmuró ella-. No puedo. Las fuerzas me faltan.

-¡Pues estamos perdidos! -gritó él, dando sobre el suelo una furiosa patada. Mas al oír pasos, corrió a la puerta e intentó cerrarla.

Antes de que pudiese correr el cerrojo, unos brazos vigorosos la empujaban contra él desde el otro lado. Luchó un instante, mas, viéndose perdido, retrocedió hacia la ventana. La muchacha había caído medio desplomada contra la pared en el marco de la ventana; estaba casi sin sentido, por lo que, al cogerla para levantarla, se le quedó en los brazos abandonada, sin fuerzas.

En el mismo instante los hombres que habían forzado la puerta se lanzaron sobre él. De un puñetazo dejó tendido al primero y retrocedieron los otros en desorden, y, aprovechando la oportunidad, montó sobre el antepecho de la ventana y, agarrándose a la cuerda con ambas manos, se deslizó por ella.

Era una cuerda de nudos, lo que facilitaba el descenso; pero tan grande era la precipitación de Dick y tan poca su experiencia en semejante gimnasia, que iba y venía sin cesar en el aire como ajusticiado en la horca, ya golpeándose la cabeza, ya magullándose las manos contra las piedras del muro. El aire zumbaba en sus oídos; las estrellas que se reflejaban en el foso las veía girar en torbellino como hojas secas arrastradas por la tempestad.

De pronto no pudo agarrarse ya a la cuerda y cayó de cabeza en el agua helada.

Al volver a la superficie, su mano tropezó con la cuerda, que, libre ya de su peso, se balanceaba de un lado a otro. En lo alto brillaba un rojo resplandor; alzando la vista pudo ver, a la luz de las antorchas y de faroles llenos de carbones encendidos, que las almenas aparecían guarnecidas de rostros asomándose. Vio cómo los ojos de aquel hombre escudriñaban buscándole de aquí para allá; pero estaba a demasiada profundidad, y, por tanto, avizoraban en vano.

Se percató entonces de que la cuerda era mucho más larga de lo necesario, y así, agarrado a ella, comenzó a bracear lo mejor que pudo en dirección al borde opuesto del foso, conservando la cabeza fuera del agua. Así recorrió hasta mucho más de la mitad del camino; pero cuando ya la orilla se hallaba casi al alcance de su mano, la cuerda, por su propio peso, empezó a tirar de él hacia atrás. Sacando fuerzas de flaqueza, la soltó y dio un salto para asirse a las colgantes ramas de sauce que aquella misma tarde sirvieron al mensajero de sir Daniel para echar pie a tierra. Se hundió, salió a flote y volvió a hundirse, hasta que, al fin, aferró la mano en una rama mayor; con la velocidad del pensamiento se arrastró hasta la parte más frondosa del árbol; se quedó allí abrazado, chorreando y jadeando, dudando de que realmente hubiera logrado escaparse.

Pero todo esto era imposible hacerlo sin fuertes chapoteos, que sirvieron para indicar su posición a los hombres que vigilaban desde las almenas. Una lluvia de flechas y dardos cayó en torno suyo en medio de la oscuridad como violento pedrisco; de pronto arrojaron al suelo una antorcha, que brilló en el aire en su rápida trayectoria, quedó un instante pegada al borde del foso, donde ardió con viva llama, alumbrando en torno suyo como una luminaria... y, al fin, por fortuna para Dick, resbaló, cayo pesadamente en el foso y se apagó al instante.

Pero había cumplido su objetivo. Los tiradores tuvieron tiempo de ver el sauce y a Dick escondido entre sus ramas; a pesar de que el muchacho saltó al instante y se alejó corriendo de la orilla, no pudo escapar a sus tiros. Una flecha le alcanzó en un hombro y otra voló rozando su cabeza.

Pareció prestarle alas el dolor de las heridas, y, no bien se halló sobre terreno llano, huyó desesperadamente a carrera tendida, sin preocuparse de la dirección de su huida.

En sus primeros pasos le siguieron los disparos, pero pronto cesaron éstos, y cuando al fin se detuvo y miró hacia atrás, se hallaba ya a buen trecho del Castillo del Foso, aunque pudiera distinguir todavía la luz de las antorchas, moviéndose de un lado a otro en las almenas.

Se recostó contra un árbol, chorreando agua y sangre, magullado, herido y solo. De todos modos, por esta vez, había salvado la vida, y aunque Joanna quedara en poder de sir Daniel, no se consideraba responsable de un accidente que no estuvo en sus manos evitar, ni auguraba fatales consecuencias para la muchacha. Sir Daniel era cruel, pero no era probable que lo fuese con una damisela que contaba con otros protectores capaces de pedirle cuentas. Más probable sería que se apresurase a casarla con algún amigo suyo.

Bien -pensó Dick-; de aquí a entonces ya encontraré medio de someter a ese traidor, pues ¡por la misa!, que ahora sí que estoy libre de toda gratitud u obligación; y una vez declarada la guerra, lo mismo puede el azar favorecer a unos que a otros. Mientras así pensaba, su situación era bien penosa.

Prosiguió durante un trecho su camino, luchando por abrirse paso a través del bosque; pero, en parte por el dolor de sus heridas, en parte por la oscuridad de la noche y la extrema inquietud y confusión de sus ideas, pronto se sintió tan incapaz de guiarse como de continuar adelante entre la espesa maleza, hasta que no tuvo más remedio que sentarse, apoyando el cuerpo contra el tronco de un árbol.

Al despertar de su especie de letargo, mezcla de sueño y desfallecimiento, ya la grisácea claridad de la mañana había sucedido a la noche. Una ligera y helada brisa agitaba los árboles, y mientras permanecía sentado, fija su mirada hacia delante, y adormilado todavía, advirtió que un oscuro bulto se mecía entre las ramas, a unos cien metros de distancia. La creciente claridad del día y el ir recobrando sus sentidos le permitieron, al fin, reconocer aquel objeto.

Era un hombre que colgaba de la rama de un alto roble. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, y a cada ráfaga que soplaba con fuerza daba su cuerpo vueltas y más vueltas, y brazos y piernas se agitaban en el aire como un grotesco juguete.

Se puso en pie con gran dificultad Dick, y, tambaleándose y apoyándose en los troncos de los árboles, logró acercarse a tan horrendo espectáculo. La rama estaba quizá a unos siete metros del suelo, y tan alto habían subido sus verdugos al infeliz ahorcado que sus botas se balanceaban muy por encima de donde Dick pudiera alcanzarlas; además, le habían bajado la capucha hasta cubrirle la cara, de modo que era imposible reconocerle.

Miró el joven a derecha e izquierda y al fin observó que el otro extremo de la cuerda había sido atado al tronco de un espino blanco que, cubierto de flor, crecía bajo la elevada bóveda del roble. Con su daga, única arma que le quedaba, Dick cortó la cuerda e inmediatamente, con sordo ruido, cayó el cadáver pesadamente al suelo.

Levantó Dick la capucha: era Throgmorton, el mensajero de sir Daniel. No había llegado muy lejos en su misión. Un papel que, al parecer, pasó inadvertido para los hombres de la Flecha Negra, asomaba en su pecho a través del jubón; tirando de él, Dick pudo ver que era la carta de sir Daniel a lord Wensleydale.

¡Vaya! -pensó-. Si las cosas cambian de nuevo aquí, tengo suficiente para avergonzar a sir Daniel... y hasta quién sabe si para hacerle decapitar.

Guardando el papel en su pecho, rezó una oración al muerto y reanudó la marcha a través del bosque. Su fatiga y su debilidad aumentaban por momentos; le zumbaban los oídos, vacilaba en su paso y, a intervalos, se sentía desfallecer; a tal punto había llegado por la pérdida de sangre. Indudablemente, se desvió varias veces del verdadero camino que debía seguir; mas al fin salió a la carretera real, no muy lejos de la aldea de Tunstall.

Una voz áspera le dio el alto.

-¿Alto? -repitió Dick-. ¡Por la misa, si casi me caigo!

Acompañando la acción a la palabra, cayó cuan largo era sobre el camino.

Dos hombres salieron de la espesura, vistiendo verde jubón y armados de grandes arcos, aliabas y espadas cortas.

-¡Mira, Lawless! -exclamó el más joven de los dos-. ¡Si es el joven Shelton!

-Sabroso bocado ha de parecerle que le llevamos a John Amend-all -repuso el otro-. Aunque a fe mía que ha estado en la guerra. Aquí tiene un desgarrón en la cabellera que le habrá costado su buena onza de sangre.

-Y aquí -añadió Greensheve-, en el hombro, tiene un agujero que le habrá escocido de lo lindo. ¿Quién te parece a ti que le habrá hecho esto? Si es uno de los nuestros puede encomendarse a Dios, pues Ellis le dará muy corta confesión y muy larga cuerda.

-Arriba con el cachorro -dijo Lawless-. Échamelo a la espalda.

Cuando Dick estuvo colocado sobre sus hombros y se hubo apretado los brazos del muchacho en torno al cuello, afianzándolo bien, el ex fraile franciscano añadió:

-Guarda tú el puesto, hermano Greensheve. Ya me lo llevaré yo solo.

Volvió Greensheve a su escondite al borde del camino, y Lawless se fue colina abajo, silbando tranquilamente, llevando sobre sus hombros, muy bien colocado, a Dick, desmayado todavía.

Al salir del extremo del bosque, se alzó el sol en el horizonte y apareció ante su vista la aldea de Tunstall esparcida y como trepando por la colina opuesta. Todo parecía en calma, pero una sólida avanzada de unos diez arqueros vigilaba atentamente el puente a cada lado del camino, y tan pronto como divisaron a Lawless con su carga a cuestas, comenzaron a agitarse y preparar sus arcos como buenos centinelas.

-¿Quién va? -gritó el que los mandaba.

-Will Lawless, ¡por la Cruz!... ¡Si me conoces tan bien como a los dedos de tus manos! -contestó el forajido desdeñosamente.

-Di el santo y seña, Lawless -replicó el otro.

-¡Esa sí que es buena! ¡Vaya, que el cielo te ilumine, pedazo de alcornoque! -repuso Lawless-. ¿No fui yo mismo quien te lo dio a ti? Pero estáis todos locos, jugando a los soldados... Si estoy en el bosque, debo proceder como en el bosque, y mi santo y seña es éste: «¡Una higa para estos soldados de pacotilla!»

-Lawless: estás dando mal ejemplo; danos la consigna, loco bufón -insistió el que mandaba la guardia.

-¿Y si se me hubiera olvidado? -preguntó el otro.

-Si se te hubiera olvidado... lo que sé que no es cierto... ¡por la misa, que te metería una flecha en tu cuerpo gordinflón! -repuso el primero.

-Bien; si tan mal genio tienes -dijo Lawless-, te daré la consigna: «Duckworth y Shelton», y como ilustración del mismo, aquí tienes a Shelton en mis hombros, y a Duckworth se lo llevo.

-Pasa, Lawless -dijo el centinela.

-¿Dónde está John? -preguntó el ex fraile.

-Está en audiencia... y cobra rentas como si para ello hubiera nacido -exclamó otro de los que allí estaban.

Así era, en efecto. Cuando Lawless se internó en el pueblo hasta llegar a la pobre posada del mismo, encontró a Ellis Duckworth rodeado de los arrendatarios de sir Daniel, a los cuales, por el derecho de conquista que le daba su buena partida de arqueros, les iba cobrando muy tranquilamente sus arrendamientos, dándoles a cambio los correspondientes recibos. A juzgar por los rostros de los vasallos, era evidente cuán poco les agradaba el procedimiento, porque alegaban, con mucha razón, que tendrían que pagarles dos veces.

Tan pronto como supo lo que Lawless había traído despidió Ellis a los arrendatarios, y con grandes muestras de interés y cuidado por su salud, condujo a Dick a una habitación interior de la posada. Atendieron a las heridas del muchacho y con remedios caseros le hicieron recobrar el conocimiento.

-Querido muchacho -dijo Ellis, estrechándole la mano-: estás en poder de un amigo que quiso mucho a tu padre y que, por su causa, te quiere a ti también. Descansa tranquilamente, pues bien lo necesita tu estado. Luego me contarás tu historia y entre los dos hallaremos remedio a tus males.

Horas más tarde, y una vez Dick hubo despertado de un confortable y ligero sueño, tras el que se sintió todavía muy débil, pero más despejada la cabeza y más descansado el cuerpo, le rogó, por la memoria de su padre, que le refiriera detalladamente las circunstancias de su fuga del Castillo del Foso. Algo había en el robusto y varonil aspecto de Duckworth, en la honradez que aparecía pintada en su moreno rostro, en la clara y penetrante viveza de sus ojos, que movió a Dick a obedecerle, y el muchacho refirióle, de cabo a rabo, la historia de sus aventuras durante los dos últimos días.

-Bien -dijo Ellis cuando hubo terminado-: mira todo lo que los bondadosos santos han hecho por ti, Dick Shelton; no sólo te han salvado la vida entre tantos mortales peligros, sino que te han traído a mis manos, que no desean otra cosa que auxiliar al hijo de tu buen padre.

Pórtate lealmente conmigo... ya veo que eres leal... y entre tú y yo barreremos del mundo de los vivos a ese falso y traidor.

-¿Vais a asaltar el castillo? -preguntó Dick.

-Ni que estuviera loco podría pensar en semejante cosa -respondió Ellis-. Es demasiado poderoso; sus hombres le rodean, aquellos que anoche se me escaparon y que tan oportunamente aparecieron, ésos le han salvado. No, Dick, al contrario; tú y yo y mis bravos arqueros hemos de evacuar a toda prisa estos bosques y dejar libre el terreno a sir Daniel.

-Temo por la suerte de Jack -dijo el muchacho.

-¿Por la suerte de Jack? -repitió Duckworth-. ¡Ah, sí, por la muchacha! No, Dick; yo te prometo que si llega a hablarse de casarla con otro, intervendremos inmediatamente; hasta entonces o hasta que llegue el momento desapareceremos todos como las sombras al asomar el día. Sir Daniel mirará al este y al oeste sin hallar un solo enemigo; pensará que lo pasado fue una pesadilla de la cual despierta ahora en su lecho. Pero cuatro ojos, los nuestros, Dick, le seguirán de cerca y nuestras cuatro manos... ¡quieran todos los santos ayudarnos!... harán morder el polvo a ese traidor.

Dos días después, tan poderosa llegó a ser la guarnición de la fortaleza de sir Daniel, que éste se aventuró a hacer una salida y a la cabeza de unos cuarenta hombres a caballo avanzó hasta la aldea de Tunstall. No se disparó ni una flecha ni un hombre se vio en la espesura; ya no estaba custodiado el puente, sino que ofrecía paso franco a todo viandante; y al cruzarlo, sir Daniel vio a los aldeanos contemplándole tímidamente a las puertas de las casas.

De pronto, uno de ellos, sacando fuerzas de flaqueza, se adelantó y con los más rendidos saludos presentó al caballero una carta.

A medida que leía su contenido a éste se le oscurecía el rostro. Decía:

Al más falso y cruel de los señores, sir Daniel Brackley, caballero, digo:

Desde un principio comprendí que erais desleal y duro de corazón. Vuestras manos están manchadas con la sangre de mi padre. No la toquéis; no conseguiréis lavarla. Os participo que algún día pereceréis por mi causa, y os diré, además, que si intentáis casar con algún otro a la damisela Joanna Sedley, con la cual he jurado solemnemente casarme yo, el castigo que recibiréis será rapidísimo. El primer paso que deis para ello será también el primero que os conduzca hacia la tumba. RICHARD SHELTON